Nos limitamos a reafirmar la necesidad de desarrollo de una crítica seria a la altura de la exigencia de un tiempo que necesita trascender relativismos culturales y subjetivismos de principio. 

Parece paradójico que en las sociedades liberales contemporáneas el tópico de la censura pase a constituirse en tabú, se excluya por principio, y no se pueda hablar de ello con libertad. Esta espinuda y controvertida cuestión ha sido eliminada teóricamente -aunque se practique de modo subrepticio- en el ámbito educativo (igual los padres siguen atentos a las revistas que llegan a sus casas y los profesores recomiendan unos libros más que otros) y ya dejó de ejercerse en la crítica literaria. En la actualidad, el crítico conscientemente ha querido limitarse a un mero análisis técnico o formal de la obra, marginando cualquier consideración sobre la imagen del hombre y del mundo que se transmita y excluyendo juicios valorativos acerca de sus contenidos. Intentar una crítica ética parece un contrasentido si seguimos lo proclamado por Oscar Wilde cuando escribe en el prefacio de El retrato de Dorian Gray: «Un libro no es, de ningún modo moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos; eso es todo». Pareciera que el único ámbito inmune a un enjuiciamiento ético fuese el del arte o lo que se proclama como tal.

Hablar de una ética de las ficciones es ir contracorriente. Este hecho se deriva, en gran parte, de su asociación con el fantasma y la amenaza de la censura. El pensador norteamericano Wayne Booth se pregunta «¿De qué modo, cómo y cuándo una sociedad democrática -para Booth pocas cosas son más importantes que ésta- debe proteger a los ciudadanos de dañarse a ellos mismos sin dañarlos más seriamente al infringirles su libertad? ¿Debe ser el cinturón de seguridad exigido independientemente de que las personas lo quieran o no? ¿Acaso debe ser prohibida la publicidad de cigarrillos y licores duros? ¿Los vendedores de revistas pueden permitirse desplegar delante de los niños (...) Sean cuales sean nuestras respuestas, esto no desmerece para nada la importancia de la crítica ética?» [1]. Ahora bien, aparte de esta cruzada en contra de cualquier tipo de orientación moral que tenga connivencia con algún tipo de censura, hay ciertos dogmas que se aceptan acríticamente y parecen imponerse sin contrapeso y sin mayores cuestionamientos en nuestro clima cultural, que tienden a dinamitar, desde su misma base, cualquier edificio teorético de una crítica ética: autonomía de lo estético, fisura entre hechos y valores, el presunto carácter subjetivo de todo juicio moral.

La Censura, la Tribu y la Crítica

Pareciera que si no existe una instancia superior a los propios censores -como el caso en que se admita una revelación divina en la que sí hay una imagen definida del hombre y de su destino, o un consenso filosófico respecto a valores incondicionados del hombre, la educación y la sociedad-, es decir, si los que juzgan no admiten una medida común superior e independiente de ellos, si son juicios basados en parámetros meramente subjetivos y humanos y, por lo tanto, falibles y expuestos a errores, como los que nosotros mismos podemos cometer, entonces toda censura aparecerá como ridícula y repugnante. Únicamente tendrá sentido para aquellos que tienen claro su fin, que están conscientes de lo que constituye una desviación respecto de él y saben discernir entre aquello que los enriquece cognoscitiva, ética y culturalmente y aquello que los degrada y empequeñece al introducirlos en atmósferas irrespirables que no permiten o bloquean todo crecimiento humano y espiritual.

Un verdadero sentido del bien común entiende que el arte y la poesía desempeñan un papel esencial e indispensable en una existencia digna del hombre. No puede vivirse una auténtica vida humana si no es participando en alguna medida en esos actos que trascienden el mundo de la utilidad y el rendimiento; a saber, el arte, la filosofía y la religión. Estas tres actividades trascendentes tienen en común el habérselas con la totalidad y con el enigma del mundo. Asimismo, el artista ha contribuido al progreso de la conciencia moral misma, pues al cavar en las profundidades de la experiencia creadora ha iluminado zonas ocultas de la realidad humana.

En La responsabilidad del artista, Jacques Maritain huye de soluciones fáciles y exclusivistas y se da cuenta de la doble faz que presenta el asunto: «No podemos negar que personas que no son especialistas en literatura tienen el derecho a que se les prevenga contra autores cuyo talento artístico es sólo un medio de descargar en nosotros sus vicios y obsesiones. Por otro lado, no podemos negar que los intentos que hace el Estado para condenar Les Fleurs du Mal o Madame Bovary, o cualquier otra gran obra, están condenados al fracaso. Y lo que principalmente consiguen es poner en ridículo al Estado (...)». Por eso, concluirá Maritain: «El esfuerzo para proteger a la sociedad humana de las acciones perniciosas o de las perniciosas incitaciones a la acción que pudiera contener una obra es tarea de la comunidad social, más que del Estado. La primera responsabilidad pesa sobre la comunidad social, como entidad distinta al Estado» [2].

