Si la familia se destruye, será inevitablemente la sociedad y su compleja trama de intereses de poder la que juzgará a las personas y les determinará los límites de su libertad y vocación. Si florece la familia, en cambio, será la persona la que juzgue las instituciones sociales desde la experiencia más profunda de libertad que pueda concebirse, que es aquella de la aceptación incondicional del valor de la vida y del amor que corresponden no sólo a un don de Dios, sino a la donación de Dios mismo.

Entre las múltiples facetas del magisterio pontificio de S.S. Juan Pablo II, sus enseñanzas acerca del matrimonio y la familia tienen, sin duda, uno de los lugares más destacados. Siguiendo la antropología teológica del Vaticano II, especialmente, la desarrollada por la constitución Gaudium et spes, el Papa ha vinculado muy íntimamente el destino de la familia y el destino de la humanidad, puesto que la familia, como expresó en Chile, "es el lugar más sensible donde todos podemos poner el termómetro que nos indique cuáles son los valores y contravalores que animan o corroen la sociedad de un determinado país" (Rodelillo n.7). Por ello, sus enseñanzas sobre la familia no sólo están destinadas a ella misma, sino que la verdad que en ella se hace visible, o por el contrario, se ocurece y oculta, se proyecta, desde ella, a una justa o injusta comprensión de la dignidad de cada persona humana, de la vida social en su conjunto, y hasta de la misma vocación y misión salvífica de la Iglesia en medio de los pueblos.

¿Cuál es el secreto que se oculta y expresa simultáneamente al interior de la familia y que da a ésta un valor paradigmático? Se lo puede formular de manera simple, señalando que en ella cristaliza y toma rostro, "naturalmente", es decir, en forma espontánea y directamente experimentable, el valor de la vida y del amor. Aunque la cultura dominante actualmente se esfuerce por separar ambas dimensiones, proclamando que es posible un amor cerrado a la transmisión de la vida o que es igualmente posible una vida cerrada a la experiencia del amor, la familia enseña, en cambio, que la verdad contenida en uno y otro valor se vuelve consistente cuando ambos se comprenden en forma conjunta y con capacidad de ser verificados existencialmente a partir del vínculo familiar. Por ello, la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio define la más profunda identidad de la familia como "íntima comunidad de vida y de amor" con "la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia, su esposa" (FC 17).

Son innumerables los textos pontificios que recuerdan una y otra vez esta verdad, especialmente, si tenemos en cuenta que el Papa suele dedicar en sus numerosos viajes apostólicos al menos una homilía destinada a las familias. Por ello, sería imposible revisar todos los textos de su magisterio en estos 25 años de pontificado. ¡Pero qué mejor que recordar su enseñanza en nuestra propia tierra que, en cierto sentido, la asumimos como más nuestra y se nos ha quedado grabada en los ojos, los oídos y el corazón! Haciendo referencia al Salmo 126 que se había cantando durante la celebración eucarística "si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles", el Papa le dijo a los matrimonios en Rodelillo: "Este es precisamente vuestro objetivo: construir la casa como hogar de una comunidad humana que es la base y la célula de toda la sociedad". Y agregó: "Pero se trata de una casa y de un hogar verdadero, donde mora el amor recíproco de los esposos y de los hijos. De esta manera vuestra casa será también «la morada de Dios entre los hombres» (Ap 21,3), la Iglesia doméstica" (LG, 11). Si el acontecimiento que anuncia la Iglesia es, como resume San Juan, que "el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros", entonces ya no existe ninguna morada digna del hombre que no sea simultáneamente una morada digna de Dios. Si la familia está llamada a ser "íntima comunidad de vida y de amor" ello no puede entenderse sólo desde el horizonte del amor humano sino también, y simultáneamente, del amor divino.

