Que la conmemoración de los XV años de esta “carta magna” de las universidades católicas, la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, nos ayude a renovar el asombro ante la profundidad y riqueza de la misión que nos ha sido encomendada.

Quisiera analizar la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, en el breve espacio disponible, desde la perspectiva de la vocación de servicio que atribuye a la Universidad en relación a las personas y a la sociedad donde está inserta. Específicamente habla de estos temas en los nn. 30-37 y nn. 43-47. Pero el documento entero está atravesado de la idea de la diaconía de la verdad, que es el mayor servicio que puede prestar una institución de educación superior a la cultura de una época. Como se sabe, esta constitución es el fruto de una larga reflexión sobre nuestra propia época en cuya elaboración participaron personas de todos los países del mundo que tienen Conferencias Episcopales, a las que se les consultó en distintos momentos de su elaboración. Tal vez como en ningún otro documento se puede comprobar en éste el viejo refrán que dice: “de Roma viene lo que a Roma va”. Tras este esfuerzo reflexivo y normativo en torno a las universidades institucionalmente católicas está el propósito tan querido por el Concilio Vaticano II de dialogar con el mundo, de salir al encuentro del hombre moderno y de sus preocupaciones, de evangelizar la cultura contemporánea. Como repitió Juan Pablo II en varias ocasiones, y también en este documento, “el diálogo de la Iglesia con la cultura de nuestro tiempo es el sector vital, en el que se juega el destino de la Iglesia y del mundo en este final del siglo XX" (n.3).

Para hablar de diálogo, sin embargo, es indispensable tener claridad respecto a la propia identidad y vocación, es decir, respecto de aquello que se ofrece y se expone como propio a la consideración de los otros. La expresión "nacida del corazón de la Iglesia", que da nombre al documento que conmemoramos, utiliza deliberadamente el término bíblico corazón, el cual no se refiere al lugar del sentimiento o de la afectividad, sino al núcleo de la persona aquello que le da identidad. Por eso, la expresión usada sugiere que la Universidad Católica comparte con la Iglesia el mismo corazón, una misma identidad esencial de la que no podría prescindir sin desfigurarse. En qué consiste esa identidad está definido en el mismo párrafo con una de las frases más hermosas del texto, inspirada en San Agustín: “la Universidad es un conjunto de personas reunidas por el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento”. Ese es propiamente el fin de la Universidad, todo lo demás es agregado: las investigaciones, la extensión, la docencia, son distintas funciones institucionales que ella suele organizar para cumplir y evaluar mejor su misión, pero su realidad esencial es ser un conjunto de personas que libremente se juntan por el gozo de descubrir y comunicar la verdad.

Hoy en día, los discursos acerca de la Universidad parecieran concentrarse más bien en sus funciones, lo que lleva a describirla usualmente como una industria educacional y cultural, es decir, como un conjunto de métodos y procedimientos para dar títulos y para certificar grados del saber. Por cierto, esta tarea es muy legítima y necesaria para sobrevivir en la sociedad actual, para satisfacer demandas sociales y obtener los recursos necesarios para su funcionamiento. Pero incluso quienes la describen por sus funciones, tienen que agregar prontamente que, sin embargo, la calidad de las personas constituye su capital más importante. Ciertamente las personas son muy importantes, pero más importante aún es saber qué reúne a las personas que forman la comunidad universitaria, y aunque se mencionen también los factores que habitualmente unen a las personas en el trabajo y en los negocios, tales como nivel de ingresos, oportunidad de desarrollo personal, estabilidad ocupacional y muchos otros, lo esencial de la Universidad es el gozo de descubrir y comunicar la verdad. El fruto más visible del gozo de la verdad es la conquista de una libertad muy profunda que es una apertura original y creativa a la realidad en el conjunto de todos sus factores, sin censurar ningún aspecto de ella, una pasión por el diálogo cultural, por la educación de las personas. Se trata de una particular sensibilidad y aprecio a la dignidad de la vida humana, portadora de la trascendencia de la persona. Por ello, escribió también el Papa Juan Pablo II en Fides et ratio: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” (n.90).

