Se hizo patente que hombres que en el decurso del Concilio parecían aunarse en un conjunto de tesis sobre la renovación de la teología y de la vida de la Iglesia, comprobaban después –ellos mismos– que su sentido de la Iglesia difería, que los caminos de comprensión de la fe se distanciaban. La cuestión que estaba en el fondo del drama era, en efecto, la interpretación del Concilio, sobre todo a la hora de comprender la posición del cristiano en la historia y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. 

Esquemas preconcebidos de comentarios al Vaticano II

Con motivo de los cuatro decenios que han transcurrido desde el término del Concilio Vaticano II se han dado y siguen dándose escritos conmemorativos y comentarios de diversa índole. Entre los procedentes de los periodistas se observa cierto esquema temático con pocas variaciones: Después de recordar la inolvidable figura del Papa Juan XXIII y la gran novedad del Concilio, contrastada por lo común con una imagen negativa del Papa Pío XII y de la Iglesia preconciliar, se exalta la primavera eclesial que produjo el Concilio y se lamentan ciertos fenómenos de «involución» y de ralentamiento causados por el centro de la cristiandad, por la curia o por el Papa mismo. Algunos, citando a Karl Rahner, hablan del «invierno eclesial» o de «retroceso» durante el pontificado de Juan Pablo II. Otros llegan hasta el extremo de referirse a una pretendida «noche oscura» de la Iglesia. Habitualmente tales balances finalizan con la enumeración de las tareas pendientes de la Iglesia y de los desafíos venideros, de cuyo repertorio constituyen parte infaltable la ordenación sacerdotal de hombres casados y de mujeres, el cese de la ley del celibato, la elección «democrática» de los obispos, la admisión a la comunión eucarística de los divorciados, un cambio radical de la teología moral en materias ligadas a la sexualidad, un ecumenismo de «brazos más abiertos». El lector común y corriente, aunque no concuerde con todos los acápites de tales presentaciones, difícilmente podrá sustraerse al hechizo de su aparente lógica. La categoría de los católicos desconcertados a causa de lo que en diversas publicaciones se les inculca, sigue creciendo.

Escrutando con algún rigor, tales líneas de argumentación se re¬montan siempre a la misma fuente, el teólogo disidente Hans Küng y comparten con él una actitud de inmovilismo y de insensibilidad frente a la vida real de la Iglesia. En este sentido es útil releer la carta que el no excesivamente tímido Küng dirigiera al colegio cardenalicio en abril de este año para trazarle el perfil del nuevo Pontífice que, según él, requeriría la Iglesia católica. El notable documento fue publicado a tambor batiente por The New York Times y constituye la enciclopedia más completa de las opiniones que todo periodista que se precie de abierto y progresista «debe» tener. Raya en lo cómico que el resultado de la solemne misiva fuera la elección por parte de los cardenales de Joseph Ratzinger como Sumo Pontífice, lo cual Küng se apresuró a confesar que había sido «la decepción más grande» de su vida. De todos modos, el principio de dicha carta, al observar que, «junto con su ex compañero de Tubinga, Joseph Ratzinger, probablemente ellos sean los últimos teólogos del Concilio que se mantienen plenamente activos», ayuda a percibir que estos dos apellidos germánicos, Küng y Ratzinger, señalan con meridiana claridad los dos caminos recorridos por la cristiandad en el tiempo del postconcilio.

Es cierto que ambos fueron teólogos igualmente brillantes del Vaticano II y que Küng con su Concilio y unión de los cristianos y Ratzinger con su Introducción al Cristianismo marcaron los grandes hitos. Es cierto también que por instancias del profesor Küng, el profesor Ratzinger pudo ocupar cátedra en Tubinga entre 1966 y 1969. Pero precisamente en esos años se bifurcaron sus caminos.

