El hombre posee la capacidad de conocer al mundo, a sí mismo y a Dios. Por su libertad, es responsable y señor de su destino. Y su plenitud humana está en la resurrección, a imagen de Cristo Señor.

Me conmueve profundamente este Doctora en Humanidades, porque sólo de la adorable persona de Nuestro Señor Jesucristo se puede decir que es, de modo pleno, Doctor en Humanidades y “experto en humanidad”, tal y como afirmó el venerado Pablo VI, el 4 de octubre de 1965, ante ese areópago moderno que es la Organización de las Naciones Unidas. El cristianismo no es una teoría, sino el seguimiento de una persona, Jesucristo, paradigma de todo hombre y de la humanidad verdadera, a imagen y semejanza de Dios. Ésta es la grandeza del hombre: la de poder entrar en una relación personal con Dios, en una relación de conocimiento y amor. Por su inteligencia, el hombre posee la capacidad de conocer al mundo, a sí mismo y a Dios. Por su libertad, es responsable y señor de su destino. Y su plenitud humana está en la resurrección, a imagen de Cristo Señor.

1. ¿Hay de verdad un Dios en el Cielo?

Quisiera comenzar haciendo referencia al libro del Papa Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza. El capítulo cuarto se titula: “¿Hay de verdad un Dios en el Cielo?”. El periodista que edita el libro, Vittorio Messori, le pregunta al Papa: “Santidad, situándonos en una perspectiva sólo humana […] ¿puede el hombre, y cómo, llegar a la convicción de que Dios verdaderamente existe?” [1].

La actualidad de la pregunta es innegable, y es muy interesante la respuesta que da el Papa. Para el Santo Padre, ésta “no es sólo una cuestión que afecte al intelecto; es, al mismo tiempo, una cuestión que abarca toda la existencia humana […], más aún, es una cuestión del corazón humano (las raisons du coeur de Blas Pascal)” [2]. De todos modos, añade, el pensamiento humano está en condiciones de decir algo válido sobre Dios, como recuerda la constitución conciliar Dei Verbum en su número tres. A fin de cuentas, ya el Libro de la Sabiduría y la Carta a los Romanos indican este camino. Por ello, el mismo Santo Tomás no abandona la vía de los filósofos, sino que inicia la Summa Theologiae con la pregunta: An Deus sit?, ¿existe Dios? (cf. I, q. 2, a 3).

Para el Papa, el intento filosófico de Santo Tomás es válido y hasta provechoso. Lo defiende con las siguientes palabras:

“Pienso que es injusto considerar que la postura de Santo Tomás se agote en el solo ámbito racional. Hay que dar la razón, es verdad, a Etienne Gilson cuando dice con Tomás que el intelecto es la creación más maravillosa de Dios; pero eso no significa en absoluto ceder a un racionalismo unilateral. Tomás es el esclarecedor de toda la riqueza y complejidad de todo ser creado, y especialmente del ser humano. No es justo que su pensamiento se haya arrinconado en este período posconciliar; él realmente, no ha dejado de ser el maestro del universalismo filosófico y teológico. En este contexto deben ser leídas sus quinque viae, es decir, las cinco vías que llevan a responder a la pregunta An Deus sit?”.

Esta respuesta es rica y matizada. Pone de manifiesto el carácter vital de la cuestión, y al mismo tiempo mantiene el valor que la tradición siempre le ha reconocido al intelecto humano. Le reconoce la capacidad de llegar hasta Dios, de llegar al Dios verdadero. Sin embargo, en el capítulo siguiente, Messori, con la forma incisiva propia del periodista, “vuelve a la carga” diciéndole al Papa:

“Permítame una pequeña pausa. No discuto, es obvio, sobre la validez filosófica, teorética, de todo lo que acaba de exponer, pero ¿esta manera de argumentar tiene todavía un significado concreto para el hombre de hoy? ¿Tiene sentido que se pregunte sobre Dios, Su existencia, Su esencia?” [3].

Estas preguntas introducen maravillosamente nuestro tema. Lo que en ellas se pone en cuestión es el alcance de la inteligencia humana, la capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios. Y para ello se apela al “hombre de hoy”, un hombre que quizás no ve siquiera el sentido de trascender su existencia concreta para elevarse hasta el conocimiento del Creador.

