Una versión ligeramente modificada de este texto se leyó el martes 29 de noviembre en Icare, con ocasión del lanzamiento de la reedición del libro.

Antes de comenzar, quisiera hacer una prevención: no soy sociólogo, y es poco lo que tengo que decir en ese plano acerca de las tesis de Carlos Cousiño sobre el devenir de la sociedad latinoamericana. Mi formación es en literatura, y no es evidente que desde allí se puedan decir cosas demasiado relevantes acerca de un texto que busca construir una hipótesis sobre la modernidad ilustrada en general y que intenta erigir el barroco latinoamericano como una alternativa para comprender nuestro continente desde un plano distinto de los criterios ilustrados que fueron formulados por y para Europa. Sin embargo, el primer término del subtítulo del libro que hoy comentamos, Ensayo en torno a los límites y perspectivas de la sociología en América Latina, me permite colarme por una rendija para comentar este texto, publicado originalmente hace poco más de treinta años. Ese término –ensayo– no solo nos anuncia un género específico, sino también una disposición hermenéutica particular: el ensayo es, en palabras de Adorno, “un tanteo”, un intento no taxativo, una aproximación diagonal a un tema complejo; justamente la búsqueda de una respuesta que siempre estará dispuesta a echarles un vistazo a sus presupuestos y a sus conclusiones, a dar un paso atrás para volver a observar con mayor atención lo que tenemos frente a nuestros ojos. Lo que yo pueda decir aquí, por tanto, también está sujeto a esa condición provisoria y tentativa.

El ensayo, a su vez, no es un género cualquiera, sino uno que “tiende un extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos”, según Mariano Picón-Salas. Esta literatura del pensamiento es un territorio compartido entre disciplinas diversas, y en el Nuevo Mundo ha sido un vehículo privilegiado para preguntarnos por nuestra identidad. Textos señeros de Martí y Rodó, de Vasconcelos y Mistral, de Arciniegas y Salazar Bondy, entre muchos otros, conforman un canon que dialoga y se apoya en la literatura y la historia, en el arte y en la sociología. En ese sentido, que Cousiño reconozca una filiación con esta larga tradición, en especial con la figura de Octavio Paz, permite que su reflexión sobrepase los límites disciplinares de una sociología que suele estar condicionada por los principios de la Ilustración.

Razón y ofrenda está dividido en dos partes. En la primera, el autor se detiene en los procesos de racionalización que dieron forma a la sociedad moderna y que han dado pie, de manera paradójica, a ciertas consecuencias irracionales. En la segunda, el texto describe el proceso de conquista del Nuevo Mundo por parte de la Corona española, la cual se dio, justamente, en torno a una síntesis entre culturas distintas que lograron establecer puntos de encuentro, y no, como suele interpretarse, desde lógicas de puro antagonismo, dominación o aniquilación.

En toda esta interpretación ocupa un lugar fundamental la idea de lo barroco, concepto desde el cual se logra dar cuenta de la especificidad latinoamericana, que se funda en un proceso distinto al ilustrado: no a destiempo, como si nuestra historia sea una eterna condena a llegar tarde al banquete de la civilización, como dijera el mexicano Alfonso Reyes; no a destiempo, digo, sino justamente con posibilidad de atender a otros tiempos –pretéritos, míticos, simbólicos– que no son los del progreso que avanza sin fin, y bajo cuyo criterio América queda indefectiblemente atrás.

Quisiera detenerme en la tesis del barroco para, desde allí, profundizar en dos elementos que configuran el carácter singular de América Latina: el modo en que se desenvuelve la palabra en nuestra cultura y, hacia el final, echarle un vistazo a la institución de la hacienda. En este recorrido no quisiera poner en cuestión la validez de las distintas tesis presentes en Razón y ofrenda, sino acercar este ensayo a algunas discusiones actuales para, justamente, apreciar en qué medida estos tópicos que pongo sobre la mesa siguen siendo un tema relevante a la hora de preguntarse por nuestra cultura y nuestra identidad.

