Resulta provechoso descubrir otros ámbitos en los cuales la poetisa destacó, como en el quehacer educacional.

La Universidad de Valparaíso recientemente publicó (2017), en cuidada edición, “Gabriela Mistral. Pasión de en-señar. Pensamiento Pedagógico”. El libro se disgrega en cinco capítulos: Poética de la educación; Visión rural y humanista; Íntima; Experiencias pedagógicas; Testimonios sobre Gabriela Mistral. Enriquecen los textos transcritos, varios inéditos, un excelente prólogo a cargo de Cristián Warnken y Pedro Pablo Zegers, quien también efectuó la investigación y recopilación, más las ilustraciones de Roser Bru, Premio Nacional de Artes Plásticas; una cronología pedagógica y una bibliografía. En Chile, don Roque Esteban Scarpa recopiló y publicó “Magisterio y Niño” (1979), donde reunió muchos de sus textos de reflexión educacional. La nueva publicación viene a ampliar aquella anterior.

Lucila Godoy Alcayaga (1889-1957), su verdadero nombre, más que profesora, docente, instructora, expositora o preceptora, fue una verdadera educadora. Practicó y pensó la educación.

Se inició a los 14 años (1904) como ayudante de la Escuela de la Compañía Baja, cercana a La Serena. Continuó como inspectora en el Liceo de Niñas de La Serena y luego como maestra en la Escuela de la Cantera y en la Escuela de Cerrillos, próximas a Coquimbo. En 1910 fue nombrada profesora en la Escuela de Barrancas, comuna actual de Pudahuel, en los aledaños de Santiago. Al año siguiente partió al Liceo de Traiguén como profesora interina de Labores, Dibujo, Higiene y Economía doméstica. Poco permaneció en el sur, pues el mismo año fue trasladada al Liceo Femenino de Antofagasta como profesora de Historia e Inspectora Gene-ral. En 1912 fue nombrada Inspectora General y Profesora de Historia, Geografía y Castellano en el Liceo de Niñas de Los Andes, donde permaneció varios años. El Ministro de Instrucción Pública, don Pedro Aguirre Cerda, la designó, en 1918, profesora de Castellano y Directora del Liceo de Punta Arenas. Un nuevo cambio de domicilio le significó su nombramiento como Directora del Liceo de Temuco, ciudad donde conoció a Pablo Neruda. Finalmente volvió a Santiago en 1920 en calidad de Directora fundadora del Liceo de Niñas N° 6, entonces recientemente constituido. Este recorrido por el país le permitió conocer a los alumnos de distintos lugares, cooperar con su desarrollo y evaluar el sistema educativo imperante. La dura y noble tarea diaria en la sala de clases le confirió una experiencia difícil de alcanzar de otra manera. En su docencia debió sobreponerse a constantes dificultades, prejuicios y turbulencias por su carencia de estudios formales. En una carta a don Pedro Aguirre Cerda le dice: “mi único amigo profesor, entre el gremio enemigo mío por excelencia” (p. 177).

Pensó también la educación y en buena medida se formó a sí misma en esta dimensión. Prueba de ello son sus escritos, conferencias, cursos y otros, tanto en Chile como en el extranjero. Luego de dejar la docencia, partió a México en 1922 invitada a colaborar en la Reforma educacional de dicho país. Tiempo después se publicó, también en México, un libro —“Lecturas para mujeres”— destinado a la enseñanza del lenguaje, seleccionado y recopilado por ella. En 1927 viajó a Europa y participó en el Congreso de Educadores realizado en Locarno, Suiza, y en el Congreso de Protección a la Infancia en Ginebra. En Estados Unidos ofreció cursos y conferencias en establecimientos de Educación Secundaria, Barnard College de la Universidad de Columbia y Middlebury College en Vermont. Ella misma confiesa: “yo dejé la enseñanza hace muchos años, pero como el oficio pedagógico es una vocación vertical y no un mero asunto de cargos y sueldos, nunca cesé de perseguir en librerías los libros nuevos y novedosos del oficio” (p. 193).

