Desde la síntesis proveniente de la encíclica Centesimus annus de Juan Pablo II se hace posible la comprensión de la relación entre trabajo y familia

El beato Juan Pablo II escribió en Centesimus annus:

“La primera estructura fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible” (n.39).

En estas frases se sintetiza de una manera excepcional qué significa el trabajo para la familia. Por una parte, ciertamente, procurar el sustento material de la vida, sin el cual no puede haber desarrollo humano. Pero más fundamental todavía es educar a los hijos en la verdad y el bien, amarlos de modo que puedan descubrir la dignidad con que han sido llamados por el Creador a la existencia, educarlos a la conquista de su libertad interior para enfrentar humanamente su destino único e irrepetible.

Toda la evidencia empírica, en la actualidad, acerca de la educación y el origen de las desigualdades sociales, señala que la educación temprana de los niños es decisiva para su desarrollo posterior, generándose precisamente en esta etapa del desarrollo humano, la mayor distancia social entre quienes recibieron atención, acogida y estímulo emocional a sus habilidades cognitivas y quienes no las recibieron. La escuela no es capaz de corregir con posterioridad lo que los padres y la familia no hicieron en su momento. Por ello, la relación entre familia y trabajo no es extrínseca, sino intrínseca, no es una carga que la sociedad impone sobre las personas y las familias, sino es más bien el resultado de la dignidad co-creadora que quiso dar a los seres humanos el designio divino sobre la creación.

El magisterio social de la Iglesia nos ha enseñado que toda la actividad humana pertenece al ámbito del trabajo. No sólo la que es remunerada por la sociedad, sino que también aquella que se ofrece gratuitamente como un don a otras personas y a la comunidad a que pertenecemos. Todas las personas siempre trabajan más de lo que reciben como retribución monetaria. Si esto vale para todos los ámbitos de la vida social, con cuánta mayor razón se aplica a la familia, la que gratuitamente nos enseña muchos aspectos esenciales de la vida, como, por ejemplo, a controlar nuestro cuerpo, sus movimientos, su ritmo. Nos enseña también el siempre complejo idioma materno, con las distinciones y sutilezas entre la facticidad del acontecer de la actividad humana y las hipótesis relativas a su posibilidad pasada y futura. En familia aprendemos también la moralidad de los actos humanos y a asumir la responsabilidad sobre la dignidad de nuestra conducta tanto en relación con nosotros mismos como en relación al prójimo. En ella, aprendemos a compartir también el aprecio a la sabiduría, a los bienes espirituales que hemos recibido como dones de quienes nos han precedido en la existencia y, muy especialmente, el don de la fe. Por todo ello nos ha enseñado el magisterio social de la Iglesia que el trabajo no sólo tiene una dimensión objetiva en cuanto produce bienes transables e intercambiables que van construyendo el tejido social, tanto a nivel local como regional y mundial, y también una dimensión subjetiva, intransitiva, que construye nuestra propia persona y que estimula el crecimiento de la libertad para ofrecerse a otros, con respeto y dignidad.

El trabajo pertenece al dinamismo de la libertad y de la creatividad humanas por medio de las cuales transformamos el mundo para dar satisfacción a las necesidades de las personas. Sin esta satisfacción no podría haber una convivencia pacífica y justa entre los pueblos. Pero esta satisfacción de necesidades no se logra sólo por medio de la adquisición de bienes de consumo transables. Ciertamente, para la gran mayoría de las personas, el trabajo remunerado es la principal fuente de sus ingresos para sostenerse a sí mismos y a sus familias. Sin embargo, el trabajo excede su retribución económica por el amor con que se hace, por la libertad que arriesga, por la innovación y creatividad que propone. El trabajo es la respuesta objetiva que los seres humanos dan al don de la vida y a todos los demás dones que reciben de sus antepasados, de sus progenitores, de sus familias, de sus maestros. Es un elemento esencial de la reciprocidad de los vínculos sociales, a partir de los cuales se produce una convivencia pacífica entre las personas, se genera confianza, deseos de cooperación, ayuda recíproca. En una palabra, el trabajo ayuda a las personas a descubrir su vida como vocación, como aquella exhortación que reciben de los otros a desarrollar sus talentos, sus virtudes, la plenitud de su libertad.

