Nello Gargiulo ha sido director y secretario ejecutivo de la Fundación cardenal Raúl Silva Henríquez por treinta años. En el 25 aniversario de la muerte del Cardenal, nos ha hecho llegar esta reflexión a partir de testimonios recogidos, publicaciones realizadas, seminarios y coloquios celebrados bajo diferentes miradas y circunstancias. Hablar de “amor creativo y productivo” es un desafío para todos aquellos que hoy no se encuentran conformes con el estilo de la sociedad en que vivimos y aspiran a dar su propio aporte para cambiarla.

El 12 de abril de 1999 por las calles del centro de la ciudad de Santiago, un sol tibio otoñal iluminaba una singular e histórica mañana cuando se levantó espontáneamente un coro unánime: “Raúl, amigo, el pueblo está contigo”. Este fue el último saludo al Cardenal Raúl Silva Henríquez, que había regresado a la casa del Padre el día 9.

Este pastor amigo, en su “testamento espiritual” distribuido masivamente, tuvo una palabra de amor para todos; ese amor que cuando es gratuito y generoso se hace recíproco y crea un ambiente de confianza. Entre Mons. Silva y el pueblo se construyó una confianza evangélica que fue signo visible de aquella Iglesia participativa y de comunión del Concilio, que él mismo con sus activas intervenciones en los trabajos conciliares había contribuido a pensar.

Cuando la paz y la justicia son una urgencia

Recordar su figura hoy no puede prescindir de una referencia a las características de esa palabra de amor del testamento, retomada a cada comienzo de párrafo. Volver a leerlas hoy provocan sentimientos e inspiran propósitos para ser mejores personas y cristianos atentos y creativos cuando los cambios y acontecimientos parecen estar revestidos más de incertidumbres que de certezas.

El Papa Francisco hace llamados a diario a favor de la paz, del cuidado del medio ambiente y de construir una economía con rostro más humano, y así reducir las “periferias sociales” –los campamentos informales para nosotros– que tiene calles que dificultan el acceso, pero espacios abiertos para los conflictos sociales.

Silva Henríquez, sin duda, fue un precursor que intuyo la relación entre justicia y paz social, y muy probablemente debe haber sido esa la convicción que lo llevó a hacer propios los sentimientos del mismo San Pablo en su carta a los Corintios: el amor de Cristo nos urge. El suyo fue un amor también de pasión, especialmente por su pueblo. Frente a las necesidades de los demás respondía con urgencia y de manera también efectiva. “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto sabemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestro corazón delante de él” (1 Jn 3, 18-19).

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El tono de estas palabras en Silva Henríquez son un estímulo también para los trabajadores cuando en el tradicional encuentro con ellos cada 1 de mayo resalta cómo la dignidad humana se construye en la libertad y haciéndose responsables cada uno de su propio destino: “Quien aspira y con razón a hacer valer su dignidad de persona, no puede tolerar ser un objeto pasivo de decisiones que otros toman por él, eximiéndose de comprometerse él mismo en la gestión de su propio destino” (1 de mayo 1970).

Con esta urgencia se anima a pedir tanto a Juan Pablo I (septiembre 1978) como a Juan pablo II, un mes después, una intervención para evitar el enfrentamiento por el diferendo del Beagle con el pueblo vecino y hermano de Argentina. Gran testimonio histórico de convicción y valentía de Silva Henríquez junto al cardenal argentino Primatesta de trabajar unidos por la paz entre ambas naciones. El desenlace de este conflicto pasó por una mediación del Vaticano y la firma de un tratado de paz el 29 de noviembre del año 1984.

Responder con la caridad a las necesidades tanto materiales como espirituales interpela hoy no solo a la Iglesia sino también a los gobernantes, justamente cuando las discordias y las diversidades parecen no encontrar caminos de diálogo y entendimiento, dejando vacíos y problemas en las familias, el trabajo, las pensiones, el medio ambiente, etc. Estos “algo” siempre pendiente no dejan de ser peligros latentes para nuevas formas de “anarquías sociales”.