De los años felices al cruel despertar de 1968

El Concilio Vaticano se había situado al final de un tiempo de exitosa recuperación de Europa, y especialmente de Alemania, de los estragos de una guerra provocada por los grandes líderes ateos. La democracia cristiana de Adenauer, Schuman y De Gasperi había logrado no sólo una prosperidad calificada de milagrosa, sino que además había puesto las bases de la Unión europea, reconocida por los expertos como la «única gran medida positiva lograda por los estadistas del siglo XX». Francia, en la era de De Gaulle, había recuperado después de su derrota de 1940, su status de potencia internacional. En las Iglesias continuaba el auge de las vocaciones religiosas, que había sido bruscamente coartado por la Segunda guerra mundial El ambiente optimista y esperanzador que se respiró en la época del Concilio se comprende mejor con estos antecedentes y en esta tónica habría que releer el discurso de apertura del Papa Juan XXIII, con su tantas veces citada advertencia contra los «profetas de calamidades» y los «Mensajes del Concilio a la Humanidad», por medio de los cuales una Iglesia, al final de cuatro años de trabajo, ofrece al mundo «la buena nueva del Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia».

Pero entonces se alzó el telón del llamado «Drama del primer Postconcilio»: A pesar del gran éxito que había sido el Vaticano II y de su recepción favorable en las Iglesias, en vez de la esperada primavera, en vez del aire fresco de las ventanas abiertas de la Iglesia, ésta tuvo que presenciar azorada y confundida la defección masiva de sacerdotes y religiosas, la espectacular caída de las vocaciones religiosas, la inseguridad doctrinal, la pérdida del impulso misionero, el abandono de la educación católica por una gran parte de los religiosos encargados de ella, la disminución vertiginosa de la asistencia de fieles a la misa dominical, toda clase de impugnaciones a la autoridad, para alcanzar el año 1968 una fatídica cumbre de desventuras espirituales: revolución de los estudiantes en París, propagada después a otras universidades del mundo, como la de México, donde tuvo lugar una trágica matanza de estudiantes, resistencia no disimulada contra la encíclica Humanae vitae del Papa Pablo VI, brutal intervención de las tropas del pacto de Varsovia para acabar con la llamada «primavera de Praga», manifiestos negativos con ocasión de la primera visita de un Papa en Hispanoamérica (Bogotá 1968), segunda asamblea plenaria del CELAM en Medellín, que por su sesgo más bien sociológico que teológico dio alas a la naciente teología de la liberación, asesinatos emblemáticos de Martin Luther King y del senador Robert Kennedy, festival de Woodstock de los jóvenes de onda hippie y propagación masiva de la anti-música rock, junto con el inicio de la drogadicción juvenil. Hasta en las alejadas playas de Chile se hizo sentir el oleaje del descontento en la toma de la catedral de Santiago por parte de clérigos y religiosas efervescentes y eso a sólo un año de la traumática toma de la Universidad Católica de Santiago y de un sínodo diocesano que, junto con su innegable impulso renovador, no careció de estridencias [1]. ¿Era este el mundo nuevo, el comienzo de un «New Age»? Küng y Ratzinger, enfrentados en la universidad de Tubinga a estudiantes que interrumpían a gritos las clases, que para lanzar sus consignas arrebataban el micrófono al docente, tuvieron ocasión para meditar sobre la «renovación de la Iglesia y de la teología» que ambos habían deseado y promovido sinceramente.