Variados temas, vinculados a la educación, toca en los textos: el oficio docente, la escuela, la universidad, América, la cultura, los estudios clásicos, la educación rural, el amor a la patria, la instrucción de la mujer, el lenguaje, el libro, el folclor, las profesiones, las bibliotecas.

Tres aspectos referiré con más detención: su concepción del maestro-educador; la ligazón palabra-imagen en la enseñanza; su estimación por la ruralidad.

La historia de Chile es abundante en reformas educacionales. Hemos recibido fuertes influencias extranjeras y no siempre su aplicación se ha realizado con la debida purificación y adaptación. Seguimos, hoy en día, en tiempos de reformas y sería muy conveniente fijar el foco en los profesores, quienes cooperan con las familias en la educación de niños y jóvenes. Las mallas curriculares, los planes y programas, las evaluaciones, los formularios a llenar, las encuestas son importantes, pero más que ellos es el educador-maestro: un ser relevante, testimonio y ejemplo de persona con vocación y dedicado a servir a sus alumnos. La cultura pedagógica junto a la ética y la estética configuran al maestro. Los encargados de formular las reformas o proyectos educacionales a futuro harían muy bien en leer este libro y asimilar su iluminación.

Gabriela Mistral considera la tarea del maestro en un lugar muy alto: “Nadie puede negar ni aun discutir que la profesión de enseñar tiene un subido rango humano”, es “un magno ejercicio” (p. 106), requiere “amor al oficio” (p. 107), es “un servicio divino” (p. 22). La maestra es “un ser doble, hecho de saber y de amor, es una pura maravilla” (p. 237), “un recitado de fórmulas y teorías muertas no basta para merecer la divina palabra de maestro” (p. 280).

Educar es promover y guiar el desenvolvimiento de las personas para que durante su itinerario existencial se acerquen más y mejor a su plenitud. Involucra ayudar al educando con el propósito de que adquiera un conjunto de disposiciones estables y positivas facilitadoras del desarrollo de su ser. El que actúa fundamentalmente es el alumno, el educador le hace el servicio de coadyuvarlo. El verdadero agente es el propio alumno, el educador es un dinamizador, un mediador, un servidor. La tarea de un educador, aunque muy digna y noble, requiere humildad.

Aconseja a otros educadores de esta manera: “jamás debe hacer el maestro lo que el niño puede hacer por sí mismo. La acción es lo que fortifica las facultades del niño y lo que acrecienta su espíritu, evitad decir y ayudar demasiado frecuentemente a vuestros discípulos” (p. 52).

En un texto donde aboga por la dignificación del maestro-educador y la presencia de límites, de una dosis de disciplina, en el ámbito educacional, parece hablarnos al siglo XXI: “hoy los alumnos llegan a considerar a sus profesores como simples empleados encargados de instruirles, no respetando la diferencia de años, de talento, de posición, de méritos; la relajación de la disciplina invade desde el bebé de dos años hasta los más altos empleados de la nación” (p. 119).

El Decálogo de la Maestra y sus Pensamientos Pedagógicos incluyen afirmaciones que no pueden dejar indiferente y mantienen su vigencia. Algunas de ellas son las siguientes:

La enseñanza debe unirse a la belleza, la dimensión poética es inherente a la educación: “Cuando yo he hecho una clase hermosa me quedo más feliz que Miguel Ángel después del “Moisés”. Verdad es que mi clase se desvaneció como un celaje, pero es sólo en apariencia. Mi clase quedó como una saeta de oro atravesada en el alma siquiera de una alumna” (p. 66). “Toda lección es susceptible de belleza” (p. 27).