2. La espiritualidad de la inteligencia: de la Edad Media a la Edad Moderna

Debo decir que a mí esta puesta en duda de la capacidad de la inteligencia humana me ha impresionado siempre. Para los clásicos, estaba fuera de toda duda la dignidad de esta facultad maravillosa del hombre, cuyo carácter espiritual parecía a todos casi evidente. Con el cristianismo se va aún más lejos, y se descubre la inteligencia como imagen creada del Verbo eterno del Padre. Al contemplar hoy retrospectivamente las obras de los grandes teólogos de la Edad Media puede dar la impresión de que caen en un intelectualismo excesivo. Sin embargo, este aprecio del intelecto no significa desprecio por el resto de las dimensiones de la persona. La espiritualidad no bien reducida a la inteligencia. Pero es la inteligencia el primer paso, el primer peldaño, para descubrir el nivel espiritual del hombre. En la inteligencia, el hombre medieval “toca” casi el nivel espiritual; ello le llena de gozo y le hace exaltar las excelencias de la inteligencia. Pero, al mismo tiempo, es consciente de que la inteligencia es una mera facultad del alma, una “potencia operativa”. La inteligencia no es siquiera la única facultad espiritual del alma; está también la voluntad, unida a la inteligencia en intimísima relación. Pero, una vez admitido que en el hombre hay una facultad de orden espiritual, lo que queda elevado al nivel espiritual es todo el hombre, cuerpo y alma. Porque una potencia operativa espiritual sólo puede inherir en un alma espiritual;L y el alma es forma del cuerpo en unidad de sustancia. De este modo, la exaltación medieval de la inteligencia no es en el fondo más que una exaltación de la espiritualidad del hombre [4].

Es delicioso comprobar cómo se refleja esta concepción del hombre en los escritos de los místicos españoles del Siglo de Oro, como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Santa Teresa habla con toda naturalidad de las “potencias del alma”, refiriéndose a la inteligencia y a la voluntad, y cuenta cómo Dios “toca” estas potencias cuando viene a su encuentro en la experiencia mística [5]. La concepción del hombre que se trasluce no peca de reduccionista, porque el hombre no queda reducido a sus “potencias”. El alma es un castillo interior delicadísimo, con infinidad de estancias o moradas, en las cuales la luz amorosa de la presencia divina sabe arrancar un sinfín de dulcísimos destellos. Es todo un mundo interior el que subyace al ejercicio cotidiano de nuestra facultad intelectiva; y este mundo, aunque invisible a los sentidos, es completamente real [6].

Vale la pena remontarse a esta concepción cristiana de la persona humana, antes de considerar el cambio de perspectiva que se produce en la Edad Moderna. En la Edad Media los términos rationale y spirituale son prácticamente equivalentes, porque lo racional es espiritual y viceversa. Así, no hay ningún problema en llamar rationale lumen a la iluminación del Espíritu. En cambio, hoy en día no sólo se aprecian grandes diferencias de significado, sino que el término “racional” se ha cargado de connotaciones negativas. Lo “racional”, lo “conceptual” y “abstracto” parece que se refieren a un conocimiento viciado, a un conocimiento que no llega a la realidad de las cosas porque trata de aferrarla con conceptos abstractos, inadecuados para la riqueza de lo real. Lo conceptual parece puramente teorético, como una malla que, al tratar de aprehender lo real, lo deforma ineludiblemente. Frente a lo racional tendría la primacía el conocimiento experiencial, concreto, sensible; el conocimiento por connaturalidad que se manifiesta en los sentimientos íntimos; el conocimiento místico o suprarracional al que se llega por el amor humano o por la experiencia religiosa. De estos niveles de conocimiento, lo racional quedaría fatalmente excluido. La situación podríamos resumirla diciendo que, en el modo corriente de pensar, la razón está siempre bajo sospecha, como un acusado en el banquillo al que se le exige que dé pruebas de su inocencia.

3. El conocimiento científico y la búsqueda sapiente de sentido

La consecuencia de todo esto, por poco que reflexionemos, es curiosa. Vivimos en una cultura altamente sofisticada, en la que todo está estudiado, pesado, medido. El conocimiento científico de la realidad se refleja en un avance tecnológico poderosísimo, que pone en nuestras manos infinitas posibilidades de controlar nuestro entorno. Hoy no hay actividad humana que se realice sin una complejísima labor de planificación previa, que sopese los pros y los contras hasta el último detalle. Tenesmo compañías de seguros hasta para morirnos. Y bien, en esta sociedad en que la razón ocupa un puesto tan central, el hombre se siente como impotente para dar con su entendimiento un pequeño salto metafísico, un pequeño salto que lo eleve y que le permita acceder a los niveles más profundos de la realidad.

