En el Evangelio de hoy (Lc 5,1-11) Jesús pide a Pedro subir a su barca y, después de predicar, lo invita a echar las redes. Y tiene lugar la primera pesca milagrosa. Un episodio que nos recuerda la otra pesca milagrosa, después de la Resurrección, cuando Jesús pidió a los discípulos algo de comer. En ambos casos, hay una unción de Pedro: primero como pescador de hombres, luego como pastor. Además, Jesús le cambia el nombre de Simón a Pedro y, como buen israelita, Pedro sabía que un cambio de nombre significaba un cambio de misión. Pedro se sentía orgulloso porque quería a Jesús de verdad, y esta pesca milagrosa supone un paso adelante en su vida.

Al ver que las redes casi se rompen por la gran cantidad de peces, se arrodilló ante Jesús diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Es el primer paso decisivo de Pedro como discípulo de Jesús, acusarse a sí mismo: ¡Soy un pecador! El primer paso de Pedro y también el primer paso de cada uno, si queremos caminar por la vida espiritual, por la vida de Jesús, servir a Jesús, seguir a Jesús: acusarse a sí mismo. Sin acusarse a uno mismo no se puede caminar por la vida cristiana.

Pero hay un riesgo. Todos sabemos que somos pecadores, pero no es fácil acusarse a sí mismo de ser concretamente pecadores. Estamos tan acostumbrados a decir “soy pecador”, pero como quien dice “soy humano” o “soy ciudadano italiano”. Acusarse a sí mismo es, en cambio, sentir la propia miseria: sentirse miserables ante el Señor. Se trata de sentir vergüenza. Y es algo que no se hace con la boca sino con el corazón, es decir, es una experiencia concreta, como cuando Pedro dice a Jesús que se aleje de él, porque es pecador: se sentía un pecador de verdad, y luego se sintió salvado. La salvación que nos trae Jesús necesita esa confesión sincera, porque no es algo cosmético, que te cambia un poco la cara con dos pinceladas: transforma pero, para que entre, hay que dejarle sitio con la confesión sincera de los propios pecados; así se experimenta el asombro de Pedro.

El primer paso de la conversión es, pues, acusarse a sí mismo con vergüenza y sentir el asombro de sentirse salvados. Debemos convertirnos, debemos hacer penitencia, rechazando la tentación de acusar a los demás. Hay gente que vive criticando y acusando a los otros, y nunca piensa en sí mismo. Cuando voy a confesarme, ¿cómo me confieso, como los papagayos? “Bla, bla, bla… He hecho esto y esto…”. Pero, ¿te toca el corazón lo que has hecho? Muchas veces no. Vas allí por cosmética, a maquillarte un poco para salir guapo. Pero no ha entrado en tu corazón completamente, porque no le has dejado sitio, porque no has sido capaz de acusarse a ti mismo.

Así pues, el primer paso es una gracia: que cada uno aprenda a acusarse a sí mismo y no a los demás. Una señal de que un cristiano no sabe acusarse a sí mismo es cuando está acostumbrado a acusar a los demás, a criticarlos, a meter las narices en la vida ajena. Eso es mala señal. ¿Yo hago eso? Es una buena pregunta para llegar al corazón. Pidamos hoy al Señor la gracia de encontrarnos delante de Él con ese asombro que da su presencia, y la gracia de sentirnos pecadores, pero en concreto, y decir como Pedro: Aléjate de mí que soy un pecador.


Fuente: Almudi.org

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