Ratzinger y Küng: los dos paradigmas de la renovación de la Iglesia

El profesor Pedro Rodríguez, ex decano de la Facultad de teología de la Universidad de Navarra, resumió en las siguientes palabras la reacción de Joseph Ratzinger en aquel embate: «El profesor Ratzinger advirtió en toda su radicalidad que la creciente secularización que se extendía en la cultura de Occidente y cuyas raíces ideológicas él mismo había contribuido de manera egregia a identificar y describir, pretendía apoyarse, paradójicamente, en las propuestas renovadoras del Concilio. No todos fueron conscientes de esta realidad o no tuvieron el valor de decirlo. Otros estaban, sencillamente, dentro del oleaje. Se hizo patente que hombres que en el decurso del Concilio parecían aunarse en un conjunto de tesis sobre la renovación de la teología y de la vida de la Iglesia, comprobaban después –ellos mismos– que su sentido de la Iglesia difería, que los caminos de comprensión de la fe se distanciaban. La cuestión que estaba en el fondo del drama era, en efecto, la interpretación del Concilio, sobre todo a la hora de comprender la posición del cristiano en la historia y las relaciones entre la Iglesia y el mundo. A Joseph Ratzinger el tema se le presentaba con la máxima gravedad, precisamente por haber sido él uno de los propugnadores más constantes de la necesidad de una profunda renovación de la teología católica: lo que en el lenguaje de la época se llamaba un ‘teólogo de vanguardia’. Y lo era ciertamente, pero de verdad, es decir, avanzando desde el pleno sentido de la fe católica» [2].

Muy diferente fue en aquella coyuntura la opción de Hans Küng, que anduvo con toda consecuencia el camino desde la fe tradicional de la Iglesia hacia la más completa identificación con las tesis de la modernidad. El Papa que en abril de 2005 tuvo la ocurrencia de proponer a los cardenales, ya no era un Papa católico y la Iglesia que él anhelaba poco o nada tenía que ver con la Iglesia de Jesucristo y de los apóstoles. Antes bien, parece un conglomerado de personas que piensan y hacen exactamente lo mismo que los que no tienen fe. Con las tesis del teólogo suizo quedan abolidas todas las paradojas cristianas que el autor anónimo del Discurso a Diogneto había puesto de relieve ya en el siglo II d.C. La exhortación de Romanos 12,2: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante le renovación de vuestra mente» había sido trastrocada por él en una «renovación» consistente en la más completa acomodación a los cánones vigentes del mundo.

En consecuencia, no se podrán sino reconocer los dos paradigmas de la renovación, planteados indirectamente por el mismo Küng: renovación como adaptación a los valores del mundo (secularización), como la entiende él mismo, o renovación por la recuperación de la identidad y memoria (testimonio de la verdad), como la entienden Juan Pablo II y Benedicto XVI. Para quien pretenda ser discípulo fiel de Cristo y tenga conciencia de la tradición apostólica, no pueden caber dudas sobre cuál de estos dos caminos de renovación es el más apropiado.

El Sínodo extraordinario de 1985

Ya en 1985, a los veinte años de la clausura del Concilio, se habían hecho sentir las inquietudes en torno a la aplicación de éste. En enero de ese año Juan Pablo II se adelantó a las especulaciones de los medios de comunicación y convocó para los meses de noviembre y diciembre siguientes un Sínodo extraordinario, el cual estaba destinado a revivir aquella magna asamblea eclesial, a verificar colegialmente su aplicación y a profundizar sus enseñanzas para proyectarlas más eficazmente al futuro. La interpretación del Concilio, más que de las intuiciones de los teólogos o de las comunicaciones asertivas de los periodistas, debía ser obra de los mismos obispos reunidos en sínodo. El Papa hablaba de una «clave sinodal de lectura del Concilio», la única recomendable para la interpretación, aplicación y desarrollo del Vaticano II. Tal concatenación de concilio y sínodo es perfectamente natural si se recuerda que los sínodos vaticanos no son sino una prolongación de la acción del Concilio e instrumento de colegialidad. Al instituirlos el 15 de septiembre de 1965 con su breve «Apostolica sollicitudo» Pablo VI había definido su finalidad declarando: «Con intención de que una vez terminado el Concilio continuara afluyendo al pueblo cristiano esa gran cantidad de beneficios que hemos advertido en el tiempo del Concilio».

Veinte años más tarde, por más que se hayan producido muchos nuevos acontecimientos, tal recomendación seguía siendo válida y no podía ser descuidada. Incluso en este cuadragésimo aniversario se podría pensar en una clave sinodal de lectura del Concilio partiendo del sínodo recién finalizado sobre la Eucaristía.