Estas consideraciones preliminares son muy importantes al momento de analizar las novedades que presenta el trabajo en nuestra época. Quisiera mencionar, en primer lugar, que vivimos en una sociedad que algunos cientistas sociales denominan “postindustrial”. Ello significa que el dinamismo creador de la economía y de la sociedad en su conjunto se ha ido transfiriendo desde la producción en gran escala que las personas y las máquinas realizaban en las industrias, al conocimiento, a la innovación tecnológica, a las comunicaciones, al sector de los servicios. “Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás”, dice Centesimus annus (n.32).

Esta transformación ha cambiado muy hondamente las relaciones de trabajo y su relación con la familia. Aunque la expresión no es completamente satisfactoria, la familia se ha vuelto un factor esencial en la formación del “capital humano”. Ya mencionamos la importancia de la educación temprana. Pero a ella se agrega el deseo de saber, de progresar, de servir a los demás y a la sociedad en su conjunto. Las fuentes del conocimiento y de la información están cada vez más a disposición de las personas. Pero el deseo de adquirir ese saber, de hacerlo propio, de emprender desde él un trabajo creativo al servicio del bien común, depende de la libertad de cada uno y de la perseverancia con que se practique la autoformación continua. Es decir, requiere del entendimiento de la vida humana como vocación y ello sólo puede percibirse en la comunión con otras personas, siendo la familia la mayor y más frecuente experiencia de comunión que experimentan las personas.

Hechos nuevos

Estos cambios sociales representan nuevas oportunidades para la familia y la sociedad, pero también nuevos riesgos que dejan en evidencia su precariedad. Pero antes de hacer un balance de ellos, quisiera completar la enumeración de los hechos nuevos necesarios de considerar. Así, el segundo factor social determinante de nuestra época ha sido el acceso de la mujer al mercado del trabajo remunerado, lo que ha sido posible en el contexto antes descrito, por su acceso previo a la educación, incluida la educación superior. Me parece que esta ha sido la revolución social más importante del siglo XX. Se trata de un proceso aún en curso, con importantes rezagos en los países emergentes y en los subdesarrollados, donde faltan todavía grandes inversiones en el ámbito educativo. Con todo, parece ser un proceso irreversible que ha cambiado sustancialmente las relaciones de trabajo y también el rostro de los espacios públicos de la sociedad. En sus inicios, se abrieron tímidamente puestos de trabajo para oficios típicamente femeninos. Pero en su decurso, la incorporación de la mujer al mercado del trabajo abarca ya todos los ámbitos sociales, incluidos los considerados con anterioridad como típicamente masculinos, como la minería, la construcción, la investigación científica, las fuerzas armadas, la policía y muchos otros. Incluso en el ejercicio del poder político las mujeres han demostrado habilidades y talentos que les permiten competir con ventaja con los varones.

El ingreso de la mujer al trabajo remunerado no sólo ha significado un reconocimiento del valor social de la condición femenina como tal, sino que ha significado una profunda redefinición de los roles sociales afectando a la sociedad en su conjunto. Por de pronto, ha ayudado al crecimiento económico al disponer la sociedad de mayor número de recursos humanos calificados y de mayor variedad de especializaciones. La mujer tiene cualidades naturales y habilidades sociales que no necesariamente compiten con las masculinas, sino más bien las complementan. Las empresas, por su parte, han debido reorganizarse y disponer de servicios que antes no tenían. Las leyes sociales han debido reconocer licencias remuneradas pre y posnatales para las mujeres, como también para el cuidado de los hijos menores cuando se enferman. Se han debido instalar salas-cuna en los lugares de trabajo bajo determinadas condiciones, instituir el trabajo de tiempo parcial y aumentar la flexibilidad laboral. Jurídicamente ha debido reconocerse la capacidad de las mujeres para administrar sus bienes y, en el caso de las mujeres casadas, para co-administrarlos con sus respectivos cónyuges.

Para la familia, un segundo ingreso ha significado el fortalecimiento de su poder de compra y de su capacidad de endeudamiento, lo que no siempre ha significado mayor consumo, sino también ahorro e inversión. La situación a este respecto es muy distinta en las diferentes regiones del mundo conforme al grado de desarrollo social de los países. Pero, en general, puede afirmarse que ha ayudado a la progresiva desaparición del proletariado y al incremento de los grupos medios con expectativas de movilidad social ascendente. Las familias comienzan a gastar menos en alimentación y más en equipamiento del hogar, especialmente de alta tecnología, como también en automóviles, en las vacaciones, en viajes y uso del tiempo libre.

