Aunque la historia tiene su propia coherencia interna, no todos los hechos apuntan a la realización de esa coherencia. La historia es también el espacio de la contingencia humana, de las decisiones libres de las personas. A pesar de todas estas dificultades, hay que intentar una visión de conjunto para discernir el sentido de las líneas de fuerzas en el presente y en el porvenir de América Latina.

La historia de los últimos cincuenta años es la historia de la postguerra, y en cierto sentido mi propia historia, próximo ya a cumplir esa edad. Cada generación ve la historia a partir de los acontecimientos particulares que han dado dramatismo a su existencia, es decir, aquellos acontecimientos que han desafiado la libertad, obligando a tomar opciones fundamentales que determinarán no sólo el presente sino el mediano y largo plazo. Varias ópticas se ofrecen para ordenar los acontecimientos: geopolítica, económica, científica-educacional, política, religiosa, cultural. Privilegiar una sobre las otras podría llevar a consideraciones unilaterales. Pero es difícil, a la vez, realizar una síntesis de todos los aspectos. Aunque la historia tiene su propia coherencia interna, no todos los hechos apuntan a la realización de esa coherencia. La historia es también el espacio de la contingencia humana, de las decisiones libres de las personas. A pesar de todas estas dificultades, hay que intentar una visión de conjunto para discernir el sentido de las líneas de fuerzas en el presente y en el porvenir de América Latina.

1. El horizonte geopolítico

El último cincuentenario se inaugura con el término de la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento de enormes proyecciones políticas, económicas y tecnológicas. Europa deja de ser el centro del mundo, como lo había sido desde la expansión a ultramar en el siglo XVI, por el esfuerzo de España y Portugal, al que siguió después el de Inglaterra, Francia y Alemania. En su lugar, y a partir de la Conferencia de Yalta, el mundo se divide en dos grandes zonas de influencia, tanto desde el punto de vista económico como de seguridad. La nueva tecnología bélica, que incorpora las armas nucleares y la cohetería, con su capacidad de destruir a gran escala, hace prácticamente inviable las posiciones neutrales desde el punto de vista de la seguridad. Se da inicio a la así llamada “guerra fría” entre las potencias poseedoras de capacidad bélica suficiente para sostener conflictos fuera de sus fronteras, la que se complementa con las disposiciones en el ámbito económico: La Unión Soviética liderará economías centralmente planificadas, mientras Estados Unidos impondrá el dólar como divisa universal, creando también el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, para favorecer la economía de mercado. El marco jurídico de la nueva reagrupación geopolítica queda definido por la fundación de la ONU, que consagra en su Consejo de Seguridad el derecho de veto de cinco países: China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética.

En América Latina se impone el panamericanismo. Durante el conflicto, los países latinoamericanos ya no fueron neutrales, como algunos de ellos durante la Primera Guerra Mundial. En 1947 se firma en Río de Janeiro el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y en 1948 nace la Organización de Estados Americanos (OEA). Aunque el panamericanismo, como ideología y política exterior norteamericana es mucho más antiguo, los países latinoamericanos habían resistido este marco de referencia, proclamando la integridad y vigencia de su cultura tradicional (barroca y mestiza, católica, hispanolusitana). Desde comienzos de siglo (Rodó y el arielismo) un conjunto importante de intelectuales y ensayistas latinoamericanos habían tratado de fundar un camino propio, en distinción y, en cierto sentido también, en contraposición con el panamericanismo norteamericano.

En el plano político, diferentes movimientos y gobiernos así llamados “populistas”, desde la revolución mexicana en adelante, habían defendido explícitamente la tesis del camino propio, apoyándose en influencias culturales europeas del catolicismo social surgido al amparo de la Doctrina Social de la Iglesia, de las corrientes iluministas (masónicas) francesas, e incluso, también, de las tendencias fascistas y nacionalsocialistas sepultadas con el término de la guerra. La defensa de la tradición europea en América Latina había sido un arma eficaz contra la imposición cultural norteamericana en su área de influencia, e incluso contra la propagación del socialismo soviético, evitando así tener que enfrentarse a la opción entre el liberalismo anglosajón, del que siempre América Latina ha sido culturalmente muy ajena, y el socialismo marxista, para el cual le faltaban las condiciones estructurales de su aplicación (ausencia de clase obrera y “pequeña burguesía”). Toda una generación de ensayistas latinoamericanos que habían elaborado durante la primera mitad del siglo el proyecto de una América Latina culturalmente independiente y políticamente integrada, quedaron rápidamente obsoletos con su planteamiento ante la nueva redefinición geopolítica de postguerra. Ahora, se debía acomodar el marco de la reflexión a los términos de la confrontación de la guerra fría. El desarrollo debía plantearse con la cooperación de Estados Unidos y la “vía propia” quedó reducida a la categoría de una forma de aplicación matizada del modelo norteamericano de modernización con aspectos propios de la tradición cultural latinoamericana. La Cepal, órganos de las Naciones Unidas, fue la que recibió el encargo intelectual de superar la tradición populista y proponer una modernización de acuerdo con la nueva posición de Estados Unidos en el mundo.

El cambio geopolítico afectó de manera muy sustancial también a la Iglesia. Por una parte, S.S. Pío XII decide ampliar el horizonte de la jerarquía de la Iglesia nombrando 32 nuevos cardenales, de los cuales había cinco latinoamericanos (La Habana, Lima, Santiago de Chile, Rosario, San Pablo), e intensificando la tarea misionera en las jóvenes Iglesias de ultramar. Su idea era acomodar la Iglesia al desplazamiento sufrido por Europa en la vida política internacional. En su famosos Radiomensaje de Navidad de 1945 [*] señalaba: “En otros tiempos, la vida de la Iglesia, en su aspecto visible, desplegaba su vigor preferentemente en los países de la vieja Europa, desde donde se extendía, como río majestuoso, a lo que podía llamarse la periferia del mundo: hoy día se presenta, al contrario, como un intercambio de vida y energía entre todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo sobre la tierra... Como Cristo asumió una verdadera naturaleza humana, la Iglesia asume la plenitud de todo lo que es auténticamente humano y, elevándolo, hace de ello un manantial de fuerza sobrenatural, sea cual sea la forma en que lo encuentre”. ¡Cómo no ver en estas palabras un preanuncio de lo que sería el Concilio Vaticano II y particularmente Gaudium et spes con su afirmación, en el n.1, de que “nada hay de verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón”!.

