Si la performance es en sí o contiene un mal, la Providencia de Dios, nos invita a destacar mejor el bien por ella atacado. Una cultura del desnudo, como signo y expresión de una cultura de la libertad sin normas, es una copia de la antigua historia del pecado original: una regresión al pasado que nos dejó, como saldo, la muerte.

Performance significa ejecutar una acción. Designa, también, el rendimiento alcanzado. En arte, y sobre todo en teatro, es sinónimo de función o representación.

Las performances que acapararon titulares entre junio y julio no fueron, este año, el estertor de los pavos que por esa época presienten y lamentan ser pronto el plato principal en la celebración de los numerosos santos de la estación. Primero estuvo el paseo exhibicionista de una adolescente desnuda, por avenidas densamente pobladas y recorridas. Luego la pose de 3 a 4 mil nudistas para ser inmortalizados en una fotografía, también en espacios públicos y abiertos. Claramente, esas performances pretendieron acogerse al estatuto de “función” o “representación” de una obra de teatro, y así reivindicar el fuero de la libertad de creación y expresión artística. El hecho de escoger, como escenario, los espacios de máxima exposición al público confirmar el carácter “teatral” que sus autores quisieron dar a su acción. Pero como aun el teatro puede y suele valerse de escenarios reservados, prevalece al final la impresión fundada de que los autores buscaron más bien un efecto mediático que uno propiamente artístico.

Esta reflexión preliminar puede ser útil a la hora de proponer una criteriología valorativa de ambas performances. La metodología, en efecto, de pactar ojos, oídos, titulares y crónicas mediante la ejecución de actos provocativos y desafiantes de lo convencional suele ser bien remunerada en términos de publicidad. Varias generaciones de periodistas han escuchado en sus Escuelas, que la mordedura infringida a un hombre por un perro no alcanza a ser noticia, pero sí lo es el hecho insólito de que sea un hombre el que muerda al perro.

Otra cosa distinta es que ese hombre llame antes a los camarógrafos de TV para que filmen su proyectada mordedura. Entonces ya no es noticia. Es propaganda, y de muy burda especie. Un periodismo mínimamente selectivo no se prestaría como cómplice divulgador. Atrapar la atención ajena mediante acciones que se salen de lo común es un recurso muy usado por mendigos. Denota, por lo general, una penosa inhabilidad para obtener el fin deseado a través del talento. Porque lo que el autor despliega en este caso no es talento (el talento propio del hombre es la inteligencia), sino un remedo suyo, la astucia. Astucia que se confirma y potencia en el hecho de disfrazar la pobreza intrínseca de su acción con elevadas apelaciones a la misericordia (si es falso mendigo) y a la creación artística (si es artista sin talento).

Ese 80 por ciento de ciudadanos que apenas saben leer, y con dificultad comprenden lo leído, visto y escuchado son la carnada precisa para estos profesionales de la astucia. Y el éxito de la redada se lo aseguran esos otros profesionales, los cazadores y vendedores de “noticias” impostadas en el modelo del hombre que muerde a un perro. Si a lo anterior se agrega la sonriente aprobación de autoridades que se felicitan por vivir en un país y bajo una bandera que alberga tantas y tales buenas ondas, ya se puede comprender por qué tanta carencia de talento suscita tal cúmulo de fervorosa defensa y clamorosa publicidad.

Cuando la Nación busca definir su rumbo e institucionalidad cultural, la experiencia de estas performances plantea interrogantes profundas. Pueden sintetizar en el binomio: PUDOR-LIBERTAD.

La relación entre ambos términos no es de exclusión (para que haya pudor, no puede haber libertad; si hay libertad, no queda espacio para el pudor) sino de alianza. El pudor es en sí ejercicio de la libertad, y la libertad reconoce, como límite infranqueable, el respeto al pudor.

Analicemos cada término en sí, y luego en su relación. El pudor es el velo que protege la intimidad del cuerpo y del alma. Obra de arte de su Creador, el cuerpo humano refleja la bondad y belleza de quien lo hizo. No hay razón para avergonzarse de él. Cada uno de sus órganos y cada una de sus funciones obedece a una ley de la naturaleza, y con ello de Dios.

