El íntimo nexo eucarístico y escatológico que une la mirada de la doctrina social de la Iglesia de los Papas Wojtyla y Bergoglio.


* El presente texto contiene la Conferencia pronunciada en Roma en 2003, del entonces Cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires.


 

Duc in altum” —¡navegad mar adentro!, “¡sin titubeos!, ¡zarpad!”—. 

La exhortación de Jesús a Pedro, que Juan Pablo II hace suya para luego transmitirla a nosotros con renovado ardor apostólico, nos anima a adentrarnos en su vasto pensamiento social. Juan Pablo II es indudablemente el pontífice que más escribió sobre la “cuestión social”: tres encíclicas, innumerables discursos y homilías, y el permanente llamado a lo social en todos sus documentos nos sorprenden no solo por la vastedad, sino también por la amplitud de horizontes, la valentía y la profundidad con que el Papa considera toda la doctrina social de la Iglesia y la replantea con un nuevo enfoque y nuevo fervor. “Navegar mar adentro” en su reflexión nos lleva a los recorridos que el Señor hacía con sus discípulos, instruyéndolos en medio de la rica y misteriosa realidad del lago de Genesaret, símbolo del mundo y de la historia. En el ámbito bien delimitado de Laborem exercens o Sollicitudo rei socialis, vibra toda la doctrina social de la Iglesia en un molde universal y concreto, iluminado por el Evangelio. Y se siente en el aire de mar el perfume que promete una pesca abundan-te. Desde el comienzo de su pontificado, el Papa trabajador nos invita a entrar en el lugar donde la vida social del hombre está en juego a fuerza de remos, ahí donde es preciso una y otra vez lanzar las redes al mundo del trabajo y de la solidaridad.

“DUC IN ALTUM”: con amplitud de horizontes

Comprometerse en la “cuestión social” significa entrar plenamente en la “cuestión planetaria”.

Comienzo con algunas palabras de Juan Pablo II en Novo millennio ineunte (2001):

Es notorio el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el siglo XX, para interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer de modo cada vez más puntual y orgánico su propia contribución a la solución de la cuestión social, que ha llegado a ser ya una cuestión planetaria (NMI 52).

Para el Papa, “esta vertiente ético-social” debe proponerse “como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano”. Juan Pablo II tiene la valentía de rechazar como “tentación” una “espiritualidad oculta e individualista”. Su propuesta es una espiritualidad de comunión, una espiritualidad que considera la dimensión social del hombre. La otra, individualista y oculta, “nunca tendría que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo”. Ciertamente, si bien la esperanza del cielo “nos hace conscientes del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano II: “El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la tarea de la construcción del mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber”.

“Duc in altum”, en la voz del Papa, es una exhortación que nos consuela y nos anima a navegar mar adentro en el nuevo milenio, y a la luz del Evangelio iluminar la “cuestión social”, que ha llegado a ser ya una cuestión planetaria.

“Duc in altum” es una invitación a comprometernos en la tarea de edificación del mundo, y un incentivo para preocuparnos del bien de nuestros semejantes como un deber que surge del Evangelio mismo.

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Las etapas fundamentales de la doctrina social en el siglo XX

El esfuerzo del magisterio por interpretar la realidad social a la luz del Evangelio del cual habla el Papa tuvo al Pontífice mismo como principal protagonista.

En Tertio millennio adveniente (1994), Juan Pablo II recuerda las etapas principales del pensamiento social de los pontífices, entre los cuales está el suyo:

