Sólo una lectura bíblica que se vale de una razón abierta a la novedad del misterio de Dios, en la encarnación, capaz de ampliar las propias categorías de pensamiento, es digna del hombre y es adecuada para escuchar a Dios, en su Palabra.

Una simple comparación entre la Verbum Domini, la intervención del Papa Benedicto en el Sínodo de la Palabra, y la producción teológica del profesor y luego del cardenal Ratzinger permite constatar algunas insistencias constantes, en torno al modo de relacionar exégesis bíblica científica y revelación, es decir, razón y fe, que han acompañado el amplio arco del servicio eclesial del actual pontífice. Desde sus primeros trabajos, como El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, publicado en 1960, hasta sus últimas intervenciones, pasando por discursos programáticos como el de Ratisbona, se reconoce una gran continuidad en el desarrollo de algunos conceptos.

Exégesis histórica y exégesis teológica

La exégesis histórico-crítica se ha demostrado como un excelente instrumento para leer las fuentes históricas e interpretar los textos antiguos; de hecho, en la programática introducción al primer tomo del libro Jesús de Nazaret, el Papa Benedicto afirma que este método «sigue siendo indispensable» [1*], porque responde a la lógica de la encarnación: el texto bíblico nace en un contexto histórico y, en sí mismo, tiene una historia. Pero este método tan necesario muestra sus límites cuando se comprende como autosuficiente, es decir, como el único camino y como el camino completo para la comprensión del texto bíblico. La Escritura requiere de los métodos filológicos serios para ser comprendida, porque «La Palabra se hizo carne» (Jn 1,14), pero los acercamientos históricos y filológicos no agotan su lectura: el momento histórico debe ser complementado con el momento teológico.

En la exhortación Verbum Domini se recoge la intervención pronunciada por el Papa durante el Sínodo de la Palabra. En esa ocasión, Benedicto XVI destacó la fecundidad de la exégesis histórica e insistió en la necesidad de completar el acercamiento histórico con una exégesis teológica. Sobre la base de Dei Verbum 12, recordó los elementos fundamentales de la exégesis teológica: 1) Se debe interpretar el texto teniendo presente la unidad de toda la Escritura. 2) Se debe tener presente la tradición viva de toda la Iglesia. 3) Es necesario observar la analogía de la fe [2]. Estos elementos cualifican una interpretación como estrictamente teológica. Asimismo, estos tres elementos -unidad de la Escritura, relevancia de la tradición y analogía de la fe- no se deducen de los textos, sino que son convicciones anteriores a la lectura de los textos: son convicciones de fe que sostienen una lectura verdaderamente teológica de la Biblia, la lectura que es más adecuada a la naturaleza de las Sagradas Escrituras. Alguien podría sin embargo preguntarse: ¿No es menos científica una lectura que parte de convicciones de fe? La pregunta es importante, porque lleva a una reflexión en la que coinciden los resultados de las actuales filosofías del lenguaje.

Los presupuestos del lector de la biblia

La pregunta se resuelve de modo radical al constatar que no es posible leer sin convicciones previas. Por ello, Benedicto XVI advierte en Verbum Domini:

«La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura no se configura únicamente en los términos de una ausencia; es sustituida por otra hermenéutica, una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana. Según esta hermenéutica, cuando parece que hay un elemento divino, hay que explicarlo de otro modo y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente, se proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos divinos» [3].

Este tipo de hermenéutica secularizada no está abierta a la novedad: no está dispuesta a que las cosas hayan sido de un modo diferente de cómo suceden en torno a nosotros. Allí donde hay algo que va más allá de nuestra experiencia cotidiana habrá que «interpretarlo» hasta reducirlo a la medida de dicha experiencia. Allí, pues, no cabe un verdadero ingreso de Dios en la historia: «En efecto, la hermenéutica secularizada de la Sagrada Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se cierra a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los hombres y les hable con palabras humanas» (VD 36). Una exégesis crítica que presupone metodológicamente que la historia es estrictamente uniforme, es decir, que el hombre y el mundo están determinados de tal modo por las mismas leyes y los mismos límites, que se siente la necesidad de eliminar lo que parece imposible al interior de estas leyes. Según esta postura, en el estudio académico de la Biblia, lo que hoy no puede ocurrir debe ser negado, porque no pudo tampoco suceder ayer, ni tampoco sucederá mañana [4]. Se verifica la aguda crítica del filósofo Friedrich Schlegel (1772-1829) dirigida a los representantes de la crítica histórica de su época:

«Los dos principios fundamentales de la así llamada crítica histórica son el postulado de la vulgaridad y el axioma de lo rutinario. Postulado de la vulgaridad: todo lo auténticamente grande, bueno y bello es improbable, pues es extraordinario y, por lo menos, sospechoso. Axioma de lo rutinario: tal y como son las cosas entre nosotros y alrededor de nosotros deben haber sido en todas partes, pues así todo es verdaderamente tan natural» [5].