Precisamente por eso, la ley de la naturaleza, al igual que la ley de Dios, ordena cuidarlo, honrarlo, protegerlo en su conservación y salud, pero también en su dignidad. El cuerpo tiene momentos, tiene funciones que reclaman el velo de la intimidad. No porque sean malas ni sospechas: son buenas y necesarias, pero propias de quien las realiza.

Si “máximo” es “lo más grande”, y “próximo” es “lo más cercano”, “íntimo” es “lo más interior”, lo más de adentro, lo que le pertenece a uno mismo en una zona espiritual que le está reservada. La virtud, el velo que protege esa intimidad se llama pudor. Es la decencia de la persona respetuosa de su intimidad y de la ajena. Es como el velo que cubre el Santísimo, no para ocultar una fealdad, sino para realzar su belleza y proteger su inviolable dignidad.

Se ha visto en los párpados y pestañas una sabia ilustración de qué es y cómo funciona el pudor. A la menor señal de que un cuerpo extraño pudiera invadir el espacio ocular y contaminar la limpidez de la mirada, el automatismo de los párpados le cierra el ingreso o procura su inmediata expulsión. El ojo es la luz y espejo del alma. Así ésta se protege, en sus ojos, de toda acción invasiva de su intimidad y pureza.

El pudor no se refiere sólo a la sexualidad. El ser humano, al igual que muchos animales, tiende a resguardar su dignidad y privacidad en el dolor. No es malo que uno sufra. El dolor físico y moral no tienen nada en sí indecente. Por el contrario, purifican y subliman a quien conoce el arte de sufrir. Pero el doliente pide respeto a su intimidad. No anda contando a todo el mundo lo que le hace sufrir, ni mendigando la pública compasión. Tampoco tolera la innecesaria y no autorizada divulgación de su dolencia. Hay una imponente dignidad en la soledad del doliente.

Mención especial hay que hacer de esa forma de dolor que acompaña al pecado. Quien peca, quebranta una ley moral por él conocida, pero además violenta su ser ontológico. El pecado es una ruptura disociativa de la armonía vital del hombre. Por eso es máximamente dolorosa. Pero ese dolor espiritual, junto con el remordimiento por la culpa que lo causó, no tienen por qué ser exhibidos al público. La sabiduría de Cristo y de la Iglesia le han asignado un espacio para compartirlo y vencerlo, en el secreto inviolable de la confesión sacramental. La rejilla que por ley canónica debe existir en cada confesionario, y que el penitente puede usar si libremente lo prefiere, es otro símbolo de ese velo que cubre la intimidad y el dolor del alma autoagredida por su pecado.

Es cierto que el cuerpo y el alma no necesitaban el velo del pudor, durante el estado paradisíaco de la Humanidad. Eva y Adán estaban desnudos. Era, su desnudez, la expresión de su inocencia virginal, en el sentido de incontaminación con fuerzas extra o antidivinas.

Pero la astucia del Gran Simulador terminó con esa inocencia paradisíaca. Al aceptar la propuesta del Enemigo, y comer, es decir, identificarse con una sustancia por completo incompatible con su filiación divina, Eva y Adán rompieron abruptamente su ley y orden interior. A partir de su pecado, la instintividad se rebeló contra el dominio diplomático de la razón y voluntad, y estas dos prolongaron tal rebeldía desafiando la soberanía y supremacía de Dios. Rota la armonía del hombre con Dios, se rompió la armonía del hombre con el hombre (“esta mujer que me pusiste al lado…”), del hombre dentro de sí, y del hombre con la naturaleza. Expresión bíblica de este nuevo escenario rupturista y desintegrado será la conciencia púdica de estar desnudos. Es entonces cuando Eva y Adán cosen hojas de higuera como ceñidores. Luego el mismo Dios hará, para ambos, túnicas de piel, y los vestirá con ellas. El autor bíblico consagra, a través de esta imagen y performance, la necesidad del vestido como signo de la gracia e inocencia perdidas por el pecado original; dándole, a esta necesidad de vestuario, el carácter de expresa voluntad divina.

