En abril de 2025 Antoni Gaudí fue declarado venerable por el Papa Francisco. El sacerdote catalán se vale de la perplejidad ante las circunstancias de la muerte del afamado arquitecto para realizar un repaso por su vida íntima.

Cada vez que me acerco a la edad que tenía Antoni Gaudí al morir, más le entiendo. Y puedo entender que aquel 7 de junio de 1926, acabada la jornada laboral, fuese caminando solo, como cada atardecer, a un acto eucarístico y, también, para hablar con su director espiritual, el padre Agustín Mas, en el Oratorio de Sant Felip Neri de Barcelona. Y puedo entender que fuese distraído, como solía ir, pensando en el Templo y en aquellas cosas “muy bonitas” que, al día siguiente, tenía que realizar con uno de sus ayudantes, Vicente. Así se lo dijo en el momento de abandonar la obra. Estas cosas “muy bonitas”, estas soluciones creativas que le surgían constantemente, nunca se podrán saber: se las llevó a la tumba.

Y puedo entender que, al querer cruzar la avenida más ancha de Barcelona, la Gran Vía de les Corts Catalanes, no pasara por el paso de peatones, porque entonces todo el mundo cruzaba como podía y quería, y casi puedo entender que el pobre conductor del tranvía 30 ni se detuviera, porque dicen que entonces los tranvías no solían detenerse fuera de las paradas, aunque atropellaran a alguien. Y puedo entender que, caído al suelo, lo tomaran por un vagabundo, porque llevaba la barba mal cortada, el guardapolvo manchado, imperdibles en lugar de botones, las rodillas vendadas y los bolsillos llenos de frutos secos, porque Don Anton era higienista y seguía los consejos del abad Sebastian Kneip. Y casi puedo entender que no llevara encima documento alguno porque era bastante conocido en el centro de la ciudad y en otros barrios. Y casi puedo llegar a entender que fuera el vigilante del templo el único que se diera cuenta, a las diez de la noche, de que algo ocurría, porque Don Anton, ausente desde las cinco y media de la tarde, aproximadamente, no había vuelto a su estudio y dormitorio en el recinto del propio Templo. Gracias, olvidado vigilante de la Sagrada Familia, si no hubiera sido por ti, quizás Gaudí habría muerto solo en una cama de cualquier dispensario, y sus restos habrían ido a parar a una fosa común, como fueron arrojados, años después, los restos de sus parientes, enterrados en el Cementerio de Poblenou, porque ya nadie se hacía cargo de la tarifa del nicho, aunque en la lápida pusiera visiblemente “Gaudí”. [1]

Pero no puedo entender cómo la Junta Constructora, su fiel secretario, Joan Martí Matlleu [2], o los discípulos de Gaudí, Josep Maria Jujol, también profundamente religioso; Josep Francesc Ràfols Fontanals, delineante del Templo (que, después, a la muerte del maestro, inventarió y catalogó todo el archivo personal de Gaudí), o un trabajador fiel como Vicente, o uno de los vecinos del barrio de Poblet que le sirvieron de modelo, o el mismo mosén Gil Parés, abnegado sacerdote, custodio del templo, permitieran que, cotidianamente, un anciano de setenta y tres años –un sabio distraído– fuera solo, haciendo el mismo recorrido por las transitadas calles de Barcelona, expuesto a todo. ¿Por qué no le ponían cada día un acompañante? Gaudí enseñaba a cada paso, y a ese hipotético discípulo le hubiese dado lecciones peripatéticas sobre la Ciudad Condal que el reusense [3] amaba como si fuera la suya. Tal vez él mismo, con su fuerte carácter, se resistía a ello, a que le acompañasen, pero no hasta el punto de dejar de escuchar un consejo sensato. Y de hecho sabemos, porque él mismo lo afirma, que uno de sus mejores biógrafos, Joan Matamala, le acompañó en algunas ocasiones de regreso, desde el Oratorio a la Sagrada Familia.

