El 15 de julio se llevó a cabo esta presentación en la IV Feria de los Buenos Libros, en Viña del Mar.

Vocativos

            Antes que nada, quisiera agradecer a Foro Republicano y especialmente al profesor Gonzalo Rojas –a mi profesor– la invitación que me ha hecho para, esta mañana, presentar ante Uds. y comentar algo de este libro de Carlos Peña “Hijos sin padre. Ensayo sobre el espíritu de una generación”.

Lo primero y muy general que quisiera decir es que vale la pena leer esta obra. Sea que se compartan o no las descripciones y juicios que realiza el autor, es un texto que ofrece un punto de vista interesante sobre ciertas características socioculturales de nuestra época. Se trata –como se reconoce en el propio título– de un ensayo, es decir, de un intento de explicar esa realidad a la que se refiere –la del brusco cambio generacional que se ha producido en nuestro país– que nos circunda y, de algún modo, nos aprieta. Quizá sería más preciso decir que es un conjunto de ensayos articulados por una idea central, pues los capítulos, en muchos sentidos, muestran el tema con aproximaciones diferentes o, a veces, con leves matices, lo que permite retomar y reiterar las principales hipótesis del trabajo desde un punto de vista diverso. Asoma aquí el profesor que Carlos Peña lleva dentro, pues –como sabe todo el que ha hecho clases– la audiencia escolástica requiere, especialmente cuando el asunto es más complejo, retornar regularmente, desde otros puntos de vista, a las ideas capitales y, así, dejarlas mejor grabadas en quienes escuchan. En este sentido, se podría decir que hay en esta obra, como en una composición musical, un leitmotiv.

Como acostumbra Carlos Peña en sus trabajos escritos (y también en sus exposiciones orales), en este libro, están reflejados sus intereses intelectuales y sus lecturas. Así, haciendo acopio de las tesis de distintos autores –especialmente de aquellos que provienen de las ciencias sociales– y presentándolas en apretada síntesis va construyendo, con sus anotaciones y observaciones, un relato persuasivo y sugerente. Hay que reconocer que Carlos Peña tiene un gran talento para asimilar el pensamiento y las ideas de muy distintos científicos e intelectuales, para presentarlas sucinta y claramente, y para hacer un vínculo entre esas teorías y nuestra realidad. Por cierto, detrás de todo eso se puede apreciar una concepción sobre el hombre y la sociedad; sin embargo, convengamos en que sería difícil, o al menos sospechoso, que eso no ocurriera. En todo caso, hay que decir que esa narrativa a la que tributan prácticamente todos sus trabajos, no admite simplificaciones y estereotipos; es que, como en todo hombre auténticamente reflexivo, en Peña conviven matices y distintos puntos de vista, aunque algunos sean más dominantes que otros.

Pero, ¿de qué va este libro cuyo diseño de portada lleva una reproducción del famoso cuadro de Munch “El grito” (1893)? Esa primera imagen, como comprenderán, no es accidental; el cuadro del noruego se ha convertido en un verdadero ícono cultural que refleja, más allá de la tortuosa vida del artista, muchas cosas: desesperación –primer nombre que le dio el mismo Munch–, enajenación, angustia, soledad o ansiedad. Quedémonos, sin embargo, en esta ocasión, con una descripción que el propio pintor puso en su diario, refiriéndose a la fuente inspiradora de la obra: “Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza” –se dice en una de las traducciones más difundidas del pasaje y que corre en el espacio virtual–. Me quedo con ella, porque, ahí, hay elementos que me parecen claves para una comprensión del libro de que hablamos: en primer término, esa acción interna que es el “sentir” y, en segundo lugar, esa potente imagen de un grito, sin límites ni término, que traspasa y perfora la misma naturaleza.

Decíamos antes que el texto tiene lo que podríamos denominar, de estar en el campo de las artes proyectuales o melódicas, “puntos focales” o “temas musicales”, respectivamente. Es decir, planteamientos en torno a los cuales se van desplegando los diferentes aspectos y capítulos de la obra. Dentro de ellos está la idea de que uno de los elementos que explica el Chile contemporáneo es la cuestión generacional. De este modo, indica Carlos Peña que aquellos jóvenes que nacieron hacia fines de los años ’80 y comienzos de los ’90 del siglo pasado han tenido una experiencia vital tan diferente a la de sus mayores que poseen un horizonte cultural y simbólico completamente distinto.

