San Pablo, en la primera lectura de hoy (Ef 3,14-21), tiene la inquietud de trasmitir que conoció a Jesucristo a través de su experiencia, cuando cayó del caballo, cuando el Señor le habló al corazón. No conoció a Cristo comenzando por los estudios teológicos, aunque luego fue a ver cómo en la Escritura estaba anunciado Jesús. A la pregunta que podemos hacerle: “Pablo, ¿quién es Cristo para ti?”, él contará su propia experiencia, sencilla: “Me amó y se entregó por mí”. Y Pablo quiere que esa experiencia la tengan los cristianos –en este caso los cristianos de Éfeso–, y entren en esa experiencia hasta que cada uno pueda decir: “Me amó y se entregó por mí”, pero decirlo con la experiencia propia. El Apóstol dice: “que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios”.

Y para llegar a la experiencia que San Pablo tuvo con Jesús, rezar muchas veces el Credo ayuda, pero el mejor camino pasa por reconocerse pecadores: es el primer paso. Cuando Pablo dice que Jesús se entregó por él, quiere decir que pagó por él y lo cuenta en sus Cartas. La primera definición que da de sí mismo es, precisamente, la de ser un pecador, diciendo que persiguió a los cristianos, y parte des haber sigo elegido por amor, pero pecador. El primer paso para el conocimiento de Cristo, para entrar en ese misterio es el conocimiento del propio pecado, de los propios pecados.

En el Sacramento de la Reconciliación decimos nuestros pecados, pero una cosa es decir los pecados y otra es reconocerse pecadores por naturaleza, capaces de hacer cualquier cosa, reconocerse una porquería. San Pablo experimentó su propia miseria, que necesitaba ser redimida, necesitaba de alguien que pagara el derecho a llamarse hijo de Dios: todos lo somos, pero decirlo, sentirlo, necesitaba el sacrificio de Cristo. Por tanto, reconocerse pecadores concretamente, avergonzándose de sí mismo.

Luego hay un segundo paso para conocer a Jesús: el de la contemplación, de la oración para pedir conocerlo. Hay una bonita oración de un Santo: “Señor, que te conozca y me conozca”: conocerse a sí mismo y conocer a Jesús. Aquí se da esa relación de salvación, y no podemos contentarnos con decir tres o cuatro palabras sobre Jesús porque conocer a Jesús es una aventura, pero una aventura en serio, no una aventura de niños, porque el amor de Jesús es sin límites. El mismo Pablo dice que Jesús tiene todo el poder de hacer mucho más de cuanto podemos pedir o pensar. Tiene el poder de hacerlo. Pero hay que pedirlo: “Señor, que te conozca; que cuando hable de ti, diga no palabras de papagayo, diga palabras nacidas de mi experiencia. Y, como Pablo, pueda decir: «Me amó y se entregó por mí», y decirlo con convicción”. Esa es nuestra fuerza, ese es nuestro testimonio. Cristianos de palabras tenemos muchos; incluso nosotros, tantas veces lo somos. Esa no es la santidad; santidad es ser cristianos que hacen en su vida lo que Jesús enseñó y lo que Jesús sembró en su corazón.

En definitiva, los dos pasos para conocer a Jesucristo: primer paso, conocerse a sí mismo, pecadores; pecadores. Sin ese conocimiento y sin esa confesión interior, de que soy un pecador, no podemos avanzar. Segundo paso, la oración al Señor, que con su poder nos haga conocer ese misterio de Jesús que es el fuego que Él trajo a la Tierra. Será una bonita costumbre si todos los días, en algún momento, pudiésemos decir: “Señor, que te conozca y me conozca”. Y así iremos adelante.


Fuente: Almudi.org

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