Esta nueva orientación eclesial da nueva fuerza a un proceso que se había iniciado con el primer Concilio Plenario de Obispos Latinoamericanos celebrado en Roma en 1899, y que lleva a la jerarquía de este continente a asumir paulatinamente una mayor conciencia sobre la responsabilidad universal que le corresponde, tratándose de un continente ya evangelizado, a pesar de todas las deficiencias de la primera Evangelización. Pablo VI llama a América Latina, en su viaje a Colombia, el “continente de la esperanza”, lo que no es un halago sino un llamado a asumir las responsabilidades pastorales no sólo pensando en las iglesias locales sino en la Iglesia universal. La jerarquía latinoamericana reacciona ante el impulso de Pío XII dando origen a un movimiento de comunicación e integración intereclesial que cristaliza con la fundación del Celam y la realización de las conferencias episcopales de Río, Madellín, Puebla y Santo Domingo, cuyas conclusiones pastorales trascienden el ámbito de la Iglesia latinoamericana. En su etapa actual, este proceso ha llevado a que muchos prelados de América Latina estén al frente de importantes dicasterios de la curia romana.

El otro lado de la medalla de esta nueva orientación asumida por el Papa Pío XII es la recomposición interna de la sociedad y de la Iglesia europea, tan fuertemente dañada por la guerra. Una organización “mundial” de la Iglesia permite concentrar fuerzas para la reconstrucción de Europa occidental, que era la base tradicional del catolicismo mundial. Veinte años después se hace posible la celebración del Concilio Vaticano II, concilio de orientación netamente pastoral, que asume desde la tradición de la Iglesia los nuevos desafíos introducidos por la modernidad. Como han dicho algunos autores, se trata del último concilio “europeo” y el primero “mundial”, reflejándose en él tanto la participación de las Iglesias jóvenes como también la reconstrucción y renovación religiosa y cultural de Europa. Sin embargo, como han mostrado los acontecimientos posteriores, no sólo se trató de la revitalización de la Iglesia de occidente, sino también de la que peregrina en Europa oriental, sometida a una persecución sistemática por parte de los regímenes comunistas. Nuevos carismas que integran en una sola experiencia eclesial a laicos y ministros, y formas más seculares de la consagración religiosa, han revitalizado muy profundamente la vida de la Iglesia europea. Puede ser que este proceso no alcance todavía el impacto cultural de una evangelización masiva, y se deba hablar todavía de una cultura europea neopagana, pero se ha logrado consolidar la semilla de una renovación muy honda de la experiencia religiosa, la que se ha extendido a diversas partes del mundo donde estos carismas han echado raíces. Europa ha mostrado que el cristianismo es capaz de recomenzar siempre de nuevo y con mucha energía, a pesar de los acontecimientos devastadores representados por la guerra y el exterminio de personas y pueblos.

Aunque sabemos, desde el horizonte de la fe, que Cristo prometió estar con su Iglesia todos los días y hasta el fin de los tiempos, desde un horizonte puramente humano, no era evidente que la Iglesia podía resurgir de nuevo en Europa tras la guerra. En cierto sentido, la cultura europea quedó hipotecada durante un tiempo, puesto que se sospechaba de ella ser la responsable, en última instancia, de las tensiones y conflictos que desembocaron en la Segunda Guerra. Que a veinte años de terminada la guerra se haya podido realizar el Concilio Vaticano II es un signo evidente de cómo la gracia es capaz de renovar el corazón humano cuando con seriedad se interroga acerca de los fundamentos, acerca de las preguntas últimas de su naturaleza y condición. La polémica de interpretaciones que siguió al inmediato postconcilio es un signo de que la Iglesia otra vez vuelve a ser “signo de contradicción”. Pues bien, esta renovación europea tampoco sería pensable sin la extensión de la responsabilidad de la conducción pastoral de la Iglesia a los cinco continentes. Ambos aspectos se potencian y dinamizan mutuamente.

En América Latina, sin embargo, el nuevo contexto geopolítico inauguró una etapa de inhibición muy importante de la reflexión y de la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia que había sido fuente inspiradora de muchos de los regímenes populistas. En su lugar aparece con relativa fuerza, por una parte, la influencia socialcristiana europea (italiana, alemana, belga), pero con cierta dificultad para diferenciarse de la tradición populista latinoamericana, y por otra, una visión más pragmática y secularizada de los conflictos de la vida social y de su eventual solución, la que viene propuesta a través de las ciencias sociales (sociología y economía). Mientras de parte del liberalismo recién en los últimos años ha habido algún intento de diálogo y de aprovechamiento crítico del magisterio social (M. Novak), el socialismo se interesó más tempranamente en el mismo, pero más que para adoptar elementos propios de la tradición cristiana, para intentar legitimar culturalmente los movimientos socialistas latinoamericanos.

El desplazamiento de Europa del centro geopolítico había dado inicio a un poderoso movimiento de liberación nacional por parte de las antiguas colonias europeas, especialmente en Africa, la India y el sudeste asiático, vinculándose la opción por el socialismo a la opción por la independencia nacional en relación a los antiguos centros de poder. Aunque América Latina no se ve directamente envuelta en este proceso, incorpora parte de la ideología de los “no alineados” y del “tercer mundismo” a sus antiguas tendencias antiimperialistas que habían caracterizado a varios regímenes populistas, planteándose explícitamente la convergencia entre socialismo y liberación. Incluso a nivel de la Cepal comienza a cobrar fuerza a fines de los 60 y comienzo de los 70 la llamada “teoría de la dependencia”, la que en su tesis central sostenía que el desarrollo espontáneo del norte producía correlativamente el subdesarrollo del sur. La inversión de esta tendencia requería, en consecuencia, que los países de América Latina llevaran a término la “industrialización incompleta” iniciada en los años 30 por la sustitución de importaciones, para desvincular los efectos del crecimiento de los países industrializados sobre los no industrializados. Como esta transformación no podía hacerse sin un cambio bastante radical de orientación en las formas de acumulación del excedente, se asocia la lucha por el socialismo con la lucha por la superación de la dependencia.

