A 20 años de la Encíclica Veritatis Splendor

 ¿Cuál es la intención última de la Encíclica Veritatis splendor? Interrogarse al respecto ayuda a comprender mejor el recorrido del pensamiento desarrollado en la misma. Si comprendí bien la intención del Papa Juan Pablo II, el motivo original que lo impulsó a escribir la Encíclica fue precisamente retomar y proponer nuevamente el mensaje moral del Concilio Vaticano II, como se expresó sobre todo en la Constitución Pastoral Gaudium et spes. Y tal vez para comprender tanto el núcleo del mensaje conciliar como la manera de proponerlo nuevamente Juan Pablo II, vale la pena referirse a la situación de la teología moral anterior al Concilio, caracterizada por el racionalismo de la manualística. En realidad, no faltaban en ese período movimientos de renovación teológica, como los que condujeron a la Constitución sobre la liturgia o a la revisión de la eclesiología, o incluso a una nueva interpretación de la Revelación.

Sagrada Escritura y teología moral

Tampoco faltaban corrientes de renovación dentro de la teología moral, que sin embargo esperaban aún una acabada sistematización y una expresión autorizada. Hablando en general, la tradición manualística estaba realmente marcada por un considerable racionalismo, por lo cual la función de la Sagrada Escritura era sumamente marginal en la elaboración de la teología moral. Esta se construía sustancialmente sobre la base de la ley natural y por tanto en forma de reflexión filosófica, basada en la antigua tradición estoica, que en gran medida se había asimilado a lo largo de la historia del cristianismo.

Al mismo tiempo, el desarrollo de estos manuales también estaba determinado por la necesidad práctica de formar a los confesores, dando respuestas concretas a los problemas que podían plantearse en el contexto de la confesión. De ese modo, junto con cierto naturalismo propio de una reflexión sustancialmente filosófica, adornada en cierta medida de citas bíblicas, también estaba muy presente la dimensión casuística para poder responder a los problemas prácticos.

En todo caso, estaba totalmente ausente el gran aliento bíblico, faltaba la referencia a la figura de Cristo, en quien el hombre encuentra la verdad y el camino en persona, y por consiguiente encuentra también abierta la puerta para la vida, es decir, la reconciliación con Dios y la comunión con Él: entrando en comunión con Cristo, que es al mismo tiempo un hombre presente en mi tiempo y el Hijo de Dios, podemos reconciliar el carácter concreto del momento fugaz con el peso eterno de nuestra vida. Ese tipo de teología moral ya no mostraba el gran mensaje de la liberación y de la libertad entregada a nosotros en el encuentro con Cristo, manifestando sobre todo el aspecto negativo de tantas prohibiciones, de tantos “no”, que sin duda están presentes en la moral católica, pero que ya no eran presentados como realmente son: la concretización de un gran “sí”.

Se sentía por tanto la exigencia de una renovación profunda, y esta fue ciertamente la idea de la Constitución Gaudium et spes: volver a una moral sustancialmente bíblica y cristológica, inspirada en el encuentro con Cristo, una moral no concebida como una serie de preceptos, sino como el advenimiento de un encuentro, de un amor que luego sabe crear también las correspondientes acciones. Si se produce este advenimiento del encuentro vivo, con una persona viva, que es Cristo, y este encuentro suscita amor, todo el resto proviene precisamente del amor. Ilustrar todo esto, mostrar la gran visión bíblica y desarrollar por tanto, desde este punto de partida, también cada uno de los contenidos de la moral, fue el programa propuesto por el Concilio a los teólogos.

Luego sucedió algo imprevisto, tal vez no totalmente imprevisible, pero en todo caso imprevisto. Había inicialmente algunas tentativas, también importantes y válidas, dirigidas a renovar una teología moral de inspiración bíblica, si bien naturalmente los contenidos concretos no pueden deducirse verbalmente de la Sagrada Escritura, sino más bien encontrarse en el horizonte de la gran inspiración bíblica. Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo estas tentativas se estancaron sin alcanzar realmente su objetivo, sin conducir a la nueva primavera tan auspiciada por una teología moral profundamente cristológica y bíblica.