Además, los Papas a lo largo del siglo, siguiendo las huellas de León XIII, han tratado sistemáticamente los temas de la doctrina social católica, considerando las características de un sistema justo en el campo de las relaciones entre trabajo y capital. Basta pensar en la Encíclica Quadragesimo anno  de Pío XI, en las numerosas intervenciones de Pío XII, en la Mater et magistra y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la Populorum progressio y en la Carta Apostólica Octogesima adveniens de Pablo VI. Sobre este argumento yo mismo he vuelto repetidamente: he dedicado la Encíclica Laborem exercens de modo particular a la importancia del trabajo humano, mientras que con la  Centesimus annus  he intentado reafirmar la validez de la doctrina de la Rerum novarum después de cien años. Además, anteriormente, con la Encíclica Sollicitudo rei socialis  había propuesto de nuevo en forma sistemática toda la doctrina social de la Iglesia desde la perspectiva del enfrentamiento entre los dos bloques Este-Oeste y del peligro de una guerra nuclear. Los dos elementos de la doctrina social de la Iglesia —la tutela de la dignidad y de los derechos de la persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital, y la promoción de la paz— se encontraron en este texto y se fusionaron (TMA 22).

Una espiritualidad del trabajo

Considerando los dos elementos de la doctrina social de la Iglesia señalados por el Papa —“la tutela de la dignidad y de los derechos de la persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital, y la promoción de la paz”—, en esta breve exposición nos centraremos en la cuestión del trabajo. Lo haremos partiendo de la perspectiva de la “espiritualidad del trabajo”.

Quiero explicar el motivo de esta opción. En Novo millennio ineunte, esta espiritualidad nueva, solidaria, de comunión, de la cual habla el Papa, tiene una evidente concreción en lo que él define como “espiritualidad del trabajo”.

Gran impacto tuvo el encuentro de los trabajadores, desarrollado el 1° de mayo dentro de la tradicional fecha de la fiesta del trabajo. A ellos les pedí que vivieran la espiritualidad del trabajo, a imitación de san José y de Jesús mismo. Su jubileo me ofreció, además, la ocasión para lanzar una fuerte llamada a remediar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo, y a gestionar con decisión los procesos de la globalización económica en función de la solidaridad y del respeto debido a cada persona humana (NMI 10).

El Papa Juan Pablo II unió el trabajo de manera explícita, exhortando a esta Espiritualidad de Comunión, que aspira a ser el paradigma de la Iglesia del nuevo milenio. Las características de esta espiritualidad están claramente señaladas.

Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado (NMI 43).

A continuación, el Papa especifica tres ámbitos que debemos “promover” para que haya comunión a la luz de la presencia de Dios en el rostro de cada hombre. Los definiremos así:

* Promover el sentido de pertenencia a un cuerpo:

Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como “uno que me pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad (NMI 43).

* Promover una visión que valorice orgánicamente:

Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un “don para mí”, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente (NMI 43).

* Promover el concepto de dar espacio al otro y no de dominar espacios:

En fin, espiritualidad de la comunión es saber “dar espacio” al hermano, llevando “mutuamente la carga de los otros” (Ga 6,2) y rechazando las tentacionesegoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias (NMI 43).

Nos parece que esta espiritualidad de comunión, con múltiples reso-nancias en cada ámbito concreto de la vida eclesial, tiene un sabor especial si la aplicamos a esa espiritualidad del trabajo a cuyo cultivo el Papa Juan Pablo II invitaba a los trabajadores. También debemos señalar, entre paréntesis, que comunión y trabajo son las dos realidades que en el documento subrayan la espiritualidad.

 

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“DUC IN ALTUM”: con la valentía de entrar en el argumento fundamental. El trabajo, clave de la cuestión social

Veamos por qué.

Preguntémonos: ¿cuál es la concepción de Juan Pablo II en relación con el trabajo humano?

Todos sabemos que Redemptor hominis, su primera encíclica (1979), era programática. El Papa consideraba necesario partir del hombre, de ese hombre cuyo sentido profundo y final se encuentra únicamente en Jesucristo, Redentor del hombre. Dos años después, en 1981, Juan Pablo II publicó Laborem exercens, otra encíclica programática, que dedicó “al hombre” en el vasto contexto de la realidad del trabajo.

Deseo dedicar este documento precisamente al trabajo humano, y más aún deseo dedicarlo al  hombre en el vasto contexto de esa realidad que es el trabajo. En efecto, si como he dicho en la Encíclica Redemptor hominis, publicada al principio de mi servicio en la sede romana de San Pedro, el hombre “es el camino primero y fundamental de la Iglesia”, y ello precisamente a causa del insondable misterio de la Redención en Cristo, entonces hay que volver sin cesar a este camino y proseguirlo siempre nuevamente en sus varios aspectos en los que se revela toda la riqueza y a la vez toda la fatiga de la existencia humana sobre la tierra (LE 1).