Es en este contexto donde nace, en mi opinión, el movimiento de la “teología de la liberación” (que toma expresamente el concepto de liberación del tercer mundismo y los movimientos de liberación nacional iniciados en las ex colonias europeas), más tarde los “cristianos por el socialismo” y el intento posterior de formación de la “Iglesia popular”. Lo que me parece necesario resaltar, desde el punto de vista geopolítico, es que estos movimientos, aunque interesados en el contenido de la enseñanza social de la Iglesia, intentan desligarla de su jerarquía con fines de movilización popular, y en casos extremos, ponerla contra ella, como si la Doctrina Social de la Iglesia no tuviese su origen en el magisterio ordinario de los pastores. Resulta evidente que el reconocimiento de este origen hubiese dificultado la aplicación del concepto mismo de liberación tal como éste se venía planteando en el plano internacional, que sugería más bien que el socialismo era el clamor espontáneo de los pueblos sometidos que, libres de las antiguas dependencias coloniales querían definir ahora con autonomía su propio futuro. Todo lo que viniese desde una autoridad constituida y reconocida en su jerarquía se asociaba mentalmente con dependencia antes que con liberación. Así se produce la paradoja de que, mientras la orientación del Vaticano iniciada por Pío XII se encaminaba hacia la sustentación supranacional de la Iglesia llamando a las jerarquías de las Iglesias locales a asumir responsabilidades internacionales, las tendencias socialistas comienzan a valorizar al pueblo cristiano pero sin sus pastores o contra los mismos, dándole mayor importancia a la confrontación ideológica de la guerra fría que a la recuperación del patrimonio cultural del catolicismo latinoamericano.

El nivel de confrontación ideológica y la propagación de las corrientes neoestructuralistas y neomarxistas de Europa occidental llevan paulatinamente en los años 50, y sobre todo en los 60, a que la Doctrina Social sufra un profundo desprestigio, o bien sea ignorada, no sólo por los líderes de opinión y los nuevos técnicos del desarrollo, sino también por el propio personal eclesiástico que comienza a radicalizarse hacia las posiciones ideológicas del socialismo. Las posiciones ideológicas andaban tras la búsqueda de modelos alternativos de sociedad y la Doctrina Social ofrecía más bien fundamentos, principios o experiencias. Lo más parecido a un modelo, desde el horizonte católico, había sido la proposición de Maritain de una nueva cristiandad como un “ideal histórico concreto”. Pero sea por su referencia a un mundo ya concluido y preindustrial, o porque su orientación era excesivamente filosófica y no mostraba formas nuevas de organización social, el hecho es que en América Latina no tuvo suficiente eco. Será una contribución mayor de las Conferencias de Medellín y Puebla el volver a situar el tema de la Doctrina Social de la Iglesia en un horizonte intelectual sugerente, a lo que se suma la inmensa novedad de la Encíclica Laborem Excercens, que fue precedida de la concreta experiencia de los obreros polacos en su lucha al interior del régimen socialista.

Estados Unidos logró incluir en el nuevo contexto de la postguerra los esfuerzos de modernización y desarrollo de América Latina hasta la crisis de Cuba, a comienzos de los sesenta, que coincide también con el término del gobierno de Kennedy y del proyecto Alianza para el progreso, que había sido concebido como el instrumento al servicio del desarrollo e integración de América Latina. Con el gobierno de Johnson comienza la escalada de la guerra fría a nivel internacional, especialmente con la intensificación de la guerra de Vietnam. Desde entonces América Latina se ve sacudida por la disputa ideológica de las potencias. La tesis del Che Guevara de transformar América Latina en “dos, tres, muchos Vietnams” dio pie para el desarrollo de la Doctrina de la Seguridad Nacional en los ejércitos del continente, produciéndose sucesivos golpes de Estado en Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú y Chile. El caso de Chile adquirió especial notoriedad por el hecho de haberse producido contra un gobierno socialista que fue elegido democráticamente y por los procedimientos establecidos en el Estado de derecho. El gobierno de Salvador Allende ofrecía un camino distinto al socialismo que el propugnado por Cuba y por los grupos guerrilleros, pero al poco andar se vio cuán imposible era este experimento, transformándose por la vía administrativa y las situaciones de excepción, los fundamentos de la convivencia pacífica. La sociedad se vio obligada a vivir en permanente y cotidiana movilización para presionar a las autoridades por una demanda u otra. Más allá de la peculiaridad del caso, sin embargo, desde el punto de vista geopolítico la situación era bastante análoga en los distintos países latinoamericanos.

Aunque la Conferencia Episcopal de Puebla incluye a la Doctrina de la Seguridad Nacional entre las ideologías, al lado del liberalismo y del marxismo, personalmente pienso que los gobiernos militares de América Latina, tal vez con la excepción del Perú, no intentaron imponer una ideología específica (más allá de su antimarxismo, naturalmente), sino que se orientaron pragmáticamente en torno a la solución de los problemas de seguridad e institucionales generados por la tensión ideológica. Como me hizo ver una vez un colega brasileño, los militares son fundamentalmente ingenieros con uniforme, y tanto su organización interna como su forma de operar son netamente funcional, es decir, orientadas a la resolución de problemas. La ideología propiamente requiere algo más que una visión funcional sobre el desarrollo. Como busca legitimar un modelo de sociedad y un curso de acción para alcanzarlo, tiene que fundarse en valores, en criterios antropológicos, en una cierta concepción acerca del ser humano. El pragmatismo de los gobiernos militares recurrió a distintas soluciones políticas, económicas y sociales según los países, demostrando una amplia capacidad para aceptar y apoyar soluciones ideológicamente contrarias e incluso contradictorias. El propio caso de la guerra de las Malvinas en 1982 corrobora esta hipótesis, puesto que al comprobarse por parte de Argentina que no funcionaría el TIAR y que Estados Unidos tomaría parte a favor de su aliado europeo, la guerra se llevó a un rápido fin, a pesar del honor nacional comprometido y la movilización realizada apelando a los valores patrios. Con el caso chileno, que fue pionero en América Latina en este aspecto, se inicia la etapa de la apertura de las economías al comercio internacional, al capital extranjero y a la competitividad en los distintos mercados del mundo, comenzándose un camino de desarrollo totalmente distinto al de los gobiernos populistas, y al recomendado por la Cepal, con lo que se anticipa la tendencia actual a la globalización de la sociedad y de la economía.

Una nueva configuración geopolítica mundial surge a fines de los 80 con la caída del muro de Berlín y los llamados “socialismos reales” de Europa central y oriental. El éxito de la política de Reagan contenida en la Iniciativa de Defensa Estratégica y la influencia religiosa, cultural y también política del pontificado de S.S. Juan Pablo II llevan al ocaso de la Unión Soviética y al triunfo de Estados Unidos como única potencia bélica mundial. Puede señalarse a la “Guerra del Golfo” como el signo del inicio de esta nueva era, en la que no obstante se reconoce el papel de la Santa Sede respecto al término del socialismo, algunos no le perdonan su negativa a bendecir las armas para el Golfo. Se cuestiona la independencia y la no alineación de la Santa Sede (“Ahora se ha demostrado lo que siempre sabíamos, que la Iglesia no pertenece al mundo occidental”, escribe un airado redactor del diario “La República”).