Ciertamente vale la pena buscar los motivos de este fracaso, porque no fue causado por mala voluntad, sino consecuencia de verdaderos problemas. Un primer problema sumamente real es que en la Sagrada escritura no se encuentran respuestas ya listas para los problemas sumamente actuales y graves de nuestra época, y además parece difícil desarrollar respuestas adecuadas para los desafíos de nuestro tiempo partiendo de la Sagrada escritura.

Por otra parte, se tomó conciencia, para estar presentes en el diálogo actual y para incidir sobre la cultura contemporánea, de que era necesario encontrar un lenguaje adecuado para el mundo de hoy y tipos de argumentaciones eficaces en este debate. Sin duda, si pensamos en las discusiones actuales sobre la clonación, la procreación artificial, la eutanasia y tantos otros problemas de la bioética, es importante entrar realmente en el lenguaje y en el pensamiento de la comunidad global, que se ve enfrentada a estos grandes problemas. Es importante encontrar argumentos comprensibles para la mentalidad contemporánea y capaces de convencer. También desde este punto de vista la Biblia parecía demasiado alejada del pensamiento común, inadecuada para una argumentación pública, de hecho demasiado asertiva para un debate desarrollado a nivel humano y filosófico.

Existía además una problemática que surgió precisamente de la misma Escritura. Como bien lo sabemos, esta no nos ofrece un sistema teológico ni mucho menos un sistema de teología moral con una presentación ordenada y sistemática de los grandes principios de la acción. Por el contrario, es un camino, una historia cuyas múltiples relecturas convergen hacia Cristo, el cual por otra parte no puede ser comprendido adecuadamente sino recorriendo nuevamente el camino de todas las narraciones que confluyen hacia su persona. ¿Pero cómo es posible comprender debidamente este camino y encontrar en las múltiples relecturas que proceden hacia Cristo la sustancia permanente que puede funcionar como principio para la acción cristiana? Semejante reconciliación entre historia y verdad es siempre una tarea difícil.

Otro problema fue el hecho de que la lectura de la Sagrada Escritura entró también en el contexto del debate ecuménico, donde encontró una situación difícil. Al respecto, sin pretender entrar en las diferencias entre visión calvinista y visión luterana, quisiera detenerme sobre todo en la perspectiva luterana, aun cuando la primera no es tan distinta en todo caso. De acuerdo con la concepción de Lutero, la Sagrada Escritura se interpreta a partir de la dialéctica entre ley y evangelio y también la vida cristiana debe comprenderse precisamente en esta dialéctica de opuestos, del Dios contrario a sí mismo. En esa perspectiva, naturalmente, todo cuanto se considera ley corresponde a la vertiente negativa de esa dialéctica que debe educarnos en el Evangelio y para acoger el perdón radical concedido a nosotros sin merecerlo.

