En nuestra civilización el amor y la libertad son productos y, por consiguiente, el hombre también lo es, y la dignidad igual. En esto veo una gran amenaza. En el fondo, si se entiende así la libertad, tal como hoy se propone, se está dando un golpe mortal al hombre.

Desde el día de la elección de Juan Pablo II, Stanislaw Grygiel, antiguo alumno suyo en la polaca Universidad de Lublín y uno de sus colaboradores seglares más cercanos, no ha dejado de trabajar sobre diversos aspectos de la enseñanza del Papa, publicando muchos de sus escritos en «Znak»y «Tygodnik Powszechny» de Cracovia, primero, y luego en revistas y diarios del mundo entero. HUMANITAS se congratula de contar con su colaboración y con su pertenencia al Consejo de esta revista desde el nacimiento de la misma, hace ya ocho años.

A muy poco de haber sido elegido Karol Wojtyla para ocupar la sede de Pedro –evento cuyo 25°aniversario conmemoramos en este número de HUMANITAS– Grygiel fue llamado por el Pontífice a Roma para dirigir el Instituto Polaco para la Cultura Cristiana y para enseñar en la Universidad Lateranense. Es hasta la fecha uno de los más conocidos profesores del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre Matrimonio y Familia que se creó en esa Universidad romana a instancias del Papa y que han presidido sucesivamente los obispos y eminentes teólogos Carlo Caffarray Angelo Scola.

Entre sus actividades debe destacarse asimismo la creación y dirección de la revista Il Nuovo Areopago, ya con más de dos décadas de existencia y de la cual se han editado alrededor de ochenta volúmenes. Es útil escuchar las palabras con que explica el sentido de dicha publicación: «Fue en el Areópago ateniense donde San Pablo tomó contacto con la cultura europea. Atenas es Europa. El choque de la fe con la cultura griega europea provocó muchas chispas y mucho fuego en el Viejo Continente, y nos parece que también en la actualidad existe un choque entre la fe, la propuesta paulina de Cristo y la cultura europea. Queríamos apuntar hacia algunos problemas centrales, es decir, más bien mostrar las chispas que despide el choque de la fe con la civilización y la cultura» .La conversación con Grygiel se siente, de comienzo a fin, impregnada de esas valoraciones que, según nos señala, son las dominantes en la revista que dirige. Resultan ellas perfectamente coincidentes, por lo demás, con algo sustancial que sabe muy bien transmitir nuestro entrevistado: la visión del hombre que le supo entregar su maestro, Juan Pablo II. Ahondar en ello es, por su parte, el objetivo de esta entrevista.

Ya para comenzar, nos comenta así Grygiel acerca de su tesis doctoral sobre Sartre, que trabajó años atrás en Lublín, precisamente bajo la dirección de Karol Wojtyla, cuando éste era ya obispo titular de Cracovia. Fue el origen de esa antigua y fructífera colaboración con su maestro:

— Se trataba de un intento de reconstrucción de una ética que Sartre había prometido llevar a cabo, pero que nunca se concretó. Mi punto de partida era su filosofía de la conciencia. Creo que hasta el día de hoy, en la actual civilización, podemos observar un cierto sartrismo en lamentalidad de la gente, en el sentido de que todo se reduce a ver y aceptar la realidad en su carácter factual, sin trascendencia alguna. Por consiguiente, la ética ha sido destruida. Para mí, esto es consecuencia directa e inmediata de la tarea filosófica de Sartre. Ciertamente, las raíces son más remotas, pero también operan en forma inmediata, a través de su teatro, por ejemplo.

— ¿Podría ahondar en lo que es el modo de pensar filosófico que usted recibió de su maestro?

— Lo que yo deseo conocer, de hecho, es la realidad. Como la realidad es creada y pensada por Dios, no se puede apartarla filosofía del pensamiento en la fe. Aún más, yo diría que no es posible pensar sin la fe. Se puede construir, pero no pen-sar: será una producción de ideas, una mera ideología. Una cosa es construir algo, pero otra filosofar, pensar, escuchar.

En este sentido, yo soy deudor de Karol Wojtyla. De él aprendí a escuchar lo que es. Y el pensamiento de Dios está presente en lo que es. Él no enseñaba, por así decir, con palabras, sino haciéndonos escuchar la realidad, porque la realidad habla. Como la realidad es creación divina, en ella está presente el pensamiento de Dios. Se trataba, pues, en último término, de escuchar la palabra divina. De ese modo, para nosotros después fue más fácil vincular la filosofía al pensamiento teológico. Pero sucedió también algo más que eso, algo mucho más profundo: nos hizo posible filosofar en la fe.

Quiero agregar todavía, que este escuchar implica otra cosa, que es propia del pensador filosófico. Si yo escucho la verdad de lo que es, entonces obedezco. Por eso, para mí, filosofar en el fondo es también obedecerle a la realidad y es y es imposible la filosofía sin obediencia. Yo debo obedecerle a esta mesa, escuchándole en su verdad. Actualmente vemos cómo en la civilización occidental es imposible filosofar, porque es imposible obedecer, porque es imposible escuchar. Y esto es así, porque en el fondo para nuestra actual mentalidad no existe la verdad; para nuestra conciencia occidental no existe hoy en realidad la verdad. Como no es posible siquiera pensar, tampoco es posible obedecer.