En las páginas siguientes de la Biblia se documenta la exigencia del pudor. Cuando Noé yace desnudo, por efecto de su embriaguez, dos de sus hijos apartan la mirada y se apresuran a cubrir la desnudez del progenitor. Merecieron su bendición, mientras el infractor de la intimidad de su padre se ganó su maldición.

Los profetas bíblicos suelen describir la relación de Dios con su pueblo, apelando a la metáfora del Esposo que ve a una prostituta yaciendo desnuda, y la cubre con su manto, para luego hacerla su Esposa. Como requisito para heredar el reino de los Cielos Jesús incluye el de vestir al desnudo. Reconoce así la carencia de vestuario como signo de indigencia vital, cuando no de ignominia. De hecho, una forma muy usada de tortura psicológica es desnudar al prisionero.

Se objetará que si el cuerpo humano no es sí bello, como obra de su Creador, no debería haber motivo para velar su desnuda exposición a los ojos del público. Así, supuestamente los espectadores alabarían la grandeza del Dios que lo hizo perfecto.

Ta cosa, en efecto, ocurre cuando se dan los presupuestos de una obra o performance de indiscutible valor artístico. El patrimonio cultural de la Humanidad, y en particular de la fe católica se honran con pinturas y esculturas que, aun en espacios sagrados, testimonian la belleza corporal del ser humano.

Pero deducir de allí una suerte de licencia universal para develar los cuerpos y exhibir su intimidad en los espacios públicos es una extrapolación rayana en lo grotesco. La ética y el derecho conocen el valor de los contextos, o circunstancias. Hay cosas que son buenas en sí, pero no en cualquier momento o lugar. La recta relación sexual entre marido y mujer es no sólo buena en sí, sino plenificadora y santificadora de ambos. Pero el más humilde poblador procurará realizarla a resguardo de la curiosidad de los vecinos o de la mirada y audición de los propios hijos. También la satisfacción de necesidades fisiológicas apremiantes escapa a todo reproche moral o jurídico. Sin embargo la ética y el derecho norman su ejercicio, disponiendo que tales funciones se reserven para su lugar apropiado, es decir reservado. El traje de baño es bueno para tomar el sol y meterse al mar en Reñaca; no, en cambio, para ingresar al templo contiguo a la playa.

En ninguno de los ejemplos citados hay contradicción ni doble estándar. Son la simple aplicación de la conocida doctrina de las circunstancias y su valor en la matizada apreciación de los actos humanos. No es bueno que un hombre quite la vida a otro hombre; pero no es antijurídico ni inmoral que un hombre defienda su vida o la de otro hombre de una agresión actual, injusta y grave, con medio racionalmente apropiados, sin excluir la muerte del agresor. Los contextos, las circunstancias obligan a una visión diferenciada de objetos que en sí aparecen idénticos, pero en la vida real no lo son.

Esta aproximación ha de tenerse en cuenta antes de juzgar precipitadamente que todo desnudo es, en sí, bello y por ende bueno, desde el presupuesto de que el cuerpo humano también lo es. Cada niño nace desnudo, y luce su inocente desnudez ante la mirada pura de quienes lo aman; pero su primer regalo será un ajuar, y lo único que se llevará al morir será su vestido.

El bien moral del pudor tiene su correlato jurídico. Nuestro Código Penal, en su Título de los crímenes contra la moralidad pública, después de castigar el rapto, la violación, el estupro, el incesto y la corrupción de menores, penaliza con reclusión menor en sus grados mínimo a medio a quienes de cualquier modo ofendieren el pudor, o las buenas costumbres, con hechos de grave escándalo o trascendencia. La pena puede ir desde los 61 días a tres años. Quiere decir que le pudor es un bien jurídico altamente valorado y eficazmente protegido.