Pasado el primer momento de euforia y de Triunfalismo basado en la confianza de la superioridad tecnológica de los países desarrollados, comienzan a desmoronarse los regímenes políticos que habían fundado su sobrevivencia en el conflicto este-oeste. Tal vez el caso más patético sea el italiano, que culmina ahora con la conciliación de los grupos que habían sido antagonistas, aunque por cierto en condiciones totalmente distintas. América Latina queda también liberada, por fin, de la confrontación estratégica y se abre en los 90 una etapa de crecimiento y cooperación internacional como no la había tenido en el pasado. Los gobiernos militares pierden paulatinamente su razón de ser, puesto que la seguridad ya no está amenazada en términos geopolíticos y retornan los gobiernos democráticos, con nuevas figuras institucionales, a ocuparse de los problemas del desarrollo económico y social. Mientras la Cepal llamó a la década del 80 la “década perdida” del desarrollo latinoamericano, los 90 comienzan a revertir esa tendencia iniciándose un período de crecimiento y expansión sobre la base de la apertura al comercio internacional, lo que genera innumerables oportunidades de incremento del comercio ( Nuevo tratado general de comercio), no sólo con los socios comerciales tradicionales, sino con las “potencias emergentes”, incluidos los países de Europa oriental y de América Latina, que buscan la formación de bloques y mercados integrados.

Todo esto, sin embargo, a nivel global, se realiza bajo el primado del pragmatismo y de la búsqueda de la modernización tecnológica, poniéndose en tela de juicio este proceso cada vez que aparece, por alguna razón, el tema de las identidades culturales (ex Yugoslavia, Ulster, Mundo islámico, Africa subsahariana, etc.). Vivimos en la actualidad una fuerte presión hacia la globalización, pero sin considerar suficientemente el valor de las culturas regionales, sino que apoyando la ampliación de los mercados en una cultura globalizada y de consumo, fundada en la entretención y en el “pensamiento débil”, como ha llamado G. Vattimo. Todo lo que agregue valor económico es bien recibido, cualquiera sea la necesidad real que satisfaga. Por ello, merece una especial mención a este respecto la formación del Mercosur, al menos como promesa, que recupera la idea de la integración latinoamericana, la que no sólo incluye mercados y productos, sino fundamentalmente personas. Las anteriores propuestas de integración habían fracasado, por la incompatibilidad de sistemas y orientaciones de política económica, especialmente a nivel de los equilibrios macroeconómicos, y porque en el contexto de la guerra fría siempre se mantenía vigente la hipótesis de conflicto entre países vecinos. El Mercosur hace más cercana la posibilidad de que este período de crecimiento y desarrollo que se ha iniciado pueda perdurar en el tiempo, especialmente cuando sobrevengan los momentos recesivos de los ciclos económicos. No obstante, queda mucho por hacer para garantizar esta estabilidad, particularmente la reforma y modernización del Estado, no tanto en su aspecto político, cuanto en su gestión administrativa.

2. El horizonte socioeconómico

Los últimos cincuenta años de historia latinoamericana muestran una profunda transformación de la sociedad en diversos aspectos. Intentaremos resumir brevemente algunos de ellos:

a) La consolidación de la vida urbana y el cambio del tamaño relativo de la población urbana en relación a la población agrícola. La tendencia general de América Latina es que pocas ciudades, pero muy grandes (megápolis), concentran la mayor parte de la población, así como las oportunidades de empleos más calificados y de mayores ingresos. Estas ciudades han logrado también mejorar muy sustancialmente la calidad de los servicios que ofrecen en infraestructura y equipamiento urbano, vivienda, transporte, educación, salud, seguridad. Pareciera no haber alternativa a esta macrotendencia, ya que los esforzados intentos de descentralización territorial y en la toma de decisiones realizados por los gobiernos, no han dado los frutos esperados. Me parece que la cuestión de fondo que plantea la modernidad a la sociedad es cómo garantizar la movilidad y parece no haber otra respuesta que la gran ciudad: espacial (transporte de personas, mercaderías y mensajes), temporal (velocidad en la toma de decisiones y en los intercambios: el tiempo es el factor productivo más escaso), educacional (velocidad de adaptación a nuevas tecnologías e innovaciones, creatividad), laboral (velocidad en el cambio de empleo hacia zonas de mayor rentabilidad o agregación de valor), y crecimiento del sector servicios, que se ha transformado en el sector más dinámico de la economía y que exige niveles altos de concentración urbana.

b) Reducción de la fertilidad y del tamaño de las familias. Este es un fenómeno asociado a la vida urbana, tanto por la escasez del espacio, y por tanto, del tamaño de las viviendas (en Santiago las soluciones habitacionales populares que da el gobierno alcanza a los 23 metros cuadrados), por la necesidad de movilidad, que se facilita con las familias nucleares, como por la disposición tecnológica sobre el control de la fertilidad (métodos anticonceptivos que se comercian masivamente desde mediados de los 60) que exigen una infraestructura de consultorios de salud que permitan la revisión periódica de las mujeres sometidas a estos procedimientos.

c) Creciente participación de la mujer en el mercado laboral remunerado. Este factor se explica, en parte, por la mayor cobertura educacional de la población y también por el crecimiento del sector servicios que es donde encuentra mayores oportunidades de empleo. Esta participación se ha vuelto imprescindible para muchos hogares porque representa un segundo ingreso remunerado, pero ha significado, al mismo tiempo, la contratación de nuevos servicios sustitutivos de las labores domésticas. Este fenómeno ha modificado también profundamente la vida familiar. Han aumentado los hogares con padres ausentes y con niños que deben buscar sus propias maneras de educarse y de gastar su tiempo libre. La televisión ha venido a ocupar el papel de padre o madre sustituta. Ha facilitado también la ruptura de muchos matrimonios que se mantenían bajo la hipótesis de la dependencia económica de la mujer que, al transformarse en independiente, ha podido decidir con mayor libertad acerca de su situación matrimonial. Así, han aumentado también los hogares cuyo jefe de hogar y sustento de la familia es, precisamente, la mujer, los que se encuentran, generalmente, entre los hogares de extrema pobreza.

d) En los últimos 20 años se ha ido consolidando un cambio paulatino de las políticas económicas, aunque con distinta velocidad según los países, desde el tradicional modelo populista de la sustitución de importaciones y creación de una industrialización interna y protegida, a la actual orientación hacia el fortalecimiento del sector exportador y la total apertura al comercio internacional. Quien derrotó al modelo populista es la inflación, la que impide el ahorro interno y la inversión, tanto nacional como extranjera, crea un sector público sobredimensionado e ineficiente, produce estancamiento económico y aumento del desempleo. Parece existir un consenso cada vez mayor de que la apertura al comercio internacional y a situaciones de crecimiento sostenido del producto sólo son posibles con altas tasas de inversión y ahorro (ejemplo dramático de la situación mexicana).Ello supone: control de la inflación y estabilidad monetaria; creación de un mercado de capitales (monetarización de la economía, con creciente influencia de los mercados a futuro y las expectativas económicas); equilibrio de los gastos fiscales (el Estado no puede gastar más de lo que recauda por impuestos); readecuación del tamaño del Estado a una capacidad de gasto compatible con el crecimiento de la economía; traspaso de los gastos de seguridad social a la población (sistema de capitalización individual u otro mixto); participación del sector privado en empresas estratégicas y en las inversiones en infraestructura.