— Pero parece que esto no es sólo problema de la filosofía. También la teología se diría que anda muchas veces por esos rumbos.

— En este sentido me parece que la crisis del pensamiento teológico actual se debe al hecho de que la inspiración del teólogo no sólo está en la filosofía, sino también en la fe. Si en nuestra mentalidad no existe la capacidad de escuchar y obedecer la verdad del árbol o del agua, resulta muy difícil la teología, incluso prácticamente imposible. Los teólogos actuales tienen por consiguiente muchos problemas con la obediencia y la verdad. ¿Quién habla hoy en día de la verdad? En el fondo, existe un problema con la fe y dificultad para creer que el pensamiento divino está presente en el agua. Hay un problema con la obediencia en este momento en la Iglesia y en nuestra mentalidad, con la obediencia a la verdad, a la palabra presente en la realidad. Esta obediencia no es esclavitud. No. La obediencia implica vivir de acuerdo a la verdad, y ahí reside justamente la libertad.

Luego, además del amor y la libertad, tenemos un tercer aspecto, vinculado a los anteriores, puesto que se trata de la misma realidad vista desde diferentes perspectivas, que es la dignidad de la persona humana, producto de su relación con la verdad.

Si uno tiende hacia la verdad, es conducido por ella y conduce a los demás hacia la verdad, entonces es digno. Al hablar de la dignidad de la persona humana, el Papa está muy vinculado a los filósofos medievales, que llamaban dignidad –dignitas– a la persona: «dignitates personae». En polaco, si uno pregunta el apellido de alguien le dice: «cuál es tu dignidad?», que significa: «¿cuál es tu apellido?» «¿Qué dice este apellido?». Dice de qué casa yo provengo, dónde vivo. Y la dignidad de la persona humana nos dice en definitiva que provenimos de la casa edificada en torno a la verdad. Tenemos este patronímico. Si yo vivo en torno a la verdad y hacia la verdad, soy digno. Ésta es mi casa y aquí está la dignidad. Y entonces somos libres. Pues la dignidad implica tener la libertad de vivir de acuerdo a la verdad.

En síntesis, la dignidad implica la libertad e implica el amor; es lo mismo. Aquí me parece que están los tres puntos neurálgicos de la antropología de Karol Wojtyla. En esos reside asimismo el carácter de comunión de la persona humana. Yo no puedo darme, por ejemplo, al árbol, porque eso me alienaría y esclavizaría; sólo puedo darme a los demás seres humanos. Y tengo que darme a la realidad, que luego se me vuelve a dar a mí, con lo cual me enriquezco aún más y no me pier-do, no me enajeno.

Por consiguiente, el amor, la libertad y la dignidad son inconcebibles sin la comunión de las personas en la familia, en la amistad y en la nación, no en el sentido nacionalista del término, sino como familia de familias, tal como entendemos el concepto, por ejemplo, en Polonia. La libertad, el amor y la dignidad nos hacen salir de inmediato de la soledad. En la soledad hay una derrota del hombre, en que todo termina en el abandono. Éstos son, pues, los puntos neurálgicos de su antropología.

¿Qué relación establecería usted entre esta visión antropológica y la Encíclica «Redemptor Hominis», que es como la matriz del magisterio de Juan Pablo II?

— Veo aquí un vínculo esencial. Puesto que yo debo existir en torno y hacia la verdad, ésta constituye un centro alrededor del cual yo edifico mi morada, es decir, el «ethos». Pero yo tengo que dar-me a este centro que genera el orden en mi morada. Y como sólo puedo darme a una realidad que vuelve a darse –ya que de otro modo me perdería, me destruiría a mí mismo, me enajenaría– tengo que darme a la persona. Al darme a mi amigo, a mi mujer, puedo ver ya no sólo, sino junto con ellos, que unidos tendemos, existimos hacia una realidad superior a nosotros, que nos trasciende, a la cual estamos escuchando. Aquí veo de nuevo el vínculo entre la filosofía y la fe; aquí se transfigura la filosofía; éste es el monte Tabor de la filosofía. La filosofía espera este centro.

Ahora, ¿hay o no en este centro una persona más grande que todos nosotros? La filosofía, en verdad, me enseña a esperar la revelación; me en-seña a encontrar lo revelado. En el centro, se revela Cristo a través de nuestra fe. Estos tres puntos neurálgicos de la antropología de Karol Wojtyla se dan en la primera frase de la Encíclica «Redemptor Hominis»: Cristo es el centro de la historia del cosmos.