En efecto, todos conocemos por experiencia propia las grandezas y miserias de la vida humana, de la diaria convivencia. Sabemos también de las dificultades por las que atraviesan muchas familias, donde el vínculo matrimonial se ha deteriorado o está roto. Pero es totalmente distinto el juicio que podemos hacer sobre el valor y dignidad de la existencia, en su concreto y cotidiano transcurrir, si sabemos que el ser humano está abandonado a su propia suerte, a su propia inteligencia y voluntad o si, por el contrario, sabemos que Dios mismo tomó la condición humana como propia, elevándola así a una dignidad inigualable. Precisamente porque somos conscientes de la fragilidad de nuestra libertad y de nuestros propósitos, es que no podemos construir una morada adecuada para el desarrollo de la vocación humana sin invitar al Espíritu de Cristo a ser el cimiento de ella. Sólo la sobreabundancia de su gracia es capaz de suscitar el verdadero amor, aquel que es más fuerte que el pecado y que la muerte, que sana las heridas que recíprocamente nos provocamos, que nos acepta y valora por lo que somos y que forma personalidades libres para una convivencia en paz y amistad.

La casa no es sólo el lugar del acogimiento y de la protección ante la fragilidad, sino también "el lugar de la memoria". En un plano puramente humano no nos es difícil reconocer esta dimensión, pues sabemos que cada uno de los rincones que habitamos está poblado de los recuerdos de aquellas experiencias más importantes que nos han constituido. Quienes por el bautismo, vivimos además de la memoria de la pascua de Cristo no podríamos edificar una morada sin la conciencia siempre viva de esta presencia salvadora. La memoria de Cristo toca dos aspectos muy esenciales de la vida familiar: es, por una parte, una memoria de su fidelidad esponsalicia, nueva y eterna alianza de Dios con los hombres, que se mantiene incólume a pesar de nuestra infidelidad, y es, por otra, memoria de nuestra filiación divina, que corresponde a la plenitud de la conciencia del Hijo, que sabe que su vida ha sido recibida de Otro, pero sabe también que ese Otro tiene rostro personal y puede ser llamado familiarmente "Padre".

La familia puede llegar a ser "morada de Dios con los hombres", como afirmó el Papa en Rodelillo, porque puede comprender en su propia existencia la profunda verdad contenida y revelada en el amor fiel de los esposos entre sí y de éstos con sus hijos, si este amor se mira con los ojos con que el mismo Cristo miró a Dios, su Padre, y a todos los discípulos, a quienes amó hasta el extremo, entregándoles su vida. En este contexto, no hay otra medida para entender la dignidad de la casa que habitamos que la medida de la dignidad del templo, construido no de piedras muertas o de materiales inertes, sino de personas libres, abiertas a la aceptación del don de Dios en sus vidas.

Esta misma imagen del templo familiar vuelve a ser usada por el Santo Padre en su Encíclica Centesimus annus, donde llama a la familia el "santuario de la vida". Y agrega: "En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida" (n.39). La razón que da este texto para que la vida humana deba ser considerada sagrada es que ella es un don de Dios y debe ser entonces acogida y protegida para que se desarrolle conforme a este carácter de don. Amor y vida son así dos términos que encuentran en el ser humano la plenitud de su realización en medio de todo lo creado. La condición para ello, sin embargo, es que el ser humano desarrolle su conciencia de ser persona, es decir, de ser un centro de inteligencia y de libertad que sólo puede ser un fin en sí mismo, indisponible para ser utilizado o instrumentalizado por otros como medio, y que tiene la opción de abrirse a la verdad de la vocación humana o, por el contrario, cerrarse a ella.

Lo que está en juego en el matrimonio y la familia es, así, la naturaleza de la libertad humana y su disposición a dejarse educar, por la razón y la fe, en la verdad de la vocación a la que el hombre ha sido llamado desde el principio. Para la cultura actual, la libertad es la "ausencia de coacción exterior", es decir, en lenguaje sencillo, no dejarse amarrar por nada, tomar decisiones que no tengan consecuencias no deseadas o imprevistas. Por ello, aparece la fidelidad matrimonial y su compromiso de indisolubilidad como una amarra insoportable, más todavía cuando esta decisión se toma a temprana edad, cuando el cuerpo y el espíritu son todavía jóvenes y todos piensan que tienen por delante un camino lleno de promesas y satisfacciones. Se acepta que la indisolubilidad es un ideal al que la mayoría aspira, pero su realización dependería de los resultados y de las circunstancias sobrevinientes, las cuales son impredecibles y no podrían formar parte, por lo mismo, del compromiso original. Un razonamiento análogo atraviesa el modo actual de entender la paternidad, la maternidad y la filiación. Se acepta como inevitable que los niños generen lazos de dependencia con los padres cuando son pequeños, pero ya a partir de la temprana adolescencia, se los abandona a su suerte y se mira con indiferencia su destino. Existen muchos “hijos huérfanos de padres vivos”, dice el Papa en su Carta a las Familias. Son considerados como una suerte de hipoteca a la libertad de sus padres, la cual debe ser levantada lo antes que se pueda, en nombre de la propia libertad de los hijos.