Para aceptar la revelación cristiana, entonces, es necesario estar abierto a una verdadera novedad en la historia, es decir, a estar disponible para que la realidad pueda ser más amplia y más rica de lo que estamos habituados a comprobar.

Ahora bien, ¿significa esto acaso que debemos renunciar a la razón para realizar una lectura creyente de la Escritura? ¿O debemos valernos de la razón, mientras ella nos pueda acompañar, pero abandonarla cuando nos topemos con el misterio? Una interpretación de la Biblia que renuncia a la razón, en alguna de sus fases, es decir, una lectura fideísta, degenera en fundamentalismo. Este tipo de acercamiento a los textos sagrados es capaz de sustentar cualquier tipo de arbitrariedad, injusticia y violencia. Una manera de leer la Escritura que deja fuera a la razón no es humana y, por ello, no es cristiana, porque no reconoce que Cristo es el «sí» pleno de Dios al hombre, a todo el hombre, incluida la inteligencia. La lectura fideísta de la Biblia abre paso a lo irracional, con todos los peligros que ello conlleva. La delicada correspondencia entre nuestra razón subjetiva, la razón objetiva de la historia y la historia, y la Razón divina, es decir el Logos creador, exige la participación de la razón en la lectura creyente de la Sagrada Escritura. Luego, nuevamente nos preguntamos, ¿debemos renunciar a la razón para leer la Escritura como creyentes? ¡De ninguna manera! Entonces, la pregunta ya no es si utilizar o no la razón, sino qué razón utilizar.

La pregunta acerca de la relación entre filosofía y exégesis bíblica es inevitable. La cuestión fundamental, entonces, sigue siendo la relación entre razón y fe, en este caso concreto, entre filosofía y exégesis bíblica, entre los presupuestos de lectura y la revelación. Es ilusoria una lectura bíblica que pretende ser filosóficamente neutra: «No es la exégesis la que prueba la filosofía, sino la filosofía la que engendra la exégesis» [6]. No es posible una lectura «neutra», sin convicciones previas, en lo cual concuerdan las actuales filosofías del lenguaje. Si no están presentes las convicciones de fe cristiana, habrá otro tipo de convicciones previas. Dicho de otro modo, los lectores son siempre «creyentes», la diferencia es que algunos «creen» en una cosa y otros «creen» en otra; unos leen con determinados presupuestos, mientras otros parten de presupuestos diferentes. En síntesis, no es posible leer sin presupuestos. Y, por lo tanto, no se debe considerar menos científica una exégesis animada por las convicciones de la fe cristiana, como si para practicar una exégesis verdaderamente científica y académica fuera necesario dejar a un lado la fe.

Parece demasiado amplio preguntarnos cuáles son los presupuestos más adecuados para leer la Escritura. Tal vez debemos contentarnos, por ahora, con preguntarnos cuáles son los presupuestos más adecuados para la exégesis teológica. Pero la cuestión es más compleja, porque los pre-supuestos no pueden ser simplemente anteriores, desde el punto de vista cronológico. Si esto fuera así, la Escritura no podría, de hecho, aportar ninguna real novedad a nuestra visión del mundo, y su lectura sólo podría confirmar las convicciones que el lector ya tenía previamente.

El programa de la ampliación de la razón

Una exégesis teológica exige un diálogo «de ida y vuelta» entre las convicciones del lector y el contenido de la lectura, es decir, entre la filosofía y la revelación. La revelación es leída por la razón y, a su vez, la revelación ilumina, purifica y amplía la razón. De esta manera, ya no es la experiencia humana que se alza como única medida de la interpretación bíblica, sino que la Escritura se vuelve también medida de las posibilidades de nuestra experiencia humana. La revelación histórica debe impactar en las estructuras de pensamiento: «El conocimiento de que Dios es un Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro de la historia, o dicho más hondamente, el conocimiento de que Dios es persona, un «yo» que sale al encuentro de un «tú», este conocimiento exige sin duda un nuevo examen en toda la línea de las declaraciones filosóficas, un «repensarlas», como todavía no se ha ejecutado suficientemente» [7]. En otras palabras, mientras una hermenéutica secularizada, desde el a priori de la imposibilidad de la intervención de Dios en la historia, sólo puede aceptar como real aquello que en la Escritura concuerda con nuestra parcial experiencia, una hermenéutica ampliada por la fe debe estar dispuesta a ensanchar los límites de las propias categorías de pensamiento para acoger -de modo intelectualmente responsable- aquello que se revela en la Escritura y que, en un primer acercamiento, parecía estar en discordancia con la propia experiencia humana.