También el Papa Benedicto nos ha recordado en varias alocuciones desde que asumió su ministerio, la actual tiranía cultural del relativismo. Cuando se pierde el sentido de la verdad, las personas quedan completamente indefensas frente a la tiranía de los poderosos, de las modas intelectuales, de la distribución desigual del prestigio y de la estima, de las imágenes e informaciones interesadamente editadas por los medios de comunicación, de lo políticamente correcto. Cuando ello ocurre, la confianza en la razón humana y en su capacidad de buscar y dialogar se transforman, como anticipó Nietzsche, en sospecha frente a esa misma razón, frente a su capacidad para la impostura y el engaño, para la corrupción y la delincuencia intelectual. Lo único seguro pasa a ser la “voluntad de poder”. Por ello es tan importante que las sociedades tengan la experiencia cultural de comunidades que aprecian la sabiduría, que hacen de la cultura un espacio de auténtica soberanía humana, como definió Juan Pablo II ante la ONU, donde se pone en juego la capacidad de ser más, y donde no se sacrifica la dignidad del pensamiento a los variados y cambiantes ídolos que parasitan de la vida humana. El documento nos recuerda que lo que anima a la comunidad universitaria es un espíritu de libertad y caridad (n.21).

Teniendo como idea rectora el gozo de la verdad que se cultiva en el saber y que se hace sabiduría encarnada en las personas, lo que constituye lo más esencial de su servicio a la sociedad, la Constitución dedica un capítulo específico a la misión de servicio, destacando algunos de los aspectos que considera hoy día más urgentes. El n.32 describe como “graves problemas contemporáneos la dignidad de la vida humana, la promoción de la justicia para todos, la calidad de vida personal y familiar, la protección de la naturaleza, la búsqueda de la paz y de la estabilidad política, una distribución más equitativa de los recursos del mundo y un nuevo ordenamiento económico y político que sirva mejor a la comunidad humana a nivel nacional e internacional”. Exhorta a investigar todos estos temas con profundidad y rigor en cuanto a sus causas y efectos, pero sin descuidar sus dimensiones éticas y religiosas.

En este último sentido y siguiendo la orientación de la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, en la que se sabe, por lo demás, que Juan Pablo II tuvo una participación decisiva como relator general de la asamblea respectiva del Sínodo de los Obispos, llama a priorizar la evaluación crítica de los valores, criterios de juicio y normas dominantes en la sociedad y cultura modernas y de asumir la responsabilidad de comunicar a la sociedad aquellos principios éticos y religiosos que dan pleno significado a la vida humana (n.33). Creo que en las sociedades democráticas todos valoramos el importante papel fiscalizador y crítico que han asumido el periodismo y los medios de comunicación de masas para evitar la corrupción y las distintas formas de abuso de poder. Sin embargo, suele detenerse esta crítica en el día a día de los acontecimientos políticos y policiales, mostrándose, por el contrario, bastante insensible e indiferente frente a las dimensiones más esenciales de la existencia. Me atrevería a decir que la universidad es la única institución de la sociedad que tiene la capacidad de asumir esta tarea crítica de forma más esencial, particularmente, en relación a los problemas que se despliegan en el mediano y largo plazo y tendrán efectos más permanentes. Por ello, señala la Constitución que “la Universidad católica deberá tener la valentía de expresar verdades incómodas, verdades que no halagan a la opinión pública, pero que son también necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad” (n.32).

Creo que todas las universidades, y la nuestra también, debería preguntarse con sinceridad si tienen esta valentía o si más bien la necesidad de mantener y aumentar su prestigio, que se realiza por la conocida técnica de dar satisfacción a los clientes, tiende a desplazar a un penumbroso segundo plano a las “verdades incómodas”. Se aprecia por doquier mucho marketing y poca discusión intelectual de gran nivel, y no me refiero exclusivamente a la participación de las universidades en la llamada agenda pública, sino también internamente, en el seno de las facultades, donde los criterios administrativos de eficiencia y productividad, vinculados directamente a las remuneraciones, tienen un potente efecto seductor sobre nosotros, los profesores, para acomodarnos a las demandas de los clientes. En una época en que se habla tanto de acreditación y de que se la practica cabe preguntarse si forma parte de las variables que se miden la independencia de juicio y el análisis crítico o sólo la aceptación de los considerados “pares”.