A nadie se le puede ocultar que esta visión de la libertad está ligada a la violencia antes que al amor. La sola presencia de las personas es considerada como coactiva si el vínculo que se deba establecer con ella sobrepasa el acuerdo funcional previamente delimitado en sus plazos y objetivos. Y por eso se busca evitar cualquier tipo de compromiso que sea irrevocable o que implique asumir una responsabilidad global sobre otra persona. Difícilmente, sin embargo, resulta compatible esta actitud con la proclamación de la dignidad humana que se busca poner, por otra parte, como fundamento del Estado de Derecho. La tendencia que se puede observar es la transformación de esta proclama en mero discurso retórico, que siendo en cierta medida eficaz en el plano político, donde se regula la toma de decisiones a través de los procedimientos establecidos, resulta altamente ineficaz en el ámbito de las relaciones personales, como se muestra en el fuerte incremento de la violencia intrafamiliar, de la violencia escolar, en el aumento de la adicción juvenil al alcohol y la droga, en la pérdida de la autoridad paterna, en el incremento de la infidelidad conyugal y de la promiscuidad sexual y, aún más trágicamente, en el aumento de la práctica del aborto, todo ello en nombre de la libertad.

¡Cómo no recordar, en este contexto, el juicio de Evangelium vitae sobre el aborto: "La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura". (n.58).

Este juicio, sin embargo, se puede aplicar analógicamente también a toda persona, a los niños, jóvenes, adultos y adultos mayores. La persona no es, constitutivamente, un agresor injusto del cual hay que defenderse. Evidentemente puede cometer o realizar actos injustos. Ello forma parte de la libertad humana. Pero eso no quiere decir que la libertad de otros deba ser percibida sólo como una amenaza real o potencial a la libertad propia. En el fondo, este concepto de libertad esconde una visión profundamente negativa de la existencia humana misma, totalmente alejada de la posibilidad de considerar la vida como un don, menos todavía como un don de Dios. Parece más bien como una maldición, frente a la cual toda persona existente debe pedir excusas.

Esta cruda visión sobre el modo actual de entender la libertad nos permite comprender en toda su dramaticidad la afirmación del Papa: "Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida" (CA n.39). La cultura de la muerte se fundamenta, precisamente, en la percepción de que todo ser humano por el sólo hecho de existir es un agresor injusto y mejor sería para todos que no existiera. La cultura de la vida, de la cual debe dar testimonio la familia, por el contrario, se funda en la percepción de que toda vida humana es un don de Dios, que tiene la capacidad de buscar y conocer a Dios, de elegir libremente el bien y de comprender que el amor es la plenitud de la ley. Gaudium et spes lo expresa con elocuencia en un párrafo muy hermoso: "Dios, que mira por todos con paterno cuidado, ha querido que toda la humanidad formara una sola familia y los hombres se trataran unos a otros con ánimo de hermanos. En efecto, creados a imagen de Dios..., tienen todos una e idéntica finalidad, que es Dios mismo". Y agrega: "Cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre «que todos sean una misma cosa... como nosotros lo somos» (Jn 17, 21-22), desplegando una perspectiva inaccesible a la razón humana, insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino por el sincero don de sí mismo" (n. 24).