Ahora bien, la verdad de esta historia que vivo y de la cual también soy autor consiste en darme a los demás y a Cristo. Todo reside al fin en esto. Pero hay también otro problema en la Encíclica «Redemptor Hominis». He dicho que hay tres puntos neurálgicos que nos unen a los demás hombres. Es imposible ser libre, amante y digno sin los demás; en la soledad, esto no es posible. En la soledad el hombre no sabe hacia dónde caminar, es mísero. Por consiguiente, nos encontramos de inmediato en la communio personarum, es decir, en la Iglesia, una Iglesia natural. Aquí tenemos una ontología de la Iglesia, con la venida de Cristo y su revelación .Esta Iglesia natural se transforma en la Iglesia de Cristo, algo muy superior, y es evidente que esta Iglesia debe edificarse a través de nuestro amor virginal esponsalicio, a través de nuestra libertad, a través de nuestra dignidad. Aquí está el segundo punto central de la Encíclica: la única y fundamental vía para la Iglesia es el hombre, pero el hombre unido a los demás en dirección al centro de la historia y del cosmos, que es la persona de Cristo.

Me parece, pues, que la Encíclica «Redemptor Hominis» es prácticamente una manifestación de su antropología filosófica. Pero hay que distinguir bien al respecto, porque en primer lugar lo que hizo Karol Wojtyla es una filosofía, una antropología, y la «Redemptor Hominis» forma parte ya del magisterio de la Iglesia, lo cual es otra cosa. No podemos decir que sea una prolongación de su filosofía, pero sí podemos ver en la Encíclica una espléndida manifestación dada a nosotros a través de la fe, por Dios, por la Iglesia, manifestación, pero no prolongación de su antropología.

Civilización y Cultura

— En el transcurso de los libros que usted ha publicado, se observa una distinción entre los conceptos de civilización y cultura. ¿Podría resumidamente explicar esa distinción? En síntesis, ¿qué representa para usted hacer cultura?

— Para mí civilización y cultura son dos conceptos diferentes. La civilización está vinculada al concepto de Gabriel Marcel de «tener», de «necesidad», concepto que actualmente está también muy divulgado por Manuel Levinás. ¿Qué significa esto? Significa que, para vivir, yo necesito tener algo. Por ejemplo, necesito la silla, porque cada cierto tiempo tengo que sentarme; necesito los anteojos para ver mejor. Todo es muy natural. Las necesidades me mueven a hacer algo, a producir, y puedo producir anteojos ,sillas, y otros objetos con los que satisfago mis necesidades.

Pongámonos en el caso de un sastre que hace ropa, que reduce su vida a eso, a producir y a vender ropa. En definitiva, verá que ha progresado en el hacer, pero él personalmente sigue siendo el mismo. Eventualmente no ha progresado, no ha madurado, no ha hecho nada. ¿Qué ha sucedido? Una gran desilusión, incluso una desesperación.

Hay entre tanto otro concepto de Gabriel Marcel, el «ser». En el ser, el hombre vive lo que Levinás llama el deseo. Yo deseo ser y poder presentarme a los demás no a través de lo que tengo, sino a través de mi ser, tal como Dios se presentó a Moisés: «Yo soy el que soy». Es muy humillante ver cómo la gente, cuando se le pregunta «¿quién eres?», dice «Soy Presidente de la República». Eso es muy poco, no es nada. En el Fausto de Goethe, cuando Mefistófeles le dice a Dios «¿Has visto cómo se comporta el Doctor Fausto?», Dios responde: «Tú querías decir ‘Mi siervo Fausto’». La identidad de Fausto no reside en ser doctor, en su función o grado académico, sino en ser siervo de Dios, en estar ligado a Dios y en la dignidad o el amor, que es lo que nos identifica. En último término, la identidad en el ser proviene del pensamiento de Dios, que nos ve tal como somos.

¿Dónde están entonces la civilización y la cultura? Para mí, esta producción de anteojos, sillas, de las ciencias de los conocimientos, del saber hacer algo, saber construir fábricas, saber escribir libros, saber hacer bombas atómicas, y tantas cosas más, esto, para mí, es la civilización técnica, vinculada a las necesidades y al tener. Pero cuando uno, al fabricar los anteojos, al escribir libros, crece y acrecienta su ser en el propio actuar de dicho ser, es decir, en el amor y el conocimiento de la verdad, entonces tenemos la cultura.

La palabra cultura viene de «cultivar», «coleo», «colere». Cultura es un participio futuro: las cosas futuras que nacerán. No es de los productos que nace el futuro. Éste nace de aquello que cultivamos en nosotros haciendo esto o aquello.

— ¿Cree usted posible ser un hombre civilizado y sin cultura? ¿Incluso, siendo civilizado, vivir una anti-cultura y potenciarla?