Con todo, una vez afirmada esta dialéctica entre ley y gracia, y por consiguiente la división interior de la Sagrada Escritura propiamente tal, surge como en una cascada una serie de preguntas: “¿Pero qué es la ley?” y “¿La moral forma parte de la ley y por tanto de una realidad superada por Cristo, que ya no tiene validez por cuanto era solo una pedagogía y un camino para conducirnos a lo contrario de la misma?”. “¿El Decálogo también forma parte de la ley y tal vez por consiguiente precisamente esa ley fue superada ahora por la gracia y el Evangelio?”. “¿Y se identifican con nuestra acción moral aquellas obras que no pueden hacernos merecer la salvación? Y si es así, ¿de qué sirve entonces nuestra acción moral? ¿Qué dignidad teológica tiene? ¿Qué nexo con la figura de Cristo, si Cristo es Evangelio, mientras la acción moral es obra nuestra?”. Todo esto encuentra una expresión muy radical en Lutero, el cual, al menos en gran parte de sus obras, sitúa también el amor a nivel de las obras. Para él, también el amor es obra nuestra, de tal manera que no podía aceptar la famosa expresión de la epístola a los Gálatas (5,6): fides caritate operans. Efectivamente, esta parecía contraria al principio de la sola fides, que pretende precisamente negar la idea de la fe que obra mediante la caridad; pero de ese modo también la caridad resulta ser profana o al menos problemática. ¿Qué es entonces nuestra acción moral? ¿Qué nos dice la Biblia sobre la moral? ¿En qué sentido inspira Cristo nuestra acción moral? Ciertamente, Lutero agrega luego: “Sí, la fe fructifica y precisamente en la fecundidad de la fe se muestra la verdad de la fe”. ¿Pero cuál es la relación entre estos “frutos de la fe” y las “obras” carentes de mérito? ¿La moral tiene solo importancia profana o puede en cambio integrarse en una visión cristológica? Es preciso reconocer que el problema se complica terriblemente en el debate ecuménico y por tanto resulta difícil asumir la Sagrada Escritura como fuente de inspiración y como principio para la construcción de los fundamentos de la visión moral.

Se puede de este modo comprender la situación de la teología moral postconciliar, que condujo a una radical heterogénesis de los fines: mientras se auspiciaba una renovación de la teología moral en el sentido de una superación del planteamiento iusnaturalista en favor de una inspiración bíblica más profunda, precisamente la nueva teología moral terminó marginalizando la Sagrada Escritura aun en mayor medida, si la comparamos con la manualística preconciliar. Así, en esta última la Sagrada Escritura estaba ausente de facto, si bien tal vez en teoría se desease inspirarse en ella, pero sin lograrlo. En cambio, ahora se encuentra marginalizada de iure, es decir, se considera que la Sagrada Escritura no puede ofrecer principios morales adecuados para la construcción de nuestras acciones. Esta ofrecería únicamente un horizonte intencional y motivaciones, pero sin entrar en los contenidos morales de la acción. Estos últimos quedan en manos de la racionalidad propiamente humana. Se percibe aquí el reflejo de la concepción según la cual la acción moral es profana, habiendo instituido una dialéctica entre ley y Evangelio: dicha concepción se traduce ahora en la afirmación de una mera racionalidad de la moral, la cual, para abrirse a la comunicabilidad universal y entrar en el debate común de la humanidad, debería construirse únicamente sobre la base de la razón. Al respecto, se adoptan también múltiples justificaciones para este nuevo redimensionamiento de la Escritura, la cual ya no es el punto de partida y de inspiración permanente, el criterio fundamental, sino solo un horizonte de sentido que no influye en la determinación del contenido rigurosamente racional de la acción. El análisis detenido de la Sagrada Escritura mediante el llamado método histórico-crítico conduciría a determinar que nada propiamente cristiano o esencial y puramente bíblico se puede identificar. Todos los contenidos morales que aparecen en la Sagrada Escritura habrían sido tomados del contexto cultural exterior: no provendrían de la fe de Abraham ni de la inspiración cristiana, sino de lo externo y se encontrarían simplemente incorporados en la Escritura. Además, sería preciso considerar la transformación de los diversos contextos culturales en los cuales tuvo su origen el texto bíblico.