El sentido profundo de esta afirmación se verifica existencial y cotidianamente en la familia, a condición, claro está, que quiera aceptar el don de la vida y la verdad que ella contiene, es decir, el destino a que ha sido convocada. Todos saben que nadie escogió nacer, ni dónde nacer, ni que padres tener, como tampoco los padres escogieron a sus hijos. La vida humana es un proyecto de Otro. Es recibida, no inventada. Este es el dato más elemental y objetivo que toda conciencia es capaz de reconocer, aún cuando no sea creyente. Alguien nos puso en la existencia: nuestros progenitores, y éstos a los suyos en una larga pero específica cadena que nos remonta al origen de todo origen. La pregunta que surge enseguida es entonces la siguiente: ¿Se trata de una cadena de equivocaciones, de actos fallidos o malintencionados, destinados a agredirnos mutuamente y a coartar nuestro espacio de libertad? ¿Es razonable una hipótesis tan conspirativa, cuya única conclusión es no querer aceptar la presencia propia y la ajena como un bien, como un acontecimiento que tiene valor en sí mismo? ¿No es acaso más razonable pensar que esta secuencia de la vida, de la que dependemos como de un delgado hilo, se ha producido porque quienes nos antecedieron en la existencia, la aceptaron con sabiduría y apreciaron la vida como el don más grande que podían entregar a otros?

Es en la respuesta a esta pregunta donde se juega, de la manera más radical, el sentido de la libertad humana. Si la vida humana no tiene valor en sí misma, entonces, toda persona es una molestia, un agresor, de quien hay que defenderse o, en el mejor de los casos, mirar con indiferencia. Si la vida humana, por el contrario, tiene valor en sí misma, entonces toda persona es una compañía hacia nuestro destino, alguien que merece ser aceptada y amada por sí misma, alguien que espera que nuestra libertad potencie la suya para reconocer el bien y alcanzar la plenitud de su existencia. Esto es lo que se pone inmediatamente en juego en la relación de los esposos entre sí y de éstos con sus hijos. Si como nos enseña el Concilio, Dios ama a cada persona humana por sí misma, entonces, el motivo de nuestro amor a ellas no puede ser otro que amar su destino, el modo como Dios les ama y la libertad que les ha sido donada para aceptar por sí mismas el don de la vida que tienen en este mundo y la promesa de la vida eterna en Cristo resucitado. Si nuestro cónyuge ha sido llamado a la existencia para descubrir el amor a Dios y a los hermanos como plenitud de la vida, no podríamos amarle sin perspectiva de eternidad, sin comprender que su libertad se realiza sólo cuando acepta incondicionalmente el don de Dios. Si nuestros hijos han sido llamados a la existencia con el mismo propósito, tampoco podríamos amarles sin comprender su vocación eterna, el modo como Dios los ha amado y busca de ellos la libre aceptación de su amor.

Quisiera concluir esta breve meditación, volviendo a las palabras del Santo Padre en Rodelillo. Dijo entonces: "Todos los pueblos y naciones de la tierra son deudores de la institución familiar. A la familia debe la sociedad su propia existencia. La familia es el ambiente fundamental del hombre, puesto que ella aparece unida al mismo Creador en el servicio de la vida y del amor. Así podemos comprender que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia (FC 86)" (n.2). Estas palabras resumen adecuadamente el dilema de la sociedad de hoy y la tarea evangelizadora de las familias. La afirmación de la Iglesia es que el matrimonio y la familia constituyen la experiencia más básica y fundamental de la sociabilidad humana, aquella que no se deja juzgar por su utilidad o por un cálculo de costos y beneficios, sino sólo por el valor de la persona humana, por la dignidad de su existencia, por la libertad que busca la verdad y el bien sin otro propósito que la realización de la vocación humana en cada persona, cualquiera sea su capacidad, su salud, su productividad, o su condición. Si la familia se destruye, será inevitablemente la sociedad y su compleja trama de intereses de poder la que juzgará a las personas y les determinará los límites de su libertad y vocación. Si florece la familia, en cambio, será la persona la que juzgue las instituciones sociales desde la experiencia más profunda de libertad que pueda concebirse, que es aquella de la aceptación incondicional del valor de la vida y del amor que corresponden no sólo a un don de Dios, sino a la donación de Dios mismo.


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