En primer lugar, cabe preguntarse por la vigencia de lo barroco como clave interpretativa de lo latinoamericano. Como dice el autor en la introducción del libro, es en esta corriente donde “se encuentra expresado el intento de armonizar el desarrollo de estructuras universales con el respeto a la particularidad de las culturas”[1]. Esa apertura, suscitada luego de que el Concilio de Trento buscara reformular la actitud de la Iglesia ante el mundo moderno, se distingue radicalmente de la socialización ilustrada, acaecida principalmente alrededor del mercado y de la opinión pública, en donde “individuos privados persiguen racionalmente la maximización de sus intereses”[2]. A diferencia de estos espacios racionalizados y eficientes,

el barroco intenta resolver el problema de la integración recurriendo a la capacidad de síntesis contenida en la sensibilidad y en los espacios representativos. Más que el mercado, lo que predomina en la sociedad barroca es el templo, el teatro y la corte. Todos estos son espacios públicos en los que se representa la unidad social mediante una recreación de valores sobre los que descansa la otorgación cultural de sentido a la vida y actividades del hombre.[3]

En esos espacios se reafirma la dimensión ritual y ceremonial de la vida social, cuya importancia había sido reducida a la mínima expresión por parte de ciertas corrientes ilustradas: frente al fasto del rito, la sobriedad de la iconoclasia. Por tanto, mientras en la Ilustración se quiere acceder a una verdad racional por medio de la argumentación, el barroco buscará otro tipo de encuentro: “el barroco –dice Cousiño– aspira a penetrar por los ojos no para promover la convicción racional sino para mover la representación sensible”[4]. Así, propiciará otro tipo de vínculo social, donde predominará la imagen visual por sobre el texto escrito. Su nota más definitoria será la atención y el respeto que presta a los particularismos culturales, a diferencia de un progreso que tiende a la igualación de las culturas a partir de una concepción universal de la razón.

La crítica que el autor realiza a los intentos modernizadores que aparecen en el horizonte americano, especialmente luego del auge del positivismo, responde a esta dimensión de lo barroco. En vez de atender a las lógicas distintas, propias de un mundo no ilustrado, las sociologías de la modernización serán incapaces de leer la realidad latinoamericana más allá de la dicotomía de la civilización y la barbarie, donde el polo de lo negativo representa todo aquello que hay que superar: las supersticiones de la religión, las cadenas de la tradición y las injusticias de esa sociedad premoderna. No habrá que esperar el fracaso de las planificaciones globales de la Guerra Fría, sin embargo, para dar cuenta del error de cálculo: basta ver cómo el mismo Domingo Faustino Sarmiento, en el Facundo, desdibuja la oposición entre lo civilizado y lo bárbaro al retratar al baqueano, al rastreador o al cantor como figuras que, respondiendo a una sabiduría popular, poseen una función social relevante dentro de la sociedad argentina.

Una última cosa con respecto al barroco. A partir de esta herencia, más que una simple estética identificada usualmente con el exceso de ornamento, puede decirse que el arte y la literatura en América Latina han tenido, por momentos, una mayor capacidad que la sociología o las ciencias sociales para comprender las notas distintivas de la singularidad de nuestro continente. Los momentos más fructíferos en la creación latinoamericana son aquellos en que la apertura propia del barroco fue la nota dominante. Así, frente a ciertos movimientos exclusivistas que creyeron ver en lo rural o en lo indígena aquello propiamente americano, a lo largo de todo el siglo XX y por todo el continente abundaron los movimientos que supieron conjugar lo propio y lo ajeno, lo viejo y lo nuevo, lo vernáculo y lo foráneo. Pensemos, desde las artes visuales, en nombres como Joaquín Torres García, Antonio Berni, María Luisa Pacheco, Débora Arango o Roberto Matta, entre otros. En la literatura, el movimiento posee una amplitud y complejidad sin parangón, que va desde Borges, Carpentier y Asturias hasta Arguedas, Rulfo o Fuentes, quienes supieron mirar a un tiempo la especificidad americana y la amplia herencia que legó la cultura occidental. Todos estos artistas y escritores tienen en común una disposición heredada del barroco: su búsqueda de lo universal se realiza desde un profundo interés y respeto por lo particular.