— Sí, evidentemente. Y puede ser así porque sin cultivar estos valores que me permiten ser libre, amante de la verdad y digno, no puedo ser el que soy, tal como Dios se presentó: «Soy el que soy». ¿Cuáles son estos valores? Son valores unidos al ser y no al tener, es decir, sobre todo amar, conocer la verdad, comportarse de acuerdo a la ver-dad, de acuerdo a la justicia, ser justo; serlo, por ejemplo, en relación con el agua, es decir, comportarse de acuerdo a la verdad del agua, obedecerle a la verdad del agua. Si nosotros actuáramos desde este punto de vista cultural, no tendríamos actualmente problemas ecológicos. Tenemos estos problemas porque no obedecemos a la verdad del agua, del bosque, del aire.

Asimismo, tenemos problemas morales desastrosos en la sociedad porque no obedecemos a la verdad del hombre, de la familia. Existe una analogía entre los problemas ecológicos y los problemas negativamente morales, es decir, los desastres que ocurren en la familia, en la sociedad. Por consiguiente, estos valores, cultivados, constituyen propiamente nuestra cultura.

Yo he acuñado el término «productura». La cultura reside en el deseo, en el obrar, es decir, en el amar, en el conocer, en el hacer justicia, hacer la paz, en el obrar pacíficamente. Esta es la cultura. Si reducimos nuestra vida sólo a hacer anteojos, libros, zapatos, a producir cosas, no vivimos en la cultura, sino en la «productura». Se puede ser un gran productor sin ser un cultivador. En este sentido, se puede ser civilizado sin cultura, incluso en contra de la cultura. Yo veo cómo la «productura», esta civilización técnica vinculada al tener, se ha reducido a sí misma, se ha encerrado en su propia inmanencia, y automáticamente es anticultura, porque es contraria al amor, la libertad, la dignidad, la justicia y la paz.

— Usted ha defendido la idea de que toda cultura tiene un genio que le da su nombre de origen. En el caso de Occidente, usted ve este origen vinculado a Aristóteles y a otras grandes figuras de la cultura griega. Ahora bien, ¿en qué medida le atribuye importancia a los impulsos místicos y no meramente especulativos en el origen de una cultura?

— Prescindiendo en este momento de la fe y la revelación, pienso que la cultura tiene siempre orígenes místicos. Si en un continente no hay un genio místico, es imposible que surja la cultura. Puede haber una gran «productura» muy eficaz, perfecta, precisa, matemáticamente estupenda, pero nunca estará presente la cultura. Pienso que la cultura europea nace incluso dedos místicas: de la griega y de la hebraica. La hebraica es más que mística porque en ella también existe la revelación en la mística.

Se refiere usted al fenómeno cultural judeo-cristiano...

— Ciertamente. Pero hay también otra mística, que podríamos llamar natural, que yo considero profética. Es la mística de algunos griegos, los clamores proféticos de los trágicos griegos: Esquilo, Sófocles, Eurípides. De hecho Esquilo clama:«Revélate, oh, Dios, revélate, porque así no se puede seguir viviendo». Otro tanto hace Sófocles. Luego, están los presocráticos, asimismo muy inclinados a la mística. Heráclito es un genio ético, pero no tan sólo ético, como también Sócrates. Por fin Platón está de lleno en lo místico.

La civilización, la «productura» me parece que comienza con Aristóteles: es racionalista y experimentalista. En cierto modo, allí se inicia la decadencia del pensamiento griego. No por casualidad los padres de la Iglesia se basaron en Platón y no en Aristóteles para su teología. Incluso Santo Tomás de Aquino es platónico en su teología. A mi modo de ver, la filosofía de Aristóteles no se presta tanto para el teísmo. El dios de Aristóteles es un holgazán, es perezoso, no hace nada. Es amado, pero él no ama y no sabe que es amado. Por eso digo que aquí ya hay una declinación.

No obstante, tendrá que reconocer que en Aristóteles hay un patrimonio e ideas de inconmensurable alcance...

—Sin duda. Hay ideas estupendas sobre ética y política. Mal que mal era discípulo de Platón y algo de él tiene que haber heredado. Pero en Platón lo encontramos todo desde el punto de vista de la cultura. Ahora bien, en la filosofía de Platón también se dan amplias posibilidades para la razón; no en vano fue él quien hizo posible a Aristóteles.

¿Dónde entonces radica en definitiva la cultura?

— En los místicos y en los santos. Fue una gran gracia otorgada a nosotros el que Dios se haya revelado precisamente en Europa. No sabemos por qué Europa fue elegida, pero hay una gran convergencia de la mística y la cultura que nace, y luego de la revelación.

¿Por qué actualmente existen tantas dificultades, por ejemplo, en la Iglesia? Porque cada vez hay mayor carencia de cultura. Hay una gran «productura», pero falta la cultura. Así, para Dios, con su palabra, resulta difícil penetrar; Dios sólo puede entrar en las personas humanas libres, amantes y dignas, es decir, donde se encuentra la cultura. Es por eso que Juan Pablo II pone acento en la fe y la cultura, que constituyen un todo orgánico.

Hay claramente en su planteamiento una suerte de simbiosis entre la filosofía y la fe.