Estas tesis tan difundidas son sin embargo terriblemente superficiales y absolutamente insostenibles. Aun cuando ciertamente la Sagrada escritura no pretende proponer contenidos morales específicos como si fueran exclusivos y mantiene un diálogo con las culturas humanas en busca de la acción más justa, todo esto no implica que no exista una originalidad. De hecho, la originalidad de la Sagrada Escritura en el ámbito moral no consiste en la exclusividad de los contenidos propuestos, sino en la purificación, en el discernimiento, en la maduración de todo cuanto proponía la cultura presente. Si se comparan las propuestas morales que han ofrecido material a la Biblia y al contenido expresado en ella, se puede observar que el carácter específico del aporte ofrecido por la Sagrada escritura a la moralidad humana consiste precisamente en lo siguiente: el discernimiento crítico de lo que es verdaderamente humano por cuanto nos asimila con Dios y su purificación al margen de todo cuanto es deshumanizador; su inserción en un nuevo contexto de sentido, propio de la Alianza, que eleva y conduce a su cumplimiento lo humano. La verdadera novedad y originalidad de la Escritura reside en el camino de purificación, de iluminación y de discernimiento. En este sentido, se rechaza claramente la tesis de la no originalidad de la moral bíblica. Se reconoce correctamente, en cambio, la novedad, consistente en la asimilación del aporte humano, pero trasfigurándolo a la luz divina de la Revelación, que culmina en Cristo, ofreciéndonos así el camino auténtico de la vida. No se olvida ciertamente que el cristianismo, en sus comienzos, se definió como oδoς una vía, un camino: no una teoría, sino la respuesta a la pregunta “¿cómo vivir?” y “¿qué hacer?”.

Otra argumentación abordaba el problema de la relación entre historia y verdad permanente, y en definitiva entre dimensión trascendental y categorial de la moral. El aporte de la Sagrada Escritura debería situarse en la dimensión trascendental y no en la dimensión categorial. Aún sin entrar en detalles, me parece que esta distinción se aplica indebidamente y sin comprenderse su significado. Efectivamente, no puede aplicarse al problema moral, porque la pregunta “¿cómo vivir?”, “¿cómo ser hombre?”, “¿cómo responder a la vocación más profunda de nuestro ser, es decir, a la vocación de ser semejantes a Dios?” no puede desembocar en una cuestión categorial, distinguiendo erróneamente entre niveles de conocimiento que pueden constituir un criterio guía para nuestras acciones.

Este es entonces el primer elemento que deseaba destacar: la marginalización de la Sagrada Escritura en relación con la teología moral, justificaca de iure dentro de la teología moral postconciliar y no simplemente practicada de facto, como ocurría en la manualística. Pueden aparecer textos bíblicos incluso en contextos sumamente relevantes y sugerentes en los tratados de teología moral, pero en principio su función en relación con la construcción de la acción moral es marginalizada.

La concepción de la razón

Otro punto que es importante considerar es el profundo cambio del concepto de razón. Como se ha señalado, en el período preconciliar, la racionalidad filosófica se desarrollaba en relación con la categoría fundamental del derecho natural. En cambio, ahora el debate se produce en un contexto no solo post-metafísico, sino también a-metafísico, en el cual el tema de la ley natural aparece como propio de un pasado que ya no se puede alcanzar. El concepto de naturaleza ha cambiado radicalmente. Mientras para los estoicos, esta indicaba una realidad divina, con una connotación panteísta, por lo cual la naturaleza misma, llena de dioses y divinidades, estaba impregnada de indicaciones de la voluntad divina y del camino a la divinización, en el cristianismo, mediante el concepto de creación, la naturaleza refleja con transparencia las intenciones del Creador: en ella se expresa el lenguaje del creador, que se hace percibir mediante lo creado. Hoy, en cambio, tanto la concepción estoica como la concepción cristiana de la creación están oscurecidas y sustituidas principalmente por un evolucionismo radical, en el cual la naturaleza ya no es expresión de una razón creadora, sino de diversos factores casuales y con necesidades, que han contribuido a producir el mundo donde vivimos. Por consiguiente, la naturaleza ya no tiene transparencia metafísica alguna: la razón humana ha perdido la capacidad de ver en el mundo y en sí misma la transparencia de lo divino. Y así esta razón a-metafísica y post-metafísica resulta ser una razón encerrada en sí misma, en la cual no se manifiesta la luz divina, sino que sola y únicamente con sus recursos debe encontrar los caminos a seguir, las acciones requeridas y las decisiones por tomar. ¿Cómo podría semejante razón post-metafísica construir una concepción moral? Ciertamente ya no reconociendo principios morales inscritos en el ser, porque nada estaría escrito en el ser, desde el momento que es producto de la evolución. Y sin embargo la razón debe encontrar referencias para tomar las decisiones convenientes para la vida de la persona y de las comunidades y para el futuro de la humanidad.