La aplicación de las directrices conciliares y la atención al tantas veces evocado «espíritu del Vaticano II» en realidad fueron una preocupación constante del pontificado de Juan Pablo II. Este, como arzobispo de Cracovia, había participado muy activamente en los trabajos conciliares; posteriormente había publicado un «Estudio sobre la puesta en práctica del Concilio Vaticano II» y en el transcurso del año 1985 había dedicado diez reflexiones a este tema en la hora del Angelus dominical. Cada una de las 14 encíclicas de su pontificado se deriva de los grandes temas del Concilio. Afirmar, pues, como lo hace Küng, que «en contraste con la época de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, en grandes partes de la Iglesia actual prevalecen el pesimismo y el derrotismo» [3] es una falacia.

En preparación al Sínodo de 1985, la Santa Sede planteó a las conferencias episcopales de todo el mundo las siguientes tres preguntas:

1. ¿Cómo ha sido acogido y aplicado el Concilio?

2. ¿ Qué queda por hacer?

3. ¿ Qué se propone que hay que hacer?

Sobre esta triple base se desarrollaron las intervenciones de los Padres sinodales que, dentro de su diversidad, revelaron ciertas líneas de fuerza. Sin pretender presentar un resumen exhaustivo, destacamos cuatro puntos que nos parecen importantes:

I.- En primer lugar se renovó el aprecio irrestricto del Concilio en su espíritu y en su letra y se hizo el imprescindible distingo en el sentido de que «no todo lo que ocurrió después de éste había sido causado por él («post hoc, non propter hoc»). El cardenal Ratzinger dijo que «el Concilio Vaticano II había hablado de la Iglesia de un modo más completo y más profundo que ningún otro Concilio anterior». Sin minusvalorar los documentos de menor rango (decretos y declaraciones), los Padres vieron en las cuatro grandes constituciones lo más gravitante para la Iglesia y explicitaron tal valoración en la fórmula de «la Iglesia (LG), obediente a la Palabra de Dios» (DV), celebra los misterios de Cristo (SC) para la salvación del mundo (GS). O recomendaron conocer mejor y en forma más completa los textos del Vaticano II: 1. en comunión con Cristo, presente en la Iglesia (LG); 2. en la escucha de la Palabra de Dios (DV); 3. en la liturgia (SC); 4. en el servicio de los hombres (GS). Tal renovación de la estima y plena validez del Concilio era necesaria frente a la impugnación lefebvriana [4] y a la bagatelización de los textos conciliares en que abundaron algunos círculos, al sostener que estos tenían solamente carácter pastoral y no doctrinal. Los Padres sinodales, en cambio, invitaron a superar la «falsa contraposición entre lo pastoral y lo doctrinal, ya que toda pastoral auténtica presenta y promueve la verdad de la doctrina y toda doctrina tiene efectos pastorales».

II.- La segunda línea de fuerza que se desprende de las intervenciones sinodales es que hay que entender el Concilio en continuidad con la gran tradición de la Iglesia. La Iglesia es la misma en todos los 21 concilios ecuménicos, «desde Nicea al Vaticano II». El Vaticano II no anula o invalida el magisterio eclesial anterior. Sobre este presupuesto Juan Pablo II edificó siempre su trabajo por la aplicación del Concilio y con ello queda desautorizada la clave «revolucionaria» con la que especulan muchísimos comentaristas y que les hacen ver «retrocesos» o «involuciones» donde no las hay. Es en la «Carta apostólica «Ecclesia Dei» del 2 de julio de 1988 que el Papa daría formulación oficial a esta doctrina declarando que «Las amplias y profundas enseñanzas del Concilio Vaticano II requieren un nuevo empeño de profundización, en el que se clarifique plenamente la continuidad del Concilio con la Tradición, sobre todo en los puntos doctrinales que, quizás por su novedad, aún no han sido bien comprendidos por algunos sectores de la Iglesia» [5].