— Es justamente eso lo que trato de decirles a mis estudiantes y escribir para los demás. Actualmente, la filosofía, tal como se hace entre nosotros –y también la teología en algunos casos, pero yo sólo hablo de la filosofía–, se ha convertido en un elemento de la «productura» y no de la cultura. La filosofía actual está contra la naturaleza de sí misma, porque en vez de estar al servicio de la sabiduría y la verdad se ha convertido en un adulterio, un adulterio con las cosas que se producen.

Producir, producir y producir, incluso sistemas, ideas, ideologías eficaces, convincentes. Quiero tener consenso para poder hacer algo, obtener algo, tener, hay que tener. La filosofía en cambio nace sólo en unos pocos del deseo de ver.

Actualmente, por ejemplo, la filosofía aprueba los experimentos con criaturas en el regazo materno, los experimentos para incrementar las ciencias. ¿Por qué? Porque se ha convertido también en un elemento de la «productura» y ya no es cultura. ¿Y por qué no es cultura? Porque le falta el momento místico del contacto con la realidad, el escuchar la palabra del agua, lo que dice la estrella, lo que dice el árbol, sobre todo lo que dice el otro. No se escucha, no se obedece. Hoy día el filósofo se dedica a construir el mundo. Existe un mundo artificial donde él produce. En este sentido digo que es «productura». La mística consiste en escuchar.

La agricultura como símbolo

Hablamos de la filosofía moderna y contemporánea. De la fenomenología, de Husserl y de Scheler. Stanislaw Grygiel comenta:

— En relación con el amor y la unión de la fenomenología y la metafísica me gustaría recordar las palabras de San Juan en la Primera Epístola: el amor no consiste en lo que tenemos, sino en el hecho de haber sido ya amados. Es decir, en el amor yo debo escuchar la forma en que soy amado, porque de esa forma tengo que amar. En esto no basta la fenomenología y se requiere la metafísica y en el fondo la fe.

Sin fe, la metafísica se convierte en ideología, en construcción pura, y la fenomenología se convierte en una descripción de mis propias impresiones, pensamientos, deseos y caprichos; pero estos pensamientos son construcciones y no el pensar. El pensar implica escuchar.

Usted ha mostrado que existe cierta relación entre lo que es hacer cultura y el que hacer agrícola. Me parece también, por lo que acaba de explicar, que usted ve en la cuItura un asumir la naturaleza y el cosmos. En este sentido, ¿qué problema presenta para la cultura una sociedad como la de nuestros días, donde lo agrícola pasa a segundo plano?

— El término «hacer» me parece peligroso en relación con la cultura, ya que en sentido estricto sólo puede hacerse una cosa, algo que se puede tener. Para la cultura yo prefiero emplear otro término filosófico, que es «obrar», es decir, amar y conocer: agere. Y este agere es propio de la persona humana.

Creo que en el trabajo de un agricultor tenemos precisamente un símbolo de la cultura. Él cultiva la tierra, prepara la tierra poniendo una semilla para recibir algo más, que no se explica únicamente con la tierra y mediante la tierra. El agricultor trabaja, pero en lo esencial de su trabajo se encuentra la esperanza. Él espera, ya que el fruto final de su trabajo no depende de él, sino de otras cosas. De este modo, él aprende en la vida a escuchar y a obedecer a la verdad. Él ve que no todo en la vida es producto de su trabajo y sobre todo que la vida misma no es producto, que lo esencial trasciende el ser producto. Hay un don que él recibe. En la «productura», un obrero que no es sino un obrero, no espera, porque sabe que si actúa de determinada manera se obtendrá un producto; pero al reducir la vida a ese actuar él pierde la capacidad de esperar y la capacidad de recibir, porque piensa que toda la construcción depende de él. El obrero es muy susceptible de autodivinización y en la civilización actual hay por lo general una autodivinización. ¿Por qué? Porque nos hemos limitado precisamente a ser obreros y no sabemos esperar, no sabemos recibir, creyendo que podemos producirlo todo, incluso nuestra vida y también la muerte, con el aborto y la eutanasia.

En cambio, el verdadero agricultor sabe que no puede producirlo todo. Las cosas esenciales, las cosas fundamentales, sólo pueden recibirse como un don.

Nuestro interlocutor retorna aquí al tema general de la civilización contemporánea para enfatizar lo siguiente:

— Hay un problema grave, para cuya comprensión también nos podemos servir de la enseñanza de Platón. En cuanto al hombre que espera –sea el que fabrica zapatos u otros productos en esta vida, pero que sobre todo espera recibir mucho más de Dios– el filósofo griego dice que éste establece un vínculo entre la vida presente y la otra orilla, construye un puente. Es un pontífice. La dificultad actual nuestra –y de la misma Iglesia– se debe al hecho de que estamos reducidos a simples operarios, que sabemos hacer determinadas cosas a la perfección, pero cada vez hay menos hombres capaces de construir puentes con la otra orilla de la vida. Es decir, cada vez hay menos pontífices. A consecuencia de lo cual falta la cultura, ya que ésta nace de la obra de los pontífices y no de los operarios.