Esto ha significado, entre otras cosas, un cambio cualitativo que, podríamos decir, hace más comprensible que nunca aquel antiguo proverbio árabe que inspirara la reflexión de Marc Bloch: “Los hombres se parece más a su tiempo que a sus padres”. Esta transformación sustantiva ha producido una distancia generacional que parece prácticamente una ruptura. Esa fractura permite apreciar, como rasgo esencial de la nueva generación, la ausencia de la autoridad, de instituciones primarias y de horizonte normativo, o, derechamente, de una ascendencia; en una palabra, de la figura paterna que es la que pone límites y reglas (de ahí el título del libro). Así, los integrantes de esa generación, dejados a sí mismos, quedan sin herencia cultural y, por lo mismo, experimentan la existencia (o la habitan, para usar sus términos), sin deberes, cargas o referentes simbólicos. Lo anterior implica que conciban las obligaciones como algo autoimpuesto que no puede derivarse de ninguna tradición; que, de algún modo, el mundo es una tabla rasa para escribir sobre ella; y, sobre todo, que tienen una tarea redentora. Para todo esto no tendrían ningún otro apoyo, salvo su propia subjetividad, el único referente sobre el cual construir su propia identidad, su discurso y práctica transformadora y moralizante.

Sin embargo, y aquí viene otro gran leitmotiv del libro, hay en esta generación una paradoja o incoherencia: pues, mientras reivindica la subjetividad y el yo que sustenta la visión anterior, al mismo tiempo, requiere de esa racionalidad moderna que hace posible el bienestar material. De este modo, autenticidad y técnica serían los dos polos de esta incongruencia a la que se alude en el texto. Así, Carlos Peña explora la contradicción que surge de la diferencia que existe entre un mundo de los deseos, de los intereses privados y el consumo, y otro de la ascética, la disciplina y la eficiencia. Déjenme expresarlo en una dimensión un tanto diferente de esta, pues me parece ver que esta inconsistencia que pone de relieve el autor se puede apreciar también en otro ámbito. Y es que la cultura que esta generación defiende demanda, por una parte, el reconocimiento absoluto de la autopercepción –incluso con efectos jurídicos– y, al mismo tiempo, requiere de aquella racionalidad empirista que es la responsable del desarrollo técnico que ha permitido el dominio de la naturaleza y el consiguiente progreso material derivado de su aprovechamiento (y, digámoslo sin temor, también de su explotación). En buenas cuentas, por un lado, la entronización y el reinado de la subjetividad y, por el otro, la consolidación del objetivismo positivista.

¿Hay algo que explique esta actitud que podríamos denominar doble? Me parece que sí y, a pesar de que Peña no lo explore como tal, es decir, como elemento que vincula estrechamente los dos cabos de que venimos hablando, sí me parece que lo menciona a lo largo de la obra. Por otra parte, me parece evidente que no lo trate del modo que lo voy a presentar, pues el autor no ha explorado en su trabajo la dimensión que he propuesto para la paradoja. En fin, como sea, este factor que de algún modo unifica la subjetividad y objetividad referidas precedentemente es también un tercer gran motivo del libro que comentamos. Me estoy refiriendo, básicamente, al progreso material que la modernización capitalista ha traído a Chile. Efectivamente, Peña, a lo largo del libro, presenta el cambio en las condiciones materiales de la vida como una, sino la principal, causa del proceso de individuación y de progresiva desintegración de los grupos originarios (familia, iglesias y barrio). Pues bien, me parece que la idea materialista de prosperidad es aquel elemento que explica la aparente inconsistencia entre la reivindicación permanente, y hasta agresiva, de la subjetividad, y la necesidad de una cierta racionalidad positivista. Desde el punto de vista de la cultura contemporánea, ambas cosas pueden encontrar un espacio común en la búsqueda incesante de bienestar. A él están dirigidos los afanes, ya sean exigencias por terapias psicológicas y salud mental, demandas por un lenguaje y unos comportamientos que no hieran a distintas sensibilidades o identidades o, en fin, los esfuerzos por terminar con una “sociedad de mercado” y resolver las desigualdades de los famosos 30 años –todos asuntos sobre los que el libro también se detiene para caracterizar a esta generación–.

Déjenme, ahora, retomar la descripción que Munch hacía de la fuente inspiradora de su famoso cuadro. Recuerden que ella partía con esa acción interna que es “sentir”; más precisamente, con ella conjugada en la primera persona del singular: “sentí”. Y es que, en mi opinión, esto alude a una de las claves interpretativas que ofrece Carlos Peña para poder entender a esta generación que caracteriza a través del libro y de la que venimos hablando en algunos de sus rasgos. A ese grupo de jóvenes que, bueno es recordarlo, hizo irrupción en el espacio público con la llamada “revolución pingüina” del año 2006; se expresó simbólicamente con el “jarrazo” de María Música Sepúlveda a la entonces Ministra de Educación hace quince años; se sumó al octubrismo en su versión más radical, combativa y altisonante –refundar Carabineros, acusar al Presidente de delitos de lesa humanidad–, y que llegó al poder el año pasado, apoyando un proyecto constitucional que desdibujaba completamente nuestra patria y, más bien, la rehacía.

