El hermoso discurso pronunciado por Papa Francisco en la Pontificia Universidad Católica de Chile fue rico en carga profética y tuvo como destinatarios a una importante Universidad inserta en una comunidad nacional, y a una comunidad nacional ricamente representada en las más de tres mil personas que se congregaron para escucharlo en los espacios de esa Universidad.

La alocución habría de referirse a la convivencia nacional y a la comunidad como temas centrales. Con característica parresía el Papa fijó su atención de entrada en el tema de la identidad de la Universidad Católica. En una sociedad pluralista el aporte a la convivencia y a la comunidad nacional no puede provenir de una declinación en la identidad y fin en que se funda una Universidad Católica; su aporte esencial provendrá en cambio de ser ella misma. Modelo de esa identidad en el ser —cuyos prototipos podrían muchos discutir infinitamente— Francisco trae a la memoria el ejemplo de un “padre de la patria”, alumno de ella que hace 100 años comenzaba aquí sus estudios y que luego, salido de sus aulas, tanto tendría que ver con afianzar, a través de su servicio a la Facultad de Teología, la identidad católica de la misma: San Alberto Hurtado.

La figura de Hurtado le da pie al Papa —recordando su ejemplar armonización de la fe, la justicia y la caridad— para mostrarlo como modelo frente a la cultura del descarte hoy predominante, advertencia fuerte y conocida de su magisterio social. La cuestión de la identidad y del servicio que desde ella ha de prestar la Universidad a la comunidad no queda así en una abstracción doctrinal. El sentido de actualidad obliga a la constatación de que vivimos en un contexto “líquido”, en que “todo se volatiliza y por lo tanto pierde consistencia”, donde desaparece la “conciencia del espacio público”, y se desvanecen las tradiciones y referencias “desde donde las personas pueden construirse individual y socialmente”.

La Universidad, educadora puertas adentro y puertas afuera, está en este marco obligada a repensar situaciones, sin ingenuidad —porque lo que sucede es grave— sin tampoco ceder como antaño a las utopías, ni menos sumergirse en el voluntarismo de moda. La dinámica fragmentadora (la palabra fragmentación es una de las más reiteradas en el discurso) —con sus peligros de fractura y violencia— exige desarrollar una verdadera “alfabetización integradora” que llegue a conformar lo que se llamó antes una forma mentis, tan propia de la misión universitaria. Y dicho desafío tiene al frente dos caminos de realización. Una verdadera universitas en el claustro en cuanto supere el “divorcio de los saberes” y los lenguajes, y una ampliación del concepto de “comunidad educativa” que haga efectivamente de la universidad un laboratorio para el país.

En resumen, un renovado humanismo del que pueda nutrirse el bien común y construya nación requiere recuperar la memoria de los ligámenes perdidos.

La inmensa misión que, por todo lo anterior, corresponde cumplir a la Universidad, pasa por superar la vieja tentación constructivista que la desarraigaría del Misterio de la creación, aquel “que ha movido a generaciones enteras a buscar lo justo, lo bueno, lo bello y lo verdadero”. Como sus antecesores, puede decirse que Francisco ve a la Universidad de forma cercana al legado de John Henry Newman.

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