— ¿En qué medida la vida política, la organización de la «polis», su gobierno mismo, debe estar impregnado de esta visión de la cultura? ¿En qué debe consistir su relación con la cultura en este sentido profundo de la misma, y no tanto de producción de eventos y administración de estudios?

— Creo que la cosa se reduce al fin a algo muy simple. Si la economía y la política quieren ayudar al hombre a ser él mismo, deben obedecer, escuchar la verdad presente en el hombre. Deben edificar «el puente» hacia la verdad. En otras palabras, deben ser pontificales y no sólo una fase del «simple operar». Deben transfigurarse en la cultura, ya que de otro modo ocurrirá un desastre.

El problema que se plantea inmediatamente es cómo se realiza esto...

— Efectivamente. Y esto no puede hacerse mediante un sistema, porque sería una producción, sino que a través de hombres ya transfigurados. Si el hombre, al producir, es ya amante, libre y digno, su producción es cultural. Otro tanto ocurre con la política, que en tal caso será cultural, no un mero elemento de la «productura», sino un momento esencial de la cultura y en la cultura. Pero no se trata en primer lugar de ver cómo convertir a la política y a la economía en cultura. Ese planteamiento no es correcto. Se trata de ver cómo hacer que el hombre sea libre, digno y amante, porque entonces el político convertirá a la política en cultura y no en civilización o «productura». Lo mismo ocurre con un banquero o un industrial. Si él es culto en el sentido que hablamos, su política y su economía serán también parte de la cultura.

Este error yo lo observo también con frecuencia en la acción pastoral. No se trata de cómo hacer, sino de cómo ser. Si el sacerdote es un místico cultural, su pastoral será mística y cultural; de lo contrario, será una «productura» pastoral. Lo mismo vale para la política y la economía. La primera cosa esencial es rezar, pedir, porque en primer lugar se requiere la conversión del hombre; un hombre convertido en el amor, en la libertad, en la dignidad, que sea capaz de edificar culturalmente la morada político-económica. El problema central del hombre es la conversión y no el cómo hacer. También el pastor, el sacerdote debe comenzar por convertirse. No es un problema técnico.

Creo que nuestra situación actual es muy difícil. Por ejemplo, todos los sistemas comunistas han sido edificados en la «productura» y también el sistema occidental es una «productura». Actualmente, los políticos y economistas son productores, pero no cultivadores. Por consiguiente, la política y la economía sólo son «productura» y carecen de cultura. Por eso tenemos problemas con la justicia social, tensiones y agresiones, porque en la política y en la economía falta la cultura.

En América del Sur –y en todas partes– si uno pretendiera hacer algo contra la economía y la política no culturales, pero de un modo que no sea cultural, perdería su tiempo. Se requiere la conversión, que es condición de la cultura. Se trata de vencer el mal, con el bien, como dice el Papa Juan Pablo II. Este fue el equívoco en que se sustentaron, por ejemplo, ciertas teologías de la liberación; la «productura» debe transfigurarse mediante la cultura y no con otra «productura».

Cuestión de horizonte

Usted ha explicado muy bien, en otras ocasiones, el hecho de que la secularización cancela la posibilidad de un pensamiento y una existencia escatológicos. ¿Qué problema presenta esto al sentido y al valor de la existencia personal terrena?

— Toda nuestra comprensión es posible gracias al horizonte. Sin horizonte todo es caótico y no podemos comprender nada. Los griegos decían que el caos se transfiguró en el cosmos. El orden se produce cuando el cielo se une con la tierra, y en el punto de unión entre el cielo y la tierra nace el horizonte.

Si nosotros fijáramos el horizonte un poco más acá de aquel punto de unión entre el cielo y la tierra, muchas cosas escaparían a nuestro entendimiento y todo dependería al fin de nuestro punto de vista para comprender. Bastará con que yo dé un paso adelante o un paso atrás, a la izquierda o a la derecha, para que todo cambie y de inmediato nos encontremos con el relativismo, y de éste surge el indeferentismo ante la verdad. Sólo cuando el horizonte no depende de mí, sino de la unión del cielo con la tierra, es posible una comprensión total del mundo. El punto de vista no lo dará entonces mi posición, sino la del horizonte.

De este encuentro nace la mitología griega. En el nacimiento de la cultura ya podemos ver esta mística, la escatología, con la presencia del cielo sobre la tierra. La escatología es indispensable para poder comprender la totalidad de lo que es, incluyéndome a mí mismo. Si no hay esto, toda comprensión no será sino una producción mía, que dependerá del punto donde yo me encuentre, nada más; no es una aceptación de la verdad sino su producción, con lo cual ya no es verdad.