III.- Muy provechosa para la actualidad es una tercera línea de fuerza del Sínodo, que es la clara percepción (que en los años 60 aún no se había tenido) del efecto devastador del fenómeno de la secularización. El cardenal Glemp en su intervención del 27 de noviembre de 1985 declaraba que «la secularización no es otra cosa sino una asimilación con el mundo». Daneels, por su parte, decía que el secularismo conducía al inmanentismo, es decir, a una visión autonomística del hombre y del mundo que prescinde y niega los valores espirituales. Tal mutilación de la visión integral del hombre, no lleva a una liberación, sino a una nueva idolatría, a una esclavitud bajo ideologías estrechas y opresoras. El proceso de secularización logra lo que ninguna guerra o persecución de la Iglesia ha logrado: dejar vacías las iglesias, alejar a la juventud de Dios, esterilizar la vida religiosa, renegar de los valores de la cultura cristiana, hacer perder la identidad católica.

La extrema gravedad de esta anemia que debilita y finalmente acaba con el cuerpo de la Iglesia hizo que en el Sínodo se aconsejaran precauciones respecto del término de «aggiornamento» que había tenido tanta fortuna en el Concilio y que desde entonces había sido usado tan profusa como desaprensivamente por los católicos. En el aula sinodal se oyeron frases como «el aggiornamento no debe ser una adaptación que lleva a la secularización de la Iglesia» o «apertura al mundo no es aceptación de la mentalidad y escala de valores del mundo secularizado». En este punto habría que acotar que precisamente en lo que el Sínodo ve como un peligro mortal, Küng y sus seguidores descubren lo deseable y el núcleo central de la verdadera renovación.

IV.- Otro aporte destacable del Sínodo era el hecho de que lle¬gara a considerar como esencia del Vaticano II su «eclesiología de comunión». ¿Qué es esta santa «koinonía», término griego tomado de Hechos de los Apóstoles (2, 42), que tanta aceptación ha tenido? Fundamentalmente es la comunión del hombre con Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Tal comunión se alcanza por la Palabra de Dios y los sacramentos, de los cuales el Bautismo es la puerta de entrada y la Eucaristía, fuente y cumbre. De esta comunión del hombre con Dios nace y se nutre la comunión de los fieles entre sí y de esta última, a su vez, el servicio reconciliador y unificador de la Iglesia en favor de un mundo despedazado y dividido por la fuerza del pecado. En su realización práctica y concreta este dinamismo de unión requiere necesariamente del servicio de Pedro. El primado de Pedro es el centro de la unidad y de la comunión.

La suspicacia que provocó en los teólogos llamados «de avanzada» el concepto de «eclesiología de comunión» fue precisamente el lógico reforzamiento del primado petrino, cuando lo que ellos reclamaban era la descentralización y la mayor autonomía de las conferencias episcopales. ¿Pero cómo podría darse una comunión sin un centro unificante? Una mirada a la historia de la Iglesia ¿acaso no pone en evidencia que sólo el primado de Pedro ha podido contrarrestar las permanentes fuerzas centrífugas en la Iglesia?

Fiel al programa de tres puntos al que había sido convocado, el Sínodo extraordinario, después de revivir el acontecimiento del pasado Concilio, de verificar colegialmente su aplicación, también quiso proyectarlo al futuro y con tal propósito propuso al Papa «que fuese redactado un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sería como un texto de referencia para los catecismos o compendios que se redactan en los diversos países. La presentación de la doctrina debería ser bíblica y litúrgica, exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos» [6].