En 1956 y poco antes de fallecer, Gabriela Mistral escribió un interesante texto llamado “Imagen y Palabra en la Educación”, donde reflexiona sobre la relevancia de la imagen en educación: “Al hogar de la Palabra, que llamamos Escuela o Colegio, ha llegado un competidor formidable: la Imagen” (p. 193). El magisterio se alarma por la influencia del cine y la televisión. Ella los considera aliados, aunque la imagen guarda cierta superioridad sobre la palabra: “Desde siempre consideré la imagen como una especie de superpalabra, que evita todo error y que convence mucho más que la mera palabra escrita o hablada” (…) “la imagen se lleva por delante a la mejor lección oral” (…) “desde mis años de maestra hasta hoy, siempre tuve a la imagen como entidad superiorísima sobre la palabra”. Sería interesante interrogarse: ¿qué diría hoy nuestra maestra ante la avalancha de imágenes relumbrantes, muchas veces en desmedro de la palabra oral o escrita? ¿Cuándo y cómo la imagen debe utilizarse en educación? Probablemente su respuesta apuntaría a seguir considerándolas —imagen y palabra— aliadas y auxiliares del educador. Esto lleva a recordar también su valoración del idioma, sin por eso dejar de pensar que la educación, a su juicio, debe vincularse a la vida. En el escrito “Palabras a los Maestros” sostiene: “No te conformes con ser claro, sé, si puedes, elegante en tu palabra” (…) “el descuido de tu lenguaje envuelve cierto desprecio de los que te oyen” (p. 29). Incluso considera al clasicismo y al humanismo como base de la verdadera cultura: “Yo soy una de esas desventuradas criaturas de nuestra raza que no recibieron a tiempo el tuétano del clasicismo… deseo y grito mi deseo de que a las generaciones que vienen se les dé esta gran dignidad, esta honra que no es sustituible por ninguna otra”. El griego y el latín “forman la mente y dan un sentido profundo y armónico de la vida” (p. 137). En una época marcada por lo digital y cuando el vocabulario se vuelve escaso, si no ordinario, es fundamental rescatar el lenguaje correcto en educación, ni cursi ni chabacano, tanto oral como escrito. “La palabra selecta y la imagen hermosa” (p. 247).

“Yo nací en ciudad, pero me crié en el campo” (p. 108). Casi toda su infancia transcurrió en Montegrande (Valle del Elqui), “lindas cosas de él guardo y riego en mí…….. allí nací al amor de la tierra —del cual vivo todavía— y me crié a la intemperie en el mejor sentido de esa palabra. Tuve sol de más, tuve el huerto doméstico que a ningún niño debería faltarle… tuve la escuela misma por casa y si bien esta no tenía sino dos cuartos, el patio espacioso y el huerto ‘de mis amores’, me amamantaron en el gusto del espacio quien era para mí por sí mismo, alegría y más: euforia” (p. 108). “La infancia en el campo….. la he sentido yo siempre, y la considero todavía, y cada día más, como un lujoso privilegio” (p. 111). “Me tengo como único oficio lateral el jardineo, y les cuento que dos horas de riego y barrido de hojas secas me dejan en condiciones de escribir durante tres más” (p. 82). Evoca con nostalgia ese lapso de su vida en el Valle del Elqui, donde pudo disfrutar del sol, del aire, de la tierra. Ella, que recorrió gran parte del mundo, no perdió su valoración de la vida rural. El aprecio por el campo se trasparenta en muchos de sus escritos atingentes a motivos rurales: la maestra rural, la escuela rural, la infancia rural, la escuela-granja, la escuela al aire libre. Su predilección por la maestra rural es incuestionable.

Su pasión por educar trasciende su vida terrena. En su Credo de la Maestra recurre a una metáfora sugerente. Cuando termine su peregrinaje en este mundo, quiere permanecer enlazando una de sus manos con Jesús, “el pedagogo de los pies desnudos”, y la otra con una de sus alumnas: “mirando fijamente, como en un éxtasis, su pecho con sangre, pegada a Él, prendida a Él, negada de todos, entendida por Él, con mi mano en la suya, con otra en la de mis niñas, pienso vivir, y enseñar y morir, y quedar debajo de la tierra con la mano extendida, en la ilusión de que sigo sembrando en la huesa que no es más, nada más, que un surco” (p. 68-69).

En la Oración de la Maestra agrega: “Señor, Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe y que lleve el nombre de maestra que Tú llevaste por la tierra”, (…) “Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto, y que deje en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten más” (p. 23).

Estas palabras siguen resonando hoy. ¿Habrá alguien que las oiga y las ponga en práctica?, ¿seguiremos padeciendo la sordera?, ¿serán sus escritos motivo de meditación?

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