Con este texto en que Aniela Jaffé analizó, en 1961, el discurrir del arte moderno en lo que corría del siglo XX, iniciamos una serie de ensayos que aparecerán en sucesivos números de HUMANITAS bajo el epígrafe Arte y Antropología.

Las denominaciones «arte moderno» y «pintura moderna» las empleamos en esta reflexión tal como las usa el profano. De lo que trataré, utilizando la calificación de Kühn, es de la pintura imaginativa moderna. Las pinturas de esta clase pueden ser «abstractas» (o, más bien, «no figurativas»), pero no siempre necesitan serlo. No intentaremos distinguir entre las diversas formas como fauvismo, cubismo, expresionismo, orfismo y demás. Toda alusión específica a alguno de esos grupos será totalmente excepcional.

Y no me preocupo de la diferenciación estética de las pinturas modernas; ni, sobre todo, de valoraciones artísticas. La pintura imaginativa moderna se toma aquí, simplemente, como un fenómeno de nuestro tiempo. Ésta es la única forma en que puede justificarse y responderse a la cuestión de su contenido simbólico. Aquí sólo es posible mencionar a algunos artistas y seleccionar algunas de sus obras un tanto al azar. Tengo que conformarme con estudiar la pintura moderna en función de un número reducido de sus representantes.

Mi punto de partida es el hecho psicológico de que el artista ha sido en todos los tiempos el instrumento y portavoz del espíritu de su época. Su obra sólo puede ser entendida parcialmente en función de su psicología personal. Consciente o inconscientemente, el artista da forma a la naturaleza y los valores de su tiempo que, a su vez, lo forman a él.

El propio artista moderno reconoce con frecuencia la interrelación de la obra de arte y su tiempo. Así, el crítico y pintor francés Jean Bazaine escribe en sus Notas sobre la pintura contemporánea: «Nadie pinta como quiere. Todo lo que puede hacer un pintor es querer con toda su fuerza la pintura de que es capaz su tiempo». El artista alemán Franz Marc, que murió en la guerra europea, dijo: «Los grandes artistas no buscan sus formas en las brumas del pasado, sino que toman las resonancias más hondas que pueden del centro de gravedad auténtico y más profundo de su tiempo». Y, ya en 1911, Kandinsky escribió en su famoso ensayo Acerca de lo espiritual en el arte: «Cada época recibe su propia medida de libertad artística, y aun el genio más creador no puede saltar los límites de la libertad».

El torrente de visitantes a las exposiciones de arte moderno, dondequiera y cuando quiera que se celebren, atestigua algo más que curiosidad. La curiosidad bien pronto quedaría satisfecha. Y los precios fantásticos que se pagan por obras de arte moderno son una medida de la categoría que se les concede por la sociedad.

La fascinación se produce cuando se ha conmovido el inconsciente. El efecto producido por las obras de arte moderno no puede explicarse totalmente por su forma visible. Para los ojos educados en el arte «clásico» o «sensorial», son nuevas y ajenas. Nada de las obras de arte no-figurativo recuerda al observador su propio mundo: ningún objeto de su medio ambiente cotidiano, ningún ser humano o animal que le hablen un lenguaje conocido. No hay bienvenida ni acuerdo visible en el cosmos creado por el artista. Y, sin embargo, incuestionablemente hay un vínculo humano. Incluso puede ser más intenso que en las obras de arte sensorial, que atraen directamente al sentimiento y la fantasía.

La finalidad del artista moderno es dar expresión a su visión interior del hombre, al fondo espiritual de la vida y del mundo. La moderna obra de arte ha abandonado no sólo el reino del mundo concreto «natural», sensorial, sino también el del mundo individual. Se ha hecho eminentemente colectiva y, por tanto (aun en la abreviación del jeroglífico pictórico), conmueve no sólo a pocos, sino a muchos. Lo que permanece individual es la manera de representación, el estilo y calidad de la moderna obra de arte. Con frecuencia resulta difícil para el profano reconocer si la intención del artista es auténtica y espontánea su expresión, no imitada ni buscada para producir efecto. En muchos casos, tiene que acostumbrarse a nuevas clases de líneas y de colores. Tiene que aprendérselas, como aprendería una lengua extranjera, antes de poder juzgar su expresión y calidad.

Los precursores del arte moderno comprendieron aparentemente cuánto estaban pidiendo al público. Jamás habían publicado los artistas tantos «manifiestos» y explicaciones de sus propósitos como en el siglo XX. Sin embargo, no iba sólo dirigido a los demás su esfuerzo por explicar y justificar lo hecho; también iba dirigido a ellos mismos. En su mayor parte, esos manifiestos fueron confesiones de fe artística; intentos, poéticos y muchas veces autocontradictorios, de aclarar la extraña producción de la actividad artística contemporánea.

Lo que realmente interesa, desde luego, es (y siempre lo ha sido) el encuentro directo con la obra de arte. Aunque, para el psicólogo interesado en el contenido simbólico del arte moderno, es más instructivo el estudio de esos escritos. Por esta razón, permitiremos que los artistas, siempre que sea posible, hablen por sí mismos en los párrafos que van a continuación.

Los comienzos del arte moderno aparecieron al iniciarse el siglo XX. Una de las personalidades más impresionantes de esa fase de iniciación fue Kandinsky, cuya influencia aún se puede hallar claramente en las pinturas de la segunda mitad de ese siglo. Muchas de sus ideas han resultado proféticas. En su ensayo Concerniente a la forma, escribió: «El arte de hoy día incorpora la madurez espiritual hasta el extremo de la revelación. Las formas de esta incorporación pueden situarse entre dos polos: 1) gran abstracción; 2) gran realismo. Estos dos polos abren dos caminos que conducen, ambos, a una meta final. Estos dos elementos han estado siempre presentes en el arte; el primero estaba expresado en el segundo. Hoy día parece como si fueran a llevar existencias separadas. El arte parece haber puesto fin al agradable completamiento de lo abstracto por lo concreto y viceversa».

Una ilustración del parecer de Kandinsky de que los dos elementos del arte, lo abstracto y lo concreto, se han separado: en 1913, el pintor ruso Kasimir Malevich pintó un cuadro que consistía sólo en un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Fue quizás el primer cuadro puramente «abstracto» jamás pintado. Escribió acerca de él: «En mi lucha desesperada para liberar al arte del lastre del mundo de los objetos, me refugié en la forma del cuadrado».

Un año después, el pintor francés Marcel Duchamp colocó un objeto cogido al azar (un anaquel de botellas) en un pedestal y lo expuso. Jean Bazaine escribió: «Este anaquel, arrancado de su medio utilitario y hallado en la playa, ha sido investido con la dignidad solitaria de lo abandonado. Sin valer para nada, ahí está para utilizarlo; dispuesto para nada, está vivo. Vive en el borde de la existencia su propia vida absurda, obstructora. El objeto que estorba: ése es el primer paso del arte».

En su extraña dignidad y en su abandono, el objeto quedaba inconmensurablemente exaltado y recibía una significación que sólo podía llamarse mágica. De ahí su «vida absurda, obstructora». Se convirtió en un ídolo y, al mismo tiempo, en objeto de burla. Su realidad intrínseca quedó aniquilada.