Por otra parte, sin embargo, las mujeres han debido asumir, al menos en un período de transición que aún no termina, el doble trabajo de su profesión y de las tareas domésticas. La redefinición de roles al interior de la familia no ha sido fácil. Los varones han debido asumir, al menos parcialmente, tareas domésticas, ocupándose del cuidado y de la salud de los hijos y de su educación. Acostumbrados a ser los únicos sostenedores del hogar, han debido acomodarse a la idea de que sus cónyuges pueden tener ingresos superiores a los suyos o cargos de responsabilidad y de liderazgo de mayor jerarquía, lo que ha dañado, a veces, su autoestima. Pero tal vez lo más importante, han debido aceptar que sus mujeres son económicamente autosuficientes, y que la antigua dependencia al hogar debe ser reeducada aceptando, reconociendo y valorando su libertad para ejercer su profesión u oficio y para realizar su propio proyecto de vida.

Las oportunidades introducidas en la familia por esta redefinición de roles tienen relación esencialmente con la calidad de vida, no sólo material, sino también espiritual. Para los matrimonios ha significado una profundización de su relación de reciprocidad y complementariedad, entendiendo que los talentos de ambos deben compartirse en una vida construida cotidianamente en común. También ha significado para los padres varones un acercamiento a la realidad de sus hijos, preocupación por su cuidado y por su educación, lo que ha desarrollado vínculos emocionales habitualmente desconocidos con anterioridad.

Cambios y precariedad en la vida familiar

Pero estos cambios han traído también nuevos riesgos que han mostrado la precariedad de la vida familiar. En primer lugar, han hecho del matrimonio una relación más personalizada y, por lo mismo, mucho más exigente, lo que ha traído como consecuencia mayor frecuencia en las rupturas matrimoniales cuando las relaciones son inmaduras y unilaterales. Si se produce la ruptura de la convivencia, en la mayoría de los casos la tuición sobre los hijos es entregada a la madre, generándose en ellos la experiencia del “padre ausente”, que se ha vuelto una verdadera cultura en nuestra época. Los hijos educados sin padres, a su vez, se infantilizan y se vuelven inmaduros, retroalimentando el círculo de las rupturas matrimoniales, especialmente a temprana edad o con pocos años de convivencia. Todos los factores mencionados están estrechamente vinculados y se refuerzan entre sí, de modo que los matrimonios y las familias tendrán que aprender a controlar los riesgos de las rupturas de la convivencia acentuando su donación recíproca, la confianza en la vocación humana de cada integrante de la familia, el respeto a la dignidad inalienable de todos sus miembros y la calidad espiritual de la cultura que van forjando en común.

También los cientistas sociales han observado otros riesgos vinculados a la más alta educación de la mujer y a su incorporación al mercado laboral, como son la postergación de la edad de contraer matrimonio hasta después de terminados los estudios, la postergación del nacimiento del primer hijo hasta que la nueva pareja se sienta segura de su relación, la formación de familias pequeñas y el distanciamiento entre los nacimientos cuando hay más de un hijo. En el extremo, ello puede significar que la mujer vea la natalidad como un problema antes que como una bendición de Dios que dona la vida al matrimonio y la pone a su cuidado para su crecimiento y educación. Pero tal vez el riesgo más importante para el matrimonio y la familia es que los métodos anticonceptivos actualmente en uso, tanto los preventivos como los así llamados de “emergencia”, dejan la decisión de la concepción unilateralmente en manos de la mujer si ella así lo decide, pudiendo esta situación generar desconfianza entre los cónyuges que desconocen los procedimientos efectivamente usados por sus mujeres. Esto no se aplica solamente al caso de querer impedir el embarazo, sino también cuando se lo desea. Es el caso, por ejemplo, de las madres adolescentes, en el que la investigación empírica más reciente ha demostrado que estas madres deseaban tener sus hijos para consolidar su situación de vida al interior de su familia de origen, sin importar mayormente quién era el padre, el que, habitualmente, suele ser un varón maduro de bastante más edad que la adolescente.