No sólo eso. En nuestro sistema constitucional, el bien jurídico del pudor prevalece sobre el bien jurídico de la libertad de expresión y creación artística. La Convención Americana sobre derechos humanos, conocida como Pacto de San José de Costa Rica e incorporada a nuestra Constitución, establece que tanto la libertad de conciencia y de religión como la libertad de pensamiento y de expresión están sujetas a límites prescritos por la Ley, y que son necesarios para proteger la seguridad, el orden, la saluda o la moral públicos, o los derechos o libertades de los demás. Más aún, los espectáculos públicos pueden, según esta Convención, ser sometidos por ley a censura previa, con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos, para la protección moral de la infancia y la adolescencia. La ley chilena en materia de publicidad penaliza el delito de ultraje a las buenas costumbres, y presume intención de pervertir cuando se ofrece material obsceno a menores d 18 años, o se comete el delito a menos de 200 metros de lugares destinados a niños y jóvenes.

Nuestros legisladores han tomado en serio la severísima admonición de Jesús Maestro, respecto de aquellos que escandalizan a niños y jóvenes: más les valiere que los arrojaran al fondo del mar, con una piedra de molino atada al cuello. Ofender el pudor de un niño inocente equivale a matarle el alma. La Iglesia católica ha asumido con humildad y coraje moral su dolor y vergüenza por el daño que algunos pocos de sus miembros, en especial sacerdotes, causan a los niños confiados a su ministerio pastoral, al practicar con ellos abusos deshonestos. Tiene derecho a esperar y exigir que este mismo padrón de severidad jurídica y ética se aplique a quienes fomentan de múltiples maneras, por activa y por pasiva, la desorientación y degradación de niños y jóvenes en lo tocante a su sexualidad.

Exponer el cuerpo desnudo de niños y jóvenes a la curiosidad y al ultraje públicos a cambio de un precio, sólo merece el nombre que le da el Diccionario: prostitución.

El otro término de nuestro binomio, LIBERTAD, suele poner en jaque la vigencia o respeto del pudor. No por su recto uso. Sino por su abuso. Ya dijimos que el pudor comporta en sí un ejercicio de la libertad. Tengo derecho a exigir respeto a mi intimidad, corporal y espiritual; y obligación de respetar la ajena. Las instituciones jurídicas, cuya razón de ser es garantizar el ordenado ejercicio de la libertad y respeto a los derechos fundamentales, resguardan con eficacia el bien del pudor, con prevalencia sobre la libertad de creación y expresión artística.

El debate generado por las performances no tiene, en consecuencia, mucho que ver con que los contenidos de éstas merezcan o no llamarse arte. Sí tiene que ver con el contenido y ámbito de la palabra Libertad. Las corrientes culturales largo tiempo en boga han terminado por crear el nuevo ídolo de libertad irrestricta, es decir, desprovista de sus correlativas responsabilidades y obligaciones. Para el existencialismo, toda ley es violencia contra la libertad, ya que al ser una abstracción universal no puede tomar en cuenta la irrepetible originalidad y la concreta situación de cada individuo. Del marxismo conocemos su grito de guerra y odio a todos los dioses: la religión es el opio del pueblo, las leyes no son más que la violencia con que las clases dominantes perpetúan la alienación de los oprimidos. Para el liberalismo no hay otra ley que la autonomía: cada uno es ley para sí mismo. No existe nadie, ni el cielo ni en la tierra, con autoridad para dar órdenes que uno no quiera aceptar.

En este escenario cobra su real dimensión el episodio nudista cerca del Museo de Arte Contemporáneo. El fotógrafo que lo convocó había previamente expuesto múltiples razones de su performance. Sólo días después de realizado el acto desnudó su real intención. Según él, las religiones no han hecho otra cosa que ejercer control sobre los seres humanos. Los varones, a su vez, se han dedicado a ejercer control sobre las mujeres. Al convocar a mujeres y varones para que se desnuden promiscuamente y en espacios públicos, el fotógrafo ha pretendido, según propia confesión, liberar al hombre del control o yugo de las religiones. Su performance fue explícitamente un acto de rebeldía o agresión contra Dios. En su convocatoria a la desnudez masiva y pública se transparentó una clara reminiscencia de la situación del hombre paradisíaco, llamado por un instigador a desafiar las prohibiciones divinas supuestamente esclavizadoras, y revalidar así su pretensión de ser como Dios.

