Laudato si’ apela a una Teología de la Creación que se remonta a la polémica de San Agustín contra los maniqueos.


La encíclica Laudato si’ (“Alabado seas, mi Señor”, que parafrasea el Cántico de la Creaturas de Francisco de Asís) tiende a corregir la imagen –incrustada bien profundamente en el movimiento ambientalista– del antagonismo que existiría entre religión y naturaleza. Este antagonismo ha consistido en afirmar que la causa fundamental de la degradación medio ambiental es la disposición específicamente cristiana hacia la devaluación de la naturaleza [1], que se obtiene de una teología y una ética demasiado antropocéntrica. El ambientalismo moderno debería ser algo irremediablemente secular, una manifestación más del proceso moderno de secularización. Pero, ¿ha sido el cristianismo tan antinaturalista como se cree? Laudato si’ se esfuerza por aclarar las fuentes religiosas de una actitud favorable hacia la naturaleza y admite la posibilidad de que la naturaleza sea el soporte de una ética y una espiritualidad auténticas.

Religión y naturaleza en la tradición

Para referirse a esta posibilidad, la encíclica apela a una Teología de la Creación que en la tradición cristiana se remonta a la polémica de San Agustín contra los maniqueos: decididamente el mundo que habitamos ha sido creado por Dios, lo que no sólo impide considerar toda la naturaleza como algo irremediablemente corrupto y depravado, sino que tiende también un puente, aunque sea un hilo delgado de afinidad entre el hombre y las demás creaturas. En San Agustín no existe todavía la admiratio –la contemplación extasiada de la naturaleza y la referencia a la belleza de Dios que se puede mostrar en el espejo natural–, tampoco la afirmación de que existe algo radical-mente bueno –éticamente valioso– en las cosas naturales.

Esta actitud puede encontrarse, sin embargo, en el monacato cristiano y en la visión ascética de la creación. Los monasterios se crearon en contacto vivo con la naturaleza y de ellos procede una profunda impresión acerca de la belleza del mundo natural. El componente propiamente ascético proviene, sin embargo, no sólo de la oración monástica (ora), sino del trabajo (labora) que en la recomendación de San Benito debe entenderse como trabajo manual, actividad en contacto directo con las cosas de la naturaleza bajo la forma creativa del que cultiva la tierra y luego del artesano que elabora los elementos [2].

El delicado equilibrio que logra el monasterio entre naturaleza y cultura es un eslabón esencial en la conciencia moderna del medio ambiente. Al monacato cristiano se le debe la asociación entre naturaleza y contemplación –y no solamente fuente de tentación como en las versiones radicales de la ascesis–, y de manera especial la formación del claustro como jardín monástico que sobrepasa la función utilitaria del huerto, que ha constituido desde siempre la relación primordial del hombre con la naturaleza. “Donde termina el huerto, comienza el jardín” se dice en un viejo texto cisterciense. Los monjes cristianos fueron más allá de la delicadeza ecológica de Confucio, cuyos discípulos aclararon que “El Maestro pescaba con caña, no con red y cuando cazaba, nunca disparaba a un pájaro en reposo” [3].

Los monjes se abstuvieron derechamente de la caza, en poderoso contraste con la principal afición naturalista de la nobleza guerrera, un símbolo de la limitación que el cristiano ejemplar se imponía a sí mismo en relación a la creación –sin contar con que tampoco los monjes permitían enjaular pájaros con propósito recreativos–. El ideal monástico, sobre todo después de la reforma de San Bernardo, fue en muchos sentidos restablecer el jardín original a través del claustro que expresa la profunda armonía entre la belleza natural y la perfección de la vida humana, en una combinación de gozo y de paz que, según dice la encíclica, es la definición evangélica de la calidad de vida.

La Teología de la Creación va mucho más lejos con San Francisco de Asís, algo que la encíclica recoge con esta breve referencia de Tomás de Celano que señala que el santo “pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza” [4]. Más allá del huerto no estaba el jardín, sino el bosque profundo que en la imaginación medieval representaba el lugar espeluznante de las fieras y de las brujas, es decir, la representación misma del Mal. San Francisco expresa la visión del eremita, del monje itinerante (que carece de domicilio fijo) y mendicante (que no trabaja) y cuyo ideal, por ende, ya no puede ser el jardín del claustro monástico, sino una relación completamente nueva y sorprendente con la naturaleza salvaje. Lo propio de San Francisco es la desaparición de toda relación utilitaria con la naturaleza –la magnificación del ora por encima del labora– que le permite crear una relación casi puramente admirativa con la Creación.