El cuadrado de Malevich y el anaquel de Duchamp fueron actitudes simbólicas que nada tenían que ver con el arte en el sentido estricto de la palabra. Sin embargo, marcan los dos extremos («gran abstracción» y «gran realismo») entre los cuales se puede alinear y comprender el arte imaginativo de los decenios siguientes.

Desde el punto de vista psicológico, las dos actitudes hacia el objeto desnudo (materia) y el no-objeto desnudo (espíritu) señalan una colectiva fisura psíquica que creó su expresión simbólica en los años anteriores a la catástrofe de la guerra europea. Esta fisura apareció primero en el Renacimiento, cuando se hizo manifiesta como conflicto entre el entendimiento y la fe. Mientras tanto, la civilización iba alejando más y más al hombre de sus fundamentos instintivos, de tal modo que se abrió una brecha entre la naturaleza y la mente, entre el inconsciente y la conciencia. Estos opuestos caracterizan la situación psíquica que busca expresión en el arte moderno.

El alma secreta de la cosas

Como hemos visto, el punto de partida de «lo concreto» fue el famoso –o notorio– anaquel de botellas de Duchamp. No se propuso que el anaquel fuese artístico en sí mismo. Duchamp se calificaba de «antiartista». Pero sacó a luz un elemento que significó mucho para los artistas durante mucho tiempo después. El nombre que le dieron fue objet trouvé o «preparado».

El pintor español Joan Miró, por ejemplo, iba todos los días a la playa, al amanecer, «para recoger cosas traídas por la marea. Las cosas están allí, esperando que alguien descubra su personalidad». Guardaba en el estudio sus hallazgos. De cuando en cuando, juntaba algunos de ellos, de lo que resultaron las composiciones más curiosas: «El artista se sorprende con frecuencia de las formas de su propia creación».

Ya en 1912, el malagueño Pablo Picasso y el pintor francés Georges Braque hicieron lo que ellos llamaron collages con trozos de desperdicios. Max Ernst recortó pedazos de revistas ilustradas en la llamada época de los grandes negocios, los juntó según le pareció y así transformó la recargada pesadez de la época burguesa en una irrealidad demoníaca y onírica. El pintor alemán Kurt Schwitters trabajó con el contenido del cubo de la basura: utilizó clavos, papel de estraza, trozos de papel de periódico, billetes de tren y trapos. Consiguió juntar estos desperdicios con tal seriedad y novedad que obtuvo efectos sorprendentes de extraña belleza. Sin embargo, en la llegó a ser, ocasionalmente, un mero absurdo. Hizo una construcción con escombros a la que llamó «catedral construida para las cosas». Trabajó en ella durante diez años y hubo que demoler tres pisos de obsesión de Schwitters respecto a las cosas, esa manera de componer su casa para conseguir el espacio que necesitaba.

La obra de Schwitters y la mágica exaltación del objeto fueron la primera insinuación del lugar del arte moderno en la historia de la mente humana y de su significado simbólico.

La exaltación que hace Schwitters de los materiales más toscos hasta el rango de arte, de «catedral» (en la cual los escombros no dejarían espacio para un ser humano), seguía fielmente la vieja doctrina de los alquimistas según la cual la búsqueda de objetos preciosos se ha de hacer entre la basura. Kandinsky expresó las mismas ideas cuando escribió: «Todo lo que está muerto palpita. No sólo las cosas de la poesía, estrellas, luna, bosque, flores sino aun un botón de calzoncillo brillando en el lodazal de la calle… Todo tiene un alma secreta, que guarda silencio con más frecuencia que habla».

Lo que los artistas, al igual que los alquimistas, probablemente no percibieron era el hecho psicológico de que estaban proyectando parte de su psique en la materia y objetos inanimados. De ahí la «misteriosa animación» que entraba en tales cosas y el gran valor atribuido incluso a los escombros. Proyectaron su propia oscuridad, su sombra terrenal, un contenido psíquico que ellos y su tiempo habían perdido y abandonado.

Sin embargo, a diferencia de los alquimistas, los hombres como Schwitters no estaban incluidos y protegidos por el orden cristiano. En cierto sentido, la obra de Schwitters se opone a él: una especie de monomanía le vincula a la materia, mientras que el cristianismo trata de vencerla. Y no obstante, paradójicamente, es la monomanía de Schwitters la que roba al material de sus creaciones su significado inherente de realidad concreta. En sus pinturas la materia se transforma en composición «abstracta». Por tanto, comienza a desechar su sustancialidad y a disolverla. En este verdadero proceso, esas pinturas se convierten en expresiones simbólicas de nuestro tiempo, que ha visto el concepto de la «absoluta»concreción de la materia indeterminada por la moderna física atómica.

Los pintores comenzaron a pensar acerca del «objeto mágico» y del «alma secreta» de las cosas. El pintor italiano Carlo Carrá escribió: «Son las cosas corrientes las que revelan aquellas formas de sencillez mediante las cuales podemos percibir esa situación superior y más significativa del ser donde reside todo el esplendor del arte». Paul Klee dijo: «El objeto se expande más allá de los límites de su apariencia por nuestro conocimiento de que la cosa es más que el exterior que nos presenta ante los ojos». Y Jean Bazaine escribió: «Un objeto despierta nuestro amor sólo porque parece ser el portador de poderes que son mayores que él».

Los pensamientos de ese tipo nos recuerdan el viejo concepto alquimista de un «espíritu en la materia», que se creía era el espíritu que había en objetos inanimados, y tras ellos, como el metal o la piedra. Interpretado psicológicamente, este espíritu es el inconsciente. Siempre se manifiesta cuando el conocimiento consciente o racional ha alcanzado sus límites y el misterio se instala en él, porque el hombre tiende a llenar lo inexplicable y misterioso con los contenidos de su inconsciente. Suele proyectarlos, como si dijéramos, en un recipiente oscuro y vacío.

La sensación de que el objeto era «más que lo que encuentran los ojos», compartida por muchos artistas, encontró una expresión notable en la obra del pintor italiano Giorgio de Chirico. Era místico por temperamento y un buscador trágico que nunca encontró lo que buscaba. En su autorretrato (1908) escribió: «Et quid amabo nisi quod aenigma est» (¿Y qué voy a amar si no es el enigma?»).

Chirico fue el fundador de la llamada pittura metafisica. «Todo objeto –escribió- tiene dos aspectos: el aspecto común, que es el que generalmente vemos y que todos ven, y el aspecto fantasmal y metafísico, que sólo ven raras personas en momentos de clarividencia y meditación metafísica. Una obra de arte tiene que contar algo que no aparece en su forma visible».

Las obras de Chirico revelan ese «aspecto fantasmal» de las cosas. Son transposiciones de la realidad análogas a sueños, que surgen como visiones procedentes del inconsciente. Pero su «abstracción metafísica» se expresa en una rigidez sobrecogida por el pánico, y la atmósfera de sus pinturas es la de una pesadilla y melancolía insondable. Las plazas de las ciudades de Italia, las torres y objetos están situados en una perspectiva agudísima como si estuviesen en el vacío, iluminados por una luz fría, inclemente, que procede de un origen invisible. Cabezas antiguas o estatuas de dioses conjuran el pasado clásico.