No puedo entender que hasta tres taxis pasaran de largo frente a un anciano ensangrentado sobre los adoquines de la Gran Vía de las Cortes Catalanas; no, no puedo entender que tuviera que ser por fin un guardia civil, Ramón Pérez Vázquez, el que conminara a un taxista a detenerse para recoger el frágil cuerpo del hijo del Camp de Tarragona, ya herido de muerte. No puedo entender que mosén Gil, el capellán custodio, pusiera en marcha al vigilante del Templo para que recorriera los dispensarios de Barcelona, sin implicarse él inmediatamente y que pasaran más de cinco horas hasta que reconocieran al Dante de la arquitectura agonizante pero lúcido y musitando “Dios mío, Dios mío”.

En junio de 1926, Gaudí se debía sentir profundamente solo. Habían muerto sus padres, Francesc y Antonia; sus hermanos, Rosa y Francesc; su sobrina, Rosita Egea, a quien había cuidado como a una hija; sus admirados vates, Jacinto Verdaguer y Joan Maragall; su mentor, Joan Martorell; su mecenas, Eusebio Güell; su estimado calculista, Francisco Berenguer… Gaudí estaba de luto. Y aunque él decía que su soledad era el mejor estado para dedicarse al Templo, qué duda cabe de que llevaba en el corazón tantos nombres de seres ausentes. Es cierto que su muerte conmocionó Barcelona, pero solo por unos días. Meses después, la Ciudad Condal empezó a olvidar a Gaudí y a la Sagrada Familia. Noucentistes como Josep Carner ya habían ironizado sobre Gaudí en vida recogiendo el sentir de muchos que pensaban que su arquitectura era extravagante. En los grises años de la post guerra civil española, si no hubiese sido porque Joan Antoni Maragall (el hijo del poeta) y Juan Claudio Güell (el nieto del mecenas), todas las semanas, iban con el talonario en mano a pagar a los trabajadores, las obras del Templo Expiatorio se hubiesen paralizado. No debemos olvidar que la figura de Gaudí empezó a recuperarse en los años cincuenta, gracias principalmente a Salvador Dalí y a la performance del Park Güell (29 de septiembre de 1956). El máximo gaudinista que he conocido, Joan Bassegoda Nonell, nos decía en la Cátedra Gaudí que si Don Anton no hubiera muerto en junio de 1926, con toda probabilidad le habrían asesinado en julio de 1936 con la revolución anarcosindicalista del principio de la guerra civil, como asesinaron a mosén Gil Parés y a diversos laicos, hombres y mujeres, afines al Templo. Otra prueba fehaciente de este rechazo de un sector de la población es que el estudio de Gaudí, con sus manuscritos, los libros, los planos, las maquetas, las apoyaturas de sus intuiciones, fueron quemados impunemente. Cualquier persona mínimamente sensible se siente desolada ante esta injusta destrucción.

¿Hubo alguna intencionalidad en este atropello? ¿Hubo algún ajuste de cuentas? [4] Algunos autores han afirmado que Gaudí pertenecía a la masonería. Bassegoda estaba convencido de que no era francmasón. Se basaba en las investigaciones realizadas por otra destacada gaudinista, la doctora Judith Rohrer, quien decía que en las pesquisas que realizó en la biblioteca Arús, la mejor sobre la masonería, nunca se había encontrado con el apellido “Gaudí”. Pero algunos gaudinistas sí que estamos convencidos de que el ahora llamado arquitecto de Dios conocía bien la simbología masónica desde los años que, estudiando en Lonja, escrutaba la galería de símbolos esotéricos de los porches de Xifré, acreditado masón. Incluso el prestigiado doctor Bassegoda me había dicho, pocos años antes de morir, que él sospechaba de que Don Anton habría formado parte de un sodalicio [5] encargado por el Vaticano de vigilar a los francmasones.

A Don Anton muchos le admiraban, entre ellos el padre de mi abuela paterna, Dionís Monton Bonet, escultor en piedra y colaborador suyo. Pero muchos le envidiaban y otros, tal vez, le odiaban.