En la homilía a los pájaros, Francisco trata a los animales como si estuvieran dotados de razón e inteligencia y pudieran alabar a Dios de la misma manera que lo hacemos nosotros. Su visión de la pureza original de toda creatura lo lleva a tratar familiar y tiernamente incluso a las fieras más temidas, como en la escena del apaciguamiento del lobo. La capacidad de establecer una relación completamente fraternal con las cosas –al punto de tratar de hermanos y hermanas al Sol y la Luna como lo hace en su famoso Cántico de la Creación– lo conduce muy adentro en la conciencia ecológica del hombre moderno. ¿Se puede, en efecto, rehabilitar moralmente a la naturaleza de un modo más radical? El ideal monástico de la simplicidad se convierte en pobreza evangélica, y aunque San Francisco evita el vegetarianismo de los cátaros, aquí ya no es cuestión de evitar la caza, sino de la prohibición de matar a los animales domésticos con los que se ha vivido. Como buen monje mendicante, sin embargo, San Francisco comía lo que se le ofrecía [5].

La exaltación de la naturaleza continuará su camino hacia la modernidad también en un ambiente cristiano. Así como la religión no se ha opuesto sino episódicamente a la ciencia –y es más bien la ciencia la que rechaza la religión–, lo mismo puede decirse de la ecología. Es cosa de ver la recepción cristiana de las ideas románticas acerca de la naturaleza que constituyen –junto con la ciencia– los dos eslabones decisivos de la actitud moderna hacia la naturaleza, que se construye en ambos casos más allá de una Teología de la Creación. Para la conciencia romántica, nuestra naturaleza es buena, pero ha sido corroída por los efectos de vivir de una forma equivocada de organización social, como sostiene Rousseau.

La exhortación romántica hacia un retorno a la vida natural incluyen la contemplación de la naturaleza y el estudio de la botánica, pero también la liberación de los placeres naturales entre los que se cuenta el sexo, al tiempo que aborrece de ciertas formas artificiales de vida que incluyen la lectura y el teatro, una sociabilidad inmoderada y la vida urbana desde luego (que ya comienza a insinuarse como el peor de todos los males). La idea de que el contacto vivo con la naturaleza está relacionado con la redención espiritual o con la capacidad ética del hombre va a tener un desarrollo inédito en el mundo moderno, aunque vaya de la mano de un uso cada vez más intensivo y depredatorio de las cosas naturales [6].

En el siglo XVIII se generaliza el paseo romántico a campo traviesa, la práctica de caminar libremente por el campo, sin ninguna meta u objetivo específico, asociado a la contemplación y el autocultivo de la mente, algo que los monjes itinerantes como San Francisco habían descubierto mucho antes [7]. En los siglos siguientes, el contacto vivo con la naturaleza se asociará con la reforma moral y con la convicción cada vez más avasallante de que las virtudes se encuentran en el modo de vida natural del campo en contraposición con la corrupción de la ciudad y con propiedades curativas, –como es el caso de la montaña para la tuberculosis– lo que rehabilita enteramente también el bosque profundo y la montaña agreste de Francisco.

De la objetivación a la admiración de la naturaleza

En la última parte de su encíclica, el Papa habla de una espiritualidad ecológica que retoma los principales temas de esta ascesis, e incluso del romanticismo cristiano. Sobre todo, y principalmente, la apreciación de la naturaleza dentro de los marcos de una Teología de la Creación, es decir, de la naturaleza como un don que debe ser recibido, apreciado y cuidado como sucede con todo regalo. Hace ya mucho tiempo que la naturaleza ha sido desencantada –en parte gracias al mismo influjo cristiano–, pero el Papa advierte contra los riesgos evidentes de la objetivación científica, técnica y económica de las cosas naturales. No debemos ver en la Naturaleza solamente un objeto inteligible y disponible, sino algo digno de admiración (ante lo cual toda inteligencia se detiene absorta y emocionada) y de cuidado (ante lo cual también se interrumpe todo afán desmesurado de apropiación).

La prevención contra la técnica se aúna también a una advertencia respecto de una exaltación puramente secular de la naturaleza como la que está contenida en el romanticismo de Rousseau. Una cosa es la naturaleza antes de la Creación –o no creada– y otra muy diferente la concepción cristiana de una naturaleza creada y querida por Dios. Los cristianos podríamos obviar algunas consecuencias del naturalismo secularizado como la concepción puramente natural de la sexualidad –que conduce al rechazo del celibato por ejemplo–, la exaltación incondicional de los pueblos primitivos –que incluyen la aceptación de costumbres y hábitos que resultan inaceptables– o la transformación de la naturaleza en un santuario que el hombre no debería tocar por ningún motivo.