Para ilustrar la fecundidad de este concepto en el campo de la cristología, presentemos un ejemplo de la aplicación de este método. Una mentalidad no iluminada por la fe tiende a reconocer una contradicción entre libertad humana y obediencia a Dios: obedecer es visto como la renuncia a ser libre. Esta convicción conduce a una disyuntiva en la lectura de los evangelios: si Jesús fue plenamente obediente, entonces no pudo ser plenamente libre y, por ello, no fue plenamente humano. En esta forma, Jesús es «medido» con la vara de un concepto precristiano de libertad, y no supera la prueba. Pero una razón dispuesta a ser ampliada por la revelación, al contemplar a Jesús en el huerto, reconoce que es posible la plena libertad y la plena obediencia a Dios porque descubre que «la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina, la voluntad humana alcanza su cumplimiento, y no su destrucción» [8]. Mientras en Adán, parece que la libertad está definida por el «no» a Dios, en Jesús ella se realiza en su «sí» a Dios: la obediencia a Dios se revela como la plenitud de la libertad humana. Por este camino, el lector que se ha dejado impactar por la Biblia no sólo conoció mejor a Jesús, sino que amplió su propio concepto de libertad, conoció mejor qué es la libertad humana, su propia libertad, y por lo mismo comprendió mejor su propia vida.

Conclusión

La unidad de la razón y su pretensión de universalidad, basada en la imagen y semejanza divina en el hombre (Gn 1,26) y, más aún, en la encarnación (Jn 1,14), impulsa a la exégesis no sólo a valerse de la filosofía mientras ella la acompañe, sino a intentar una «reforma» de la misma filosofía a la luz de la revelación. Es una aplicación de la fecunda invitación del Papa Benedicto «a ampliar el concepto y el uso de la razón» [9]. El creyente que quiere ser intelectualmente responsable, guiado por la convicción de la inteligibilidad y unidad de la realidad, e iluminado por la revelación bíblica, está llamado a repensar las propias convicciones, es decir, a repensar su propia filosofía para hacerla capaz de acoger la nueva realidad que ha conocido por medio de la revelación. Es el camino seguido por los cristianos de los primeros siglos que, fieles al contenido de la regla de fe, buscaron nuevas categorías para expresar el contenido de la fe, convencidos de que la revelación cristiana es susceptible de ser pensada.

La fe cristiana, para mantenerse fiel a su identidad, no puede renunciar a la filosofía, ni tampoco puede dejarse juzgar por la filosofía, para que sea ella la que decida qué es «de acuerdo a la razón» o qué está en contradicción con ella (de este modo, la novedad cristiana quedaría fuera de la razón). La solución viene por un diálogo en que el pensador cristiano, iluminado por la revelación, reforma a la misma filosofía, y piensa de un modo crítico la propia fe para no confundir una determinada manera de comprender la fe, siempre culturalmente situada, con el contenido de la revelación. En este diálogo crítico, se purifica la fe y se purifica la razón. Es decir, este diálogo permite aproximarse a lo que verdaderamente pertenece a la fe y a las verdaderas exigencias de la razón. Es el camino que, penosamente, recorrió la teología cristiana que fue capaz de modificar y de «ajustar» la filosofía para hacerla capaz de dar cuenta de la realidad nueva que se ha dado a conocer al hombre por medio de la revelación.

Una lectura fideísta, que excluye la razón, en la práctica, elabora un sistema que se apoya sobre pocos versículos bíblicos y que, en la selección de estos versículos, no escucha a Dios, sino a su propia ideología, y así se abre camino para el fundamentalismo. Una lectura racionalista, que excluye a priori la actuación de Dios en la historia, tampoco escucha a Dios, sino a su propia ideología y está cerrada a la radical novedad de la revelación. Sólo una lectura bíblica que se vale de una razón abierta a la novedad del misterio de Dios, en la encarnación, capaz de ampliar las propias categorías de pensamiento, es digna del hombre y es adecuada para escuchar a Dios, en su Palabra.


Notas 

[1] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. I, p. 12.
[2] Benedicto XVI, Verbum Domini, 34; cf. Intervención en el Sínodo (14 de octubre de 2008).
[3] Benedicto XVI, Verbum Domini, 35b; cf. Intervención en el Sínodo (14 de octubre de 2008).
[4] Cf. J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología, Humanitas (mayo 2005) 30-43.
[5] F. Schlegel, Fragmentos del Lyceum, 25.
[6] J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología, Humanitas (mayo 2005) 41.
[7] J. Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos (Madrid, 2007) 32.
[8] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. II, p. 190. Cf. Catequesis (1 de febrero de 2012).
[9] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones (Regensburg, 12 septiembre de 2006).

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