Nace así la moral consecuencialista, teleologista o proporcionalista –comoquiera se llame–, la cual presupone una razón post-metafísica, ciega, sorda ante la palabra divina en el ser. Esta busca la mejor manera de construir el mundo mediante el cálculo de las consecuencias. indica lo que se debe hacer en conformidad con este criterio, y de este modo, obviamente, cambia la relación entre intención y objeto. Efectivamente, el objeto de la acción es en sí mismo cambiante y debe ser contextualizado para poder significar algo. Con la negación de la existencia de principios inscritos en el ser, naturalmente también desaparece la posibilidad de reconocer lo intrinsece bonum vel malum. Nada es intrinsece bonum o intrinsece malum, porque todo depende del contexto y de las finalidades que deban realizarse. Se ha llegado así a una teoría que contradice los fundamentos mismos de la visión cristiana, cuyo punto de partida reside precisamente en el lenguaje del Creador, que luego se hace percibir de una manera nueva y definitiva en la persona de Cristo.

Las repercusiones de estas concepciones llegaron a ser visibles sobre todo a partir del debate posterior a la publicación de la Encíclica Humanae vitae, en el cual se llegó a la negación de la autoridad del Magisterio en asuntos concretos de moral y a la absolutización de la conciencia subjetiva emancipada de la referencia eclesial.

La intención profunda de Veritatis splendor

Precisamente ante semejante inversión de la visión católica, tanto en cuanto al uso de la Biblia como en cuanto a la definición de la razón, el Santo Padre intervino en la Encíclica Veritatis splendor. Considerando el panorama recién delineado, parecía necesario volver al Concilio Vaticano II. La situación paradojal fue que precisamente esta visión innovadora, que proponía una nueva forma de referencia a la Sagrada Escritura o incluso, para hablar más francamente, su marginalización y un nuevo concepto de razón, pretendía acreditarse como el auténtico legado del Concilio, como su realización concreta. En cambio, considerando los textos y las intenciones fundamentales del Concilio Vaticano II, resulta evidente que esta no era en realidad la voluntad del Concilio, sino por el contrario, que de ese modo se había llegado precisamente a la posición contraria a lo auspiciado por el mismo; pero entonces, precisamente en el nuevo contexto en que nos encontramos, se trata de realizar el mandato conciliar, considerando nuevamente cómo puede hoy ser actual y razonablemente plausible en nuestro tiempo. La gran visión del Concilio exigía ser considerada nuevamente en sus fundamentos, pero también verificada y renovada ante problemas radicales.

Observando la forma en que se recibió la Encíclica Veritatis splendor, mi desilusión no se debió tanto al hecho de que esta ocasionase muchas críticas (viniendo de Alemania, para mi es normal que también sean objeto de crítica documentos pontificios), sino más bien al hecho de que no se haya entrado en este gran debate en torno a los principios de la moral, en torno a esta grande y renovada visión al mismo tiempo cristológica y racional, porque Cristo es el Logos. No se quiso entrar en un debate sobre el gran desafío en relación con la visión amplia de la moral, limitándose en cambio a una discusión sobre detalles, defendiéndose contra la presentación del consecuencialismo y acusando a la Encíclica de ser simplista y caricaturesca. Semejante debate sobre detalles técnicos puede tener también cierta utilidad, pero no es ciertamente la respuesta deseada, justa y necesaria al desafío propuesto por Veritatis splendor a los moralistas y que en definitiva es una profundización del mandato conciliar propiamente tal. Mi expectativa sería que, al cabo de diez años de su publicación [1], se comenzase finalmente a enfrentar este gran desafío presentado a la teología moral de la Encíclica, sobre la cual quisiera decir algunas palabras más.