Finalmente, en el caso del continente latinoamericano, se debe reconocer la alta proporción de hijos nacidos fuera del matrimonio. Aunque no se conocen aún todos los factores en juego, esto se explica, en parte, por la tradición histórica de una sociedad nacida originalmente del mestizaje, en parte por el decrecimiento de los matrimonios y por el incremento del divorcio entre aquellos ya celebrados. El convivir consensualmente de varones y mujeres sin contraer matrimonio se está volviendo una práctica habitual, especialmente entre los jóvenes, y la sociedad ha dejado de mirar esta conducta con reparos, sino que más bien la ha legitimado.

Como se puede apreciar, los riesgos introducidos por esta nueva posición de la mujer en la sociedad pueden ser bastante graves y de ocurrencia frecuente, si se compara con otras épocas. Pero esta precariedad mostrada por la vida conyugal y familiar no debe oscurecer las enormes oportunidades abiertas para las familias tanto en el goce de un mayor estándar de vida, de una educación más esmerada y de un trabajo más creativo y productivo que acrecienta la interdependencia social, la reciprocidad y la colaboración conjunta al bien común. Para que estas oportunidades se fortalezcan, es indispensable crear una cultura del trabajo atenta a las nuevas características de la era “postindustrial”. La semántica, a veces dominante, es heredera todavía de la condición del trabajador manual de la época de la industrialización y de la introducción de la máquina, que destaca la fatiga del trabajo y la poca remuneración obtenida a cambio. Se asociaba preferentemente también esta cultura al trabajador masculino. Pero estas condiciones han cambiado completamente en la actualidad. Así como el beato Juan Pablo II renovó profundamente la teología del matrimonio y la familia al interpretar la “imagen y semejanza de Dios” por parte del ser humano a partir de la complementariedad del varón y de la mujer y del don recíproco de su humanidad, habría que extender este mismo principio teológico-antropológico al ámbito de la cultura del trabajo, puesto que la participación conjunta del varón y de la mujer en la formación de “capital humano” avanzado, en el diseño y prestación de servicios a las personas y a sus necesidades, en la construcción de la imagen de las organizaciones y de su buen clima laboral, resulta actualmente indisociable.

Algunas empresas ya han comenzado a interiorizar estas nuevas condiciones y se esfuerzan por crear condiciones laborales para la mujer que compatibilicen su doble rol de trabajadora y de madre al cuidado de sus hijos. Pero falta mucho por hacer todavía, especialmente para que las sociedades prioricen la solución de los nuevos problemas prácticos que genera la incorporación de la mujer al trabajo remunerado. La posibilidad del trabajo a distancia, favorecido por la comunicación electrónica, genera condiciones tecnológicas suficientes para resolver algunas de estas situaciones. Sin embargo, ello exige de parte de todos los trabajadores, varones y mujeres, una administración más racional del tiempo que se distribuye entre el trabajo y el hogar, como ahora también el tiempo dedicado a la educación continua y la constante actualización que exige la velocidad de la innovación tecnológica. Aunque existe una formación básica del “capital humano” que se extiende para toda la vida, el conocimiento necesita un constante perfeccionamiento y actualización, lo que exige, a su vez, tiempo dedicado a esta tarea. Algunas empresas realizan por sí mismas estas capacitaciones, pero en muchos casos, externalizan este servicio y los trabajadores deben concurrir a otros lugares, a veces distantes, a recibir esta enseñanza. Para las familias esto representa, sin duda, un sacrificio que sus miembros pueden asumir gustosos si se ha construido una experiencia de comunión suficientemente fuerte como para comprender las necesidades generadas en las fuentes de trabajo. Cuando esta experiencia falta, los miembros de las familias suelen generar resentimientos y recriminaciones mutuas que trizan la convivencia, poniéndola en riesgo de destrucción.

La situación antes descrita puede verse agravada también en los casos en que existen personas mayores con enfermedades crónicas o adultos mayores que ya no pueden valerse por sí mismos. Sabemos que, al menos en el caso del mundo occidental, la población está envejeciendo aceleradamente. Naturalmente, hay importantes diferencias en el ritmo de este envejecimiento según países y regiones, pero el proceso de transición demográfica tiene alcances mundiales y, como bien saben los demógrafos, toma siglos revertirlo. Tradicionalmente han sido las mujeres las que asumen los cuidados paliativos sobre los ancianos, sea que se encuentren en su propio hogar o en hogares especializados dedicados a su cuidado. Pero sea de modo directo o indirecto, estos cuidados paliativos terminan afectando a la familia completa, por los recursos involucrados, el tiempo de dedicación y el afecto y respeto debido a las personas que padecen esta situación.