Quisiera, a continuación, referirme brevemente a dos dimensiones de Razón y ofrenda que me parecen sumamente actuales, y que están íntimamente vinculadas con la tesis de la modernidad barroca en América Latina.

8.2. Arcana

“Arcana” por María Luisa Pacheco, 1974 (Óleo sobre tela).

La primera de ellas es la pregunta por el lugar de la palabra. Hay guiños, aquí y allá, que dan cuenta de la importancia que le da el autor al lenguaje, que van desde la frase de Dostoievski que sirve de epígrafe a la segunda parte (“era posible que nuestro misérrimo país dijese a todo el mundo una palabra nueva”) hasta la revelación del Verbo encarnado como clave del misterio cristiano. Sin embargo, la importancia de la palabra está integrada de lleno al análisis sociológico que desarrolla Cousiño. El autor describe el modo en que, en la modernidad, el mercado y la opinión se convierten en instituciones fundamentales del espacio público: son esos dos los pilares sobre los que descansa el orden social ilustrado, en palabras de Cousiño[5]. Se busca allí, en el mercado y en la prensa, la maximización del interés o la racionalización de los actos propios o ajenos. El dinero y la palabra son, respectivamente, sus instrumentos (aunque la abstracción del dinero pareciera no ser autosuficiente; sospecho que él se apoya siempre en la palabra para lograr la coordinación entre quienes participan en el mercado). En el barroco, sin embargo, la palabra está inserta en la dimensión ritual y ceremonial: los espacios de la corte, el teatro y el templo subsumen la palabra bajo una lógica que la excede y que a veces la ignora, que quizás no la sitúa en el lugar más preponderante, aunque no llega, en ningún caso, a deshacerse de ella.

¿Dónde queda la palabra en la sociedad latinoamericana actual, que parece privilegiar la imagen por sobre el discurso? Quizás aquí reside uno de los problemas de nuestra democracia, que no ha sabido dar a la palabra que le sirve de vehículo sino un lugar secundario, mancillándola y degradándola cotidianamente. No se ha logrado integrar los distintos planos de esa complejidad barroca. Pensemos en ese diputado socialista que se ufanó por llenar horas de palabrería vacía para lograr una inútil triquiñuela hace poco más de un año, o la medida que propuso el Partido de la Gente hace algunas semanas, buscando eliminar los discursos que los parlamentarios realizan en la sala ante cada votación, como si la política pudiera ejercerse sin un mínimo de justificación acerca de sus propios actos. ¿No habrá, acaso, algo no resuelto en esta confluencia entre formas ilustradas de la cultura moderna –la ley, la institucionalidad– con una cultura donde la puesta en escena parece tener más fuerza?

Por último, quiero plantear una reflexión en torno a un tema fundamental del ensayo de Cousiño, una institución que pareciera ser una especie ya extinta: la hacienda. Tanto por su extensión geográfica y temporal –desde el norte de México hasta el valle central chileno; desde la colonia hasta mediados del siglo XX– como por ser un lugar esencial de socialización, la hacienda ocupa un lugar central en la conformación del ethos cultural latinoamericano[6]. Aunque desde los criterios ilustrados sea imposible de comprender ese carácter integrador, la hacienda conjuga dentro de sí lo que en la sociedad moderna ilustrada quedará sujeto, simplemente, a un abstracto contrato: no hay en la hacienda un grupo de individuos, sino una comunidad de pertenencia vinculada con lazos fuertes y perennes (aunque, cabe recordar, con sus problemas propios).