En primer lugar, como nos dice el Santo Padre, reconocer el carácter central de la figura de Cristo implica una verdadera reconciliación entre historia y razón, entre revelación sobrenatural y razón, porque Cristo no es un personaje cualquiera de la historia que resulte ajeno a la reflexión del pensamiento humano. Cristo es en cambio el Logos hecho carne, es decir, la plenitud de la razón creadora misma, que nos habla y nos abre los ojos para poder ver nuevamente, incluso en la oscuridad de una época post-metafísica, la presencia de una verdad creadora que se encuentra en el fondo del ser y con su lenguaje también habla en el ser. Y así en Cristo confluyen en unidad los caminos de la historia: Él purifica y distingue todo cuanto ha expresado la historia y nos muestra por tanto cómo se refiere la historia a la verdad, indicando el recorrido que conduce precisamente a lo largo del camino que es Él mismo.

En segundo lugar, quisiera abordar brevemente el problema de la autonomía sobre el cual tanto han hablado las disertaciones de teología moral después del Concilio Vaticano II. En mi opinión, este concepto de autonomía, presentado por Kant en forma coherente y sistemática en contraposición con el concepto de heteronomía, no ha sido debidamente asimilado en los debates postconciliares. En ellos ha perdido la profundidad y la consistencia del pensamiento kantiano, no logrando por otra parte una conciliación con la gran visión cristológica.

¿Pero cuál es la concepción correcta de autonomía en conformidad con la visión cristiana del hombre? La primera certeza que debe considerarse es que el hombre no fue creado por sí mismo: es una criatura. No es por sí mismo el dios que determina a solas lo que es el mundo y qué debe hacer en el mundo. Es una criatura que vive en virtud de una dependencia, la cual, gracias al amor de Dios, llega a ser participación: es unión de amor y en el amor. Si se quiere definir el amor como dependencia, se puede decir entonces que se trata de dependencia, pero en realidad el amor va más allá de este concepto de dependencia y nos revela que precisamente la relacionalidad es la verdadera forma de participación en el ser mismo y en su luz. Y por consiguiente vivir en comunión con Dios y encontrar en la luz divina el propio camino, encontrar ahí el camino, la verdad y la vida, no constituye para el hombre una alienación, no es heteronomía, sino más bien un reencuentro consigo mismo en su verdadera identidad. San Agustín nos enseña que Dios es intimior intimo meo y por tanto, obedeciendo y uniéndome a Dios y a Cristo, no salgo de mí mismo en una heteronomía y una dependencia inaceptables, en una esclavitud. Al contrario, precisamente de este modo encuentro mi intimidad y mi identidad, que hasta ese momento permanecían encerradas en el pecado. Mediante la comunión con Cristo puedo encontrarme nuevamente conmigo mismo y entrando en mí mismo, encontrar a Dios y mi theosis, mi verdadera esencia, mi verdadera autonomía. Precisamente renunciando a la autodeterminación individualista se entra en la intimidad del propio ser mediante la comunión con Cristo. Así se llega a ser uno mismo, y encontrando la auténtica comunión con Dios se alcanza la verdadera libertad. En este sentido, también el concepto de libertad, tan central para la Sagrada Escritura y para el debate con la modernidad, se interpreta en la visión cristológica del hombre, que no es libre cuando se defiende de Dios, sino cuando acepta la unión con Dios, ofrecida en Cristo. La libertad humana es siempre una libertad compartida, y únicamente al compartirse las libertades puede crecer la verdadera libertad de cada uno. Compartir las libertades llega a ser posible al abrirse nuestra libertad a la libertad divina.