En una de sus más terribles pinturas ha colocado, junto a la cabeza de mármol de una diosa, un par de guantes de goma roja, un «objeto mágico» en el sentido moderno. Una pelota verde en el suelo actúa como símbolo uniendo las toscas oposiciones; sin ella, habría más de una insinuación de desintegración psíquica. Este cuadro no era, claramente, el resultado de una deliberación archiartificiosa; hay que tomarlo como una pintura onírica.

Chirico estaba profundamente influido por las filosofías de Nietzsche y Schopenhauer. Escribió: «Schopenhauer y Nietzsche fueron los primeros en enseñar la profunda significación de la necedad de la vida y en mostrar cómo esa necedad podía transformarse en arte…

El terrible vacío que descubrieron es la verdadera belleza desalmada e impasible de la materia». Podría dudarse si Chirico consiguió convertir el «terrible vacío» en «belleza impasible». Algunas de sus pinturas son extremadamente turbadoras; muchas son terribles como pesadillas. Pero en su esfuerzo por encontrar la expresión artística del vacío, penetró hasta el meollo del dilema existencial del hombre contemporáneo.

Nietzsche, a quien Chirico cita como autoridad, había dado nombre al «terrible vacío» al decir «Dios está muerto». Sin referirse a Nietzsche, Kandinsky escribió en Sobre lo espiritual en el arte: «El cielo está vacío. Dios está muerto». Una frase de este tono puede sonar abominable.

Pero no es nueva. La idea de la «muerte de Dios» y su consecuencia inmediata, el «vacío metafísico», preocupó las mentes de los poetas del siglo XIX, especialmente en Francia y Alemania. Fue un largo proceso que, en el siglo XX, alcanzó la etapa de discusión libre y encontró expresión en el arte. La escisión entre el arte moderno y el cristianismo se realizó definitivamente.

El Dr. Carl Gustav Jung también llegó a darse cuenta de que este extraño y misterioso fenómeno de la muerte de Dios es un hecho psíquico de nuestro tiempo. En 1937 escribió: «Sé –y expreso aquí lo que incontables personas saben- que el tiempo presente es el tiempo de la desaparición y muerte de Dios». Durante años, Jung observó en los sueños de sus pacientes el marchitamiento de la imagen cristiana de Dios, es decir, en el inconsciente de los hombres modernos. La pérdida de esa imagen es la pérdida del factor supremo que da vida a un significado.

Debe señalarse, sin embargo, que ni la afirmación de Nietzsche de que Dios está muerto, ni el «vacío metafísico» de Chirico, ni las deducciones que Jung extrae de las imágenes inconscientes, tienen nada definitivo que decir acerca de la realidad y existencia de Dios o de un trascendental ser o no-ser. Son afirmaciones humanas. En cada caso, están basadas, como Jung ha demostrado en Psicología y Religión, en contenidos de la psique inconsciente que entraron en la conciencia en forma tangible de imágenes, sueños, ideas o intuiciones. El origen de esos contenidos, y la causa de tal transformación (de un Dios vivo a uno muerto), tiene que permanecer desconocido, en la frontera del misterio.

Chirico nunca llegó a la solución del problema que le planteó el inconsciente. Su fracaso puede verse más claramente en su representación de la figura humana. Dada la actual situación religiosa, es el propio hombre a quien habría que conceder una nueva, aunque impersonal, dignidad y responsabilidad (Jung la describió como una responsabilidad para la conciencia). Pero en la obra de Chirico, el hombre está privado de alma; se convierte en un manichino, un maniquí sin rostro (y por tanto, también sin conciencia).

En las distintas versiones de su Gran metafísico, una figura sin rostro está entronizada en un pedestal hecho de escombros. La figura es una representación consciente o inconscientemente irónica del hombre que se esfuerza por descubrir la «verdad» sobre la metafísica y, al mismo tiempo, un símbolo de soledad e insensatez definitivas. O quizá los manichini (que también frecuentan las obras de otros artistas contemporáneos) son una premonición del hombre sin rostro de las masas.

Cuando tenía cuarenta años, Chirico abandonó su pittura metafisica; volvió a las formas tradicionales, pero su obra perdió profundidad. Aquí tenemos una prueba cierta de que no hay «regreso al sitio de donde se viene» para la mente creadora cuyo inconsciente se ha visto implicado en el dilema fundamental de la existencia moderna.

Podría considerarse que el complemento de Chirico era el pintor nacido en Rusia, Marc Chagall. Su búsqueda en su obra es también una «poesía misteriosa y solitaria» y «el aspecto fantasmal de las cosas que sólo ven raras personas». Pero el rico simbolismo de Chagall está enraizado en la devoción del hassidismo judío oriental y en un ardiente sentimiento por la vida. No se enfrentó ni con el problema del vacío ni con la muerte de Dios. Escribió: «Todo puede cambiar en nuestro desmoralizado mundo, excepto el corazón, el amor del día igual que lo sintió siempre».

El autor inglés Sir Herbert Read escribió una vez de Chagall que él jamás cruzó totalmente el umbral del inconsciente, pero que «siempre había mantenido un pie en la tierra que le había nutrido». Ésta es exactamente la «adecuada» relación con el inconsciente. Lo más importante de todo, como Read recalca, es que «Chagall sigue siendo uno de los artistas de mayor influencia de nuestro tiempo».

Con la comparación entre Chagall y Chirico, surge una pregunta que es importante para la comprensión del simbolismo en el arte moderno: ¿Cómo toma forma en la obra de los artistas modernos la relación entre lo consciente y lo inconsciente? O, dicho de otro modo, ¿dónde está el hombre?

Puede encontrarse una respuesta en el movimiento llamado surrealismo, del cual se considera fundador el poeta francés André Breton. (Chirico también puede ser calificado de surrealista.) Como estudiante de medicina, Breton conoció la obra de Freud. De ese modo, los sueños vinieron a desempeñar un papel importante en sus ideas. «¿No pueden utilizarse los sueños para resolver los problemas fundamentales de la vida? –escribió-. Creo que el aparente antagonismo entre sueño y realidad deberá resolverse en una especie de realidad absoluta: surrealismo».

Breton captó admirablemente la cuestión. Lo que él buscaba era una reconciliación de los opuestos, conciencia e inconsciente. Pero el camino que tomó para alcanzar su meta sólo podía desviarle. Comenzó a experimentar con el método de libre asociación de Freud, así como con la escritura automática, en la que las palabras y frases surgen del inconsciente y se escriben sin ningún control consciente. Breton lo llamó: «Dictado del pensar con ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética o moral».

