Nota: Editorial con ocasión de encíclica Laudato si’ (mayo 2015)


No parece desproporcionada la comparación en el sentido de que la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco sea, para la humanidad de comienzos del siglo XXI, lo que fue la Rerum novarum de León XIII para la del mundo de fines del siglo XIX. El llamado al sentido de responsabilidad frente a una sociedad que velozmente se industrializaba, lanzado por el Papa Pecci —recordado como un hito por sus sucesores Pío XI, Pablo VI y Juan Pablo II con sendas encíclicas—, se situaba ante el contexto cultural de ligereza e irresponsabilidad social y política que, muy pronto, llevaría a las naciones de Europa y al mundo entero a las dos más devastadoras guerras de toda la historia universal.

Llama la atención, y constituye todo un signo a meditar, la constatación que hace el Papa Francisco en el sentido de que esa irresponsabilidad social y política no ha tenido hasta ahora cura verdadera: “la humanidad del período post-industrial quizá sea recordada como una de las más irresponsables de la historia” (LS, 165).

El esfuerzo de este importante documento magisterial, Laudato si’, apunta fundamentalmente en la dirección de subsanar esa irresponsabilidad, remontando desde las consecuencias —siendo ciertamente la crisis ecológica una de las más graves y sintomáticas— a las causas, que el Papa visualiza en el orden antropológico. A pesar de la enorme gravedad de los temas que trata, su esperanza sin embargo no declina, y aguarda así “que la humanidad de comienzos del siglo XXI pueda ser recordada por haber asumido con generosidad sus graves responsabilidades” (id.).

Dicho lo anterior, que puede valer como premisa histórica, conviene en seguida hacer presente la continuidad magisterial en la que se insertan tanto la Rerum novarum como la Laudato si’.

En efecto, al contrario de quienes la interpretaron como una apertura al mundo de la época, discordante con la enseñanza de sus predecesores, lo que la voz de León XIII trajo consigo a la cultura de inicios de la era capitalista fue la proyección, al contexto social y político de la Revolución industrial, de la visión del hombre desarrollada por sus antecesores Pío IX y Gregorio XVI. Estos habían ya advertido, con extraordinaria lucidez y fuerza profética, el desafío que significaba el inmanentismo de la filosofía liberal de su tiempo, que tantos problemas, externos e internos, acarrearían muy luego a la propia Iglesia.

Con caracteres distintos, potenciados por una sociedad fuertemente mediatizada, la misma falsa dicotomía se repite hoy. Como si el cuidado de la naturaleza no fuese un tema antiguo en el magisterio y como si de la crisis ecológica no hubiesen ya tratado Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (cfr. capítulo 4 de la Caritas in veritate), se hace a la nueva encíclica, informativamente hablando, objeto de una mañosa contradicción.

Pero más allá de todo ello y de las complejas circunstancias sociales, políticas o económicas frente a las que haya querido responder cada pronunciamiento, lo que debe observarse es la común visión del hombre y de su destino trascendente que inspira todos los documentos papales conocidos, no solo en el ‘ciclo breve’, sino en el ‘ciclo largo’, como aquel que puede comprender desde Gregorio XVI a Francisco, y más.

Una variedad de autorizados analistas ha subrayado y comentado, consistentemente con lo anterior, lo que la encíclica Laudato si’ deja ver de manera inmediata al lector desprejuiciado. Precisa el Papa que “las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía” (LS, 161). Sin embargo no se está frente a un documento “ecologista”, como superficialmente algunos han querido llamarlo, ni tampoco político, económico o técnico. Al igual que sus antecesores, Francisco ha querido hablar de una forma de vivir o, en términos más precisos, de una antropología —de cara ciertamente a un gravísimo problema de hoy, como pudo ser, por citar un ejemplo, el caso de Pío XI frente a las ideologías de su tiempo—, lo cual, en rigor, es común a la totalidad del magisterio.