Después de un trabajo muy colegial de seis años, presidido por el cardenal Ratzinger y de la redacción sucesiva de nueve versiones, el proyecto estuvo finalizado en 1991 y pudo ser promulgado el 11 de octubre de 1992 por Juan Pablo II. De este modo quedó establecida una relación dinámica entre el Concilio Vaticano II, el Sínodo extraordinario y el Catecismo de la Iglesia Católica. Si esta triple concatenación se refuerza con la doctrina de la continuidad y coherencia de la tradición, como lo enseña «Ecclesia Dei», debe admitirse una firme vertebración de la labor de interpretación del acontecimiento conciliar y sus proyecciones. Todo discurso sobre el Vaticano II debería, pues, fundamentarse sobre aquella cuádru¬ple concatenación doctrinal y no tanto sobre los postulados de la opinión pública del momento, siempre fluctuantes e imprecisos, por intensas que sean las presiones que puedan ejercer.

¿Nuevos signos de los tiempos a los cuarenta años?

En las intensas discusiones que precedieron en 1964 y 1965 a la Declaración conciliar Dignitatis humanae, pero ante todo en los comentarios de la prensa sobre la libertad religiosa, salió a relucir una y otra vez el manido lugar común de la intolerancia católica y del anhelado cambio a un respeto general de todas las religiones y especialmente de las otras confesiones cristianas. Aunque esto no era ni la intención ni el contenido objetivo de la declaración, quedó en el aire la sensación de que, gracias al Concilio, la Iglesia católica por fin se había sobrepuesto a sus resabios inquisitoriales y que de ahora en adelante se esforzaría en ser tolerante. En la época del Vaticano II los atropellos al derecho humano fundamental de vivir de acuerdo con la propia fe, provenían ante todo de regímenes totalitarios. Cuarenta años después tales estados y sociedades opresoras de la libertad religiosa desgraciadamente no han disminuido, pero se ha añadido un nuevo signo negativo: la «intolerancia de los tolerantes» como la calificaba Juan Pablo II o más precisamente «la dictadura del relativismo», nombrada así por Benedicto XVI. En su homilía de la solemne celebración eucarística durante la Jornada mundial de la juventud en Colonia el Papa precisaba aun más: «Relativizar lo absoluto y absolutizar lo relativo eso es totalitarismo». Este totalitarismo de nuevo cuño que se ensaña casi exclusivamente con la Iglesia católica –las otras confesiones cristianas al parecer no le parecen relevantes–, mientras de hecho desconoce la validez del Decálogo, impone como algo absoluto sus nociones reñidas no sólo con la fe sino incluso con la razón. Con todo fundamento Juan Pablo II ya había declarado que tal agresión a los valores éticos constituía también un peligro para la democracia. Esta no puede desempeñarse debidamente sin reconocer lo que se llaman las «decisiones pre-políticas», es decir, los valores fundamentales y vinculantes para todos. De hecho, aquellas dictaduras del relativismo, sea en el régimen actual de Rodríguez Zapatero en España (que simplemente dictamina, aunque dos millones de personas salgan a las calles a protestar, que el tema de la asignatura de religión en las escuelas es «innegociable»), sea en las Naciones Unidas con su política de la así llamada «salud reproductiva», sea en las campañas abortistas de los gobiernos de Brasil y de la Argentina, sea en la primitiva dictadura de Hugo Chávez en Venezuela, proceden con el atropello de las más elementales normas de convivencia democrática, violan tratados, manipulan encuestas, no se atienen a compromisos mutuos, conocen la táctica de la desinformación, excluyen o silencian a los que no piensan como ellos, se cierran a todo diálogo.

En vista de lo que con estos apetitos totalitarios se cierne sobre los cristianos, el derecho a la defensa de los propios valores es imprescindible. Un primer paso sería la aproximación entre católicos, ortodoxos, protestantes y judíos, que reconocen todos en el decálogo el fundamento de la convivencia social. El retiro intencional de estos semáforos éticos de las calles culturales de las naciones no puede sino significar el retorno a la ley de la selva. Y la ley de la selva, como se sabe, es la ley del más fuerte.

