¡Señora, señores!

En nuestro camino para redescubrir la pasión por el anuncio del Evangelio, para ver cómo el celo apostólico, esta pasión por anunciar el Evangelio se ha desarrollado en la historia de la Iglesia, en este camino miramos hoy a las Américas. Aquí la evangelización tiene un manantial siempre vivo: Guadalupe. Es una fuente viva. ¡Los mexicanos están contentos! Por supuesto, el Evangelio ya había llegado allí antes de esas apariciones, pero desafortunadamente también había sido acompañado por intereses mundanos. En lugar de la vía de la inculturación, se había recorrido con demasiada frecuencia el apresuramiento de trasplantar e imponer modelos preestablecidos —europeos, por ejemplo—, faltando al respeto a los pueblos indígenas. La Virgen de Guadalupe, en cambio, aparece vestida con las ropas de los autóctonos, habla su idioma, acoge y ama la cultura del lugar: María es Madre y bajo su manto encuentra lugar cada hijo. En Ella, Dios se hizo carne y, a través de María, sigue encarnándose en la vida de los pueblos. La Virgen, de hecho, anuncia a Dios en la lengua más adecuada, es decir, la lengua materna. Y también a nosotros la Virgen nos habla en lengua materna, la que nosotros entendemos bien. El Evangelio se transmite en la lengua materna. Y me gustaría dar las gracias a las muchas madres y abuelas que lo transmiten a sus hijos y nietos: la fe pasa con la vida, por eso las madres y abuelas son las primeras anunciadoras. ¡Un aplauso para las madres y abuelas! Y el Evangelio se comunica, como muestra María, en la sencillez: siempre la Virgen elige a los sencillos, en la colina del Tepeyac en México como en Lourdes y Fátima: hablándoles, les habla a cada uno, con un lenguaje adecuado para todos, con un lenguaje comprensible, como el de Jesús.

Detengámonos entonces en el testimonio de San Juan Diego, que es el mensajero, es el muchacho, es el indígena que recibió la revelación de María: el mensajero de la Virgen de Guadalupe. Él era una persona humilde, un indio del pueblo: sobre él se posa la mirada de Dios, que ama realizar prodigios a través de los pequeños. Juan Diego había llegado a la fe ya adulto y casado. En diciembre de 1531 tiene unos 55 años. Mientras está de camino, ¿ve en un alto a la Madre de Dios, que lo llama tiernamente, y cómo lo llama la Virgen? «hijo mío el menor, Juanito» (Nican Mopohua, 23). Luego lo envía al obispo a pedirle que construya un templo allí mismo, donde se había aparecido. Juan Diego, sencillo y servicial, va con la generosidad de su corazón puro, pero tiene que hacer una larga espera. Finalmente habla con el obispo, pero no se le cree. A veces nosotros, los obispos... Se encuentra de nuevo con la Virgen, que lo consuela y le pide que vuelva a intentarlo. El indio vuelve al obispo y con gran esfuerzo lo encuentra, pero éste, después de escucharlo, lo despide y envía hombres a seguirlo. He aquí la fatiga, la prueba del anuncio: a pesar del celo, llegan los imprevistos, a veces de la propia Iglesia. De hecho, para anunciar no basta con dar testimonio del bien, hay que saber soportar el mal. No olvidemos esto: es muy importante para anunciar el Evangelio no basta con dar testimonio del bien, sino que hay que saber soportar el mal. Un cristiano hace el bien, pero soporta el mal. Ambos van juntos, la vida es así. También hoy, en muchos lugares, para inculturar el Evangelio y evangelizar las culturas se necesita constancia y paciencia, no hay que temer a los conflictos, no hay que desanimarse. Estoy pensando en un país donde los cristianos son perseguidos, porque son cristianos y no pueden practicar su religión bien y en paz. Juan Diego, desanimado, porque el obispo lo devolvía, pide a la Virgen que lo dispense y encargue a alguien más estimado y capaz que él, pero es invitado a perseverar. Siempre existe el riesgo de una cierta docilidad en el anuncio: una cosa no funciona y uno retrocede, desanimándose y refugiándose tal vez en las propias certezas, en pequeños grupos y en algunas devociones íntimas. La Virgen, en cambio, mientras nos consuela, nos hace seguir adelante y así nos hace crecer, como una buena madre que, mientras sigue los pasos de su hijo, lo lanza a los desafíos del mundo.