Pero ese proceso significa sencillamente que el camino está abierto al torrente de las imágenes inconscientes, y se ignora el papel importante, incluso decisivo, que ha de desempeñar la conciencia. Como ha dicho el doctor Jung, es la conciencia la que guarda la llave de los valores del inconsciente y que, por tanto, desempeña el papel decisivo. Sólo la conciencia está capacitada para determinar el significado de las imágenes y para reconocer su importancia para el hombre aquí y ahora, en la realidad concreta del presente. Sólo en un juego mutuo de conciencia e inconsciente puede el inconsciente demostrar su valor y, quizás, hasta mostrar una forma de vencer la melancolía del vacío. Si al inconsciente, una vez en acción, se le deja por sí mismo, existe el riesgo de que sus contenidos se hagan todopoderosos o manifiesten su lado negativo y destructivo.

Si miramos las pinturas surrealistas (como La jirafa ardiente, de Salvador Dalí) con eso en la mente, podemos percibir la riqueza de su fantasía y la fuerza abrumadora de sus imágenes inconscientes, pero notamos el horror y el simbolismo del fin de todas las cosas que hablan en muchas de ellas. El inconsciente es naturaleza pura y, al igual que la naturaleza, derrama profusamente sus dones. Pero dejado en sí mismo y sin la respuesta humana de la conciencia, puede (también como la naturaleza) destruir sus propios dones y, antes o después, arrastrarlos a la aniquilación.

La cuestión del papel de la conciencia en la pintura moderna también se plantea respecto al empleo del azar como medio de componer pinturas. En Más allá de la pintura, Max Ernst escribió: «La asociación de una máquina de coser y una sombrilla en una mesa de operaciones [está citando al poeta Lautréamont] es un ejemplo conocido, que ahora se ha hecho clásico, del fenómeno descubierto por los surrealistas de que la asociación de dos (o más) elementos aparentemente ajenos en un plano ajeno a ambos es el provocador de chispa más poderoso de la poesía».

Eso probablemente es tan difícil de comprender por el profano como el comentario hecho por Breton acerca del mismo efecto. «El hombre que no pueda imaginar un caballo galopando sobre un tomate es un idiota». (Podríamos recordar aquí la asociación al azar de la cabeza de mármol y el guante de goma roja en el cuadro de Chirico.) Por supuesto, muchas de esas asociaciones eran bromas o insensateces. Pero la mayoría de los artistas modernos se han ocupado de algo radicalmente distinto a las bromas.

El azar desempeña un papel importante en la obra del escultor francés Jean (o Hans) Arp. Sus grabados en madera, de hojas y otras formas, puestas juntas al azar, eran otra expresión de la búsqueda, según decía él, de «un significado primordial y secreto que dormita bajo el mundo de las apariencias». Él las llamó Hojas agrupadas según las leyes del azar y Cuadrados agrupados según las leyes del azar. En estas composiciones es el azar el que da profundidad a la obra de arte; señala hacia un principio de orden, desconocido pero activo, y significado que se hace manifiesto en las cosas como su «alma secreta».

Era, sobre todo, el deseo de «hacer esencial el azar» (según palabras de Paul Klee) lo que subyacía en los esfuerzos de los surrealistas por tomar las vetas de la madera, las formaciones de nubes y demás, como punto de partida de su pintura visionaria. Max Ernst, por ejemplo, volvió a Leonardo da Vinci, que escribió un ensayo sobre la observación de Botticelli de que si se arroja contra la pared una esponja empapada en pintura, en la mancha que deja podremos ver cabezas, animales, paisajes y una multitud de configuraciones diversas.

Ernst ha descrito cómo le persiguió una visión en 1925. Se le impuso cuando contemplaba un suelo embaldosado marcado por miles de rayaduras. «Con el fin de cimentar mi capacidad de meditación y alucinación, hice una serie de dibujos de las baldosas echando sobre ellas, al azar, hojas de papel y luego ennegreciéndolas por frotación con un lápiz. Cuando puse los ojos sobre el resultado, quedé atónito con una súbita sensación aguda de series alucinantes de dibujos superpuestos y en contrastes. Reuní los primeros resultados obtenidos en esos frottages y los llamé Historia Natural».

Es importante observar que Ernst colocó encima o detrás de algunos de esos frottages un anillo o círculo que daba al dibujo una atmósfera y profundidad peculiares. Aquí puede reconocer el psicólogo el impulso inconsciente a oponerse al azar caótico del lenguaje natural de la imagen por medio del símbolo de una totalidad psíquica autocontenida, estableciendo así el equilibrio. El anillo o círculo domina el dibujo. La totalidad psíquica rige a la naturaleza, significativa por sí misma y dando significado.

En los esfuerzos de Max Ernst por perseguir los modelos secretos de las cosas, podemos descubrir una afinidad con los románticos del siglo XIX. Ellos hablaban del «manuscrito» de la naturaleza que podía verse por todas partes, en alas, cascarones de huevo, nube, nieve, hielo, cristales y otras «extrañas conjunciones de azares», tanto como en los sueños o visiones. Ven todo como la expresión de un mismo «lenguaje pictórico de la naturaleza». Por eso fue una auténtica actitud romántica la de Max Ernst al llamar a las pinturas producidas con sus experimentos «historia natural». Y tenía razón, porque el inconsciente (que había conjurado las pinturas en la configuración casual de las cosas) es naturaleza.

Con la Historia Natural de Ernst o con las composiciones al azar de Arp comienzan las reflexiones del psicólogo. Éste se enfrenta con la cuestión de qué significado puede tener para el hombre que se halla ante una distribución casual, siempre y cuando ésta se produzca. Con esta cuestión, el hombre y la conciencia entran en materia, y con ellos, la posibilidad de significado.

La pintura creada al azar puede ser hermosa o fea, armoniosa o discordante, rica de contenido o pobre, bien o mal pintada. Estos factores determinan su valor artístico, pero no pueden satisfacer al psicólogo (con frecuencia, para la aflicción del artista o de quien encuentra satisfacción suprema en la contemplación de la forma). El psicólogo busca algo más y trata de comprender el «código secreto» de la distribución casual, hasta el punto en que al hombre le sea posible descifrarla. El número y la forma de los objetos echados juntos al azar por Arp plantean tantas cuestiones como cualquier detalle de los frottages de Ernst. Para el psicólogo, son símbolos; y, por tanto, no sólo pueden ser percibidos (hasta cierto punto), sino también interpretados.

La retirada, aparente o efectiva, del hombre de muchas obras modernas de arte, la falta de reflexión y el predominio del inconsciente sobre la conciencia ofrecen frecuentes puntos de ataque críticos. Se habla de arte patológico o se le compara con las pinturas de los locos, porque es característico de la psicosis, que la conciencia y la personalidad del ego queden sumergidas y «ahogadas» por las oleadas de contenidos procedentes de las regiones inconscientes de la psique.

Cierto es que la comparación no resulta tan odiosa hoy día a como lo era algunas décadas atrás. Cuando el Dr. Jung señaló una relación de ese tipo en su ensayo sobre Picasso (1932), provocó una tormenta de indignación. Hoy día, el catálogo de una conocida sala de arte de Zurich habla de la «casi esquizofrénica obsesión» de un famoso artista, y el escritor alemán Rudolf Kassner describe a Georg Trakl como «uno de los más grandes poetas alemanes» y continúa: «Hay algo de esquizofrénico en él. Puede notarse en su obra; también hay en ella un toque de esquizofrenia. Sí, Trakl es un gran poeta».