Otro paso elemental de defensa contra el «nuevo rostro de la intolerancia», como lo retrata Benedicto XVI, sería la toma de conciencia de los cristianos de que en materia política no podrán favorecer a los que son enemigos más o menos declarados de la fe y de la libertad religiosa. Para tal efecto, entre otras cosas, urge la lectura, la difusión y el estudio de la Nota doctrinal «Sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política», dada a conocer por la Sagrada Con-gregación para la Doctrina de la Fe a fines del año 2002. Habría que romper una ya vieja tradición de palmoteos y abrazos entre católicos y políticos que desarrollan iniciativas contrarias a la moral, al derecho de los padres a determinar la educación de sus hijos, a la libertad religiosa y política [7].

El último Sínodo sobre la Eucaristía como clave de lectura del Vaticano II

No sólo la relectura de las actas del Sínodo que sesionó en Roma desde el 24 de noviembre hasta el 8 de diciembre de 1985 está implicada en la «clave sinodal de la lectura del Concilio», sino que también la de las «Proposiciones» del Sínodo reciente sobre la Eucaristía sirve para este fin. Aunque dicho Sínodo no se refiera directamente al Vaticano II, lo une una estrecha relación con la Constitución de Liturgia de éste y con el testamento espiritual de Juan Pablo II que es la encíclica «Ecclesia de Eucaristía». Una somera lectura de las mencionadas «Proposiciones» ya revela orientaciones muy diferentes de las consabidas consignas de los medios de comunicación cuando tocan el tema conciliar. Tanto algunos medios locales como otros muchos europeos han expresado ya su decepción por un Sínodo que, según ellos, no trajo novedades y no ha tocado lo que ellos consideran «temas candentes».

Aunque el último Sínodo sobre la Eucaristía no haya sido declarado como instancia interpretativa del Vaticano II, no deja de ser significativo que en esta ocasión la Iglesia no haya recurrido tanto al instrumento de la deliberación, como a la fuerza sacramental de la Eucaristía. Que de ella se deriva poderosamente no sólo la transformación del hombre sino también la del mundo lo formuló Benedicto XVI magistralmente en su homilía durante la concelebración eucarística en Colonia, el 21 de agosto último: «Jesús, al hacer del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal –la crucifixión-, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que es-taba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo…Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida».

En la medida en que estas enseñanzas se hagan carne en el Pueblo de Dios éste podrá enfrentar con éxito los desafíos de los nuevos «signos de los tiempos».


NOTAS 

[1] A quien juzgare sesgado o abigarrado este retrato del año 1968 le recomen¬damos la siguiente terapia: lectura, en primer lugar, de aquel año completo de alguna revista católica de «avanzada», y después, del capítulo 5° -«La revolución de 1968 y la crisis general»- del libro de José Luis Comellas, Historia breve del mundo reciente (Rialp, Madrid 2005).
[2] Pedro Rodríguez, «Joseph Ratzinger- Un teólogo en la cátedra de Pedro», en Nuestro Tiempo, revista de la Univer¬sidad de Navarra (abril 2005, n° 610)
[3] Carta de Hans Küng a los Cardenales, Conclusión. The New York Times, 14 de abril 2005.
[4] Mons.Marcel Lefebvre, Acuso al Conci¬lio, Editorial Iction, Buenos Aires 1978 y Carta abierta a los católicos perplejos, Emecé, Buenos Aires 1986.
[5] Carta apostólica Ecclesia Dei del Sumo Pontífice Juan Pablo II en forma de Motu proprio, 2 de julio de 1988, 5 a) y b).
[6] Relación final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre de 1985, II B
[7] Sobre este tema se explayan en sen¬das cartas pastorales, con claridad y elocuencia, tanto el obispo Mons. Mario De Gasperín de Querétaro, México, como Mons. Juan Ignacio González Errázuriz, de San Bernardo, Chile. Ambos documentos pueden leerse en la revista «Iglesia en San Bernardo», octubre de 2005.

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