Al igual que con la nación o con la palabra, la literatura permite observar el fenómeno de la hacienda desde la lógica menos antagónica del encuentro. Aun en las representaciones que de ella hacen El lugar sin límites, de José Donoso, o En blanco y negro, de Elisa Serrana, en las que se ve la hacienda como un lugar tendiente al atraso, abandono o abuso, los grupos humanos que allí habitan posibilitan cierta contención y compañía. Sin embargo, hay una novela cuya lectura de la realidad hacendal me parece especialmente interesante, y quisiera detenerme en ella. Se trata de la novela Cuando éramos inmortales, de Arturo Fontaine, publicada en 1998. Hay una escena que, desde hace varios años, suscita mi atención.

Esa novela está narrada desde la perspectiva de Emilio, alumno de un colegio católico de la élite santiaguina, quien vive la separación de sus padres como una ruptura radical del tranquilo mundo en que, hasta entonces, se desenvolvía. En la hacienda familiar de Panguinilahue tiene lugar una escena quizás secundaria en la trama de la novela, pero fundamental para comprender la historia larga de Chile. Las celebraciones de un Viernes Santo reúnen en la capilla del fundo a patrones y peones. El espacio no es uniforme: “Una baranda de fierro forjado divide la capilla en dos: de un lado, el altar y sus santos, el gordo capuchino revestido y de sandalias que se tomaba el vino casi puro, y la familia patronal; del otro, separados por la baranda de fierro, que servía de apoyo para comulgar, comenzaban los inquilinos y jornaleros de ojotas”[7].

Al terminar los rezos, el sacerdote descubre el Cristo que ha sido tapado por un paño púrpura. El contexto ritual de la Semana Santa le añade profundidad a la escena. La muerte ya no tiene la última palabra, pues Cristo la ha vencido en su resurrección. Luego de un tiempo de luto, representado por el cubrimiento de toda imagen religiosa, los católicos celebran este símbolo con especial sentido de contradicción. Aquello que fue instrumento de muerte es ahora vehículo de salvación. De ahí la solemnidad del capuchino al descubrir al Cristo de su paño morado, tomarlo en sus manos y apoyarlo en el suelo junto a la reja divisoria. El detalle no puede ser pasado por alto: al dejar la imagen en el costado donde están los inquilinos, los hace parte activa de la ceremonia:

Entonces, en medio de un silencio expectante, se incorpora la patrona de su reclinatorio en felpa azul y, pálida y larga como una vela de convento, avanza apretando en su mano el rosario de piedras de amatista, y cruza la línea limítrofe trazada por la reja. Se desploma sobre el Cristo indio y, con ambas rodillas en el suelo, besa tres veces sus pies.

En un orden jerárquico, a ella siguen sus hijas, yernos y nietos, el servicio doméstico, las mamas, los mozos y empleados, muchos de ellos mencionados personalmente, y así hasta el último peón del fundo y sin faltar ninguno. Los besos se amontonan sobre el mismo punto: los pies clavados del Cristo indio; y era imposible no pensar, mientras pasaban y pasaban los jornaleros, en la saliva de la patrona mezclándose con la de todos ellos en sus bocas. Porque ese besar los pies clavados del indio se transmutaba en un besar el rastro del beso de mi abuela.[8]

La alianza que dibuja Fontaine no es solo entre Dios y su pueblo; esa alianza remite también a un orden social tradicional tan cuestionado en la segunda mitad del siglo XX, pero tan presente todavía en los años sesenta en el campo chileno. En la ficción, el lector contempla el lugar que ocupa el joven Emilio sin grandes juicios o teorizaciones, sino desde la experiencia infantil del personaje.

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“Cristo” por Débora Arango, 1948 (Acuarela sobre papel).