Existe un párrafo de la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, que, con toda delicadeza, invita a los hombres de nuestro tiempo a prestar atención a los niveles profundos de la realidad, niveles que se revelan especialmente cuando se toma en consideración la constitución de la persona humana. El hombre, “por su interioridad, es superior a universo entero; a estas profundidades retorna cuando se vuelve a su corazón, donde le espera Dios, que escruta los corazones […]. Así pues, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no es víctima de un falaz espejismo […] sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la realidad” (Nº 14).

En el fondo, en nuestra cultura somos bien conscientes de que la realidad tiene niveles profundos. Por ejemplo, confiamos mucho, y con razón, en el poder de la ciencia. Algunas de sus conquistas más sobresalientes pertenecen al patrimonio de nuestra cultura moderna, y ello nos llena de legítimo orgullo. Es más, algunos desarrollos de la ciencia, de naturaleza especialmente teórica, y por ello más admirables, nos han permitido liberarnos para siempre de viejos tópicos, propios de la natural ingenuidad humana, y conocer más de cerca la colosal complejidad de las cosas, en la cual, a pesar de todo, nuestro entendimiento es capaz de hacer alguna luz, conociendo con certeza algo válido y demostrable sobre nuestro mundo, desde sus remotos orígenes, hasta la más pequeña partícula subatómica. Sin embargo, al mismo tiempo, se constata que a esta relación con el mundo que la ciencia promueve, le falta algo, porque no acierta a conectarse con la más intrínseca realidad de las cosas. De hecho, la moderna cosmovisión científica es más una fuente de desintegración y de dudas que de integración y de sentido. Pese a que en la actualidad sabemos infinitamente más sobre el universo que nuestros predecesores, estamos cayendo en la cuenta de que ellos sabían algo que a nosotros se nos escapa. De manera que, en este final de siglo, el progreso de la ciencia nos hace mirar con optimismo las virtualidades de la inteligencia humana; pero, por otra parte, se va haciendo cada vez más evidente que necesitamos cultivar urgentemente una sabiduría superior, que vaya más allá de la ciencia, que humanice nuestra vida, y que responda a la plenitud de las exigencias de nuestra naturaleza espiritual.

La constitución Gaudium et spes, ya citada, expresa esta tensión paradójica en su número quince. El hombre, partícipe de la luz de la mente divina, tiene razón al creerse, por su inteligencia, superior al universo de las cosas. Con el ejercicio infatigable de su propio ingenio ha progresado grandemente. Sin embargo, su inteligencia, aunque debilitada por el pecado, no se limita exclusivamente a lo fenoménico, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible. La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona por la sabiduría. Guiado por ella, el hombre pasa de las cosas visibles a las invisibles.
Nuestra época tiene especial necesidad de esa sabiduría para humanizar sus descubrimientos; de otro modo corre peligro el mismo destino futuro del mundo. Finalmente, gracias al don del Espíritu Santo, el hombre llega a contemplar y gustar por la fe el misterio del plan divino.

4. Hacia la superación de los irracionalismos

El Concilio parte de las potencialidades humanas de la razón, y termina aludiendo a su capacidad de ser elevada por el Espíritu Santo. Ahora bien, ¿cómo asume el hombre de hoy estos desafíos que tiene planteados en cuanto persona inteligente? ¿Cómo se plantea la cuestión del sentido de su vida? ¿Qué es lo que se considera hoy como “nivel profundo” de la realidad, y de qué modo se intenta hoy vivir a ese nivel?

Un análisis pormenorizado de estas cuestiones desbordaría el marco de mi intervención. Pero querría resaltar uno de los aspectos que sin duda está presente: una especie de “vagabundeo espiritual”. El hombre de hoy, que con frecuencia se embarca a la búsqueda de experiencias dadoras de sentido, carece de “puntos de anclaje” en su travesía, porque desconfía de los puntos de apoyo que le han llegado por tradición [7]. Impulsado por una verdadera hambre de lo divino, ésta le lleva con frecuencia a un sentimentalismo fideísta, lo que se ha dado en llamar “religiosidad salvaje”. A pesar de una calidad de vida siempre creciente, siente una sed de algo más que no sabe cómo apagar. Ante este fenómeno de insatisfacción y de búsqueda, me pregunto: ¿no es hora de que empecemos a pensar con la cabeza?