Así, subrayamos ante todo la visión del Papa que nos habla de una espiritualidad que “comienza y prosigue” en el camino del hombre: de un hombre —y lo subrayo— inmerso en el misterio de Jesucristo Redentor; no de un hombre puramente en su dimensión vertical, sino de un hombre contextualizado en la realidad y en la historia desde el punto de vista del trabajo.

¿Por qué esta importancia del trabajo? ¿No serían más importantes otros valores, como el de la solidaridad y de la paz que supone la justicia…?

Escuchemos la opinión de Juan Pablo II sobre el trabajo en relación con la cuestión social: 

Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este problema (la cuestión social) —sin querer por lo demás tocar todos los argumentos que a él se refieren— no es para recoger y repetir lo que ya se encuentra en las enseñanzas de la Iglesia, sino más bien para poner de relieve —quizá más de lo que se ha hecho hasta ahora— que el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución, o mejor, la solución gradual de la cuestión social, que se presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de “hacer la vida humana más humana”, entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva (LE 3) (Catecismo de la Iglesia Católica n.2427).

Solo hace dos años, con ocasión del vigésimo aniversario de Laborem exercens, el Papa ratificó esta intuición del comienzo de su pontificado:

Mientras exista el hombre, existirá el gesto libre de auténtica participación en la creación que es el trabajo. Es uno de los componentes esenciales para la realización de la vocación del hombre, que se manifiesta y se descubre siempre como el que está llamado por Dios a «dominar la tierra». Ni aunque lo quiera, puede dejar de ser «un sujeto que decide de sí mismo» (Laborem exercens, 6). A él Dios le ha confiado esta suprema y comprometedora libertad. Desde esta perspectiva, hoy más que ayer, podemos repetir que «el trabajo es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social» (Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la Conferencia Internacional El trabajo, clave de la cuestión social, en el vigésimo aniversario de la encíclica Laborem exercens, 14 de septiembre de 2001).

El Papa hace esta repetición desde la perspectiva de la esencia misma del hombre, esencia de la cual surge la misión de “dominar la tierra” y que implica la “libre decisión de ser colaborador de su Creador”. En esto subyace la profecía de Romano Guardini, que en su libro El Poder indicaba el motivo fundamental del cambio de paradigma que se estaba verificando de manera creciente en nuestro mundo moderno. Guardini decía que la característica más completa y decisiva de nuestra civilización actual era que el poder se estaba transformando cada vez más en algo anónimo. De esto derivan, como en el caso de una raíz, todos los peligros y las injusticias que padecemos actualmente. El antídoto propuesto por Guardini no era sino ser responsables, cada uno y de manera solidaria, del poder. Precisamente en este punto se basa la visión de Juan Pablo II sobre el trabajo humano como lugar donde el hombre decide libremente usar el poder como instrumento de servicio y colaboración en la obra creadora de Dios por el bien de sus hermanos.

El hombre que trabaja, libremente, creativamente, de manera participativa y solidaria.

El trabajo es el lugar donde todos los principios de la doctrina social de la Iglesia y de la sociedad adquieren verdadera concreción. Juan Pablo II siempre sostuvo que lo primero, punto de partida de la doctrina social, del cual provienen todos los demás, es que el hombre está en el centro del orden social. El hombre que trabaja —nos permitimos agregar—, el hombre que trabaja, libremente, creativamente, de manera participativa y solidaria. En este hombre que trabaja se centran y se conectan de manera concreta todos los demás principios.

A través del trabajo, adquiere realidad el principio del “destino universal de los bienes”. A través del trabajo, adquiere realidad “la legitimidad de la propiedad privada como condición indispensable de autonomía personal y familiar”.