Pero quizás también debamos sobrepasar la vieja imagen cristiana de la naturaleza como un “libro abierto” donde es posible distinguir la huella de Dios, pero donde lo que importa es lo inteligible y no lo sensible, lo que el libro dice y no lo que representa. Debemos dar a la naturaleza un valor intrínseco y conectarla decididamente con nuestra propia redención espiritual y desarrollo moral. El Papa llama “conversión ecológica” a esta actitud [8]. Ningún cristiano debería ahorrarse el esfuerzo de definir ética y espiritualmente su relación con la naturaleza, así como lo hace con el matrimonio y la familia, y como se le exhorta a hacerlo también con los pobres y los necesitados. También se nos pedirán cuentas acerca del modo como hemos tratado a las cosas creadas por Dios.

Por otra parte, el Papa recuerda los valores del trabajo, la sobriedad y humildad que animaron la vida monástica y que definen, de la manera más exacta, una justa relación con la naturaleza. La relación cristiana con la naturaleza no es solamente contemplativa, sino activa. No se trata solamente de la defensa de una naturaleza salvaje –del bosque nativo por ejemplo y de la estabilidad de los ecosistemas– sino de la capacidad de transformar la tierra en un jardín, porque también la naturaleza necesita a veces ser rehabilitada y conducida hacia fines propiamente humanos. Una relación activa con la naturaleza que se consigue a través de un nuevo estilo de vida, dice el Papa, que renuncia a toda forma de maltrato a la naturaleza –que no alcanza a llegar al extremo de la ahimsa del budismo, la exhortación de no hacer daño a nadie que obliga al monje a no pisar las hormigas que se cruzan en su camino– y que promueve una suave renuncia a las cosas (aunque no la internación definitiva en la soledad del bosque profundo con el que también identificamos al monacato oriental). En definitiva, una “ecología humana” que confía todavía en la capacidad del hombre de construir una relación fructífera y fraterna con la naturaleza.

El Papa interviene en un momento decisivo y con una respuesta innovadora, justo en el momento en que los problemas medioambientales han adquirido una escala global con los trastornos del cambio climático y cuando las respuestas técnicas y políticas frente al problema aparecen bloqueadas o manifiestamente insuficientes. El ecologismo debe adquirir una dimensión global que sobrepasa con mucho las decisiones que pueden tomarse a escala de los estados nacionales, y frente a lo cual el cristianismo como religión mundial puede constituir una fuerza decisiva.

Asimismo, el ecologismo debe reforzar su índole moral y penetrar en la conciencia religiosa de un modo mucho más decisivo que lo que lo ha hecho hasta ahora, tal como se hizo con la llamada cuestión social hace ya más de cien años. La comparación entre Rerum novarum y Laudato si’ es completamente pertinente. Laudato si’ no debe entenderse como una crítica, sino como una exhortación. Según los datos de la Encuesta Mundial de Valores para países de la OECD, los católicos no tenemos inconvenientes en acreditar la seriedad del problema del calentamiento global –y las resistencias se encuentran todavía en el protestantismo fundamentalista–, pero los católicos seguimos muy por debajo de la norma –incluso la de protestantes y personas sin religión– en el hábito de reciclar basuras o de comprar productos con certificación verde. Es hora de adoptar una actitud nueva y decidida en todo esto.

Muchas gracias.


Notas

[1] Desde Lynn White (1967) “The Historical Roots of Our Ecologic Crisis”, Science 155:1203-1207 en adelante.
[2] La lectura como oficio principal del monje es un resultado posterior que siempre va ser problemático. Todavía San Bernardo gustaba participar él mismo de la cosecha.
[3] Analectas de Confucio, 7.27 en Editorial EDAF, Madrid, 1998.
[4] Laudato si’, 12.
[5] Sorrell, Roger D., St. Francis of Assisi and Nature. Tradition and Innovation in Western Christian Attitudes toward the Environment. Oxford University Press, New York, 1988.
[6] Ver especialmente el libro de Clarence Glacken, Huellas en la Playa de Rodas. Naturaleza y Cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996.
[7] La relación romántica con la naturaleza se puede encontrar maravillosamente en el primero movimiento de la Sinfonía Pastoral de Beethoven. Para todo esto véase Evan Berry, Devoted to Nature. The Religious Roots of American Environmentalism. University of California Press, 2015.
[8] Laudato si’, 216-221

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