Terry Eagleton 

Paidós

Argentina, 2014

208 págs.

Aunque no es un libro nuevo, tiene varias reediciones. Su autor, Terry Eagleton (1943, irlandés nacido en Salford, Inglaterra), analiza el declinar de la religión en occidente durante los últimos dos siglos. Para él, el corolario de este tiempo –la posmodernidad– podría ser “el momento en que finalmente Dios acabó de morir”. Después de una sucesión de distintos sustitutos de Dios desde la Ilustración, la posmodernidad ironiza con su culto fetichista por la otredad, pero olvidándose del “Gran Otro”.

Ese intento de superación religiosa bicentenaria nace con sus límites. Según el autor, los distintos reemplazos divinos durante la modernidad han terminado otorgando una condescendencia hipócrita: “las sociedades modernas seculares han liquidado efectivamente a Dios, pero consideran moral y políticamente conveniente –incluso imperativo– comportarse como si el hecho nunca hubiera ocurrido” (p. 140). Solo la posmodernidad, descreída y enemiga de la interioridad, “es auténticamente posreligiosa, cosa que no puede decirse del modernismo”. De allí que ella –con toda su ligereza– sería el relevo más importante de Nietzsche, quien se habría impuesto tomar conciencia de esa actitud hipócrita del modernismo.

El intento ilustrado de sustituir la autoridad de la religión por “la ciencia y la razón”, fracasó por no haber permeado el sustrato cultural. “Así la razón era supuestamente universal, pero resultaba incapaz de universalizarse incluso dentro de una misma nación” (p. 31). Con los argumentos de Adorno y Horkheimer en torno al racionalismo científico, insiste en la debilidad de un pensamiento cosificado que vacía al sujeto pensante. La cuestión de Dios, en el contexto posmoderno, se degrada a la pregunta por el “Yeti o del monstruo del lago Ness”, según su irónica afirmación.

La reivindicación metafísica del idealismo termina subsumida en una suerte de racionalismo panteísta hegeliano. Se trata de un realce de la subjetividad, “uno de los tantos nombres seculares de Dios” (p. 54), pero en el que la libertad “el principio más importante de la civilización burguesa […] corre el riesgo alarmante de quedar en la indeterminación”. 

Por otro lado, surge el romanticismo radical, que reacciona “con el arte más que la razón”. Así como el poeta sucede al sacerdote y el símbolo al sacramento, se pasa “de la santidad a la totalidad, del paraíso a la utopía política, de la gracia a la inspiración, de Dios a la naturaleza y del pecado original al crimen sin nombre de la existencia”. Con esa reacción el hombre queda a la deriva, “privado de un fundamento cognoscitivo”.

La cultura sería la candidata idónea para heredar el cetro de la religión, pues mantiene en su seno la “tradición de autoridad, prácticas rituales, simbolismo sensorial, interioridad espiritual, crecimiento moral, identidades colectivas y misión social”; sin embargo, se comete la ingenuidad de rescatarla apropiando secularmente las verdades trascendentes. Se sigue aprobando tácitamente la convicción de los sentimientos religiosos en tanto sirven para dar estabilidad a una sociedad. El mismo Feuerbach –inspirador de Marx– admite esta idea al hablar de la Religión de la Humanidad.

El penúltimo capítulo zanja negativamente la idea de la religión como fuente de cohesión social, pues no encuentra demasiado apoyo en el Evangelio, ya que la “fe constituye un desvío respecto de las prioridades del poder” (p. 130). A eso se suma la evidencia esgrimida por Nietzsche, que siendo la muerte de Dios “el evento más importante de toda la historia de la humanidad (…) los hombres y las mujeres se comportan como si no fuera más que un reajuste menor” (cf. Gaya Ciencia).

El último capítulo se ocupa de una asunción acrítica del capitalismo en la posmodernidad, candidato despojado, pues ya no es necesario un nuevo sustituto religioso. La paradoja del capitalismo es que ha traído de vuelta lo religioso como un malestar profundo. El ataque contra el World Trade Center ha desvelado el límite de una cultura atea que se ha sacudido de sus raíces espirituales. Como efecto, ha producido un malestar global, aunque puntualmente se revista de fundamentalismo. En el mismo momento en que el capitalismo contemporáneo –cual expresión cultural occidental– presumía sobrepasar cualquier fundamento metafísico o teológico, “un Dios iracundo vuelve a levantar cabeza, ansioso por protestar porque su necrología fue publicada prematuramente”. En otras palabras, mientras el capitalismo tardío vacía al mundo social de sentido, la cultura, en tanto civilización global y local, deja en claro que “es cada vez menos capaz de dotar a la existencia cotidiana de un sentido de la finalidad y de un valor”.

Eagleton remite al curioso interés actual de muchos pensadores sociales de izquierda por el fenómeno de la fe y la religión, precisamente en vistas de su efecto en la cohesión social. Pero advierte: “la fe cristiana no tiene que ver con la elevación moral, la unidad política o la fascinación estética (…) Nace de un cuerpo crucificado”. Y aunque el autor no parece realzar que se trate de un fundamento sobrenatural, habla de una necesidad: la “incómoda verdad de que nuestras formas de vida deben sufrir una radical disolución si quieren renacer como comunidades justas y compasivas”. Una suerte de metanoia paulina. Y por ello sugiere, cual conclusión inesperada, algo aparentemente ajeno a las reflexiones de la cultura centroeuropea: “la solidaridad con los pobres e indefensos”, enfatizando, con ello, la posibilidad de “una nueva configuración de la fe, la cultura y la política” (p. 178).

Aunque rupturista desde una perspectiva de la tradicional configuración social cristiana, aparece como una consistente provocación profética al corazón del ciudadano creyente. Una advertencia muy lúcida en medio de la indolencia posmoderna y concretamente en medio de la tradición latinoamericana a la que no menciona. 

Pero aún en esa prescindencia, es un libro lúcido e inspirador para teólogos criollos y creyentes de todas latitudes.

Tomás Scherz

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