Hay otra figura que me resulta también clarificadora. Nosotros existimos hacia el horizonte, siempre miramos hacia el horizonte y así podemos comprenderlo todo. En nuestra cultura, tenemos dos imágenes en este sentido. Una es la de Ulises. ¿Hacia dónde tiende él? ¿Dónde está su horizonte? En Itaca. El horizonte no estará siempre a distancia de él, porque al fin un día llega a Itaca y se reúne con su mujer, en su casa. ¿Dónde estará entonces su horizonte, hacia dónde tenderá él con su mujer? Él mismo es ya el horizonte. Aquí se ve el mundo cerrado a la escatología. Distinta es la imagen de Moisés cuando sale de Egipto. ¿Dónde está su horizonte? ¿Dónde está la tierra prometida? San Pablo dice que hasta morir Abraham y Moisés saludaban la tierra prometida mirando a lo lejos. De ese modo podían comprender su propia muerte, ya que el horizonte estaba lejos, donde el cielo y la tierra se encuentran. Itaca no era el punto de encuentro entre el cielo y la tierra, estaba más acá de ese punto, razón por la cual escaparon muchas cosas a la comprensión de Ulises. A Moisés no le ocurrió eso y pudo comprender incluso la muerte, gracias al horizonte de la tierra prometida. La tierra prometida es precisamente el punto donde el cielo se encuentra con la tierra.

El horizonte siempre está presente en nuestra vida, se encuentra dentro de nosotros, es «intimior meo» como dice San Agustín, es el lugar donde Dios desciende en nuestro interior y se encuentra con nosotros. Por eso, quien desea mirar lejos debe mirar dentro de sí, como hijo pródigo, que al hacerlo recordó la casa de su padre.

Esta negación de la dimensión sacra que caracteriza a la cultura contemporánea –negación de la relación padre e hijo, sustituida por la relación amo y esclavo, ha señalado usted– ¿en qué medida es el aval de una cuantificación generalizada de la realidad que amenaza con el más crudo materialismo?

— Esto tiene absoluta coherencia en relación con todo lo que hemos dicho. Sobre todo si partimos del tener y del ser, de las necesidades y el deseo de ser y del horizonte. El horizonte de Ulises era propio de él. Itaca, la casa, etc.; el horizonte de Moisés no era una posesión. El horizonte que somos nosotros es nuestro interior, donde Dios desciende y se encuentra con nosotros, como el cielo se encuentra con la tierra; no es una posesión nuestra sino nuestro ser. Pero sólo el ser puede conocerse y amarse, y mientras más se conoce y ama, es más él mismo.

Con la posesión no ocurre lo mismo, porque en esto las matemáticas son muy crueles y diez no son veinte.

Hay quienes objetan este punto de vista, porque si alguien produce más eso les permitirá a los otros también producir más.

— Si yo doy lo que poseo –y aquí están las matemáticas–, si tengo cien y le doy a usted noventa, sólo puedo darles diez a los demás. Sin embargo, si en el dar está presente la cultura, si estoy presente yo mismo en mi deseo de ser, si estoy presente en los noventa que le doy a usted y en los diez que doy a los demás, se hace presente la cultura y se salva la limitación humana. En el plano de la cultura, del ser, si yo me ofrezco a los demás, me doy a los demás y trabajo para ellos, soy cada vez más yo mismo.

Pero hay que saber recibir estos diez. Pienso que ningún regalo es aceptable sin mi presencia en él. Por ejemplo, si yo le doy una flor a una niña y no estoy presente en esa flor, no hay un don, sino que estoy tratando de comprarla a ella.

«Timeo Danaos et dona ferentes»: temo a los griegos cuando traen regalos, porque me atemoriza cualquier regalo en que siento o adivino que el donante no está presente y quiere comprarme.

La justicia verdaderamente humana se hará en la sociedad actual cuando estemos presentes en lo que producimos, repartimos y damos a los demás. Si un señor «X» está presente en lo que produce, lo que hace es un don cultural y no sólo un producto para la compraventa. Así cambia el mundo, se transfigura y se hace justicia humana, propia de la persona humana. En este sentido también podemos citar la escena del Evangelio del óbolo de la viuda. Ella dio más a pesar de que dio mucho menos que los ricos, porque dio todo de sí misma eso y estaba presente en su dádiva.

La justicia propia del ser humano, es un elemento de la cultura. La cultura, al no ser “productora”, no es algo matemático: es hacer justicia a la verdad de las cosas, al hombre. Y para poder hacer justicia al hombre yo tengo que conocerlo, tengo que conocer su verdad, es decir, en el fondo tengo que conocer a Cristo, porque en Cristo yace la verdad del hombre. Ahora, hacer justicia a Cristo no significa distribuir los productos dándole diez a Cristo y diez a cada uno de los apóstoles. No reside en eso el problema de la justicia. El mismo Cristo trató de diferente manera a Pedro, a Juan, a Santiago y a María, llegando incluso a ser cruel con su madre; pero era justo, porque a cada uno de ellos le daba lo que exige la verdad, de acuerdo al pensamiento de Dios.