Ahora se percibe que el estado de esquizofrenia y la visión artística no se excluyen mutuamente. A nuestro entender, los famosos experimentos con mescalina y otras drogas análogas han contribuido a este cambio de actitud. Esas drogas crean un estado que va acompañado de visiones intensas de colores y formas; algo semejante ocurre en la esquizofrenia. Más de un artista moderno ha buscado su inspiración en tal droga.

La retirada de la realidad

Franz Marc dijo una vez: «El arte que está viniendo dará expresión formal a nuestra convicción científica». Ésta fue una frase verdaderamente profética. Hemos esbozado la influencia del psicoanálisis de Freud en los artistas y la del descubrimiento (o redescubrimiento) del inconsciente de los primeros años del siglo XX. Otro punto importante es la relación entre el arte moderno y los resultados de la investigación en física nuclear.

Diciéndolo en términos sencillos, no científicos, la física nuclear ha quitado a las unidades básicas de la materia su concreción absoluta. Ha hecho misteriosa la materia. Paradójicamente, masa y energía, onda y partícula han resultado intercambiables. Las leyes de causa y efecto ya sólo valen hasta cierto punto. En definitiva, no importa que esas relatividades, discontinuidades y paradojas sean únicamente aplicables en los márgenes de nuestro mundo, sólo para lo infinitamente pequeño (el átomo) y lo infinitamente grande (el cosmos). Han producido un cambio revolucionario en el concepto de realidad, pues una realidad nueva, totalmente distinta e irracional ha surgido tras la realidad de nuestro mundo «natural», que está regido por las leyes de la física clásica.

Relatividades y paradojas correspondientes se descubrieron en el dominio de la psique. Aquí, también, ha surgido otro mundo en el margen del mundo de la conciencia, regido por unas leyes nuevas, y hasta ahora desconocidas, que están extrañamente emparentadas con las de la física nuclear. El paralelismo entre la física nuclear y la psicología del inconsciente colectivo fue con frecuencia tema de discusión entre Jung y Wolfgang Pauli, premio Nobel de física. El continuo espacio-tiempo de la física y el inconsciente colectivo pueden considerarse, por así decir, como los aspectos exterior e interior de una misma realidad tras las apariencias.

Es característico de ese mundo único que está tras los mundos de la física y de la psique que sus leyes, procesos y contenido son inimaginables. Ese es un hecho de importancia sobresaliente para la comprensión del arte de nuestro tiempo. Porque el tema principal del arte moderno es, en cierto sentido, también inimaginable. Por tanto, mucho del arte moderno se ha hecho «abstracto». Los grandes artistas de este siglo han buscado dar forma visible a la «vida que hay tras las cosas» y de ese modo sus obras son una expresión simbólica de un mundo que está tras la conciencia (o, por supuesto, tras los sueños, porque los sueños raramente no son figurativos). De ese modo, apuntan a la realidad «una», a la vida «una» que parece ser el fondo común de los dos dominios de las apariencias físicas y psíquicas.

Sólo algunos artistas se dieron cuenta de la relación entre sus formas de expresión y la física y la psicología. Kandinsky es uno de los maestros que expresaron la profunda emoción sentida con los primeros descubrimientos de la moderna investigación física. «A mi parecer, la escisión del átomo fue la escisión del mundo entero: de repente, se derrumbaron las paredes más fuertes. Todo se volvió inestable, inseguro y blando. No me hubiera sorprendido si una piedra se hubiera disipado en aire ante mis ojos. La ciencia parecía haber sido aniquilada». El resultado de esa desilusión fue que el artista se retiró del «reino de la naturaleza», del «populoso fondo de las cosas». «Pareció –añadía Kandinsky- como si yo viera que el arte se libraba firmemente de la naturaleza».

Esta separación del mundo de las cosas también les ocurrió, aproximadamente al mismo tiempo, a otros artistas. Franz Marc escribió: « ¿No hemos aprendido después de un millar de años de experiencia que las cosas cesan de hablar cuanto más exponemos a la vista su apariencia. La apariencia es eternamente plana…». Para Marc, la meta del arte era «revelar la vida supernatural que hay tras de todas las cosas, romper el espejo de la vida de tal modo que podamos mirar al rostro del ser». Paul Klee escribió: «El artista no adscribe a la forma natural de la apariencia la misma significancia convincente que los realistas que son sus críticos. No se siente tan íntimamente ligado a esa realidad, porque no puede ver en los productos formales de la naturaleza la esencia del proceso creativo. Le conciernen más las fuerzas formativas que los productos formales». Piet Mondrian acusaba al cubismo de no haber llevado el cubismo a su final lógico, «la expresión de la realidad pura». Eso sólo lo puede alcanzar la «creación de la forma pura», no condicionada por sentimientos e ideas subjetivas. «Tras las cambiantes formas naturales reside la incambiable realidad pura».

Muchos artistas estuvieron tratando de llevar las pasadas apariencias a la «realidad» del fondo o el «espíritu en la materia» por medio de una transmutación de las cosas: mediante fantasía, surrealismo, pinturas oníricas, empleo del azar, etc. Los artistas «abstractos», sin embargo, volvieron la espalda a las cosas. Sus pinturas no contenían objetos concretos identificables; eran, según una acertada frase de Piet Mondrian, simplemente «forma pura».

Pero ha de tenerse en cuenta que aquello de lo que se ocupaban esos artistas era algo mucho mayor que un problema de forma y de distinción entre «concreto» y «abstracto», figurativo y no figurativo. Su meta era el centro vital y las cosas, su fondo sin cambio y una certeza interior. El arte se convirtió en misticismo.

El espíritu en cuyo misterio estaba sumergido el arte era un espíritu terrenal al que los alquimistas medievales llamaban Mercurius. Es un símbolo del espíritu que adivinaron o buscaron esos artistas tras la naturaleza y las cosas, «tras la apariencia de la naturaleza». Su misticismo era ajeno al cristianismo porque ese espíritu «mercurial» es ajeno a un espíritu «celestial». Por supuesto, era el oscuro adversario del cristianismo el que se abría camino en el arte. Aquí comenzamos a ver la verdadera significación histórica y simbólica del «arte moderno». Al igual que los movimientos herméticos de la Edad Media, tiene que entenderse como misticismo del espíritu de la tierra y, por tanto, como expresión de nuestro tiempo compensadora del cristianismo.

Ningún artista percibió ese fondo místico del arte con mayor claridad o habló de él con más apasionamiento que Kandinsky. La importancia de las grandes obras de arte de todos los tiempos no residía, a su modo de ver, «en la superficie, en lo externo, sino en la raíz de todas las raíces: en el contenido místico del arte». Por tanto, dice: «Los ojos del artista han de volverse siempre hacia su vida interior, y sus oídos han de estar siempre alerta a la voz de la necesidad interior. Ésta es la única forma de dar expresión a lo que ordena la visión mística».