El crecimiento de la esperanza de vida al nacer, tanto en varones como mujeres, aunque en el caso de estas últimas alcance aún más años, plantea también un nuevo desafío social en cuanto a la mantención de las fuentes de trabajo para los adultos mayores. Hemos visto en los últimos años discusiones en casi todos los países respecto a la edad del pensionamiento y la tensión entre el alto desempleo juvenil y el deseo de permanecer más años en el trabajo de las personas con buen estado de salud. Algunos de estos adultos viven solos y el abandono del trabajo no sólo disminuye sustancialmente sus ingresos, sino que deteriora su autoestima y se perciben en situación de abandono. Por otra parte, no todas las familias están en condiciones de hacerse cargo de sus adultos, en una edad en que se encarecen los gastos médicos y suben las primas de los seguros de salud. Falta aún mucha imaginación social para generar empleos adecuados a las personas en retiro, que tengan en cuenta su experiencia y también sus condiciones particulares de administración del tiempo y de resistencia a la fatiga. Con todo, será sin duda uno de los problemas sociales más agudos de nuestro siglo cuando el efecto de la transición demográfica se complete. En varios países se ha buscado como solución el turismo de los adultos mayores, pero son muchos los que no pueden darse ese lujo y necesitan mantener una fuente de ingreso por medio de su trabajo. Si el trabajo realizado ha sido además creativo e innovador, con un alto componente de vida intelectual, y si se ha experimentado como una vocación, resulta indispensable que la sociedad haga un esfuerzo por mantener la vida laboral en el contexto de la actual esperanza de vida, la que sobrepasa con mucho la actual edad de retiro, heredada de las condiciones del pasado.

Una mirada global

Después de haber analizado algunos problemas sociales específicos que crean desafíos particulares a la sociedad y a las familias, quisiera hacer un balance más global sobre las oportunidades y precariedades que nuestra época presenta a la familia y el trabajo. Durante el siglo XIX el trabajo fue considerado esencialmente como “fuerza de trabajo”, concepto que implicaba que todos los seres humanos son relativamente equivalentes en el plano laboral. Con la introducción de la cadena de montaje, aunque se exigió una mayor especialización y nuevas destrezas, la dirección del proceso de trabajo no quedaba en manos del trabajador, sino que era conducido por el ritmo de la máquina. Esto ha cambiado completamente en la era “postindustrial”, en que la cadena de montaje se ha robotizado completamente y se pide ahora a los trabajadores interactuar con máquinas inteligentes y desarrollar habilidades multipropósitos, que no se limitan al horizonte cognitivo, sino que incluyen también “habilidades sociales”, como la capacidad de trabajar en equipos interdisciplinarios, tener iniciativa y liderazgo, colaborar en la creación de un buen clima laboral, pensar en la satisfacción de las necesidades de los clientes, gestionar bases de datos y generar información. La mirada sobre el trabajo no se limita, en consecuencia, hacia lo que sucede al interior de la fábrica, sino que exige levantar la mirada hacia la marcha del conjunto de la sociedad, hacia sus requerimientos y necesidades. En pocas palabras, se pide disponibilidad constante hacia los clientes y consumidores, competencia, eficiencia y cortesía o amabilidad en la prestación de los servicios que se solicitan.

Por ello se suele decir en la actualidad que el “capital humano” requerido incluye también “capital social”, como capacidad de trabajar en amplias redes de colaboración, y “capital cultural”, como capacidad de constante actualización del conocimiento y de desarrollo de más refinadas habilidades personales que incluyen una más aguda percepción, un mejor dominio del lenguaje, sea del propio como también de lenguas extranjeras, una mayor tolerancia a la frustración cuando no se alcanzan los resultados esperados y una mayor perseverancia para recomenzar el camino. Por decir así, el trabajo se ha hecho cada vez más social. Si antes se enfocaba hacia la apropiación y dominio de la naturaleza, la exigencia actual al ser humano es la agregación de valor a los productos del trabajo y a los servicios sea por la oportunidad o por la calidad de las relaciones sociales que hace posible.