Creo que uno de los problemas más serios del momento actual es un cierto irracionalismo, que nos puede bloquear a la hora de buscar las soluciones que nuestra cultura necesita en este momento de crisis. No quiero pedir con esto la vuelta a un racionalismo desfasado; pero sí a un uso serio de la razón. La razón, con la cual nacemos equipados, es una facultad maravillosa, perfectamente adaptada a la solución de los problemas humanos, con tal de que sepamos usarla como se debe, y tributarle el respeto que se merece. No se gana nada con humillarla. Ciertamente, es necesario un sano realismo para aceptar los límites humanos de nuestra capacidad de comprensión de las cosas, en especial de aquellas que más nos desbordan, y de las cuales nuestro conocimiento humano será siempre confuso “aunque no por ello falso: un conocimiento puede ser confuso, en el sentido de poco preciso, sin dejar por ello de ser verdadero”. Sin embargo, esta humildad ante los límites de nuestras capacidades no debería impedir en nosotros un sentirnos capaces de afrontar la realidad tal y como es, sin complejos pesimistas y sin sueños idealistas. ¿Qué sentido tiene, me pregunto, en este momento de la historia, seguir insistiendo en la endeblez de nuestro pensamiento? Y no sólo porque no sea productivo, sino porque, ante todo, no es verdad que nuestro pensamiento sea un pensamiento débil. La inteligencia humana es capaz de mucho. La inteligencia humana es capaz, incluso, de atisbar, como causa suprema de la creación, como fundamento último de su ser y de su armonía, la majestad infinita de Dios.

Pero esta capacidad de la inteligencia humana de llegar a Dios “que para los católicos es un dogma de fe, dogma definido en el Concilio Vaticano I y reafirmando en el Concilio Vaticano II” [8] es, si quieren, sólo un caso particular de las posibilidades del intelecto humano. Lo verdaderamente importante es que reconozcamos que la razón humana es mucho más potente de lo que una cultura ambiente superficial parece inclinarnos a pensar. En este momento histórico, es importante advertir que no es legítimo deslegitimizar a cada paso cualquier intento razonable de elevarse por encima de la chata consideración empírica de las cosas. Bien está que exijamos rigor; pero ¿no es verdad que a nivel de la elites intelectuales de nuestro siglo nos hemos deleitado en exaltar un espíritu de sospecha, de desmitologización, de relativismo, el cual, llevado a sus últimas consecuencias, es absurdo en sí mismo? Después del largo período que hemos pasado de deconstructivismo, de disolución, de escepticismo ¿no habrá llegado la hora de empezar a construir, a edificar, a poner cimientos sólidos? ¿O preferimos seguir profundizando en la pura negatividad? Ante nosotros se abren dos opciones: abrazar con toda la mente, con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas, un espíritu constructivo, o seguir abrazados a ese cadáver que es el espíritu deconstructivo, ese espíritu que nos hace hijos espirituales de Mefistófeles, quien, en la obra cumbre de la lengua alemana, el Fausto de Goethe, se define a sí mismo como espíritu de contradicción: “Ich bin der Geist. Der stets verneint!” [9], es decir: “Soy el espíritu que siempre dice que no”.

5. “Nos hiciste, Señor para ti”

En nuestro mundo los medios de comunicación de masas tienen un influjo cada vez más decisivo. A la hora de valorar este influjo, hoy se tiende a no dramatizar, constatando que los medios se limitan a transmitir y a reforzar los valores y la mentalidad que ya existen en una sociedad determinada. De todos modos, hay que reconocer que, de hecho, nuestra cultura se caracteriza por una enorme superficialidad, e, incluso, por la pérdida progresiva de una sana racionalidad. Con esto no me refiero a la pérdida de la moral, a la degeneración del tejido ético de nuestra sociedad, que es también manifiesta; es ya a nivel noético, a nivel de los valores cognoscitivos, que se observa una preocupante regresión.

Se suele decir que “una imagen vale por mil palabras”. Ahora bien, ¿no es verdad que en el mundo que nos hemos fabricado vivimos inmersos en un mar de imágenes banales? ¿No es verdad que la sociedad en su conjunto anda a la caza de experiencias y en cambio se olvida de cultivar sus dimensiones más elevadas? ¿No es verdad que el nivel cultural de la sociedad experimenta un descenso lento, pero constante? Ante esta realidad, dramática para la cultura, yo me atrevería a decir: es cierto que una imagen vale más que mil palabras; pero hay veces que un concepto, un término bien acuñado, vale más que mil imágenes, porque capta lo esencial; y en el mundo de hoy, estamos llegando a perder los conceptos.