Este consenso en términos de equilibrios macroeconómicos significa, sin embargo, romper con la tradición de que el Estado tiene una capacidad ilimitada de atender las demandas sociales según las urgencias políticas, lo que exige una nueva forma de legitimidad social que le asegure a los gobiernos una estabilidad por encima de los fenómenos de contingencia. El costo social de estas transformaciones ha sido muy alto, pues exige la reconversión industrial y el traslado de los trabajadores hacia sectores más productivos, lo que no siempre es factible en términos de capacitación o de localización. Este costo no siempre se refleja en las tasas de desempleo que, en general, tienden a disminuir cuando hay crecimiento sostenido, sino más bien en la segmentación de los sectores de la sociedad que no tienen capacidad de agregar valor: los campesinos, los trabajadores no calificados, los jóvenes, los próximos a la tercera edad. Un costo alto han debido pagar también los pensionados que, al reducirse el gasto público, han visto congeladas sus pensiones.

La organización de la economía según el criterio de agregación de valor produce también una nueva estructura de remuneraciones. Estas ya no se rigen por el criterio de necesidades básicas (cuánto necesita una persona o un grupo familiar para vivir), sino por la competencia de modo que cualquiera sea la cantidad que se pague, si está por debajo del valor que agrega, es justificada (es el caso de los ejecutivos top en USA que ganan 75 millones de dólares anuales, o de los deportistas destacados, o de la gente del espectáculo). Ello significa que se acentúa la desigual distribución del ingreso, llegando los extremos a una relación de 1/100 o más (en México, al mismo tiempo que la población en su conjunto perdió en los últimos dos años aproximadamente 40 por ciento del valor de sus ingresos, se anuncia en la revista “Fortune” que han ingresado varios mexicanos a la lista de las personas más ricas del mundo). Tan profundo es este cambio, que lleva a alterar también el rol tradicional de la propiedad y del capital como fuente principal de ganancias o como medio de producción: hoy en día el capital pasa a ser secundario en relación a la capacidad de gestión (administración), a la información y a la creatividad científico-técnica. Se valora cada vez más el costo de oportunidad y se impone paulatinamente el paradigma del “just in time”.

e) Con estas nuevas orientaciones político-económicas, la pobreza ha comenzado a consolidarse no sólo en América Latina sino en el mundo entero, incluso en los países desarrollados. Deja de ser vista como un problema de solidaridad social y pasa a ser apreciada como un problema técnico de focalización del gasto público. La experiencia muestra que los programas de erradicación de la pobreza pueden ser exitosos si se miden en términos de satisfacción de las necesidades básicas. Pero ello no elimina la creciente diferenciación de los ingresos según la capacidad de agregar valor. La educación pasa a ser en este contexto una variable clave, pero no una educación orientada a recuperar la memoria histórica o la sabiduría de la humanidad, sino orientada más bien hacia el uso de herramientas tecnológicas que permitan interactuar y procesar eficientemente la información en torno a las oportunidades de negocios.

f) Uno de los sectores sociales más afectados por este cambio de paradigma es la “clase obrera” industrial o urbana. Su capacidad de movilización y de negociación se fundaba en la existencia de un salario mínimo común por la “sola fuerza de trabajo”, a partir del cual se agregaban incentivos o retribuciones según el producto realizado. Al asociarse ahora el salario a la productividad y al diferenciarse, según especializaciones técnicas, se hace cada vez más difícil tener una estructura común de remuneraciones, dándose la tendencia a negociar el salario cada vez más individualmente o por pequeños grupos afines. Se puede observar una creciente tendencia a la desafiliación sindical, con una pérdida también de las identidades gremiales o corporativas propias de los oficios. Aunque nunca logró desarrollarse en América Latina una clase obrera como la de los países desarrollados, dada la industrialización incompleta y sustitutiva de importaciones, que alcanzó muy escasamente el nivel de la industria de medios de producción quedando más bien el plano de la fabricación de bienes finales, los países más industrializados como Brasil, Argentina y México sí tenían un universo de trabajadores con significación social y con capacidad de movilización. Hoy en cambio la tendencia que se observa es que este sector pierda significación y aumente en compensación la clase media, pero cada vez más diferenciada según su incorporación al multiforme universo de la industria de servicios.

g) Una palabra, finalmente, al novedoso mundo de la realidad virtual. Pienso que estamos en los umbrales de una transformación social muy importante en la medida que se generalice el uso de la Internet, cuyos usuarios crecen a una velocidad muy alta. Afectará especialmente al sector servicios, consolidando o ampliando incluso su importancia económico-social. Lo que permite la red es disminuir el tiempo que media entre el estudio o análisis, la toma de decisiones y la implementación de esas decisiones, lo que puede hacerse cada vez en forma más breve, sin perder en calidad o documentación. Afectará también, de modo especial, a las instituciones educacionales, las que podrán tener estructuras más flexibles y aprovechar la información y la capacidad docente de otras personas vinculadas a través de la red. Como problema teórico-filosófico de reflexión vale la pena señalar que la red es un sistema que no tiene ningún punto desde el cual pueda autoobservarse, lo que lo transforma en una entidad propiamente metafisica.

3. El horizonte religioso y eclesial

Como ya se indicaba en la primera parte, estos cincuenta últimos años de historia han mostrado una Iglesia latinoamericana más unida a nivel de su jerarquía, más coordinada pastoralmente y también más consciente del patrimonio religioso, histórico y cultural que ha significado su peregrinar de 500 años acompañando a los pueblos de esta región. Sin duda, los hitos más significativos corresponden a las cuatro conferencias generales del episcopado en Río, Medellín, Puebla y Santo Domingo que han tenido impacto ad intra y ad extra de la Iglesia. Hoy corresponde dar un nuevo y trascendental paso, el del Sínodo de las Américas, que tratará de tender un puente entre dos realidades histórico-culturales y eclesiales tan diferentes y poco conocidas entre sí. Sabemos que esta reunión corresponde a un expreso deseo del Santo Padre para el impulso de la nueva evangelización en todo el “Nuevo Mundo”, y no a una iniciativa que haya surgido de las propias Iglesias americanas, lo que plantea la razonable duda de si estamos suficientemente preparados para este paso y cuáles podrían ser las líneas pastorales más convergentes y de mutuo provecho.