Kandinsky llamó a su pintura expresión espiritual del cosmos, música de las esferas, armonía de colores y formas. «La forma, aunque sea totalmente abstracta y geométrica, tiene un tañido interior; es un ser espiritual con efectos que coinciden absolutamente con esa forma». «El impacto del ángulo agudo de un triángulo en un círculo es, realmente, tan abrumador en su efecto como el dedo de Dios tocando el dedo de Adán en Miguel Ángel».

En 1914, Franz Marc escribió en sus Aforismos: «La materia es una cosa que, en el mejor de los casos, el hombre puede tolerar; pero no quiere reconocerlo. La contemplación del mundo se ha convertido en la penetración del mundo. No hay místico que, en el momento de su rapto más sublime, no alcance siempre la abstracción perfecta del pensamiento moderno, o haga sus sondeos con la sonda más profunda».

Paul Klee, que puede ser considerado el poeta de los pintores modernos, dice: «Es misión del artista penetrar cuanto sea posible en ese terreno secreto donde la ley primordial alimenta el desarrollo. ¿Qué artista no desearía habitar el órgano central de todo movimiento en el espacio-tiempo (sea el cerebro o el corazón de la creación) del cual derivan su vida todas las funciones? ¿En el seno de la naturaleza, en el terreno primordial de la creación, donde está escondida la clave secreta de todas las cosas…? Nuestro latiente corazón nos lleva hacia abajo, muy abajo del terreno primordial». Lo que se encuentre en ese viaje «debe tomarse con la mayor seriedad cuando está perfectamente fundido con los medios artísticos apropiados, en forma visible», porque, como agrega Klee, no es cuestión de reproducir meramente lo que se ve; «lo percibido secretamente se hace visible». La obra de Klee está enraizada en el terreno primordial. «Mi mano es totalmente el instrumento de una esfera más distante. Ni es mi cabeza la que funciona en mi obra; es algo más…». En su obra, el espíritu de la naturaleza y el espíritu del inconsciente se hacen inseparables. Le han arrastrado, y nos arrastran a los espectadores, a su círculo mágico.

La obra de Klee es la expresión más compleja –ya sea poética o demoníaca- del espíritu tectónico. El humor y las ideas quiméricas tienden un puente desde el reino del oscuro mundo inferior al mundo humano; el vínculo entre su fantasía y la tierra es la observación minuciosa de las leyes de la naturaleza y el amor por todas las criaturas. «Para el artista –escribió una vez- el diálogo con la naturaleza es la conditio sine qua non de su obra».

Puede encontrarse una expresión distinta de ese escondido espíritu inconsciente en uno de los pintores «abstractos» más notables, Jackson Pollock, el norteamericano que murió en accidente de automóvil cuando tenía cuarenta y cuatro años. Su obra ha ejercido gran influencia en los artistas jóvenes de nuestro tiempo. En Mi pintura, reveló que pintaba en una especie de trance: «Cuando estoy pintando no me doy cuenta de lo que hago. Solamente después de un periodo de «alcanzar conocimiento» veo lo que he estado haciendo. No tengo miedo a hacer cambios, destruir la imagen, etc., porque la pintura tiene una vida propia. Trato de dejarla ir por su cuenta. Sólo cuando pierdo contacto con la pintura, es cuando resulta una mezcolanza. De no ser así, hay armonía pura, un sencillo toma y daca, y la pintura sale bien».

Las pinturas de Pollock, que prácticamente las realizó estando inconsciente, están cargadas de ilimitada vehemencia emotiva. En su falta de estructura, son casi caóticas, un río de lava hirviente, de colores, líneas, planos y puntos. Pueden considerarse como el paralelo de lo que los alquimistas llamaban la massa confusa, la prima materia, o caos: todas las formas de definir la preciosa materia prima del proceso alquímico, el punto de partida para la búsqueda de la esencia del ser. Las pinturas de Pollock representan la nada que es todo, es decir, el propio inconsciente. Parecen vivir en un tiempo anterior al surgimiento de la conciencia y el ser, o son paisajes fantásticos de un tiempo posterior a la extinción de la conciencia y el ser.

A mediados del siglo XX, la pintura puramente abstracta sin ningún orden regular de formas y colores se hizo la expresión más frecuente en pintura. Cuanto más profunda es la disolución de la «realidad», más pierde la pintura su contenido simbólico. La causa de esto reside en la naturaleza del símbolo y su función. El símbolo es un objeto del mundo conocido, sugiriendo algo que es desconocido; es lo conocido expresando la vida y sentido de lo inexpresable. Pero en las pinturas meramente abstractas, el mundo de lo conocido ha desaparecido completamente. Nada queda para tender un puente a lo desconocido.

Por otra parte, esas pinturas revelan un fondo inesperado, un sentido oculto. Muchas veces resultan ser imágenes más o menos exactas de la propia naturaleza, mostrando una semejanza asombrosa con la estructura molecular de elementos orgánicos e inorgánicos de la naturaleza. Esto es un hecho que nos deja perplejos. La abstracción pura se ha convertido en imagen de la naturaleza concreta. Pero Jung puede darnos la clave para comprenderlo:

«Los estratos más profundos de la psique –ha dicho- pierden su unicidad individual cuanto más se retiran hacia la oscuridad. «Más abajo», es decir, cuando se aproximan a los sistemas funcionales autónomos, se van haciendo más colectivos hasta que se universalizan y se extinguen en la mentalidad del cuerpo, esto es, en sustancias químicas. El carbono del cuerpo es simple carbón. De ahí que, en el fondo, la psique no sea más que simple «mundo».

La comparación de las pinturas abstractas con las microfotografías muestra que la extremada abstracción del arte imaginativo se ha convertido, de forma secreta y sorprendente, en «naturalista», transformándose sus temas en elementos de la materia. La «gran abstracción» y el «gran realismo» que se separaron a principios de nuestro siglo, han vuelto a juntarse. Recordamos las palabras de Kandinsky: «Los polos abren dos caminos y los dos conducen a una meta final». Esta «meta», el punto de unión, se alcanza en las modernas pinturas abstractas. Pero se alcanza de modo totalmente inconsciente. La intención del artista no participa en el proceso.

Este punto conduce a un hecho más importante respecto al arte moderno: el artista es, como si dijéramos, no tan libre en su labor creadora como él puede creérselo. Si su obra la realiza de una forma más o menos inconsciente, está regida por leyes de la naturaleza que, en el nivel más profundo, corresponden a las leyes de la psique, y viceversa. Los grandes precursores del arte moderno dieron la más clara expresión a sus verdaderos designios y a las profundidades desde las cuales se alza el espíritu que deja su impronta en ellos. Este punto es importante, aunque artistas posteriores, que pueden haber fracasado en percibirlo, no siempre sondearon las mismas profundidades. Aunque ni Kandinsky, ni Klee, ni ningún otro de los primeros maestros de la pintura moderna se dieron cuenta nunca del grave peligro psicológico que estaban corriendo con la inmersión mística en el espíritu tectónico y el terreno primordial de la naturaleza. Debemos explicar ahora ese peligro.

