En este pasaje del Evangelio (cfr. Jn 14,1-14), en el discurso de despedida, Jesús dice que va al Padre. Y dice que estará con el Padre y que quien cree en Él «también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (v. 12-14). Podemos decir que este pasaje del Evangelio de Juan es la declaración del acceso al Padre. El Padre siempre ha estado presente en la vida de Jesús, y Jesús hablaba, rezaba al Padre. Muchas veces hablaba del Padre como de quien cuida de nosotros, como de quien cuida de los pájaros, de los lirios del campo… Y cuando los discípulos le piden que les enseñe a rezar, Jesús les enseñó a rezar al Padre: «Padre nuestro» (Mt 6,9). Siempre va al Padre. Y este pasaje es muy fuerte, pues es como si abriese las puertas de la omnipotencia de la oración. “Porque yo estoy con el Padre: pedid y yo haré todo, porque el Padre lo hará conmigo” (cfr. Jn 14,11): confianza en el Padre que es capaz de hacerlo todo. Esa valentía de rezar, porque para rezar hace falta valor, hace falta el mismo coraje, la misma franqueza que para predicar: la misma. Pensemos en nuestro padre Abraham, cuando –creo que se dice así– “regateaba” con Dios para salvar Sodoma (cfr. Gen 18,20-33): “¿Y si fuesen menos? ¿Y menos? ¿Y menos?”. ¡Claramente sabía “negociar”! Y siempre con ese valor: “Perdona, Señor, pero hazme un descuento: un poco menos, un poco menos…”. Siempre el coraje de la lucha en la oración, porque rezar es luchar, luchar con Dios. Y Moisés: las dos veces que el Señor quiso destruir al pueblo (cfr. Ex 32,1-35 y Nm 11,1-3) y hacerle jefe de otro pueblo, Moisés dijo: “¡No!”. ¡Y le dijo “no” al Padre! ¡Con valentía! Porque si vas a rezar así –[susurra una oración tímida]– eso es una falta de respeto. Rezar es ir con Jesús al Padre que te dará todo. Valentía en la oración, franqueza en la oración. La misma que hace falta para la predicación.

Hemos oído en la primera Lectura aquel conflicto en los primeros tiempos de la Iglesia (cfr. Hch 6,1-7), porque los cristianos de origen griego murmuraban –ya en aquel tiempo se hacía eso: se ve que es una costumbre de la Iglesia–, murmuraban porque sus viudas, sus huérfanos no eran bien cuidados; los apóstoles no tenían tiempo de hacer tantas cosas. Y Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, “inventó”, digamos así, a los diáconos. “Hagamos una cosa: busquemos siete buenas personas y que esos hombres se ocupen del servicio” (cfr. Hch 6, 2-4): el diácono es el depositario del servicio en la Iglesia. “Y así esa gente, que tiene razón de quejarse, será bien cuidada en sus necesidades, y nosotros –dice Pedro, lo hemos escuchado– nos dedicaremos a la oración y al anuncio de la Palabra” (cfr v. 5). Esa es la tarea del obispo: rezar y predicar con esa fuerza que hemos oído en el Evangelio: el obispo es el primero que va al Padre, con la confianza de Jesús, con valor, con parresia, a luchar por su pueblo. El primer deber de un obispo es rezar. Lo dijo Pedro: “Y a nosotros, la oración y el anuncio de la Palabra”.

Conocí un sacerdote, santo párroco, bueno, que cuando encontraba a un obispo lo saludaba muy amablemente, y siempre le preguntaba: “Excelencia, ¿cuántas horas al día reza usted?”, y siempre le decía: “Porque el primer deber es rezar”. Es la oración del jefe de la comunidad por la comunidad, la intercesión al Padre para que proteja al pueblo. La oración del obispo, la primera tarea: rezar. Y el pueblo, viendo al obispo rezar, aprende a rezar. Porque el Espíritu Santo nos enseña que es Dios quien “hace las cosas”. Nosotros hacemos un poquito, pero es Él quien “hace las cosas” de la Iglesia, y la oración es la que saca adelante la Iglesia. Por eso los jefes de la Iglesia, por así decir, los obispos, deben ir delante con la oración.

Esas palabras de Pedro son proféticas: “Que los diáconos hagan todo eso, así la gente está bien cuidada y tiene resueltos los problemas y sus necesidades. Pero a nosotros, obispos, la oración y el anuncio de la Palabra”.

Es triste ver buenos obispos, gente buena, pero ocupados en tantas cosas, la economía, y esto y aquello y lo otro… ¡La oración en primer lugar! Luego, las otras cosas. Porque cuando las otras cosas quitan sitio a la oración, algo no funciona. Y la oración es fuerte por lo que hemos oído a Jesús en el Evangelio: «Yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,12-13). Así avanza la Iglesia, con la oración, con la valentía de la oración, porque la Iglesia sabe que sin ese acceso al Padre no puede sobrevivir.


Fuente: Almudi.org

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