Juan Diego, tan animado, vuelve al obispo que le pide una señal. La Virgen se lo promete, y lo consuela con estas palabras: «No se turbe tu rostro, tu corazón: […] ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? (ibíd., 118-119). Esto es bello, la Virgen tantas veces cuando estamos en desolación, en la tristeza, en la dificultad, nos lo dice también a nosotros, en el corazón: «¿No estoy aquí yo que soy tu madre?» Siempre cerca para consolarnos y darnos fuerzas para seguir adelante. Luego le pide que vaya a la árida cima de la colina a recoger flores. Es invierno pero, a pesar de ello, Juan Diego encuentra unos preciosos, los pone en su manto y los ofrece a la Madre de Dios, quien lo invita a llevarlos al obispo como prueba. Él va, espera su turno con paciencia y finalmente, en presencia del Obispo, abre su tilma; —que es lo que usaban los indígenas para cubrirse— abre su tilma mostrando las flores y he aquí: en el tejido del manto aparece la imagen de la Virgen, aquella extraordinaria y viva que conocemos nosotros, en cuyos ojos todavía están impresos los protagonistas de entonces. He aquí la sorpresa de Dios: cuando hay disponibilidad, cuando hay obediencia, Él puede hacer algo inesperado, en los tiempos y en las formas que no podemos prever. Y así se construye el santuario pedido por la Virgen y hoy se puede visitar.

Juan Diego deja todo y, con el permiso del obispo, dedica su vida al santuario. Acoge a los peregrinos y los evangeliza. Es lo que sucede en los santuarios marianos, meta de peregrinaciones y lugares de anuncio, donde cada uno se siente en casa —porque es la casa de la madre, es la casa de la madre— y siente la nostalgia del hogar, es decir, la nostalgia del lugar donde está la Madre, el Cielo. Allí la fe se acoge de modo sencillo, la fe se acoge de modo genuino, de modo popular, y la Virgen, como le dijo a Juan Diego, escucha nuestros llantos y cuida nuestras penas (cf. ibíd., 32). Aprendamos esto: cuando hay dificultades en la vida, vamos a la Madre; y cuando la vida es feliz, vamos a la Madre a compartir también esto. Necesitamos ir a estos oasis de consuelo y de misericordia, donde la fe se expresa en lengua materna; donde se depositan las fatigas de la vida en los brazos de la Virgen y se vuelve a vivir con la paz en el corazón, quizás con la paz de los niños.


 Fuente: Vaticano

Últimas Publicaciones

El Papa Francisco fue un pastor por excelencia. Sencillo, bueno. Pastor del Sagrado Corazón de Jesús, de los inmigrantes y de los forasteros. Pastor verde. Pastor del amor de Dios y del Pueblo de Dios. Pastor de la esperanza. Para hacer un retrato del pontificado que acaba de concluir, en estas páginas hemos seleccionado veinticinco artículos publicados originalmente en Humanitas, que abarcan tanto la figura del Santo Padre como su magisterio, las reformas que llevó a cabo en la Iglesia y sus intuiciones pastorales.
La Dirección Editorial del Dicasterio para la Comunicación, presenta el documental «León de Perú», con imágenes que recorre los pasos de la misión de Robert Francis Prevost en Perú. Un recorrido por Chiclayo, Chulucanas, Callao, Lima y Trujillo para descubrir la figura del Pontífice agustino a través de las voces y testimonios de quienes lo conocieron, trabajaron con él o recibieron su ayuda como misionero y pastor.
Desde la Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia que sufre, y en el marco del Domingo de Oración por la Iglesia Perseguida, nos llega un llamado a recordar a quienes arriesgan la vida por vivir su fe.
Revistas
Cuadernos
Reseñas
Suscripción
Palabra del Papa
Diario Financiero