Ese mundo que, para algunos, se fundaba en la opresión de una jerarquía ilegítima a ojos del ideario moderno y que efectivamente adolecía de graves defectos, significó para otros la única posibilidad de ser parte de una comunidad, lo que fue destruido por una utopía. No es azaroso, por ejemplo, que dos clases radicalmente diferenciadas tengan un punto de encuentro particular: el Cristo indio es más que una simple mediación, es un factor de comunión. Aquí, el crucificado no es puramente el hijo de Dios ni símbolo de una religión impuesta a sangre y fuego: es una figura paradójica, que representa al indígena y a los pobres de este mundo, al tiempo que promete una habitación en la casa del padre. Es, en cuanto símbolo de contradicción, representación del humillado y esperanza de una promesa.

El contrapunto de esta escena viene cuando, unos años después, en una escena sumamente dramática, el mismo Emilio acompaña a su abuela a un auto que la llevará fuera del fundo. La elegante y solemne matriarca ha sido expulsada de su propia hacienda por los campesinos que se han tomado el campo. Es el comienzo de los años setenta en Chile.

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Nelson Castillo junto a campesinos, 1973. Archivo de Fondos y Colecciones, Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

Salió a la fuerza, pero caminando enhiesta y digna como una espartana destronada. Se apoyaba apenas, casi por pura distinción, en el brazo de Emilio. Y cuando el Sunco, adelantándose al chofer, en un gesto de respeto inesperado le abrió la puerta del jeep que la arrancaría de su casa para siempre, ella se detuvo demasiado cerca. «Patrona, créame, no tenemos nada en contra suya. No es cuestión personal». (…)

Su nariz larga y delgada se aproximó. Pareció que ya tocaba la nariz ancha del Sunco. Entonces lo escupió. El otro no atinó ni a limpiarse. (…) ¿Era su patrona todavía? ¿Seguía siendo mi abuela todavía? También para él, a partir de ese salivazo, habría un antes largo y un después breve. Pero, claro, en ese momento él pensaba lo contrario.[9]

La saliva de la abuela, que antes era signo palpable de unión ancestral, queda arrojada como símbolo de desprecio y de separación. Sobre los pies del Cristo indio cumplía una función sacramental; escupida, por el contrario, revierte toda su antigua función y delimita una frontera. Es el “antes y después” de la abuela de Emilio, que experimenta su expulsión como el momento más decisivo de su vida. El escupo se vuelve signo visible de esa separación, pero volviéndose algo mucho más violento; la saliva que antes unía, hoy divide de manera más tajante que cualquier reja de hierro forjado.

Estos elementos en los que he podido profundizar –el barroco, la palabra y la hacienda– no solo muestran la actualidad de Razón y ofrenda, sino sobre todo su capacidad para ensayar, tal como propone el subtítulo de este libro, una reflexión atenta a los límites de la sociología ilustrada. No cabe duda de que la mirada de Cousiño, por tanto, abierta a la especificidad cultural de América Latina, permite ampliar el espectro de respuestas cuando nos planteamos la pregunta por nuestra identidad.

Joaquín Castillo Vial


 

Notas

* Carlos Cousiño; RAZÓN Y OFRENDA. ENSAYO EN TORNO A LOS LÍMITES Y PERSPECTIVAS DE LA SOCIOLOGÍA EN AMÉRICA LATINA. Tanto Monta, 230 págs. Santiago, 2022.
[1] Cousiño, Carlos; Razón y ofrenda. Ensayo en torno a los límites y perspectivas en América Latina. Tanto Monta, Santiago, 2022, p. 15.
[2] Ibid., p. 125.
[3] Ibid., p. 125.
[4] Ibid., p. 126.
[5] Ibid., p. 114.
[6] Ibid., p. 164
[7] Fontaine, Arturo; Cuando éramos inmortales. Alfaguara, Santiago, 1998, p. 20.
[8] Ibid., pp. 23-24.
[9] Ibid., pp. 24-25.

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