Como punto de partida podemos tomar otro aspecto del arte abstracto. El escritor alemán Wilhelm Worringer interpretaba el arte abstracto como la expresión de la inquietud y la ansiedad metafísicas que le parecían estar más acentuadas en los pueblos septentrionales. Según explicaba, sufrían con la realidad. El naturalismo de los pueblos meridionales les está negado a ellos y están ansiando un mundo suprarreal y supersensual al que dan expresión en el arte imaginativo o abstracto.

Pero, como observa sir Herbert Read en su Historia concisa del arte moderno, la ansiedad metafísica no es sólo alemana y septentrional; hoy día caracteriza a todo el mundo moderno. Read cita a Klee, quien escribe en su Diario a principios de 1915: «Cuanto más horrible se vuelve este mundo (como es en nuestros días), más abstracto se vuelve el arte; mientras que un mundo en paz produce arte realista». Para Franz Marc, la abstracción ofreció un refugio contra el mal y la fealdad de este mundo. «Muy pronto en mi vida noté que el hombre era feo. Los animales parecían más amables y puros; sin embargo, aun entre ellos, descubrí tanto que era repugnante y horrible que mi pintura se fue haciendo más y más esquemática y abstracta».

Mucho se puede aprender de una conversación mantenida en 1958 entre el escultor italiano Marino Marini y el escritor Edouard Roditi. El tema tratado por Marini durante años, con diversas variantes, es la figura desnuda de un joven montado a caballo. En las primeras versiones, que él describió en la conversación como «símbolo de esperanza y gratitud» (después de la segunda guerra mundial), el jinete está sentado en el caballo manteniendo los brazos extendidos, el cuerpo ligeramente echado hacia atrás. Con el transcurso de los años la forma de tratar el tema se fue haciendo más «abstracta». Paulatinamente, se fue disolviendo la forma más o menos clásica del jinete.

Al hablar de sentimiento subyacente en ese cambio, dijo Marini: «Si mira usted mis estatuas ecuestres de los últimos doce años en el orden del tiempo, notará que se acrecienta constantemente el pánico del animal, que está helado de terror y paralizado, más que retrocediendo o tratando de huir. Todo esto es porque creo que nos estamos aproximando al fin del mundo. En cada figura me esforcé por expresar un profundo miedo y desesperación. De esa forma, intento simbolizar la última etapa de un mito agonizante, el mito del héroe individual y victorioso, del hombre de virtud, del humanista».

En los cuentos de hadas y en los mitos, el «héroe victorioso» es un símbolo de la conciencia. Su derrota, como dice el propio Marini, significa la muerte del individualismo, un fenómeno que aparece en un contexto social como la inmersión del individuo en la masa, y en el arte como la decadencia del elemento humano.

Cuando Roditi preguntó si el estilo de Marini estaba abandonando el canon clásico para llegar a ser «abstracto», Marini respondió: «Desde el momento en que el Arte tiene que expresar miedo, ha de apartarse del ideal clásico». Encontró temas para su obra en los cuerpos extraídos en Pompeya. Roditi llamó al arte de Marini un «estilo Hiroshima», porque conjura visiones del fin de un mundo. Marini lo admitió. Sentía, según dijo, como si hubiera sido expulsado de un paraíso terrenal. «Hasta hace muy poco, el escultor tendía hacia las formas plenamente sensuales y poderosas. Pero en los últimos quince años, la escultura prefiere formas en desintegración».

La conversación entre Marini y Roditi explica la transformación del arte «sensorial» en abstracción que resultaría clara para todo el que siempre haya estado con los ojos abiertos en una exposición de arte moderno. A pesar de lo mucho que puede apreciar o admirar sus cualidades formales, apenas podrá dejar de sentir el miedo, la desesperación, la agresividad y la burla que suenan como un grito en muchas de las obras. La «ansiedad metafísica» expresada por la angustia de esas pinturas y esculturas puede haber surgido de la desesperación de un mundo condenado, como ocurría en Marini. En otros casos, lo importante puede estar en el factor religioso, en la impresión de que Dios está muerto. Hay una íntima conexión entre ambas cosas.

En la raíz de esa angustia interior se halla la derrota (o más bien la retirada) de la conciencia. Al producirse la experiencia mística, todo lo que ataba al hombre al mundo humano, a la tierra, al tiempo y al espacio, a la materia y a la vida natural, se queda a un lado o se disipa. Pero, a menos que el inconsciente esté equilibrado con la experiencia de la conciencia, revelará implacablemente su aspecto contrario o negativo. La riqueza del sonido creador que produce la armonía de las esferas, o el misterio maravilloso de la tierra primigenia, se han rendido ante la destrucción y la desesperación. En más de un caso, el artista se ha convertido en la víctima pasiva del inconsciente.

En la física, también, el mundo del fondo ha revelado su naturaleza paradójica; las leyes de los elementos internos de la naturaleza, las recientemente descubiertas estructuras y relaciones en su unidad básica, el átomo, se han convertido en los fundamentos científicos de las armas de destrucción sin precedentes y han abierto el camino de la aniquilación. El conocimiento final y la destrucción del mundo son los dos aspectos del descubrimiento de la base primaria de la naturaleza.

Jung, que estaba tan familiarizado con la peligrosa naturaleza doble del inconsciente como con la importancia de la conciencia humana, sólo pudo ofrecer a la humanidad un arma contra la catástrofe: el llamamiento a la conciencia individual, que parece tan sencillo y, sin embargo, es tan arduo. La conciencia no sólo es indispensable como contrapeso del inconsciente y no sólo brinda la posibilidad de dar significado a la vida, sino que tiene también una función eminentemente práctica. El mal, atestiguado en el mundo exterior, en el contorno o en el prójimo, puede hacerse consciente como los malos contenidos de nuestra propia psique también, y esta comprensión profunda sería el primer paso hacia un cambio radical en nuestra actitud hacia el prójimo.

La envidia, la codicia, la sensualidad, la mentira y todos los vicios conocidos son el aspecto negativo, «oscuro» del inconsciente, que puede manifestarse de dos modos. En el sentido positivo aparece como un «espíritu de la naturaleza», animando creadoramente al hombre, a las cosas y al mundo. Es el «espíritu tectónico» tantas veces mencionado. En el sentido negativo, el inconsciente (ese mismo espíritu) se manifiesta como espíritu del mal, como un impulso hacia la destrucción.

Como ya hemos señalado, los alquimistas personificaban ese espíritu como «el espíritu de Mercurio» y le llamaban acertadamente Mercurios duplex (Mercurio de dos caras o doble). En el lenguaje religioso del cristianismo se le llama demonio. Pero, aunque pueda parecer inverosímil, el demonio también tiene un aspecto doble. En el sentido positivo aparece como Lucifer (literalmente, portador de luz).

Visto a la luz de esas ideas difíciles y paradójicas, el arte moderno (al que hemos reconocido como símbolo del espíritu tectónico) también tiene un aspecto doble. En el sentido positivo es la expresión de un misticismo natural misteriosamente profundo; en el sentido negativo sólo puede ser interpretado como la expresión de un espíritu malo o destructivo. Los dos aspectos van juntos porque lo paradójico es una de las cualidades básicas del inconsciente y de sus contenidos.

