Queridos hermanos:

Agradezco las palabras que el Presidente de la Conferencia Episcopal me dirigió en nombre de todos ustedes.

En primer lugar, quiero saludar a Mons. Bernardino Piñera Carvallo, que este año cumplirá 60 años de obispo (es el obispo más anciano del mundo, tanto en edad como en años de episcopado), y que ha vivido cuatro sesiones del Concilio Vaticano II. Hermosa memoria viviente.

Dentro de poco se cumplirá un año de la visita ad limina, ahora me toca a mí venir a visitarlos y me alegra que este encuentro sea después de haber estado con el «mundo consagrado». Ya que una de nuestras principales tareas consiste precisamente en estar cerca de nuestros consagrados, de nuestros presbíteros. Si el pastor anda disperso, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo. Hermanos, ¡la paternidad del obispo con sus sacerdotes, con su presbiterio! Una paternidad que no es ni paternalismo ni abuso de autoridad. Es un don a pedir. Estén cerca de sus curas al estilo de san José. Una paternidad que ayuda a crecer y a desarrollar los carismas que el Espíritu ha querido derramar en sus respectivos presbiterios.

Sé que habíamos quedado en que iba a ser poco tiempo porque ya con lo que hablamos en las dos sesiones largas de la visita ad limina habíamos tocado muchos temas. Por eso en este «saludo», me gustaría retomar algún punto del encuentro que tuvimos en Roma y lo podría resumir en la siguiente frase: la conciencia de ser pueblo, ser Pueblo de Dios.

Uno de los problemas que enfrentan nuestras sociedades hoy en día es el sentimiento de orfandad, es decir, que no pertenecen a nadie. Este sentir «postmoderno» se puede colar en nosotros y en nuestro clero; entonces empezamos a creer que no pertenecemos a nadie, nos olvidamos de que somos parte del santo Pueblo fiel de Dios y que la Iglesia no es ni será nunca de una élite de consagrados, sacerdotes u obispos. No podemos sostener nuestra vida, nuestra vocación o ministerio sin esta conciencia de ser Pueblo. Olvidarnos de esto —como expresé a la Comisión para América Latina— «acarrea varios riesgos y/o deformaciones en nuestra propia vivencia personal y comunitaria del ministerio que la Iglesia nos ha confiado»[1]. La falta de conciencia de pertenecer al Pueblo fiel de Dios como servidores, y no como dueños, nos puede llevar a una de las tentaciones que más daño le hacen al dinamismo misionero que estamos llamados a impulsar: el clericalismo, que resulta una caricatura de la vocación recibida.

La falta de conciencia de que la misión es de toda la Iglesia y no del cura o del obispo limita el horizonte, y lo que es peor, coarta todas las iniciativas que el Espíritu puede estar impulsando en medio nuestro. Digámoslo claro, los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados. No tienen que repetir como «loros» lo que le decimos. «El clericalismo, lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo fiel de Dios (cf. Lumen gentium, 9-14) y no sólo a unos pocos elegidos e iluminados.[2].

Velemos, por favor, contra esta tentación, especialmente en los seminarios y en todo el proceso formativo. Yo les confieso, a mí me preocupa la formación de los seminaristas, sean Pastores, servicio del Pueblo de Dios, como tiene que ser un Pastor, con la doctrina, con la disciplina, con los sacramentos, con la cercanía, con las obras de caridad, pero que tengan esa conciencia de Pueblo. Los seminarios deben poner el énfasis en que los futuros sacerdotes sean capaces de servir al santo Pueblo fiel de Dios, reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de cualquier forma de clericalismo. El sacerdote es ministro de Jesucristo: protagonista que se hace presente en todo el Pueblo de Dios. Los sacerdotes del mañana deben formarse mirando al mañana: su ministerio se desarrollará en un mundo secularizado y, por lo tanto, nos exige a nosotros pastores discernir cómo prepararlos para desarrollar su misión en este escenario concreto y no en nuestros «mundos o estados ideales». Una misión que se da en unidad fraternal con todo el Pueblo de Dios. Codo a codo, impulsando y estimulando al laicado en un clima de discernimiento y sinodalidad, dos características esenciales en el sacerdote del mañana. No al clericalismo y a mundos ideales que sólo entran en nuestros esquemas pero que no tocan la vida de nadie.

Y aquí, pedir al Espíritu Santo el don de soñar, por favor no dejen de soñar, soñar y trabajar por una opción misionera y profética que sea capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización de Chile más que para una autopreservación eclesiástica. No le tengamos miedo a despojarnos de lo que nos aparte del mandato misionero[3].

Hermanos, era esto lo que les quería decir como resumen un poco de lo principal que hablamos en las dos visitas ad limina encomendémonos a la protección de María, Madre de Chile. Recemos juntos por nuestros presbiterios, por nuestros consagrados; recemos por el santo Pueblo fiel de Dios del cual somos parte. Muchas gracias.


[1] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).

[2] Ibíd.

[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27.


 Fuente: Vaticano

 

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