Y entonces estoy en condiciones de entender que el tranvía que le atropelló fuera, precisamente, el 30, lo que llamaban de la Cruz Roja, una benemérita institución filantrópica de raíz esotérica. Entonces puedo entender lo que alguien ha escrito de la misteriosa mano que le empujó… ¿Cómo Barcelona puede permitir que un hijo adoptivo suyo que le ha dado fama mundial fuera solo por sus calles, inmerso en su mundo?

Me alegra que el doctor Josep Trueta Raspall, que habría de salvar tantas vidas en la guerra civil, ordenase que el cuerpo agonizante del arquitecto fuera trasladado de la sala general a una individual, la de los distinguidos, pues previó que acudirían muchos periodistas, [6] como así ocurrió.

Me alegra que, por fin, la Iglesia haya reconocido oficialmente a Antoni Gaudí Cornet como venerable. Pero me sumo a los testimonios que, ya a raíz de su fallecimiento, dijeron: “ha muerto un santo”. Sin prevenir el juicio de la Santa Madre Iglesia, no hace falta otra curación: su conversión, su vida y su entrega hasta el final de sus días ya fueron milagrosas. Y en cierto sentido, lo fue también su muerte paradójica y oscura, diez años antes de la persecución religiosa, a veces instigada y otras tolerada por cierta sociedad secreta. 


Notas

[1] El Dr. Bassegoda se lamentaba de este hecho: “bien podían haber acudido a la Cátedra Gaudí”.
[2] El que tuvo mayor relación con el proyecto de Rancagua (Chile), hoy día paralizado.
[3] El lugar de nacimiento de Gaudí también es polémico: unos defienden que Reus, otros que Riudoms. Personalmente me inclino por esta última localidad, dado que, entre otros argumentos, hay el testimonio de la comadrona. Pero para mí hay otra razón que no se puede obviar: en España cuando a uno que proviene de una localidad pequeña le preguntan de dónde es, suele omitir el nombre del pueblo y dice el nombre de la localidad más cercana. Por lo tanto, aun siendo de Riudoms, Gaudí siempre dijo que era de Reus, porque en aquel entonces era una ciudad bien conocida por el comercio de aguardiente (una sugerente hipótesis dice que de ahí viene la palabra “onces” –merienda– en Chile, de las once letras que forman la palabra a-g-u-a-r-d-i-e-n-t-e), hasta el punto de que en Barcelona está viva la antonomasia “Reus, París y Londres”.
[4] El tema de la trágica muerte de Antoni Gaudí Cornet ha sido tratado por diversidad de autores, pero más en los últimos tiempos. Sin ánimo de ser exhaustivo, véase, por ejemplo: Bassegoda, Joan; Gaudí. Biblioteca Salvat de grandes biografías, Barcelona, 1988; Matamala, Juan; Antoni Gaudí, mi itinerario con el arquitecto. Barcelona, Claret, 1999, pp. 356-361; Van Hersbergen, Gijs; Antoni Gaudí. Barcelona Plaza&Janés, 2001. Todos estos autores tratan el tema sucintamente y algunos reconocen que es una página oscura en la biografía del arquitecto. No ha faltado quien ha sospechado que el accidente fue provocado y así ha corrido por las redes sociales. Incluso se ha hablado de una mano misteriosa que empujó al arquitecto en su caída. Más recientemente, cuando se acercaba la fecha de su declaración de Venerable, otros autores se han ocupado de tan apasionante tema, tal vez para acallar las teorías conspiratorias: Varios autores; La muerte de Gaudí 85 años después, el traspàs d’Antoni Gaudí, The Death of Gaudi. Edición trilingüe. Barcelona, Amics de Gaudí, 2011, y otros.
[5] Asociación de fieles, según una denominación canónica en desuso.
[6] A partir de una carta autógrafa del doctor Trueta a su esposa Amelia Llacuna, la dramaturga Àngels Aymar Ragolta introdujo en una obra de teatro biográfica sobre el eminente ciudadano catalán, diez años después exiliado en Inglaterra, que la orden de trasladar al paciente partiera del propio Dr. Trueta. Véase Aymar, Angels; Trueta. Translated by Dr Montserrat Roset Puig. Five Leaves Publications in association with the Anglo-Catalan Society, 2010, p. 9.

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