Para evitar toda mala interpretación, hemos de insistir una vez más en que estas consideraciones nada tienen que ver con los valores artísticos y estéticos, sino que únicamente se refieren a la interpretación del arte moderno como símbolo de nuestro tiempo.

Unión de opuestos

Hay aún que exponer otro punto. El espíritu de nuestro tiempo está en movimiento constante. Es como un río que fluye, invisible, pero constante, y dado el momento de vida de nuestro siglo, incluso sólo diez años son un espacio de tiempo muy largo.

Hacia mediados del siglo XX comenzó a producirse un cambio en pintura. No fue nada revolucionario, nada que se pareciera al cambio ocurrido hacia 1910. Significó la reconstrucción del arte sobre sus verdaderos cimientos. Pero hubo grupos de artistas que expresaron sus propósitos en formas inauditas hasta entonces. Esta transformación sigue dentro de las fronteras de la pintura abstracta.

La representación de la realidad concreta, que surge de la primaria necesidad humana de cazar al vuelo el momento fugaz, se ha convertido en un arte sensitivo verdaderamente concreto en hombres como el francés Henri Cartier-Bresson, el suizo Werner Bischof y otros. Por tanto, podemos comprender por qué para los artistas jóvenes, el arte abstracto, tal como se ha practicado durante muchos años, no ofrecía aventura alguna, ni campo de conquista. Buscando lo nuevo, lo encontraron en lo que tenían más cerca, pero que se había perdido: en la naturaleza y el hombre. No les importaba, ni les importa, la reproducción de la naturaleza en la pintura, sino la expresión de su propia experiencia emotiva de la naturaleza.

El pintor francés Alfred Manessier definió las metas de su arte con estas palabras: «Lo que tenemos que reconquistar es el peso de la perdida realidad. Tenemos que hacernos por nuestra cuenta un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva alma a la medida del hombre. La verdadera realidad del pintor no reside en la abstracción ni en el realismo, sino en la reconquista de su peso como ser humano. En la actualidad, el arte no figurativo me parece que ofrece al pintor la única posibilidad de acceso a su propia realidad interior y de captar la conciencia de su mismidad esencial o, incluso, de su ser. Creo que sólo con la reconquista de su posición podrá el pintor, en el futuro, volver lentamente a sí mismo, redescubrir su propio paso y, de ese modo, fortalecerse para poder alcanzar la realidad exterior del mundo».

Jean Bazaine habla en forma análoga: «Para el pintor de hoy día es una gran tentación pintar el puro ritmo de sus sensaciones, los latidos más secretos de su corazón, en vez de incorporarlos en una forma concreta. Sin embargo, esto solamente conduce a unas matemáticas secas o a una especie de expresionismo abstracto que acaba en monotonía y en un progresivo enriquecimiento de la forma… Pero una forma que puede reconciliar al hombre con su mundo es un «arte de comunión», por el cual puede el hombre, en todo momento, reconocer su propia imagen sin forma en el mundo».

Lo que, de hecho, tienen hoy día los artistas en el corazón es una reunión consciente de su propia realidad interior con la realidad del mundo o de la naturaleza; o, en último caso, una nueva unión de cuerpo y alma, materia y espíritu. Ése es su camino para la «reconquista de su peso como seres humanos». Sólo ahora se empieza a percibir la gran escisión existente en el arte moderno (entre «gran abstracción» y «gran realismo») y se está en camino de allanarla.

Para el observador, la primera se manifiesta en el cambiado ambiente de las obras de estos artistas. Desde las pinturas de artistas como Alfred Manessier o del pintor, nacido en Bélgica, Gustave Singier, a pesar de toda su abstracción, irradia una creencia en el mundo y, a pesar de toda la intensidad de sensaciones, una armonía de formas y colores que con frecuencia alcanzan la serenidad. En los famosos tapices del pintor francés Jean Lurcat, del decenio 1950-60, la exuberancia de la naturaleza invade la pintura. Su arte podría llamarse sensorial, así como también imaginativo.

Encontramos también una serena armonía de formas y colores en las obras de Paul Klee. Esa armonía era lo que siempre había tratado de alcanzar. Sobre todo, se había dado cuenta de la necesidad de no negar el mal. «Aun el mal no debe ser un enemigo vencedor o degradante, sino una fuerza colaboradora en el conjunto». Pero el punto de partida de Klee no era el mismo. Vivió cerca «de lo muerto y lo nonato» a una distancia casi cósmica de este mundo, mientras que la más joven generación de pintores puede muy bien decirse que está más firmemente enraizada en la tierra.

Un punto importante que ha de notarse es que la pintura moderna, precisamente cuando ha avanzado lo suficiente para percibir la unión de opuestos, ha reanudado los temas religiosos. El «vacío metafísico» parece que se ha vencido. Y ha ocurrido lo que no se esperaba en absoluto: la Iglesia se ha hecho protectora del arte moderno. Sólo necesitamos mencionar aquí «Todos los Santos» en Basilea, con vidrieras de Alfred Manessier; la iglesia de Assy, con pinturas de numerosos artistas modernos; la capilla de Matisse, en St. Paul deVence; y la iglesia de Audincourt, que tiene obras de Jean Bazaine y del artista francés Fernand Léger.

La admisión del arte moderno en la Iglesia significa más que un acto de tolerancia por parte de sus protectores. Es un símbolo del hecho de que el papel representado por el arte moderno respecto al cristianismo está cambiando. La función compensadora de los viejos movimientos herméticos ha dado paso a la posibilidad de colaboración. Al hablar de los símbolos animales de Cristo, dijimos que la luz y los espíritus tectónicos se pertenecían mutuamente. Parece como si hoy día hubiera llegado el momento en que se alcanzara una nueva etapa en la solución de ese problema milenario.

No podemos saber lo que nos traerá el futuro, si la unión de opuestos dará resultados positivos o si el camino conducirá todavía a catástrofes más inimaginables. Hay demasiada ansiedad y demasiado miedo actuando en el mundo, y ése sigue siendo el factor predominante en el arte y en la sociedad. Sobre todo, hay aún demasiada falta de inclinación por parte del individuo a aplicarse a sí mismo y a su vida las conclusiones que pueden extraerse del arte, aunque esté dispuesto a aplicarlas al arte. Con frecuencia, el artista puede expresar muchas cosas, inconscientemente y sin despertar hostilidad, que produce resentimiento cuando las expresa el psicólogo (hecho que podría demostrarse más categóricamente en la literatura que en las artes visuales). Ante las afirmaciones del psicólogo, el individuo se siente desafiado directamente; pero lo que el artista tiene que decir, en especial en nuestro siglo, generalmente permanece en una esfera impersonal.

Y, sin embargo, parece importante que la sugestión de una forma de expresión más total y, por tanto, más humana, se hubiera hecho visible en nuestro tiempo. Es una vaga esperanza, simbolizada por ejemplo por ciertas pinturas del artista francés Pierre Soulages. Tras una catarata de amasijos gruesos y negros asoma un azul claro y puro o un amarillo radiante. La luz está naciendo tras las tinieblas.


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