Cabe una pregunta: a 25 años de su partida ¿tiene una voz y una palabra como la de Silva Henríquez vigencia para dar un sacudón a las conciencias un tanto dormidas y desorientadas? Es cierto que, en el tiempo, las personas no se repiten. Sin embargo, la historia y los ejemplos son claves para quienes tienen responsabilidades o aspiran a tenerlas.

Una reflexión sobre este único amor y como éste se posicionaría frente a las circunstancias actuales invita al clero y laicos a leer los signos de los tiempos y promover acciones. El pueblo también necesita aprender a leer los signos de esperanza, aunque sean pequeños. Recuperar la vitalidad de la Iglesia hoy bajo la conducción del Espíritu también requiere los compromisos humanos de encontrar caminos de “renacimiento” dejando atrás el momento marcado por los abusos. Un conocido refrán siciliano dice: el buen tiempo y el mal tiempo no duran todo el tiempo. La sabiduría popular en estas palabras también escondía la advertencia de no considerarse invencibles.

Un recorrido breve en este camino del amor creativo y productivo de Silva Henríquez también estimula una lectura, tal vez más acuciosa, de los hechos y los cambios de la sociedad.

“¿La vida y la obra de Silva Henríquez no serán acaso una forma original de la “predicación moderna” del post Concilio, donde encontrar sugerentes motivos de inspiración y confrontarnos con los efectos de la dimensión social del amor cristiano?”

Aquellas tierras que habían cumplido un ciclo

Partamos a comienzos de los años 60 cuando el recién creado cardenal Mons. Silva en una atrevida iniciativa que anticipa aquella conexión de la “evangelización con la promoción humana” –que será un fruto del Vaticano II– da comienzo a una reforma en las tierras de la Iglesia que eran verdaderos latifundios en la zona de Pirque, que se administraban con el sistema del inquilinato. Con un proceso estudiado y ordenado de distribución de estas tierras a los mismos campesinos, de inquilinos se transforman en dueños.

Pisar con más seguridad y poner mano al arado sabiendo que todo dependía de ellos porque se habían convertido en dueños de estas tierras, significó también un verdadero acto de justicia que terminó valorando efectivamente la capacidad humana de estos campesinos que fueron llamados a dar mayor grado de productividad a sus terrenos y así dar mayor dignidad a ellos y a sus familias. Más tarde, Pablo VI el 31 de octubre del año 1976, después de haber mencionado con palabras de San Pablo que todo concurre al bien de los qua aman a Dios, señaló: “así el genio creativo y operativo de la promoción humana que nace del Evangelio y de la asistencia celestial encuentra en la confianza cristiana y no en otras partes aquella convención que la transforma en eficaz”. Estas tierras no fueron entregadas gratuitamente, el precio que tuvieron que pagar se acordó y fue un verdadero acto de confianza.

Memorables son las palabras del mismo cardenal que en su despedida como arzobispo de Santiago en la catedral Metropolitana. Después de haber mencionado al Papa Juan XXIII que lo definió como “Santo Pastor” y al cual recurrió en sus dificultades y angustias, recuerda sus palabras “Hágalo señor Cardenal. yo le voy a ayudar”. Con este aliento se sintió animado para realizar lo que le parecía imposible: entregar la tierra de la Iglesia al campesino de su pueblo.

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El “alma de Chile”: un itinerario geopolítico espiritual

Otro gran acto de amor creativo y de solidaridad es, sin duda, su obra maestra: la Vicaría de la Solidaridad. El amor evangélico se reviste aquí de solidaridad ecuménica con quienes –de todo color político y social– no podían defenderse por sí solos y además se vieron perseguidos y privados de su libertad por el gobierno militar. Además, muchas familias de los presos políticos y exiliados encontraron apoyo para la subsistencia básica.

Ese momento especial en la vida de la nación también exigía ser solidarios con su cultura y su historia. La larga tradición democrática de Chile se vio oscurecida con el cierre del parlamento y de la vida de los partidos políticos. En este panorama, Silva Henríquez, desde su Catedra arzobispal en la homilía del 18 de septiembre 1974 levanta una voz de estímulo y esperanza. A partir de la tradición autóctona e hispánica del pueblo de Chile incursiona en la historia, en la geografía y en la idiosincrasia del pueblo, y con palabras escogidas y sintéticas, como era su estilo, define los rasgos de la que llama y se conoce como “el alma de Chile”.