Se trata de un tema muy delicado, puesto que cuando no se tiene la libertad de espíritu para plantear verdades incómodas, se pierde inadvertidamente pero en forma progresiva e inevitable la capacidad de asombro ante la realidad, es decir, la propia capacidad de investigación que es tan esencial a la universidad. Me recuerda un iluminador párrafo de Heidegger sobre la relación entre verdad y libertad: “La esencia de la libertad no está originariamente ordenada ni a la voluntad, ni tan siquiera a la causalidad del querer humano. La libertad administra lo libre en el sentido de lo despejado, es decir, de lo que ha salido de lo oculto. El acontecimiento del hacer salir lo oculto, es decir, de la verdad, es aquello con lo que la libertad está emparentada de un modo más cercano e íntimo. Todo hacer salir lo oculto pertenece a un albergar y a un ocultar. Pero ocultado está, y siempre está ocultándose, lo que libera, el misterio. Todo hacer salir lo oculto viene de lo libre, va a lo libre y lleva a lo libre. La libertad de lo libre no consiste ni en la desvinculación propia de la arbitrariedad ni en la vinculación debida a meras leyes. La libertad es lo que oculta despejando, y en su despejamiento ondea aquel velo que vela lo esenciante de toda verdad y hace aparecer el velo como lo que vela. La libertad es la región del sino, que pone siempre en camino un desocultamiento” (La pregunta por la técnica).

Junto al discernimiento crítico, la Constitución ve la misión de servicio de la universidad en el diálogo cultural tanto ad intra como ad extra (nn 43 y ss.). Ad intra, porque la universidad es por su propia naturaleza, una comunidad intergeneracional, que recicla la sabiduría de las generaciones precedentes adaptándola a las cambiantes circunstancias históricas y evolutivas y asumiendo con creatividad los nuevos desafíos. La solidaridad verdadera en la vida social se nota precisamente cuando dialogan dos generaciones distintas. Lo sabemos por nuestra propia experiencia. La actitud espontánea es la de ser más solidario con las personas que son más o menos de la misma generación, puesto que con ellas se comparte el mismo lenguaje, las mismas preocupaciones sociales, las mismas personas y grupos de referencia. Toda persona se siente de su época y se identifica con ella, por lo tanto, no es raro que siempre haya un cierto diálogo entre la gente que comparte la misma edad y la misma historia. Sin embargo, la solidaridad más grande y más honda es la que se da de una generación a otra, ya que exige abrirse al diálogo con alguien que habitualmente no piensa igual, que tiene otro lenguaje, que tiene otros intereses, que tiene otros puntos de referencia históricos, otros acontecimientos que han marcado su vida y que, incluso, tiene interés en criticar a los mayores para lograr su independencia y autoafirmación. La tentación de cada nueva generación es querer comenzar siempre todo otra vez, como si los miles de años de vida humana anterior a nosotros no significaran demasiado. Por ello, sin un diálogo generoso y solidario entre generaciones distintas la cultura no podría transmitirse y moriría.

La Universidad, en este contexto, es esencialmente una institución de cultura y uno de los pilares de su desarrollo. No se trata del hecho de que en ella haya estudiosos, que también los hay en otros sitios, o equipados y complejos laboratorios, que también existen en las industrias y suelen ser mejores. El núcleo más íntimo de la Universidad es el diálogo entre generaciones. Ella ofrece a las nuevas generaciones la posibilidad de confrontarse con la sabiduría de las generaciones antiguas en un diálogo cuya base es la verdad. En la Encíclica Centesimus annus, el Papa dice en el n. 49 "que el hombre es ante todo un ser que busca la verdad, que se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras". Este diálogo entre generaciones pasadas y futuras es el núcleo existencial de la cultura. Del mismo modo como en la carrera de posta, en la Universidad una generación entrega a la otra lo mejor de su experiencia y sabiduría para que ella desarrolle su camino.

Si en cada generación el mundo tuviese que comenzar otra vez toda la sabiduría acumulada por siglos, no serviría para nada, se perdería. Por eso, la esencia del aprendizaje es estar abiertos a la experiencia de otros para comprenderla con atención y respeto. La Universidad lleva en su centro esta misma preocupación. Por eso la sala de clases no puede ser reducida a una definición funcional en que alguien enseña y alguien aprende, sino que encierra toda la complejidad cultural de la relación entre dos generaciones. Por eso tampoco se debería sobrevalorar demasiado el uso de medios técnicos que facilitan el autoaprendizaje de los estudiantes, sino situarlos en su justa dimensión. Lo que de verdad aporta la universidad a la sociedad es esa capacidad de diálogo entre las generaciones para aprender la sabiduría de cada saber porque en ella se juega el hombre su destino.