“Hoy, cada vez más, el campo de batalla de los valores está localizado en el mundo de las imágenes, más bien que en el de las ideas. […] En esta perspectiva, el conflicto de imágenes de la felicidad es de una importancia vital para la transmisión de la misma fe. Si el dato puramente banal ocupa la mente humana, y lo hace usando imágenes atrayentes, resulta difícil que se verifique aquella “escucha” de la que proviene la fe. […] El verdadero peligro de este momento histórico es que la gente, al quedar prisionera de semejante superficialidad, no se dé cuenta de las necesidades fundamentales del corazón humano” [10].

Debido a este “bloqueo”, el hombre de hoy, envuelto en el ritmo frenético de la vida moderna y en los placeres superficiales que constantemente se le ofrecen o se le insinúan, corre el riesgo de pasarse la vida entera distraído, sin plantearse siquiera los interrogantes decisivos para la existencia. Pero esta especie de “embotamiento” intelectual, este hedonismo fácil que tiende a excluir los planteamientos profundos, metafísicos o religiosos, no puede impedir el rebrotar de los sentimientos religiosos, el “hambre de lo divino y de lo sagrado” a la que antes aludía. El hombre tiene una necesidad constitutiva de saciarse de algo más, y, por ello, también hoy se verifica el inquietum cor de San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” [11]. La idea de Dios sigue todavía viva, y esto demuestra la enorme vitalidad de la religión.

Al mismo tiempo, es importante prestar atención al modo de saciar esta hambre de lo divino. Habiendo perdido la confianza en el poder de la razón para ayudarnos a salir del atolladero, corremos el riesgo de no acertar con el camino. Es decir, de dejarnos llevar por el sentimiento, o por un subjetivismo que olvide la sabiduría que nos ha legado la tradición. Es éste, a mi juicio, el punto delicado, y donde hace falta una gran lucidez, unida a un espíritu abierto que se atreva a explorar nuevos caminos. Necesitamos salir urgentemente de ese estado en que nuestra inteligencia funciona sólo a mitad de rendimiento. Necesitamos hacer un poco de luz, empezar a pensar, poner un cierto orden en nuestros esquemas, en nuestras ideas, en nuestra misma sociedad. Necesitamos, en suma, despertar. En el fondo ¡no se trata de algo tan difícil! Sólo cultivando la inteligencia de este modo, lograremos salir de la crisis cultural en que nos encontramos.

6. Propiciar una “cultura de la verdad”

Entre los desafíos que tiene planteada la Universidad de hoy, para adaptarse a la rápida evolución del mundo y de la sociedad, el más importante sea quizás éste. Es en la Universidad donde se cultivan las inteligencia que el día de mañana serán determinantes para la cultura y para la sociedad; y es urgente que este delicado proceso educativo, por el que se forman personas, se haga en un contexto profundamente humano. Humano en todos los sentidos, y también en el de abrir el intelecto a la plenitud de sus dimensiones: sin reduccionismos innecesarios y sin eliminar perspectivas legítimas; antes bien, respetando, valorando y fomentando todo método, todo modo de proceder, todo acercamiento a la realidad, en el cual se advierta una centella de verdad, un rayo de luz para iluminar nuestros problemas y nuestra existencia humana, una vía de escape al mundo empequeñecido en el que nos hemos acostumbrado a vivir, un hueco donde colocar un fundamento sólido que pueda perdurar. Nuestra sociedad tiene necesidad de algo más que de noticias de periódico. Hace falta una revolución de las mentes; una revolución lenta y pacífica, que conmocione nuestros esquemas de pensamiento, para poder afrontar con realismo los grandes problemas de la humanidad.