Frente a un alma herida en la dignidad y en la libertad, el amor creativo rescata los grandes valores y signos de vida del pueblo, y en torno a ellos y sin ser un político crea las condiciones para no ceder a la verdad y al desaliento, invocar la justicia y custodiar todo indicio de democracia siempre rescatable, conscientes que el momento del régimen no será breve pero tampoco perenne.

De hecho, cuando la democracia regresa, los mismos partidos políticos pueden reencontrarse con sus documentos históricos que la Vicaría de la Solidaridad había resguardado.

El amor creativo se transforma en esperanza y visión de certeza del futuro.

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El martes 9 de abril se conmemora el 25 aniversario de muerte del Cardenal Silva Henríquez. “Este pastor amigo, en su “testamento espiritual” distribuido masivamente, tuvo una palabra de amor para todos; ese amor que cuando es gratuito y generoso se hace recíproco y crea un ambiente de confianza”.

El coraje que frena la exclusión

Al comienzo de los años 80, cuando está ya próximo por edad a dejar la misión de arzobispo titular de Santiago, sigue atento y sensible a los cambios que se van generando en el país. En ese momento, con la aplicación del modelo económico neoliberal impulsado por el gobierno militar, intuye cómo la liberalización y descentralización en el ámbito de la educación –junto con ofrecer nuevas y mayores oportunidades– también hace evidente el riesgo de que los sectores más modestos pueden quedar excluidos.

Fue con esta preocupación que en el año 1982 se hace cargo de la dificultad de la Congregación religiosa de las hijas de la Misericordia (fundada en Chile a mitad del siglo XX por el Sacerdote Antonio Blas Cañas) para llevar adelante el Instituto de Estudios Superiores que poco años antes habían creado para ofrecer mayores oportunidades de estudio a las egresadas del liceo de niñas que funcionaba en el mismo lugar desde los inicios 1874. Bajo el alero de la Conferencia Episcopal de Chile asegura su continuidad e impulsa su crecimiento. Años más tarde, el Instituto se transforma en Universidad, primero Blas Cañas y luego en católica tomando el nombre del mismo cardenal Silva.

Tampoco permanece insensible frente al gran desempleo de comienzos de los años 80, consecuencia de la crisis económica y financiera. Le preocupa la vivienda digna para las familias y cómo estas pueden acceder a créditos para poder tenerla. Además, vela por cómo garantizar el apoyo financiero a los micro y pequeños empresarios que en aquellos años no tenían entrada al mundo financiero. Es con este propósito que emprende por Europa un viaje para visitar dos bancos: uno en Italia y uno en Francia, y los involucra con la Fundación para el Desarrollo –que recogía el dinero de las donaciones que él mismo recibía– para ser accionistas del banco que impulsa crear: el Banco del Desarrollo. Con esto crea un espacio para préstamos a microempresarios y se abren miles de libretas de ahorros y créditos para la vivienda.

El amor creativo se hizo en esta oportunidad la voz de los que no tenían acceso al crédito y, sin embargo, tenían capacidades y ganas de trabajar y progresar. Todos ellos fundamentos necesarios para aumentar los espacios de Inclusión.

Cabe ahora preguntarse: ¿no será esto el verdadero sentido que mueve la subsidiaridad? ¿La inclusión y la cohesión social no pasan tal vez por un equilibrio entre la solidaridad y la subsidiaridad? ¿La vida y la obra de Silva Henríquez no serán acaso una forma original de la “predicación moderna” (aquella que pasa también por los medios y las redes sociales) del post Concilio, donde encontrar sugerentes motivos de inspiración y confrontarnos con los efectos de la dimensión social del amor cristiano?

Una lectura atenta del texto “Mi sueño de Chile” (1 de noviembre de 1991), que cierra de alguna manera toda su intervención pública, abre el camino para penetrar en la raíz de este amor creativo y productivo cuando llama a reconocer la fuente de origen de toda dignidad humana y solidaridad: la paternidad del Padre Común.

 

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