En la valorización del trabajo —de todos los trabajos— en cuanto fuente de la cual surgen todos los bienes que hacen posible la vida de la sociedad, está radicada la concepción de los derechos y deberes que el Estado debe regular, y así se aclara el rol del Estado mismo en cuanto promotor y tutor del bien común.

El trabajo: el lugar donde se realizan gradualmente todas las transformaciones sociales

Esta perspectiva basada en el hombre que trabaja desarticula todas las concepciones fatalistas y mecanicistas al juzgar cómo y dónde se realizan las grandes transformaciones sociales.

Sería un grave error creer que las transformaciones actuales acaecen de modo determinista. El factor decisivo, dicho de otro modo, «el árbitro» de esta compleja fase de cambio, es una vez más el hombre, que debe seguir siendo el verdadero protagonista de su trabajo. Puede y debe hacerse cargo de modo creativo y responsable de las actuales transformaciones para que contribuyan al crecimiento de la persona, de la familia, de la sociedad en la que vive y de la totalidad de la familia humana (cfr. encíclica Laborem exercens) (Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la Conferencia Internacional El trabajo, clave de la cuestión social, en el vigésimo aniversario de la encíclica Laborem exercens, 14 de septiembre de 2001).

Visión personalista y orgánica de la dimensión social del trabajo

Diez años después de su primera encíclica social, en Centesimus annus (1991), el Papa sitúa nuevamente al trabajador en el centro de la vida económico-social.

Con el propósito de esclarecer el conflicto que se había creado entre capital y trabajo, León XIII defendía los derechos fundamentales de los trabajadores. De ahí que la clave de lectura del texto leoniano sea la dignidad del trabajador en cuanto tal y, por esto mismo, la dignidad del trabajo, definido como “la actividad humana ordenada a proveer a las necesidades de la vida, y en concreto a su conservación” (CA 6).

El Pontífice califica el trabajo como “personal”, ya que “la fuerza activa es inherente a la persona y totalmente propia de quien la desarrolla y en cuyo beneficio ha sido dada”. El trabajo pertenece, por tanto, a la vocación de toda persona; es más, el hombre se expresa y se realiza mediante su actividad laboral. Al mismo tiempo, el trabajo tiene una dimensión “social”, por su íntima relación así sea con la familia, así sea con el bien común, “porque se puede afirmar con verdad que el trabajo de los obreros es el que produce la riqueza de los Estados”. Todo esto ha quedado recogido y desarrollado en la encíclica Laborem exercens (CA 6). El punto 15 de Laborem exercens es la clave de una visión orgánica de la dignidad del trabajo desde la perspectiva del argumento personalista.

La relación entre trabajo y capital

En la necesaria relación que existe entre trabajo y capital, tiene prioridad el trabajo, por cuanto el hombre “desea que los frutos de este trabajo estén a su servicio y al de los demás” y también desea ser corresponsable y coartífice del trabajo que realiza. Desea ser tomado en consideración en el proceso mismo de producción, desea sentir que está trabajando “en algo propio”.

Esta conciencia se extingue en él dentro del sistema de una excesiva centralización burocrática, donde el trabajador se siente engranaje de un gran mecanismo movido desde arriba; se siente por una u otra razón un simple instrumento de producción, más que un verdadero sujeto de trabajo dotado de iniciativa propia. Las enseñanzas de la Iglesia han expresado siempre la convicción firme y profunda de que el trabajo humano no mira únicamente a la economía, sino que implica además y sobre todo, los valores personales (LE 15).

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La relación entre trabajo y propiedad privada

Desde esta perspectiva basada en los valores personales, Juan Pablo II entra en el núcleo del debate entre propiedad privada y socialización de los medios de producción, y afirma que lo importante, al adoptarse cualquiera de los dos sistemas a nivel macroestructural, es que el tra-bajador tenga la sensación de trabajar “en algo propio”.