De la Conferencia de Río (1955) quisiera destacar que es el comienzo de la coordinación pastoral intereclesial de América Latina, que era prácticamente inexistente, y de modo particular, la creación del Celam como organismo de servicio a las Conferencias Episcopales Nacionales, el cual ha jugado hasta el presente un importante rol, no sólo en cuanto a sus aportes prácticos, sino también como testimonio vivo de una Iglesia que busca pensarse en un horizonte latinoamericano, puesto que así corresponde al horizonte cultural de nuestros pueblos. Que esta conciencia estaba apenas en forma incipiente en esos años lo demuestra el hecho de que el principal promotor de la Conferencia no fue un latinoamericano sino Mons. Antonio Samoré, que había sido Nuncio en Colombia y percibía el desconocimiento y la descoordinación pastoral entre las diócesis, como también el hecho de que el acuerdo de la Conferencia para crear el Celam establecía que su sede estaría en Roma, a lo que se opuso la Santa Sede y pidió que estuviese en América Latina. Entonces, los Obispos se decidieron por su actual sede en Bogotá.

Del período que culmina en la Conferencia de Medellín (1968), quisiera destacar sobre todo tres aspectos. Primero, la venida de un Papa, por primera vez, a suelo americano, ratificando el deseo de sus predecesores de ampliar el horizonte de la Iglesia a nivel universal, y llamando a América Latina el “continente de la esperanza”, tanto para la Iglesia como para el mundo entero, en cuanto en estas tierras ya evangelizadas podría florecer un nuevo estilo de convivencia y de resolución de los problemas sociales.

En segundo lugar quisiera mencionar el acento puesto en la promoción humana, el que ha caracterizado muy hondamente la pastoral de la Iglesia desde entonces. No es que este elemento sea nuevo, puesto que la historia de los 500 años es inmensamente rica en obras de promoción social, comenzando por las Misiones, siguiendo por las escuelas y universidades, los hospicios y las obras de caridad. No es por acaso que la primera santa latinoamericana, Santa Rosa de Lima, haya sido una mujer enteramente entregada al servicio de los pobres. Pero en Medellín se pone esta tradición al servicio más amplio de la sociedad en su conjunto, especialmente de los planes de reforma social que en esa época llevaban adelante los gobiernos de la región. El tema de la justicia y la paz, y del desarrollo integral de “todo el hombre y de todos los hombres”, había sido una línea orientadora de la Gaudium et spes, y del magisterio, tanto de Pablo VI como de Juan XXIII. Medellín intenta presentar los fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia no como una ideología tercerista, sino más bien como un principio orientador de toda obra de auténtico progreso humano, cualquiera fuese el contenido ideológico de los proyectos políticos en disputa.

En tercer lugar, quisiera destacar el enorme impulso pastoral dado por Medellín a la presencia y acción de los laicos en el mundo. En cierta manera, es una consecuencia evidente del punto anterior, que valoraba las acciones sociales emprendidas por los gobiernos movilizando a la sociedad entera. Pero fue también un intento de respuesta a la progresiva secularización del clero y de los religiosos que, en esos años, había llegado hasta la incorporación de sacerdotes a los movimientos guerrilleros (el célebre caso de Camilo Torres en Colombia). Si esta secularización del clero se había realizado, en cierta medida, en suplencia de la presencia laical en el mundo, canalizada más a través de los partidos políticos, que directamente e los movimientos sociales, el estímulo pastoral a la acción de los laicos podía volver a poner las cosas en su sitio. Sin embargo, este acento produjo paulatinamente también una mayor interacción entre los laicos y el personal consagrado. Puede decirse que Medellín pone término n América Latina (con la excepción de algunos países) al movimiento de la Acción Católica, que había sido el modo de la presencia laical en el mundo social, y que se caracterizaba por la realización laical de un encargo apostólico de la jerarquía. Medellín insiste en el derecho y el deber de los laicos de santificar el mundo y las realidades temporales en razón de su propio bautismo y e la índole secular de su vocación, reconociendo y estimulando la propia iniciativa laical en este ámbito.

El postmedellín abre en América Latina la época de mayor vigencia y creatividad de la llamada "teología de la liberación"” que no es, en verdad, una teología, sino más bien un conjunto de reflexiones teológicas apoyadas en esta nueva orientación pastoral. Es imposible realizar aquí un balance ecuánime del significado de la teología de la liberación, de sus aportes y de sus excesos o errores. Desde el punto de vista del magisterio eso ya fue realizado a través de los dos informes de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobados por el Santo Padre. Sólo puedo ofrecer un humilde y limitado punto de vista en relación a su significación histórica. Creo que la teología de la liberación testimonia la necesidad, a la vez que las dificulta, de la nueva articulación entre la preocupación social de la Iglesia, los partidos políticos y los movimientos sociales, una vez que concluye el período de vigencia de la Acción Católica.

Hay un deseo evidente de quienes siguen esta orientación pastoral de situarse en la base, es decir, de participar de las dinámicas sociales de los grupos populares tal como ellas se producen en la situación de vida que enfrentan y antes de que sean mediadas por las instituciones políticas formales. Este no es un invento intraeclesial. Toda la organización política de la sociedad andaba en esos años en busca de algo similar. Los partidos políticos tradicionales, nacidos del siglo XIX, no eran populares, masivos, sino que recogían más bien la sociabilidad de los salones y centros de tertulia de los grupos sociales más ilustrados. Los primeros partidos populares habían sido los que sustentaron los gobiernos populistas. Pero, como ya se dijo, la estrategia de cambio sugerida por la Cepal y la Alianza para el Progreso requería la organización popular más estable, no en torno a un líder (sin el cual se hace inentendible el fenómeno del populismo), sino en torno a las propias necesidades y capacidades de la población para analizar sus problemas y proponer vías de solución. Las exigencias de una transformación global de los estilos de desarrollo así lo sugerían. Este es el contexto donde hay que entender también las comunidades eclesiales de base, que en muchas partes coincidían con la organización de base destinada a otros propósitos, como la articulación de demandas sociales, y la movilización para conseguir su satisfacción. La compatibilidad entre estas formas de organización y las de la tradición institucional no fue fácil, viéndose los partidos políticos e incluso el Estado mismo sobrepasado en sus decisiones por la presión de estas organizaciones que no tenían canales de representación institucional.