Las personas que participaron en esta performance lo hicieron tal vez por razones o emociones de muy otra índole, que sólo Dios y ellas mismas conocen. Respetamos sus conciencias, aunque su juicio concreto nos parezca objetivamente erróneo. Quizás ellas juzgan errados los nuestros. Pero en tal caso deberían respetar nuestro derecho a manifestar desacuerdos y a pedir que el ejercicio de su libertad no ofenda el ejercicio de la nuestra. Existe, en efecto, la libertad y derecho de no ver y de no oír lo que uno en conciencia juzga indigno e inconveniente para la salud espiritual propia de los seres que le están confiados. Esta performance, sin embargo, en la teatralidad mediática que por principio le asignó su autor, hacía imposible o ilusorio el ejercicio de esa libertad y derecho de no ver. Una comunicación social masificada y a-crítica prestó todo su potencial a un ejercicio que sin ese apoyo mediático se moría de anemia o inanición: como de hecho mueren tantas performances realmente merecedoras del calificativo de artísticas.

Más aún: el tratamiento mediático del debate posterior a aquella performance adjudicó invariablemente el mote de “conservadores, inquisidores, fundamentalistas, fanáticos o sexualmente reprimidos” a quienes intentaron siquiera expresar sus razones críticas contra lo que consideraron agresión al pudor y a la moralidad pública. De nuevo altas autoridades rivalizaron en felicitar a los valientes nudistas, quienes dicen haber recibido otras tantas alabanzas de sus pares en la población, gremio u oficina. Los administradores de la ciudad y de la cultura dieron, como se sabe, explícita aprobación al acto y lo evaluaron positivamente. Y un apreciable número de indecisos y oportunistas, siempre a la zaga de lo que parezca hoy políticamente correcto, se dejó influenciar por estas voces pesantes (no necesariamente pensantes) y creyó su deber quebrar lanzas a favor de la “libertad sin censura”.

Tal fue, coherentemente, el grito predilecto de los nudistas entrevistados: “¡soy libre, por fin pude ser libre, por fin puedo hacer lo que yo quiera! ¡Esto es lo máximo: la más bella experiencia de mi vida!”. Respetamos a esas personas, y nos alegra que su eufórica catarsis liberadora les haya hecho sentirse mejor. Pero nos asiste el derecho de preguntar: ¿liberados de qué? ¿Y libres para qué? Las normas universalmente aceptadas que protegen el pudor e intimidad de las personas ¿son una agresión a su libertad? Los padres que educan a sus hijos para que cuiden su intimidad corporal ¿son generadores de traumas y represiones? Educar la conciencia moral de acuerdo a normas universalmente exigibles ¿es un atentado contra la libertad?

¿Es libre quien finalmente se decide a posar desnudo en público porque otros lo han hecho en grandes ciudades extranjeras, y es un norteamericano quien lo convoca, y son las autoridades de la ciudad las que dan el permiso y aseguran protección para desnudarse? Tácitamente, los nudistas han reconocido al menos tres limitantes “represivas” de su libertad.

¿Y serán ahora libreas para exhibirse desnudos en el trabajo, en la calle y en el bus? ¿Libres para unirse sexualmente con la comadre vecina o el ocasional compañero de asiento en el Metro? ¿Libres para embriagarse y gritar su desnudez durante la liturgia en el templo?

Si alguien pretendiera ahora presentarse desnudo a una entrevista con el Presidente de la República, argumentando que da con ello prueba de transparencia y confianza en la libertad, ¿no provocaría la reedición, en ambiente laical, de la parábola evangélica en que el Rey manda expulsar y atormentar a quien osó acudir a la boda sin el vestido apropiado? O si se le ocurriera exhibir sus orinas y fecas al interior del Palacio de Gobierno, dando como razón su creativa y original coloración, textura, figura y sentido de los espacios íntimos, ¿correrían los ministros, intendentes, senadores y diputados al mismo Palacio, para defender el principio de la libre creación artística?

