18 de octubre de 2017

encabezado audiencias le

Queridísimos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera comparar la esperanza cristiana con la realidad de la muerte, una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a cancelar. Así, cuando la muerte llega, para quien está cerca o para nosotros mismos, nos encontramos no preparados, sin un «alfabeto» apto para esbozar palabras de sentido entorno a su misterio, que aun así permanece. Y también los primeros signos de civilización humana son transitados precisamente a través de este enigma. Podremos decir que el hombre ha nacido con el culto de los muertos.

Otras civilizaciones, antes de la nuestra, han tenido la valentía de mirarla a la cara. Era un suceso contado por los ancianos a las nuevas generaciones, como una realidad ineludible que obligaba al hombre a vivir para algo absoluto. Recita el salmo 90: «Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12). ¡Contar los propios días hace que el corazón se convierta en sabio! Palabras que nos llevan a un sano realismo, rompiendo el delirio de omnipotencia. ¿Qué somos nosotros? Somos «casi un nada», dice otro salmo (cf. 88, 48); nuestros días pasan rápido: aunque si viviéramos cien años, al final nos parecería todo un suspiro. Muchas veces he escuchado ancianos decir: «La vida me ha pasado como un suspiro...».

Así la muerte desnuda nuestra vida. Nos hace descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira y de odio eran vanidad: pura vanidad. Nos damos cuenta con pesar de que no hemos amado suficiente y de que no hemos buscado lo que era esencial. Y, al contrario, vemos lo bueno que realmente hemos sembrado: los afectos por los cuales nos hemos sacrificado, y que ahora nos tienen de la mano.

Jesús ha iluminado el misterio de nuestra muerte. Con su comportamiento, nos autoriza a sentirnos dolidos cuando una persona querida se va. Él se turbó «profundamente» delante de la tumba del amigo Lázaro, y «se echó a llorar» (Juan 11, 35). En esta actitud suya, sentimos a Jesús muy cerca, nuestro hermano. Él lloró por su amigo Lázaro.

Y entonces Jesús reza al Padre, fuente de la vida, y ordena a Lázaro salir del sepulcro. Y así sucede. La esperanza cristiana se basa en esta actitud que Jesús asume contra la muerte humana: está presente en la creación, pero es sin embargo, una cicatriz que desfigura el diseño de amor de Dios, y el Salvador quiere sanarnos.

En otro momento, los Evangelios cuentan de un padre que tiene la hija muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve (cf. Marcos 5, 21-24, 35-43). Y no hay una figura más conmovedora que la de un padre o una madre con un hijo enfermo. Y en seguida Jesús se encamina con ese hombre, que se llama Jairo. A un cierto punto llega alguien de la casa de Jairo y le dice que la niña está muerta, y ya no es necesario molestar al Maestro. Pero Jesús dice a Jairo: «No temas, solo ten fe» (Marcos 5, 36). Jesús sabe que ese hombre tiene la tentación de reaccionar con rabia y desesperación, porque la niña ha muerto, y él aconseja cuidar la pequeña llama que está encendida en su corazón: la fe. «No temas, solo ten fe». «¡No tengas miedo, continúa solo teniendo encendida esa llama!». Y después, al llegar a casa, despertará a la niña de la muerte y la devolverá viva a sus seres queridos.

Jesús nos pone en esta «cresta» de la fe. A Marta que llora por la desaparición del hermano Lázaro opone la luz de un dogma: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» (Juan 11, 25-26). Es lo que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a romper el tejido de la vida y de los afectos. Toda nuestra existencia se juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. Dice Jesús: «Yo no soy la muerte, yo soy la resurrección y la vida, ¿tú crees esto? ¿tú crees esto?». Nosotros, que estamos aquí hoy en la plaza, ¿creemos esto?

Somos todos pequeños e indefensos delante del misterio de la muerte. Pero, ¡qué gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama de la fe! Jesús nos tomará de la mano, como tomó a la hija de Jairo, y repetirá una vez más: «Talitá kum», «muchacha, levántate» (Marcos 5, 41). Lo dirá a nosotros, a cada uno de nosotros: «¡Levántate, resucita!». Yo os invito, ahora, a cerrar los ojos y a pensar en ese momento: de nuestra muerte. Cada uno de nosotros que piense en la propia muerte, y se imagine ese momento que tendrá lugar, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: «Ven, ven conmigo, levántate». Allí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Pensad bien: Jesús mismo vendrá donde cada uno de nosotros y nos tomará de la mano, con su ternura, su mansedumbre, su amor. Y cada uno repita en su corazón la palabra de Jesús: «¡Levántate, ven. Levántate, ven. Levántate, resucita!».

Esta es nuestra esperanza delante de la muerte. Para quien cree, es una puerta que se abre de par en par; para quien duda es un rayo de luz que se filtra por una puerta que no se ha cerrado del todo.

Pero para todos nosotros será una gracia, cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos iluminará.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. El Señor, única esperanza de la humanidad, nos conceda la gracia de mantener encendida la llama de la fe, y en el momento de nuestra muerte nos tome de la mano y nos diga: «¡Levántate!». Que Santa María, Madre de Dios, interceda por todos nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte. Así sea.


LLAMAMIENTO

Deseo expresar mi dolor por la masacre que tuvo lugar hace algunos días en Mogadiscio, Somalia, que causó más de trescientos muertos, entre los cuales algunos niños. Este acto terrorista merece la más firme reprobación, también porque se ensaña contra una población ya muy probada. Rezo por los difuntos y por los heridos, por sus familiares y por todo el pueblo de Somalia.

Imploro la conversión de los violentos y animo a cuantos, con enorme dificultad, trabajan por la paz en esa tierra martirizada.


◆ Ir a la siguiente audiencia

◆ Ir a otras audiencias

 

Últimas Publicaciones

El Papa León proclamará este 1 de noviembre a John Henry Newman, Doctor de la Iglesia. Es el número treinta y ocho de una lista de nombres memorables por santidad y sabiduría de Dios. Después del último Concilio fueron incorporadas las primeras cuatro mujeres en esta lista: santa Teresa de Ávila y santa Catalina de Siena (ambas en 1970 por Pablo VI), santa Teresa de Lisieux (por Juan Pablo II en 1997) y santa Hildegarda de Bingen (en 2012 por Benedicto XVI). Benedicto había nombrado a Juan de Ávila en 2012 y Francisco a Gregorio de Narek en 2015 e Ireneo de Lyon en 2022.
Lamentablemente, el 2025 se acerca a su fin y seguimos presenciando como el mundo continúa envuelto en múltiples guerras y conflictos. La Iglesia se hace parte desde la caridad, la presencia y la diplomacia, mientras en paralelo el Papa León va dando pasos en su pontificado. Estos meses hay nuevos santos y beatos, reconocimiento a mártires contemporáneos y muchas celebraciones de distintos motivos jubilares. La Iglesia en Latinoamérica, y especialmente en Chile, también ha estado activa, generando encuentros, propo- niendo acciones y siendo parte de la discusión de temas legislativos.
El domingo 19 de octubre el Papa León XIV proclamó santos a los primeros venezolanos en recibir este honor: la religiosa Carmen Rendiles Martínez y el médico laico José Gregorio Hernández Cisneros. Muchos medios reportan que la ceremonia se vivió con júbilo tanto a lo largo de Venezuela como en las ciudades en que se encuentra concentrada la diáspora venezolana, donde se sucedieron celebraciones con velas y oraciones por el país.
Revistas
Cuadernos
Reseñas
Suscripción
Palabra del Papa
Diario Financiero