Para ello, lo primero que hay que lograr es que la Universidad no se limite a “producir” licenciados, sino que logre educar personas. No se puede disociar la instrucción académica de la dimensión educativa global de la persona. Es éste un tema sobre el que hemos reflexionado en el Consejo Pontificio de la Cultura en un importante documento sobre la Presencia de la Iglesia en la Universidad y en la cultura universitaria. Por desgracia, hoy por hoy son muchos los estudiantes que “frecuentan la Universidad sin encontrar en ella una formación humana capaz de ayudarles en el necesario discernimiento acerca del sentido de la vida, los fundamentos y la consecución de los ideales, lo cual les lleva a vivir en una incertidumbre grávida de angustia respecto al futuro”. En este sentido, “los estudiantes lamentan dolorosamente la falta de verdaderos maestros, cuya presencia asidua y disponibilidad personal hacia ellos podrían asegurar un acompañamiento de calidad”. La misión del profesor católico “no consiste ciertamente en introducir temáticas confesionales en las disciplinas que enseña, sino en abrir el horizonte a las inquietudes últimas y fundamentales, en la generosidad estimulante de una presencia activa ante las preguntas, a menudo no formuladas, de esos espíritus jóvenes que andan a la búsqueda de referencias y certezas, de orientación y de metas”. Con profesores así, la Universidad podrá desempeñar su papel en el desarrollo de la cultura, y superar el riesgo de someterse pasivamente a las influencias de la cultura dominante. Y así llegará a ser “una comunidad de estudiantes y de profesores en búsqueda de la verdad”, que no se limite a “asegurar la preparación técnica y profesional de especialistas”, sino que preste “a la formación educativa de la persona el lugar central que le corresponde” [12].

Se trata, en suma, de potenciar toda una “cultura de la verdad”. Para ello, la educación ha de fundamentarse en una sana “filosofía”, entendiendo el término “filosofía” en un sentido amplio, como verdadero “amor a la sabiduría” [13]. La Universidad, si sabe renovarse y ser fiel a este espíritu, podrá ser, de hecho, lo que está llamada a ser: “un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad[14].

Conclusión

El mensaje que he querido transmitir se podría resumir en las famosas palabras de Blas Pascal: “Travaillons donc a bien penser”: esforcémonos en pensar con corrección… y se empezarán a arreglar más cosas de las que pensamos. “Travaillons donc a bien penser”, porque, por arduo que pueda parecer, tenemos el derecho y la obligación de poner los cimientos de una nueva cultura de la verdad. “Travaillons donc a bien penser”, y no nos cansemos nunca de dar gracias por el don de nuestra inteligencia espiritual; que resuene siempre en nosotros aquella exhortación de San Agustín: “Intellectum valde ama[15], “ama mucho la inteligencia”.


NOTAS 

[1] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza. Editado por Vittorio Messori, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 49.
[2] Ibid., 52.
[3] Ibid., 53.
[4] Sólo manteniendo la espiritualidad de la inteligencia podrá defenderse adecuadamente la dignidad “y aún la espiritualidad” de la esfera afectiva del hombre, cuyo “redescubrimiento” es un mérito de nuestro tiempo. Cf. DIETRICH VON HILDEBRAND, El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina. Palabra, Madrid 1997.
[5] Cf. SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de la Vida, cap. 17, nº 3-5: Obras completas. Transcripción, introducciones y notas de Efrén de la Madre de Dios, O.C.D. y Otger Steggink, O. Carm. BAC, Madrid 1986, 96-98.
[6] Cf. SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas del castillo interior, cap 1, nº 1-2: loc. Cit., 472-473.
[7] Cf. PAUL POUPARD, Iglesia y culturas. Orientación para una pastoral de la inteligencia. Edicep, Valencia; Librería Parroquial de Clavería, México, D.F. 1988, 169-185.
[8] CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO I, Constitución dogmática sobre la fe católica, Dei Fillus, cap. 2. “De revelatione”: HEINRICH DENZINGER, Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebús fidei et morum. Edizione bilingüe a cura di Peter Hünermann. Dehoniane, Bologna 1995, nº 3004 y 3026; CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei verbum, nº 6: DENSINGER, nº 4206.
[9] JOHANN WOLFGANG GOETHE, Faust, Erster Teil, Insel, Frankfurt am Main 1974, 64.
[10] CARDENAL PAUL POUPARD, Felicidad y fe cristiana. Estudio del Consejo pontificio para el diálogo con los no creyentes, Herder, Barcelona 1992, 65.
[11] SAN AGUSTÍN, Confesiones, lib. 1, 1: CCL 27,1.
[12] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Consejo Pontificio para los Laicos, Consejo Pontificio de la Cultura, Presencia de la iglesia en la Universidad y en la cultura universitaria. Ciudad del Vaticano 1994, pp. 9 y 22-23.
[13] Cf. PAUL POUPARD, Buscar la verdad en la cultura contemporánea. Ciudad Nueva, Buenos Aires 1995, 43-44.
[14] JUAN PABLO II, Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, 15 de agosto de 1990, nº 1.
[15] SAN AGUSTÍN, Epist. 120, 3, 13: PL 33, 459.

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