Cuando se desveló por primera vez el fresco del juicio Final en la Capilla Sixtina, el Papa Pablo III se hincó de rodillas en acto de humilde reverencia.

Cuando se desveló por primera vez el fresco del Juicio final en la Capilla Sixtina, Pablo III se hincó de rodillas, en acto de humilde reverencia, temeroso ante la figura majestuosa del Cristo juez [1]. Esta impresión de un Cristo terrible que condena a los réprobos a llama perpetua ha permanecido viva en la imaginación de muchos fieles. Sin embargo, no es la única forma de entender el gesto de Jesús en la celebrada obra de Miguel Ángel. En realidad, su mano alzada puede indicar tanto el rechazo de los malvados como un impulso para que suban hacia él los santos. De este modo se explica mejor un hecho innegable en el conjunto de la pintura: Cristo se presenta como centro dinámico, aquel que pone la escena entera en movimiento. ¿Estará aquí la explicación de la postura y el gesto de Jesús en el fresco?

Tal interpretación toma fuerza si consideramos que la intención original de Miguel Ángel parece haber sido —así lo indican algunos bocetos preparatorios— no tanto retratar el Juicio final como pintar la resurrección de entre los muertos [2]. Si esto es así, entonces el artista quería concentrarse precisamente en el cuerpo del Redentor y de los otros resucitados. El punto focal de la obra sería la fuerza vivificadora que emana de la carne de Cristo y hace girar todo en torno a él.

He aquí por qué este cuerpo no encaja del todo en los cánones griegos [3]. Aunque la cabeza diseñada en Jesús es la de Apolo, el torso no corresponde a las formas perfectas del antiguo dios. No se ve en Cristo la lejanía intocable que caracteriza la aparición del hijo de Zeus. Y es que se trata aquí de retratar el cuerpo cristiano, plasmado para la comunión, llamado a henchirse de vida, luz, espíritu, que se difunden y comunican. Solo así se explica la atracción magnética que el cuerpo de Jesús ejerce sobre el resto de los cuerpos en la Sixtina, solo así se vislumbra la fuerza que emana de él hacia las cuatro esquinas del cuadro.

Este dinamismo que el cuerpo resucitado de Jesús confiere a la escena ilustra la visión cristiana de la historia. La resurrección no es solo el punto de destino de los siglos, como jaque mate de una larga serie de jugadas de ajedrez; se trata, más bien, de la fuerza que dirige todo desde sus comienzos. La Pascua, por eso, no se sitúa ni como un tiempo más entre los tiempos, ni como nuevo eón desvinculado del tiempo, más allá del tiempo. Por el contrario, trae consigo una nueva forma de entender el tiempo, a cuya luz se esclarecerán todos los demás tiempos. Hay un tiempo pascual, un tiempo resucitado de la carne gloriosa, y de él brota el dinamismo de los siglos, desde su alborada hasta su consumación.

Dado que el cuerpo resucitado de Cristo es llamado por Pablo “cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 44), podríamos hablar también de un “tiempo espiritual”, es decir, plenamente animado por el Espíritu. Y como el Espíritu es el motor eficaz de la historia desde sus orígenes, este tiempo espiritual explicaría la fórmula de todo tiempo, su realidad última, purificada de toda ganga.

Las primeras confesiones de fe en la resurrección de Jesús se forjaron en la asamblea litúrgica. Atestiguan la alegría ante el evento sorprendente de la pascua y la transformación vital que significaba para los creyentes: el mismo Jesús de Nazaret que predicó en Galilea y fue luego ajusticiado bajo Poncio Pilato había sido alzado por el Padre a su derecha. Una historia humana había alcanzado cima inigualable y arrastraba en su marcha otras historias. Hacia él caminaban los tiempos, en espera de su parusía gloriosa.

No, la resurrección ha de conferir significado a la totalidad de los tiempos, desde su principio hasta su fin. Si es resurrección de la carne, habrá de ser también resurrección del tiempo, pues la carne está hecha de tiempo y vive de tiempo: memoria del origen, sello de la promesa fiel de Dios, manantial de fecundidad futura. Las llaves que el Resucitado tiene en la mano, llaves de la muerte y del abismo según el Apocalipsis (Ap 1, 18), deben no solo revelar el sentido de cada evento de la historia del mundo (mostrando lo que estaba oculto en él), sino también transformarlo, purificándolo del mal y permitiéndole llegar a plenitud para, así, ser asumido en lo eterno.


Notas:

[*] Extractado de “Teología de la carne”. (Ediciones Sígueme, 2012) www.sigueme.es
[1] Cf,. T. Verdon, Michelangelo teolog: fede e creativitá tra Rinascimento e Controriforma, Milano 2005, 130.
[2] Cf. M. B. Hall, Michelangelo’s “Last Judgment”; Resurrection of the Body and Predestination: The Art Bulletin 58 (1976) 85-92: “Lo que este (Cristo) representa no es ira, sino la energía propia de Miguel Ángel. El ademán de Cristo no envía a los condenados al infierno, sino que pone en movimiento todo el proceso que vemos tiene lugar ante nosotros” (p. 89).
[3] Cf. J. W. Dixon, The Christ of Michelangelo: An Essay on Carnal Spirituality, Atlanta GA 1994; ef. T. Verdon, Michelangelo teólogo, 125.

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