Cualesquiera sean las respuestas, la performance abre una agenda de tareas apasionantes para los educadores. Al parecer, no hemos logrado enraizar en nuestros pupilos la convicción de que toda norma o ley moral, lejos de ser un atentado contra su libertad, es un signo y seguro de vida. Buen ejemplo de ello son los Diez Mandamientos.

Honrar padre y madre, respetar su autoridad, obedecer sus legítimas disposiciones, asistirlos en caso de necesidad ¿limita o enriquece la libertad de los hijos? Concebir y dar a luz un niño ¿”embaraza” o enaltece la libertad de su madre? Y si ese niño tiene una patología invalidante, ¿se le recibe y trata como una carga que hay que soportar o como una oportunidad y exigencia de amar con predilección y hasta el límite? Decir y hacer la verdad ¿restringe nuestra libertad o es la mejor (la única) manera de ser libres) Cumplir la perfecta justicia, dándole a cada uno lo suyo, ¿nos limita o nos dilata como personas? Cuidar, respetar y defender la vida, aun a riesgo de sacrificar la propia, ¿frena mi autorrealización o es el máximo signo de autodonación y trascendencia?

Tras de cada norma restrictiva de mi libertad germina, cuajada de promesa, una semilla de afirmación de mi propia libertad. Bien lo saben los cónyuges. Al celebrar su contrato matrimonial, entienden compartir y compenetrar su libertad con la del otro contrayente. Quedan unidos en una yunta, vinculados con un mismo yugo. Si a veces surge la nostalgia de la libertad preconyugal, será ocasión de revalidar el gesto profético y audazmente comprometido que llamamos fidelidad. “Yo elegí este camino, y a esta persona como compañera de camino. Se lo prometí a ella y a Dios. Yo soy libre para prometer, y libre para cumplir lo que he prometido. Mi libertad se llama ahora fidelidad. Y en esa fidelidad encuentro mi felicidad. Porque la felicidad se da en el amor perfecto, como perfecto es el amor fiel del Padre celestial, y perfecto el amor fiel de Cristo por su Iglesia”.

¿También de ese yugo suave y de esa carga liviana queremos “liberar” a los cónyuges chilenos? ¿Para qué? ¿Qué hacemos con una libertad que siempre busca liberarnos de algo en lugar de donarse para siempre a alguien?

Además de hacer inteligibles las razones justificativas de una norma o ley, y mostrar su calidad de signo y escudo de la libertad, a los educadores se nos plantea, con ocasión de la performance, la todavía más indispensable tarea de velar por una educación y atmósfera de san sexualidad. Dos hechos coincidentes en el tiempo con la performance avalan la urgencia de esta tarea.

Uno fue la explosión del escándalo de la pedofilia, sustentada por vasta redes internacionales de pornografía y de tráfico sexual con menores. ¿Es congruente denunciar con ira los efectos, y silenciar las causas? ¿No hay complicidad mediática en la difusión de una atmósfera erotizada, que exaspera los instintos y da por cancelados los “tabús” y las normas encauzadoras de la sexualidad?

Otro fue el anuncio de que la Administración Bush ha destinado 30 millones de dólares para subsidiar iglesias, escuelas y centros de salud que orienten a los jóvenes a vivir en castidad hasta su matrimonio. El seguimiento de este plan, que prohíbe utilizar el dinero en la entrega de información o medios de carácter anticonceptivo, está radicado en la Secretaría o Ministerio de Salud. El Gobierno de Estados Unidos, que constitucionalmente no puede interferir en la libertad religiosa, considera así que la educación sexual para la castidad hasta el matrimonio es un tema de salud pública.