Esto explica, en buena medida, por qué el trabajo ha desaparecido, en cierto sentido, del vocabulario y de la semántica contemporánea, con la excepción de cuando sobreviene la desocupación y el desempleo. El trabajo coincide ahora con la actividad humana misma, cualquiera que ella sea, si es capaz de agregar valor a las relaciones sociales. Se ha desprendido, incluso, del mismo concepto de necesidad que se había ocupado para la racionalización de la actividad económica durante el siglo XIX, puesto que las sociedades y las personas producen y consumen ahora mucho más de lo que necesitan. Para algunos, la vinculación entre el trabajo y la agregación de valor conduce inexorablemente al predominio de una mentalidad economicista. Efectivamente, puede darse esa distorsión. Pero no hay ninguna necesidad de que ello ocurra en el contexto de la sociedad actual. Un buen ejemplo de ello es la industria del turismo, que ha florecido con los nuevos medios de transporte y comunicación, que cobra sus precios sobre la base de la calidad de la atención a las personas. También podría mencionarse la industria de la educación, la que efectivamente se ha industrializado a nivel mundial, que fija sus precios por la calidad de los recursos humanos de que dispone y por la calidad de los resultados logrados por quienes se someten a ella. La vinculación entre trabajo y agregación de valor no queda limitada a los productos de consumo, sino que se extiende a los bienes espirituales de la sociedad, los que se producen exclusivamente por la cooperación social y solidaria entre las personas.

Pienso que este contexto social de la evolución del trabajo representa una gran oportunidad para la familia, puesto que es ella misma la gran formadora de las personas, especialmente en su edad más temprana. La escuela, la universidad y los medios de comunicación podrán ofrecer después conocimiento e información. Pero la actitud hacia el conocimiento y la información, la curiosidad intelectual, el dejarse provocar intelectual y emocionalmente por la realidad, la conmoción frente a todo lo que existe, particularmente frente a los seres humanos, son virtudes que se alimentan de la libertad interior, que no es ni será nunca un producto de la industria, sino que surge de la experiencia de comunión vivida con otros y que comienza ciertamente en el seno de la familia. Incluso en el caso de las familias destruidas a causa de la infidelidad, la indiferencia o la violencia es posible encontrar las huellas originarias de una experiencia de comunión quebrada y posteriormente olvidada. La formación de la personalidad y del carácter está íntimamente vinculada a la conciencia del hecho de que sólo podemos venir a la existencia en virtud de que tuvimos progenitores y ellos, los suyos, en un largo y delgado hilo ontogenético que nos remite hasta el misterioso origen de la vida humana, hasta el Creador. Esta conciencia no es sólo ni primordialmente biológica, como suele plantearse a menudo unilateralmente, sino antes antropológica y social. Nacemos de una relación cara a cara entre un varón y una mujer, nacemos de su comunión, y tomamos conciencia de ella habitando en el lenguaje que nos han dado, que se sostiene, a su vez, en esa misteriosa convivencia de los hablantes de una lengua.

Que el trabajo se identifique en la actualidad con toda la actividad y comunicación humana, simultáneamente material y espiritual, mundana y trascendente, si ella crea la expectativa de una agregación de valor, me parece un gran logro histórico-evolutivo de la realidad social, en el que la familia tiene un lugar muy destacado. Surge, entonces, la pregunta: ¿Por qué teniendo condiciones sociales tan favorables aparece la familia como una institución disminuida y, en algunos contextos sociales, como el europeo, como una institución al borde de la extinción? Una situación como esta requiere, ciertamente, múltiples explicaciones. Quisiera avanzar algunas de ellas. En primer lugar, muchas de las funciones que antaño desempeñaba la familia las cumplen ahora otras instituciones, como, por ejemplo, el sistema escolar, que recoge a los niños tempranamente para situarlos en la realidad social en su complejidad y multipolaridad. Ello ha llevado, en múltiples casos, a que los padres de familia depositen a sus hijos en el sistema escolar, para que hagan de ellos lo que en el hogar no lograron o quisieron realizar. En segundo lugar, la comunión de personas en el seno de la familia no se considera una experiencia espontánea y connatural, sino que han entrado en competencia las redes sociales y la comunicación virtual que hace que cada miembro de la familia, especialmente los más jóvenes, tengan sus propias redes de comunicación que los validan y legitiman ante la sociedad. Se da el caso de familias que cohabitan el mismo hogar y, sin embargo, cada miembro construye su red de comunicación con independencia de los restantes miembros de la familia. El estar reunidos bajo el mismo techo ya no significa frecuencia de interacción y co-presencialidad de las interacciones. En tercer lugar, las nuevas exigencias de individuación y personalización hacen que la familia deba desarrollar un entorno cultural complejo y rico en virtudes y bienes culturales que difícilmente logra realizar, más todavía cuando por exigencias del trabajo, el tiempo dedicado a la familia se concibe sólo como tiempo de descanso y ocio, y no como la ocasión de una experiencia educativa para todos sus miembros. Cuando ello ocurre, es fácil reducir la convivencia familiar a la expresión de afectos recíprocos, perdiendo de vista el horizonte más extenso de la vocación humana a ser persona y a satisfacer todas las exigencias de bien, verdad y belleza que anidan en el corazón humano.

