Autora: Andrea Köhler (Epílogo de Gregorio Luri)

Editorial Libros de Asteroide Barcelona, 2018, 160 págs.


“La espera que nosotros nos imponemos es siempre el intento de no adaptarnos a nuestro sentido del tiempo”. En este pequeño ensayo, libre y apasionado, la escritora y periodista alemana Andrea Köhler nos propone descubrir en nuestra experiencia diaria la importancia de una espera que no fuerza nuestros ritmos naturales y que se opone al determinismo existencial.

El ser humano, a diferencia de los animales, tiene conciencia del paso del tiempo; por ello “en la espera algo duele”. La vida se asemeja a un barco en el que el aburrimiento, la enfermedad y sobre todo la muerte amenazan la navegación. La espera más frágil es la del enamorado. “¿Estoy enamorado? Sí, porque espero…” escribe Roland Barthes. Sin embargo, la espera es difícil en cualquier etapa, y hay que aprender a cuidarla para “no robarse a sí mismo” e incluso para poder sacar nuestras mejores fuerzas, en los momentos de mayor flaqueza. Andrea Köhler defiende “una espera que piensa y cede simultáneamente, una espera que acepta el curso natural de las cosas, una espera como meditación”.

Para la escritora, la espera es sinónimo de soledad, “incluso cuando esperamos en grupo uno está solo”. El paradigma de la soledad es la del condenado a muerte. Como se percibe en el relato oriental de “Las mil y unas noches” con la bella Sherezade. O sobre todo en el pasaje evangélico de Jesús en el Huerto de los Olivos, “no hay relato en la Biblia que se adentre mejor en las honduras del temor humano como el de la noche pasada en el jardín de Getsemaní”.

La condena a la espera es el abuso de los poderosos. Su paradigma es el “aparato burocrático de los estados dictatoriales” y los despachos y salas de espera de nuestro tiempo. Quizá nadie como Kafka, asegura Köhler, supo darse cuenta del “tiempo absurdamente perdido en el laberinto de la burocracia”. Kafka y Proust son para la escritora germana “nuestros testigos privilegiados para el tiempo acelerado”.

La profanación de los ritmos natu-rales tiene su punto de arranque en la Modernidad, que Andrea Köhler define “como un proceso de acortamiento en los tiempos de espera” donde “la técnica trabaja en la eliminación de los intervalos entre tiempos y espacios”. “La manía de ver las horas del día como un presupuesto disponible es producto de una economía mundial de la aceleración, cuyo correlato aparentemente privado es la agenda cuajada de citas. No puede haber huecos, sería una mancha”. Así el lema del estadounidense Benjamin Franklin “el tiempo es oro”, evidencia una “pulsión explotadora donde el tiempo ya solo se experimenta como retraso”. Según Andrea Köhler se produce la paradoja de que con la aceleración de la comunicación y el acortamiento de las distancias, no logramos disminuir la impaciencia, sino aumentarla. “Al sincronizarse la expectativa y la velocidad de su cumplimiento, la impaciencia parece haber aumentado”. Así como la sensación de pérdida de tiempo. La llegada del ferrocarril fue el punto de arranque “para que la modernidad emprendiera su curso acelerado”.

La ciudad representa, frente al campo, la ruptura de los ciclos naturales, la impaciencia frente a la espera. “Los invernaderos y la globalización se ocupan hoy de que ni los productos de la agricultura ni las estaciones del año tengan ya ese aroma especial que una vez ligó un sabor particular a un mes. Hoy tenemos mazapanes en agosto.” Parece que hemos olvidado saber esperar para que algo madure. En el ámbito amoroso esto se percibe con claridad, ¿tenemos tiempo para enamorarnos? ¿Hay tiempo para amar?

Este modo de vida altera nuestra humanidad y con ello la posibilidad de disfrutar del ocio. “Si la ética protestante calificaba la ociosidad de pecado capital, el capitalismo ve el tiempo libre como fuente de ingresos”. Frente a esto la autora propone el esparcimiento, convertido no en una pausa en medio del proceso laboral, sino en verdadero tiempo libre. “Construir castillos en el aire sobre la barca que lleva el río, mecerse en las olas, mirar las nubes: solo al ensimismarnos llegamos sin darnos cuenta más allá de la espera.” Además, defiende la necesidad de recuperar el sentido del viaje, no como lo entiende el tipo de la jet set “que concibe el mundo como si no fuera más que un cúmulo de trayectos y vestíbulos de aeropuerto” o cualquiera de nosotros “turistas apoltronados”, sino concebir el viaje como deseo de volver siendo otro y el lugar donde las preguntas existenciales de nuestras vida saparecen de nuevo: ¿quién soy yo? ¿Cómo se puede vivir? “Es necesario saber perderse para tropezar con lo desconocido”, afirma Köhler.

La espera femenina de Penélope es una “espera serena” como afirma Gregorio Luri en el epílogo del libro. Penélope es fundamental porque “la espera se hermana con la narración”. Ella tiene “el don de suspender el tiempo con la narración, revela que el aplazamiento está en el corazón mismo de la narración, ese ir y venir de la trama, ese vaivén capaz de esquivar la muerte”. Y es que para la escritora alemana quizá la “cruel ley del arte”, como decía Proust, sea “alargar el período de gracia siendo conscientes de la finitud de nuestra existencia”. La música, la literatura, la filosofía, llenan de sentido la espera…

Sin embargo, el mayor peligro se encierra en la satisfacción inmediata del deseo, que es profanación de la espera. “Cada vez que se reduce a un mínimo el lapso de espera entre el deseo y su satisfacción, un dios vengativo exige un precio: el que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su instante feliz. Kairós, el instante feliz, presupone siempre la espera: ese tiempo que en ocasiones es tormento, que a veces perdemos, beatíficos, y que siempre es un regalo.”


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