El mismo sistema económico y el proceso de producción redundan en provecho propio cuando estos valores personales son plenamente respetados. Según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino,  es primordialmente esta razón la que atestigua en favor de la propiedad privada de los medios mismos de producción. Si bien admitimos que mediante ciertos fundados motivos se pueden plantear excepciones al principio de la propiedad privada —y en nuestro tiempo somos incluso testigos de la introducción del sistema de la propiedad “socializada”—, el argumento personalista sin embargo no pierde su fuerza, ni a nivel de principios ni a nivel práctico. Para ser racional y fructífera, toda socialización de los medios de producción debe tomar en consideración este argumento. Hay que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de este sistema, pueda conservar la conciencia de trabajar “en algo propio”. En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños incalculables; daños no solo económicos, sino ante todo daños para el hombre (LE 15).

El salario digno

Dentro de esta visión del “trabajar en algo propio”, es fundamental la cuestión del salario digno.

Esta consideración no tiene un significado puramente descriptivo; no es un tratado breve de economía o de política. Se trata de poner en evidencia el aspecto deontológico y moral. El problema clave de la ética social es el de la justa remuneración por el trabajo realizado. No existe en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido precisamente por la remuneración del trabajo. Independientemente del hecho de que este trabajo se lleve a cabo dentro del sistema de la propiedad privada de los medios de producción o en un sistema en que esta propiedad haya sufrido una especie de “socialización”, la relación entre el empresario (principalmente directa) y el trabajador se resuelve en base al salario, es decir, mediante la justa remuneración del trabajo realizado (LE 19).

El Papa concentra en este punto toda su visión del hombre que trabaja. El salario digno se transforma en el punto clave para verificar la justicia o injusticia de cualquier sistema socioeconómico en cuanto se trata de aquello con lo cual adquiere realidad el principio del “uso común de los bienes”.

Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socioeconómico y —en todo caso— su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fun-damentales existentes entre el capital y el trabajo, el salario —es decir, la remuneración del trabajo— sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común, tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción. Unos y otros se hacen accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que recibe como remuneración por su trabajo.

De aquí que precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socioeconómico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es ésta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación clave (LE 19).

Crear estructuras que tutelen la dignidad del trabajo

Por cuanto en el tema del trabajo dignamente remunerado está en juego la participación real de todos los hombres en relación con el destino universal de los bienes, el Papa exhorta a las instituciones a “crear estructuras que tutelen la dignidad del trabajo”.

Ante estos problemas, hay que imaginar y construir nuevas formas de solidaridad, teniendo en cuenta la interdependencia que une entre sí a los hombres de trabajo. Aunque el cambio actual es profundo, deberá ser más intenso aún el esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad para tutelar la dignidad del trabajo, reforzando, en los diversos niveles, las instituciones afectadas. Es grande la responsabilidad de los Gobiernos, pero no menos importante es la de las organizaciones encargadas de tutelar los intereses colectivos de los trabajadores y de los empresarios. Todos están llamados no sólo a promover estos intereses de manera honesta y por el camino del diálogo, sino también a renovar sus mismas funciones, su estructura, su naturaleza y sus modalidades de acción. Como escribí en la encíclica  Centesimus annus, estas organizaciones pueden y deben convertirse en “lugares donde se expresa la personalidad de los trabajadores” (n. 15) (Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II en la Conferencia Internacional El trabajo, clave de la cuestión social, en el vigésimo aniversario de la encíclica Laborem exercens, 14 de septiembre de 2001).

La tarea de crear estructuras que tutelen la dignidad del trabajo presenta una doble exigencia. Para los pensadores e investigadores, en diversas disciplinas, el desafío reside en examinar con rigor científico y sabiduría el tema del trabajo, para así favorecer la comprensión del cambio que está ocurriendo en el mundo del trabajo y señalar las ocasiones y riesgos del mismo. Para todos los cristianos, el desafío está en crear “una opción preferencial de amor” para los más pobres, para quienes están excluidos del trabajo:

Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al “rico epulón” que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16, 19) (SRS 42).