Las observaciones de Maritain son agudas. Sin embargo, la comunidad social en tiempos de Maritain -hace cincuenta años, cuando escribió esta obra- mostraba mayor coherencia y recursos morales. Maritain apela a una educación que otorgue discernimiento y sentido crítico, a la presión espontánea que ejerce la opinión común que emerge del ethos nacional, etc. Todo esto suena a utópico debido al alto grado de disolución que ha experimentado la comunidad social y al creciente individualismo relativista que se ha impuesto en nuestra sociedad. Pareciera que la única manera de reestablecer el vigor de la comunidad social en su papel de velar activamente por el bien de la sociedad -que no le corresponde en exclusiva al Estado- fuese el fortalecimiento de la familia -causa de esa disolución- y, sobre todo, de lo que William Raspberry ha llamado«estructuras tribales».

Con esta expresión, Raspberry quiere aludir a la extensa red de amistad, parentesco y relaciones múltiples que sustentaban al núcleo familiar. Es fácil constatar, en nuestra sociedad, que la familia, sin una tribu que la sustente, es algo muy frágil. El Estado elabora estatutos y leyes formales, pero la tribu es la matriz de los usos y de la moral, que constituyen la trama real del orden social. El Estado, en lugar de fortalecer a la familia y constituir un complemento de ella y de la tribu, ha tratado por todos los medios de sustituirla y suplantarla. Como ha señalado Joseph Sobran, en un original e interesante artículo sobre el SIDA: «el Estado no puede combatir la irresponsabilidad sexual. De hecho él ha sido el promotor. Si el Estado exigiera castidad sería pretencioso, incluso tiránico, y en todo caso impondría preceptos imposibles. Sin embargo, la familia puede exigirla de nosotros, y la tribu puede proclamar que es una conducta honrosa, utilizando lazos de afecto y de lealtad más poderosos que la fuerza y la violencia, porque motiva nuestra autoestima prescindiendo de una normativa meramente externa» [3]. Hannah Arendt ha ahondado también en esta cuestión. Ha mostrado de modo muy documentado cómo la sociedad es fácil presa del totalitarismo cuando está compuesta de individuos aislados entre sí, sin metas ni bienes comunes [4]. No es el momento para ahondar en complicadas especulaciones sociológicas en torno a las redes sociales protectoras de la familia (la tribu, el gremio, la comuna, etc.) que puede llevarnos algo lejos.

Por el momento, nos limitamos a reafirmar la necesidad de desarrollo de una crítica seria a la altura de la exigencia de un tiempo que necesita trascender relativismos culturales y subjetivismos de principio. Quizás, comparado con el acto de creación, la tarea de la crítica sea secundaria, pero nunca ha significado tanto. Ante el acoso siempre renovado de nuevos títulos, de más y más libros que la industria editorial difunde y promociona, no llevada precisamente por criterios artísticos, la figura del crítico puede alzarse como faro iluminador y guía. Sin embargo suele sobrevenirle al crítico cierta cobardía moral y un atrincherarse en sólo cuestiones estéticas (como si el arte pudiera aislarse asépticamente de otras consideraciones de la vida humana). Es hora de hacer algunas consideraciones valientes como las que hace Steiner: «¿Qué medida del hombre propone esta obra? La cuestión no es fácil de plantear ni puede enunciarse con tacto infalible. Pero la nuestra no es una época corriente. Se esfuerza bajo la tensión de lo inhumano, experimentada en una escala de magnitud y de horror singulares; y no está lejos la posibilidad de la catástrofe. Sería extraordinario permitirse el lujo de guardar distancias, pero es imposible» [5]. Sin embargo estas apremiantes llamadas no han sido escuchadas ante el imperialismo y la sola consideración de criterios estéticos. Se parte del supuesto que el arte -y lo que se proclama como tal- no puede ser inmoral, sea cual sea su temática, sugerencia verbal o representación comunicada. Se piensa que el logro técnico y la seriedad artística es garantía de su moralidad, la única que verdaderamente cuenta.


NOTAS 

[1] Booth, Wayne, The company we keep. An ethics of ficiton, University o California Press, California, 1988
[2] Maritain, Jacques; La responsabilidad del artista, Ed. Emecé, 1960, pgs. 73 y 74
[3] Sobran, Joseph, «el SIDA, la tribu y la ecología sexual», en Atlántida n11 Julio/Septiembre 1992, p. 307
[4] Ver Arendt, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Ed. Taurus
[5] Steiner, G., Lenguaje y silencio, p. 31.

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