La justicia propia de la persona humana es la que se da en la relación entre padre e hijo. El padre exige mucho más del hijo, lo castiga. En cambio, la justicia entre el siervo y el amo es matemática. “Yo te pago de acuerdo a lo pactado y no te castigo ni te exijo”. Al siervo no puedo exigirle un sacrificio, no puedo decirle: “Mira, en este momento no tengo dinero y este mes no te voy a pagar”; pero a mi hijo sí y a éste le doy menos que al siervo, le trato peor, dándole a mi hijo diez y al siervo cien, exigiendo que mi sacrifique noventa, diciéndole: “Hijo querido, no puedo darte sino diez y olvídate de los otros noventa”. Sin embargo, la justicia ha sido mayor con mi hijo, porque hay una relación de padre a hijo donde no está presente la dialéctica. En la dialéctica se requiere la justicia matemática o de lo contrario se producen la revolución y la lucha de clases.

En la relación entre padre e hijo no está presente la lucha. Si el hijo no desea ser tratado como tal sino sólo como un esclavo, comienza a luchar. En la parábola del Evangelio, el segundo hijo, hermano del hijo pródigo, cuando ve que el padre le da todo a su hermano, se comporta como un esclavo y se niega a participar en la fiesta. “Yo siempre trabajo contigo, he trabajado tanto y tú no me das esto”. “Hijo mío, pero tú siempre estás conmigo”, le responde el padre. Eso es justicia. “Estas conmigo. ¿Qué quieres? No te he dado esto, pero todo es tuyo, estás conmigo, haces los mismos sacrificios que estoy haciendo yo, pero a este otro hijo, tu hermano, lo he vuelto a encontrar”. La relación padre-hijo se da entre el padre y el hijo pródigo, mas el segundo hijo, que estuvo siempre en la casa del padre trabajando, aparece como esclavo y quiere ser tratado como tal, es decir, con justicia matemática. Esta parábola se aplica muy bien a los problemas sociales de la actualidad.

Para mí, el error central del comunismo radicaba en tratar mal al hombre, reduciendo a todo el mundo a la esclavitud. “A todos hay que distribuir así: 10, 10, 10, 10. De lo contrario, se produce la lucha” se sostenía. Por consiguiente, todos debíamos comportarnos como esclavos. El error básico del comunismo, su injusticia para con el hombre, está en haber destruido en la cultura la relación d padre e hijo y la relación fraternal. En eso hay una injusticia radical.

Es muy común en los últimos años que se rinda homenaje a la nueva era de la libertad. La palabra “libertad” se escucha ya se con referencia al ámbito familiar, al social o al eclesiástico. En el marco de lo que usted ha explicado. ¿qué futuro avizora para la libertad?

— Si la verdad es un momento de la cultura, si es un momento divino, nuestra libertad también lo será. Actualmente, en la atmósfera de la “productora”, la libertad también es un producto, ya que proviene de la verdad producida.

¿En qué consiste, en efecto, la libertad para un hombre de esta civilización? En último término en poder imponerle a cada ser, incluido el hombre, la identidad que él desea. Actualmente la libertad consiste en eso: si yo quiero que el elefante se comporte como una rosa hago todo lo necesario para conseguirlo, forzándolo incluso. Yo tengo una idea del hombre y lo defino de una manera determinada, a mi antojo, y tengo que encontrar la forma de poder constreñirlo a comportarse de acuerdo a mi definición. Por ejemplo, si yo decido que el hombre no es sino un instrumento para producir o un medio para acrecentar la ciencia, el problema sólo consiste en encontrar la forma de obligarlo a comportarse de acuerdo a ese esquema. Es así como hemos alterado el agua, por ejemplo, así también forzamos y violentamos las flores y los árboles. Así por fin violentamos al hombre.

Si yo hoy quiero ser algo y mañana otra cosa, mis deseos constituyen una mera reacción a los estímulos externos, son caprichos. Para poder ser libre, una rosa debe tener la posibilidad de existir, comportarse como rosa y no como elefante.

El hombre, si quiere ser libre, debe crearse la posibilidad de tener un comportamiento de hombre. Hay que saber en primer lugar qué es la rosa y qué soy yo y no qué deseo yo hoy. Tengo que escuchar, igual como ausculta el médico cuando pone su oído en mi ser, y sentir lo que soy. Por consiguiente, la libertad va unida a la verdad, nace de ella.

Por desgracia la libertad es actualmente un elemento político y productural. Hay que producir placer, se produce. Hay que producir hijos que no vienen naturalmente, se acude a la probeta: es el hijo instrumento. En nuestra civilización el amor y la libertad son productos y, por consiguiente, el hombre también lo es, y la dignidad igual. En esto veo una gran amenaza. En el fondo, si se entiende así la libertad, tal como hoy se propone, se está dando un golpe mortal al hombre.

En este sentido podría recordarse la perspectiva del racionalismo ilustrado y luego de la Revolución Francesa, porque entonces el concepto de libertad es precisamente ése. Creo que con la Revolución Francesa se abrió el camino hacia la idea de la libertad como producto. ¿En qué consistió la Revolución? En producir la libertad, la igualdad y la fraternidad. Las tres cosas como productos. Se trató de tres momentos de la “productora” y no de la cultura.


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