Uniendo en una sola mirada la espiritualidad de comunión y la espiritualidad del trabajo, podemos afirmar que:

El elemento común de cualquier espiritualidad de comunión, desde el punto de vista del sujeto, es la mirada que viene del corazón. Una mirada cordial es una mirada integradora. En cuanto al concepto que reduce el trabajo a mera ocupación cuya finalidad es la producción de bienes que serán utilizados únicamente por pocos, la mirada espiritual considera el trabajo como expresión de todas las dimensiones del hombre, desde la más básica, vinculada con la “realización de la persona”, hasta la más elevada, que lo considera “servicio” de amor.

Desde un punto de vista objetivo, esta mirada cordial, dirigida simultáneamente “al misterio de la Trinidad y al misterio de cada rostro humano”, nos hace apreciar el ca-rácter vinculante del trabajo, nos lleva a ver a cada hombre como “alguien que me atañe” y destaca el esfuerzo de cada uno que se convierte en un “don para todos”. En torno a estos valores se teje una sociedad humana sin exclusión alguna. Al mismo tiempo, el trabajo abre por sí mismo esos “espacios de participación” de los cuales habla el Papa y los transforma en espacios de participación real, concreta y digna.

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“DUC IN ALTUM”: hacia la profundidad teológica de la dignidad del trabajo
La dignidad supereminente del trabajo de Jesucristo

El trabajo favorece la dignidad del hombre uniendo la dimensión personal con la dimensión social del mismo, y tiene además una dignidad supereminente cuya razón última se encuentra en Jesucristo. Así expresa el Papa el concepto en Christifideles laici:

Con el trabajo, el hombre provee habitualmente a la propia vida y a la de sus familiares; se une a sus hermanos los hombres y les hace un servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar con la propia actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad supereminente, laborando con sus propias manos en Nazaret (CL 43).

Si comprendemos en profundidad que el Señor nos ha redimido con toda su vida —acciones, palabras y gestos, felicidad y sufrimientos…—, sus largos años de trabajo silencioso y cotidiano en el pequeño mundo de Nazaret deben incidir en nuestro ánimo con toda su grandeza. Si vibran en silencio en el Evangelio, es precisamente por esto: porque el valor de una espiritualidad del trabajo es en sí mismo silencioso, humilde, contenido. “Dignidad supereminente del trabajo”, así califica el Papa Juan Pablo II el trabajo de Jesús hecho con sus propias manos.

El trabajo hunde las raíces de su dignidad en la Trinidad misma: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo”, dice el Señor. El Papa señala precisamente una imagen de trabajo para que podamos conservarla en nuestros corazones y así poder enfrentar los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo:

Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo “globalizado”, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar?

¡En este mundo —dice el Papa— es donde tiene que brillar la esperanza cristiana! También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. ¿Y cuál es por consiguiente la imagen universal y concreta de la esperanza cristiana? ¿Aquella que se presenta de manera más clara y eficaz? Es la imagen de Jesús, Maestro de comunión y servicio. Es significativo —dice Juan Pablo II— que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del “lavatorio de los pies”, en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cfr. Jn 13, 1-20). El Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival (en el servicio humilde del lavatorio de los pies, trabajo de esclavo) la promesa de una humanidad renovada por su amor (Ecclesia de Eucharistia).

En la celebración de este “trabajo” en el cual, imitando al Redentor, la Iglesia “hace la Eucaristía”, se concentra toda la tensión escatológica del cristianismo: el compromiso de transformar el mundo y toda la existencia para que llegue a ser eucarística:

Anunciar la muerte del Señor “hasta que venga” (1 Co 11, 26) implica para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo “eucarística”. Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana (Ecclesia de Eucharistia 20).

Quisiera terminar estas reflexiones expresando al Santo Padre el sentimiento de gratitud de parte de todos nosotros por toda esta rica doctrina sobre la cuestión social y por la manera en que la ha propuesto a nosotros: con amplitud de horizontes, con la valentía de ir al fondo del tema y mostrando la profundidad teológica de la dignidad del trabajo.

Santo Padre, ¡muchas gracias!


* El presente texto contiene la Conferencia del entonces Cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, pronunciada en Roma en 2003, que revela el íntimo nexo eucarístico y escatológico que une la mirada de la doctrina social de la Iglesia de los Papas Wojtyla y Bergoglio.

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