Pero este diálogo intergeneracional no limita su valor sólo ad intra, a quienes participan directamente de él, sino que es también un servicio fundamental ad extra, para la sociedad en que vivimos. Los problemas que investiga la universidad en busca de soluciones racionales y con viabilidad técnica son los problemas de la sociedad de una determinada época. Y si bien esta relación de servicio ha existido siempre a lo largo de la historia, en el mundo actual se ha vuelto realmente imprescindible. El desarrollo tecnológico exige la formación de capacidades técnicas, el correcto planteamiento de los problemas, el manejo adecuado de la información, una visión estratégica de mediano y largo plazo, capacidad de gestión y tantos otros aspectos que son aportados fundamentalmente por las universidades. Si la Universidad pudo ser en determinadas épocas históricas una suerte de lujo o exquisitez cultural, ella determina muy decisivamente en el presente la arquitectura del conocimiento y de la información que sostiene la viabilidad de la sociedad.

Frente a la sociedad la universidad tiene una responsabilidad muy grande, porque tiene una autoridad que no le nace de algún privilegio que ella le haya concedido, ni de ninguna disposición legal o administrativa, sino del sólo hecho de ser una universidad rigurosa, que tiene un pensamiento científico serio, que está respaldado no sólo por datos empíricos, sino por la calidad humana e intelectual de la consagración de sus miembros a la búsqueda de la verdad. En ello reside su confiabilidad a los ojos de la población, es decir, cuando se vuelve evidente de que no obstante existan también e inevitablemente intereses particulares en juego al considerar el estudio de cualquier problema, ella guía sus investigaciones por un interés superior que le resulta irrenunciable. En este sentido, me parece que bien podría situarse la universidad entre las instituciones que Juan Pablo II habría incluido, como la familia, en su tan novedoso y sugestivo concepto de “ecología humana”. Al igual que la familia, el éxito o el fracaso de esta peculiar experiencia cultural está completamente entregada a la libertad de sus miembros. Los recursos económicos y técnicos son ciertamente importantes, pero no garantizan en lo absoluto que esta compenetración intergeneracional en una sabiduría compartida florezca o se marchite. Ello depende más bien del cuidado que sus miembros dispensen al interés superior de la dignidad de las personas, a su íntimo deseo de conocer la realidad en el conjunto de todos sus factores, a la transparencia y la pasión con que se busque el significado último de cada una de las materias sometidas a estudio.

La Constitución indica que “entre los criterios que determinan el valor de una cultura están, en primer lugar, el significado de la persona humana, su libertad, su dignidad, su sentido de la responsabilidad y su apertura a la trascendencia” (n.45). Recordar estos criterios de modo permanente y persuasivo a la sociedad donde está inserta es el servicio más importante que se pueda prestar al desarrollo de una cultura. Pero esto puede comprenderse sólo en el horizonte de una universidad que esté muy orgullosa de su identidad y que no quiere esconderla, que sabe que pertenece a la Iglesia, que es una obra de ella, que quiere tomar en serio su misión y hacer un aporte original y efectivo a la sociedad. Cada universidad podrá tener su propio estilo, su propio carisma, su propia forma de servicio a las personas. Pero globalmente como Universidad Católica tenemos una sola y concreta vía, que es la que unifica interiormente la razón y fe, que hace visible una verdad susceptible de encarnarse como criterio de sabiduría en cada persona, y que es posible comunicarla a través del servicio desinteresado a la cultura de su época. Por esta razón, concluye el n.46 de la Constitución con las siguientes palabras de Pablo VI: “La inteligencia no es nunca disminuida, antes por el contrario, es estimulada y fortalecida por esa fuente interior de profunda comprensión que es la palabra de Dios, y por la jerarquía de valores que de ella deriva... La Universidad Católica contribuye de un modo único a manifestar la superioridad del espíritu, que nunca puede, sin peligro de extraviarse, consentir en ponerse al servicio de ninguna otra cosa que no sea la búsqueda de la verdad”.

Que la conmemoración de los XV años de esta “carta magna” de las universidades católicas nos ayude a renovar el asombro ante la profundidad y riqueza de la misión que nos ha sido encomendada.


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