Me parece que la situación vivida por la Iglesia fue, en cierto sentido, análoga a este proceso social descrito. La valorización de la base, de la participación popular y del laicado, lleva a personas que antiguamente trabajaban en estructuras más institucionalizadas de la Iglesia (como escuelas y parroquias, por ejemplo), a abandonarlas y a buscar una inserción directa en la base popular, compartiendo la vida con ellos y acomodándose a sus formas de organización. Esta opción, aunque discutible en todos los casos con qué intenciones se realizó, llevó a un progresivo extrañamiento y posteriormente a diversas formas de conflicto con la institucionalidad de la Iglesia y, de modo particular, con la jerarquía. Aquello que se identificaba con la institucionalidad permanente de la Iglesia era considerado con sospecha e incluso desacreditado, y se sobrevaloraba, en cambio, la propia nueva forma descubierta como un camino alternativo. Así, en un sentido positivo, los cristianos que siguieron este camino se sentían mucho más cerca de las necesidades reales de las personas que no tenían representación institucional en el sistema social, y podían realizar desde allí la orientación pastoral acerca de la promoción humana, tal como ella había sido definida por la propia jerarquía. Pero la contracara de este fenómeno fue la adopción de una actitud iconoclasta y desacralizada en relación a la Iglesia, a su liturgia sacramental y a sus pastores. Esta disposición, que según insisto no tiene una base primariamente teológica sino sociológica, da pie para la búsqueda de una interpretación teológica adecuada a la situación y que pone el acento en el tema de la liberación de los marginados del sistema, en la transformación sociopolítica de la sociedad, en la base popular como “lugar” teológico desde el cual reflexionar y, en general, en todos los aspectos que cuestionan la institucionalidad de la Iglesia o muestran sus límites. La preparación de la Conferencia de Puebla mostró algunos importantes disensos en esta orientación, especialmente entre aquellos teólogos que, valorando la inserción popular, no compartían la tendencia iconoclasta y secularizadora de muchas corrientes, sino que rescataban, por el contrario, la dimensión sacral y de apertura al misterio que había conformado la religiosidad popular a lo largo de la historia. De hecho, el Documento de Puebla, a mi juicio el más completo y bien estructurado de las cuatro conferencias, presenta como novedad una alta valoración de la religiosidad popular, de sus símbolos y tradiciones, como expresión de la memoria histórica de la primera evangelización. Puebla se estructura sobre la Evangelii nuntiandi de Pablo VI y sobre el discurso inaugural de Juan Pablo II, el que anticipa algunos elementos de su encíclica-programa Redemptor hominis. Los dos documentos tienen carácter programático hacia el horizonte de la nueva evangelización. El Documento de Puebla, junto con incorporar la dimensión antropológica característica del magisterio del actual pontífice, articula su análisis teniendo como categoría integradora la cultura, antes que la situación social. Desde este punto de vista rescata el patrimonio histórico-cultural de la presencia de la Iglesia entre los pueblos latinoamericanos y define como el núcleo más propio de la cultura la experiencia religiosa. A ella contrapone el secularismo y al ateísmo, pero sobre todo la idolatría. Por ello, aunque en forma crítica y no ingenua, destaca la religiosidad popular como la forma histórica de expresión de la conciencia religiosa del pueblo. Medellín, en un sentido totalmente distinto, había distinguido entre religión de masas y religión de elites. Puebla en cambio, al hablar de la religiosidad popular no se refiere a la de un determinado sector socioeconómico de la población, sino a la que constituye el núcleo de la conciencia histórica t de la identidad cultural de los pueblos. En el plano pastoral, junto a la opción preferencial por los pobres, se agrega la opción por la familia, por los jóvenes y por los “constructores de la sociedad”, queriendo abarcar con esta expresión a todos los actores sociales sin privilegiar alguna clase o grupo en especial. Pienso que Puebla sentó las bases para la aclaración definitiva del tema de la teología de la liberación, permitiendo ver sus aportes y sus errores. La calidad y coherencia del documento así lo permitía, dándole a la experiencia popular el valor que merecía históricamente, pero reconociendo en ella un profundo sentido religioso vinculado estrechamente con el valor sacramental de la existencia y la peregrinación constante hacia el centro del misterio divino. Los aspectos sociales de la pastoral no fueron eliminados u ocultados, sino puestos en un contexto mayor, en que la Iglesia asume la responsabilidad por sus cinco siglos de historia en medio de los pueblos latinoamericanos. Se afirma claramente que la cultura de América Latina tiene un “real sustrato católico”, que se manifiesta en los distintos ámbitos de la vida, aun cuando quede mucho por evangelizar. Desde el horizonte de Puebla y del magisterio de Juan Pablo II, un grupo de católicos peruanos comienzan a hablar de una “teología de la reconciliación”, como auténtica expresión de la liberación, mostrando que el modo de superar la esclavitud del pecado, que está en la base de las injusticias sociales, no es incrementando su conflictualidad, sino anunciando la reconciliación en Cristo, de quien la Iglesia ha recibido el encargo de continuar en la historia con este ministerio reconciliador.

Sobre la base de Puebla, la Iglesia prepara su camino hacia el jubileo de los 500 años del inicio de la evangelización en el continente, con un seguimiento más cercano del magisterio pontificio. Entre Puebla y Santo Domingo se produce la gran novedad de las continuas visitas pastorales de Juan Pablo II a los distintos países latinoamericanos, pero hablando siempre desde cada país al conjunto de América Latina. En este sentido, se puede decir que en este período crece la familiaridad no sólo de la jerarquía sino de toda la Iglesia y del pueblo latinoamericano con el Papa. A quien le repiten una y otra vez, en sus saludos de bienvenida, que lo sienten uno más de ellos. La única excepción, relativamente extemporánea, la representa el intento de construcción de la “Iglesia popular” en Nicaragua, ligada al gobierno y al sandinismo, que fracasa y no logra evitar convertirse en elemento de la propaganda internacional contra la Iglesia.