La relación entre familia y trabajo en la actualidad requiere, por todo lo dicho, un nuevo horizonte cultural. Ya no se trata solamente de obtener los ingresos necesarios para la sobrevivencia y el desarrollo, sea a través del tradicional padre providente o, ahora, de los varios ingresos aportados por los miembros de la familia, especialmente de las mujeres que trabajan. Tampoco es suficiente la relación emocional de apego y reconocimiento de pertenencia a un tejido social construido cotidianamente por la relación cara a cara de los distintos miembros de la familia. Más insuficiente es, todavía, la estrechez demográfica producida por la reducción de las familias y la reducción resultante de los vínculos de parentesco. Así como la Iglesia definió a las familias en el Concilio Vaticano II como iglesias domésticas, para indicar que en ellas se daba la profundidad del sentido de la comunión eclesial, desde el punto de vista social falta definir a la familia como el lugar de la vida y del trabajo, de la formación del capital humano integral que las personas ofrecen a la sociedad para alcanzar la convivencia pacífica y el bien común de todas las personas. Falta que la familia aprecie, como señala Benedicto XVI, que la “caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —“caritas”— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz” (Caritas in veritate n.1).

Sin embargo, a esta exhortación sale al encuentro la inmensa desigualdad social entre las familias que se ha puesto más en evidencia en el contexto de una sociedad organizada por la agregación de valor. Cuando se trataba de satisfacer las necesidades elementales de las personas en el ámbito de la alimentación, la vivienda y el vestuario, las diferencias sociales tenían una medida muy específica y acotada. Pero tratándose de la agregación de valor, las diferencias sociales se hacen más agudas, especialmente por la falta de desarrollo del capital humano en el seno de las familias. Se trata de un fenómeno mundial que no afecta solamente a los países pobres o a los emergentes, sino también a las sociedades desarrolladas. Aun cuando existen políticas públicas destinadas a satisfacer la igualdad de oportunidades, prácticamente en todos los países, los incentivos económicos y monetarios no se han mostrado suficientes para revertir la desigualdad. Por otra parte, los cambios en la estructura demográfica de las sociedades occidentales han puesto severas restricciones a la capacidad de los Estados para asegurar el bienestar de las familias.

Ciertamente las nuevas tecnologías de la comunicación ayudan a poner a disposición de muchas personas el conocimiento y la información relevante para su desarrollo. Pero el problema en la sociedad actual no es la escasez de información, sino que el exceso de ella, lo que requiere procedimientos y criterios de selección que sólo pueden darse en una persona educada con capacidad de discernir lo que necesita y puede favorecer el desarrollo de sus talentos y de su vocación. Estamos en presencia de una verdadera “emergencia educativa”, como la denominó el Papa, y ella sólo podrá resolverse con una renovada solidaridad intergeneracional entre las personas, que donen su sabiduría y experiencia a los más jóvenes para ayudarlos a la conquista de su libertad interior y al descubrimiento de su vida como una vocación. Si este ha sido siempre el principal desafío del trabajo en el seno de la familia, el contexto social de hoy le da una dramaticidad y una urgencia mucho más acentuada. La “caridad en la verdad” es el criterio hermenéutico que el magisterio pontificio nos ofrece hoy para renovar la comunión en el seno de las familias y para orientar el trabajo humano al desarrollo integral de las personas.


Notas:

[*] El presente texto corresponde a la ponencia del autor en el Congreso Teológico Pastoral del VII Encuentro Mundial de las Familias.

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