A esa misma conclusión habían llegado, 40 años antes, más de 400 médicos, ginecólogos y profesores universitarios de Alemania Federal, en carta pública dirigida también al Ministro de Salud. Acusaban en ella el profundo estado de desmoralización que cundía en la nación, fruto de la pornografía, permisivismo, hedonismo, promiscuidad y libertinaje sexual. Citaban a un célebre experto en filosofía de la historia, P.H. Unwin: el auge o decadencia de todas las culturas ha estado siempre vinculado al uso racional o libertino que los pueblos hacen de sus facultades generativas. Observación compartida por los regímenes de fuerza de ideología comunista, que hasta hoy, como en China y en Cuba, prohíben severamente la pornografía, el libertinaje y el sexo premarital.

Quiere decir que la educación de las facultades sexuales se sale del marco de lo religioso y asume la categoría de un tema de cultura y de salud pública.

Ello es comprensible. La sexualidad es como un caudal torrentoso que baja de las altas cordilleras al llano. Si el hombre logra contener ese caudal en diques y cauces apropiados, se transformará en energía, luz, vida, transporte, progreso. Sin esos diques y cauces, es devastación.

Recordemos que en la sexualidad se expresan dos de las principales dimensiones de la persona humana: su capacidad de entrar en comunión y recíproca donación con otra, y la capacidad de dar la vida, como fruto de esa comunión. Lo que se haga o deje de hacer con esas capacidades es un anticipo, una semilla que predice y contiene la evolución futura. La moral sexual se convierte así en piedra angular de la moral social. Quien se educa y educa a los suyos a ver al otro como un “Tú” digno de todo respeto, y al “Nosotros” como fuente y nido que alienta el milagro de una nueva vida, ya está en camino de convertirse y convertir a los suyos en hombres justos, responsables, fieles, solidarios. La moral social empieza a escribirse y articularse en la moral sexual.

Una atmósfera de relajación, incluso ridiculización del pudor y castidad; un clima de pansexualismo o de pornografía ambiental, junto con una mal entendida tolerancia van carcomiendo gradualmente los cimientos. La exhibición continua y triunfalista del desnudo con justificaciones seudoculturales va provocando una “fatiga de material” de la conciencia moral, desarticulando su inmunidad ante las patologías del instinto desenfrenado. No queremos pedófilos ni violadores; pero sí queremos, por acción u omisión, una cultura de cuerpos e instintos desnudos, desprovistos del velo del pudor y de la gracia divina. Y no hacemos caso a esa ley de psicología social, según la cual, cuando un objeto es expuesto continuamente a la mirada de todos, desafiando las normas y valores vigentes, se comienza por aborrecerlo; luego se tolera; enseguida se acepta; y si la exposición prosigue, finalmente se abraza como una conquista.

La educación de la sexualidad y a la castidad es derecho y deber de los padres de familia. Tiene carácter primario, esencial, insustituible, inalienable. No puede ser totalmente delegado o usurpado por otros. Esa educación sexual debe realizarse siempre bajo la atenta dirección de los padres, tanto en casa como en centros educativos elegidos y controlados por ellos. El Estado viola el principio de subsidiariedad cuando asume, o tolera que otros asuman, la tarea de educar sexualmente a los hijos, sobrepasando y a menudo contradiciendo y con ello anulando la acción educativa que en principio compete a los padres. En cuanto a los medios de comunicación que habitualmente promueven la pornografía, el Papa los caracterizó con una sola palabra: lenocinios.

Si la performance es en sí o contiene un mal, la Providencia de Dios, nos invita a destacar mejor el bien por ella atacado. Una cultura del desnudo, como signo y expresión de una cultura de la libertad sin normas, es una copia de la antigua historia del pecado original: una regresión al pasado que nos dejó, como saldo, la muerte.

Precisamente en nombre del modernismo y la evolución es imperativo afirmar el reasentamiento de nuestros padrones de conducta en el firme pilar de la racionalidad humana: de ese hombre cuya razón participa del esplendor de la Verdad divina, pero que necesita el permanente auxilio de la Ley y de la Gracia redentora, encarnadas en Cristo Jesús.


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