La preparación de Santo Domingo se vio abocada al tema de la evaluación de los distintos aspectos históricos de la evangelización primera, destacando el tema del indigenismo. Este, unido a la preocupación ecológica, son prácticamente las únicas novedades temáticas de la conferencia. Lo que en ciertos momentos amenazó con constituirse en una fuente de tensión y de división interna, logró finalmente ser considerado con ecuanimidad. Puebla ya había sentado un amplio marco de interpretación histórico-eclesial, donde también cabía plantear la situación de olvido y marginación de la población indígena. El Papa, por su parte, en su discurso inaugural, invitó a la Iglesia a hacer un acto de contrición por las situaciones de injusticia que ella pudiese haber provocado en relación a la población aborigen, valorando, acto seguido, el inmenso aporte religioso, cultural y social de la evangelización en el continente. Con perspectiva de futuro, el Documento de Santo Domingo se estructura sobre la base de una confesión de fe Cristológica y Trinitaria, mostrando que es Cristo el mayor tesoro que la Iglesia tiene para ofrecer a los pueblos de América Latina y a todos los de la tierra. Ahora, próximos al inicio de un nuevo milenio, se cierra, por decir así, el capítulo de una América Latina pastoralmente autorreferida a sí misma, y se abre el capítulo del Sínodo de las Américas con una exigencia aún mayor de integración.

4. Proyecciones pastorales

No podría terminar este recuento histórico sin indicar lo que, a mi juicio, constituyen los principales desafíos del futuro. El nuevo cuadro geopolítico descrito y la profunda transformación económica y social en curso, fruto de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la biotecnología que apunta a la globalización funcional de las sociedades y la internacionalización de los mercados, presenta nuevos y profundos desafíos a la fe de la Iglesia y a su pastoral. El centro de este desafío, según me parece, es el olvido del hombre como signo del misterio y el olvido de su conciencia religiosa. El ser humano se encuentra por doquier subordinado a la dimensión funcional de la comunicación de la cual participa. Esta subordinación se extiende desde el ámbito de la fecundación asistida, en que el ser humano amenaza quedar reducido a ser un proveedor de material genético, pasa por la familia, donde resulta cada vez más intolerable el matrimonio indisoluble, puesto que representa la total autodonación de la persona y no sólo un aspecto funcional de ella, se extiende a la filiación, que separándola de la conyugalidad, lleva a que resulte cada vez más indiferente tener un hijo de una mujer o de otra, sigue a las asociaciones intermedias y culmina en el amplio mercado de productos reales o virtuales, donde hay oferta para todas las necesidades, reales o supuestas, y que el consumidor puede especificar según sus preferencias y deseos. En este proceso, no sólo el patrimonio cultural cristiano de América Latina, sino de todos los pueblos, corre el peligro de ser arrastrado por una corriente de profunda descristianización.

En un sentido genérico, se puede hablar de una cultura nihilista que pierde el sentido de la vida porque ya no sabe encontrar su fundamento. La célebre frase de Heidegger: ¿Por qué hay ente y no más bien nada?, fundamento, según él, del pensar metafísico, se multiplica hoy día en todos los planos de la comunicación y de la acción humana. La duda o la pregunta, se ha transformado en una opción. La cultura global pareciera decir de sí misma que ella está más allá de la metafísica y que es capaz de lograr la convivencia armónica de quienes creen que la realidad es algo y de los que creen que la realidad es nada, y que corresponde al pluralismo social adherir a una u otra visión. Si el nihilismo que acompañó a la Segunda Guerra Mundial y al período que hemos analizado era ideológico y militante, es decir, tenía una propuesta histórica en la que había algo por qué entregar la vida, el nihilismo actual asume un carácter más bien libertino en que ya no existe nada por qué entregar la vida. En lugar de dar la vida se ofrece más bien la alternativa de consumir la vida, en el instante, en la capacidad reactiva, en el instinto, en la imaginación, en la opinión. Pero sin dejar huella o memoria, de modo que el instante siguiente no tenga el lastre de una opción predeterminada, sino que se presente con la lozanía de una nueva opción autónoma a decidir.

En el plano religioso, se presenta la fe como la confesión de que no es necesario buscar un fundamento objetivo de la existencia humana, sino sólo una convicción subjetiva, y mientras tanto se la desee o necesite. Así, a través del movimiento conocido como la New Age, se proclama que cada experiencia religiosa, cualquiera sea su origen o su pretensión, tiene una dimensión positiva que está en manos de cada uno evaluar y experimentar. Importa más la técnica que el contenido, la vivencia que su fundamento o su sentido. La tradicional distinción entre el culto al verdadero Dios y el culto a los ídolos se proclama como intolerante, pues todos los dioses son ídolos y detrás de cada uno algo se puede encontrar de utilizable y que satisfaga los deseos humanos. El único principio metafísico reconocido es el sincretismo, la unidad de las oposiciones, la convivencia de lo distinto y de lo diferente. La moralidad que surge de este principio es la ley universal de no discriminar lo diferente, cualquiera que sea el plano en que se expresa. Pero tampoco se puede fundar la universalidad de esta ley, sino sólo señalar que se correlaciona con la idea de mercado, que ha demostrado ser eficiente y flexible, aplicándose a toda clase de productos y deseos. Como lo reconocen los propios intelectuales no católicos, se trata de una cultura del tedio, el cual puede ser superado momentáneamente, para volver nuevamente a aparecer. Entretención y tedio constituyen los dos polos de esta dialéctica, cuyo verdadero supuesto es la concepción de la libertad humana como la capacidad de elegir entre opciones indiferentes y que, por lo mismo, pueda revertirse sin costos dramáticos en caso de insatisfacción.

Creo que después de décadas de activa acción pastoral, la Iglesia comienza a sucumbir también al tedio. Ya no encuentra fuerzas para presentar el anuncio de la presencia del Verbo encarnado en medio de la historia humana como un principio de realidad y no como un cuento para aplacar momentáneamente el tedio. Y efectivamente, el anuncio de la Iglesia no puede seguir la ley del mercado. No puede tomar a la persona en una de sus dimensiones funcionales, sino en su totalidad. La fe es un principio de razón que considera todos los factores, y no sólo algunos. Es expresión de la perplejidad y del estupor del hombre frente al misterio, es la conciencia de la desproporción o sobreabundancia de la gracia, de la misericordia. El Papa ha invitado a la nueva evangelización proponiendo “cruzar el umbral de la esperanza”, “el pórtico de la segunda virtud” como lo llamaba Peguy. No entretención, sino esperanza, no trivialidad, sino dramaticidad, no la vida que se desvanece en el instante, sino la vida que busca la eternidad. Educar a la persona, a cada persona, y a cada familia, en esta esperanza, es el desafío de la hora actual. Quisiera resumirlo con esta frase de Redemptor hominis: “En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo”.


Notas 

[*] Citado por Methol, A. La Iglesia en la historia de América Latina, Revista Nexo, Buenos Aires 1987, p. 3.

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