Esta generación está marcada por una consciencia fuerte de su subjetividad, en particular como fruto o producto de sus sentimientos, dado que no tienen herencia, como veíamos. Así, varios de los elementos que va mostrando Carlos Peña a lo largo del libro dan cuenta de ello: la individuación que los empuja a autoeditarse y, por ello, a construir su identidad desde la elección; la resistencia a la autoridad desde las experiencias familiares y escolares, transportando a ellas criterios del espacio público; la hipersensibilidad y el victimismo; la nostalgia de lo comunitario, aunque centrados en el yo, lo que denomina “la comunidad de individuos” (p. 92); la cultura de las redes sociales en que se busca la aprobación y el asentimiento de los otros; la aspiración por una autonomía sin límites, es decir, sin represión de los deseos, pero que, al mismo tiempo, coloque estrictas reglas de comportamiento (“de tráfico”, las llama Peña) para evitar la microagresión; el “absolutismo de la propia voluntad” (p. 73) que caracterizaría la anomia de sociedades como la nuestra, donde la orientación normativa ofrecida por los grupos primarios y de pertenencia ha tendido a desaparecer; o, en fin, el surgimiento del “‘hombre psicológico’ (…) que busca “sentirse bien” en vez de “estar bien”” (p. 93).

Nada expresa mejor, en mi opinión, el núcleo de esa idea que estoy tratando de expresar a partir precisamente de la descripción que Munch hace de la inspiración para su cuadro, que aquel párrafo que se encuentra hacia el final del libro que comentamos, cuando Peña explica, siguiendo a Rieff, que la actual es, sociológicamente, una “cultura sin culto”. Esto significa, como nos narra el autor, la ausencia de la convicción que subyace a la creación humana y que consiste en que hay algo que la trasciende y la ordena, en buenas cuentas, lo sagrado, aunque ello no aluda necesariamente a lo religioso. Pues bien, ese “ámbito incondicional (…) que permita al individuo esgrimir una convicción o una razón final, en vez de un puro sentimiento, decir “yo creo” en vez de “yo siento”” (p. 168) es lo que, justamente, parece haber desaparecido de nuestra cultura contemporánea. De este modo, esa condición como “la identidad nacional (…) las creencias compartidas morales o religiosas (…) que ayudan al individuo a configurar su subjetividad y al mismo tiempo trascenderse” (p. 168), es –en opinión de Peña– negada y, cuando aparece o se reivindica por alguien, considerada una farsa. Así, el escenario social desprovisto del culto solo puede ser llenado –nos dice el autor del libro– por cada individuo que elige su identidad, apareciendo el “yo psicológicamente concebido” (p. 170) y sin ningún otro referente más que “el puro sentir subjetivo” (p. 170).

Permítanme agregar, sin embargo, algo a esta reflexión del autor: el drama de esto no es, como se comprende, uno que se da únicamente en una perspectiva social o comunitaria –lo que, por cierto, ya es bastante grave–, sino también en una dimensión personal. ¡Y cómo no iba a serlo, si una de las ideas explicativas sobre la dignidad humana más comprensivas –porque la pueden adoptar creyentes y no creyentes– es, precisamente, que ella consiste en la capacidad o condición que tiene el hombre de trascender! Empero, si la cultura contemporánea no reconoce la existencia de un ámbito que sustente justamente esa capacidad, lo que está haciendo es algo muy profundamente destructor: está negando la dignidad humana.

De este modo, detrás de una cultura como la contemporánea descrita por Peña y que se presenta con un ropaje de extrema sensibilidad frente a la realidad y la genealogía de cada uno de los individuos y grupos que la componen (al sostener un discurso fuerte acerca del reconocimiento –más fuerte que ningún otro anterior en la historia de la humanidad–) y una práctica de la emancipación de todos los sujetos, es probable que se esconda el más maligno de los conceptos: la negación misma de aquello que hace del ser humano la más grande de todas las creaturas. Detrás de esta “cultura sin culto”, se encuentra la máxima descomposición a la que conduce una legalidad del subjetivismo: la anomia.

Estamos frente a un ser humano que, usando la imagen que Peña toma del sociólogo Philip Rieff, es un “hombre psicológico” que ya no vive la vida como misión que trasciende su individualidad, sino centrado en sí mismo, pero incapaz de conducirla, aunque sí “de oír las voces interiores que lo guían, las que, sin embargo, son voces exteriores que, instaladas en él, le obligan a concebir su existencia como la búsqueda de bienestar” (p. 95). Son los gritos infinitos –seguimos con Munch– que atraviesan la naturaleza y que, sin cesar, lo descentran… “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 16:25).

Carlos Frontaura R.


* Carlos Peña. HIJOS SIN PADRE. ENSAYO SOBRE EL ESPÍRITU DE UNA GENERACIÓN. Taurus, 178 págs. Santiago, 2023.

 

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