Constata Francisco que el mundo vive, en este tiempo, la dinámica de un estado contracultural, profundamente dañino al bien común, del que es difícil evadirse, en el cual la política es dominada por la economía y esta, a su vez, por el “paradigma eficientista de la tecnocracia” (LS, 189). Obviamente, no se trata de desconocer los progresos de la ciencia y la técnica modernas. Sí, en cambio, de encarar el modo como la humanidad ha asumido la tecnología, en ningún caso de forma integral, lo cual en lugar de extender la mirada y ampliar la razón —reclamo en continuidad con Benedicto XVI—, la empuja cada vez más en una dirección reductiva. De aquí adviene, como consecuencia, un relativismo “todavía más peligroso que el doctrinal” (Evangelii gaudium, 80), por el que el ser humano “termina dando prioridad absoluta a sus conveniencias circunstanciales, y todo lo demás se vuelve relativo”, provocándose, con soporte en esta fragmentación, “al mismo tiempo la degradación ambiental y la degradación social” (LS, 122).

Mientras tanto, como había advertido su antecesor, a quien Francisco cita, si estamos viendo cada vez más que los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, es porque antes se han extendido los desiertos interiores. “La crisis ecológica es una eclosión o manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad”, señala el Papa (LS, 119). Una grave dificultad para abordarla, de la que hay que tener conciencia al hacerse cargo del grave problema mundial puesto en foco, es que “no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al ambiente, porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (LS, 123).

Señalando los falsos atajos dilatorios, que en lugar de enfrentar el desafío ecológico buscan términos medios —y que “son sólo una pequeña demora en el derrumbe”—, Francisco se plantea, sin eufemismos, frente a la necesidad de reformular la noción de progreso y de verdadero desarrollo, no siendo todo lo que se engloba en su nombre digno del hombre. “Un desarrollo tecnológico y económico que no deja un mundo mejor y una calidad de vida integralmente superior no puede considerarse progreso” (LS, 194).

Late en el fondo de todo el documento papal la “antropología teológica” de San Juan Pablo II, así como la concepción creatural del hombre legada a la humanidad contemporánea —conformada de seres fundamentalmente celosos de su autonomía— por el Concilio Vaticano II, y hondamente desarrollada por el magisterio de los papas Wojtyla y Ratzinger. Para Francisco, en efecto, es la incomprensión de la fe bíblica en el Dios creador lo que ha conducido a un antropocentrismo exacerbado, situado en el corazón de la crisis ecológica. La fe, en cambio, nos hace reconocer que “no somos Dios”, que “la tierra nos precede y nos ha sido dada” (LS, 67).

La “ecología del hombre”, como la llamó Benedicto XVI hablando en el Bundestag —asimilable a la ecología integral de que habla Francisco—, supone que la creatura humana “posee una naturaleza que [él] debe respetar y que no puede manipular a su antojo”. Esta nos pone en estrecha relación con el ambiente y con los demás seres vivientes, continúa Laudato si’. Y está necesariamente también presente en ella la ley moral, escrita en la propia naturaleza del animal racional, el hombre —”el único sujeto óntico de la cultura” (cfr. Juan Pablo II en la Unesco, 2.VI.80)—, que con su inteligencia sabe descubrirla para crear un ambiente culturalmente digno.

“La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación”. En el horizonte del “todo conecta con todo” que desarrolla el Papa Francisco en esta encíclica, se comprende en seguida la relación que esto guarda con temas cruciales del debate actual, relacionados con la masculinidad, la femineidad y las manipulaciones ideológicas que incurren en la insania de “cancelar la diferencia sexual porque ya no saben confrontarse con la misma” (LS, 155).

Reconocidas y fortalecidas las relaciones constitutivas de la vida humana —con uno mismo, con los demás, con lo creado y con Dios—, se puede entender que “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola crisis socioambiental” (LS, 139). Dicha mirada unitaria reclama, asimismo, “la necesidad imperiosa del humanismo” (LS, 141).

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