En tercer lugar, es preciso volver a encontrar el significado auténtico de la conciencia superando el subjetivismo moderno. Para la modernidad, el ámbito de la religión y de la moral se sitúa en la esfera subjetiva, ya que en una concepción evolucionista no es posible encontrar elementos objetivos de religión y de moral, y por lo tanto estos se reducen a un total subjetivismo. Más allá del sujeto no se abren nuevos caminos y horizontes. Así, la capacidad última del sujeto, que no puede trascender su propio ser y permanece encerrado en sí mismo, se expresa en una determinada concepción de conciencia por lo cual el hombre es la medida de sí mismo. en cuanto pueda valerse de medios y criterios más allá de sí mismo, de hecho es la conciencia subjetiva quien tiene la última palabra decisiva. Así, el sujeto llega a ser realmente autónomo, pero de manera oscura y terrible, porque carece de esa luz que podría realmente dar valor a su subjetividad. Esta concepción que encierra al sujeto en sí mismo como último criterio de juicio es superada únicamente por el concepto clásico de conciencia, que expresa en cambio la apertura del ser humano a la luz divina, a la voz del otro, al lenguaje del ser, al logos eterno, perceptibles en la interioridad misma del sujeto. Me parece por tanto necesario volver a esta visión del ser humano como un ser abierto a lo infinito, en el cual se manifiesta y habla la luz infinita.

El horizonte teológico de la moral

Quisiera decir algo más: el horizonte cristológico es realmente un horizonte teológico; sin Dios, ciertamente no se puede construir una moral. Incluso el Decálogo, que es sin duda el eje moral de la Sagrada Escritura y es tan importante en el debate intercultural, no se percibe ante todo como ley, sino más bien como don: es Evangelio, y puede comprenderse plenamente en la perspectiva que culmina en Cristo; no es por tanto una realidad de preceptos definidos en sí mismos, sino una dinámica abierta a una profundización cada vez mayor. Además, en el Decálogo no solo es importante la segunda tabla, que es muy concreta y puede ayudarnos en las discusiones actuales, sino también la primera tabla, imprescindible para una hermenéutica adecuada de los mandamientos. Efectivamente, en la Sagrada Escritura todo el Decálogo se considera autorrevelación de Dios. Siempre comienza con las palabras “Yo soy Yahvé, tu Señor”, y mediante las diez palabras Dios revela su rostro. En definitiva, las diez palabras son una concretización, una articulación del mandamiento único del amor. A este mandamiento único del amor pertenece también el amor de Dios y nuestro culto a Él, de tal manera que sin esta referencia fundamental a Dios tampoco funciona la segunda tabla. Creo por tanto que para la teología moral el momento racional tiene enorme importancia. Precisamente por cuanto el cristianismo como tal, el Evangelio y en particular la moral, desea comunicarse y debe ser comunicable, exige entrar en el debate común de la humanidad; pero precisamente a esta dimensión racional pertenece también la existencia de Dios. No se puede ceder en este punto: sin Dios, también todo el resto deja de tener coherencia lógica.

Por último, quisiera destacar la importancia de la temática del martirio, que se trata en el número 90 de la Encíclica. Es precisamente en el martirio donde se realiza en sentido más pleno la sequela de Cristo crucificado. En este se visualiza la existencia de un bien por el cual vale la pena incluso morir. En realidad, una vida que ya no reconozca un bien que le otorgue valor deja de ser una verdadera vida. Así, la afirmación de mandamientos absolutos, que proscriben lo que es intrinsece malum, no significa someterse a la esclavitud de ciertas prohibiciones, sino abrirse al gran valor de la vida, que es iluminada por el verdadero bien, es decir, por el amor de Dios mismo. A lo largo de toda la historia humana los mártires representan la verdadera apología del hombre y demuestran que la criatura humana no es un error del Creador, sino que a pesar de todos los aspectos negativos registrados en la historia, esta realmente está iluminada por el Creador. En el testimonio hasta la muerte, se demuestra la fuerza de la vida y del amor divino. Así, precisamente los mártires nos indican también al mismo tiempo el camino para comprender a Cristo y para comprender qué significa ser hombres.


Notas:

[*] Este texto fue expuesto verbalmente y grabado, y elaborado en su presente redacción escrita por Mons. Livio melina al cumplirse 10 años de la encíclica Veritatis splendor. Presenta una rápida visión panorámica sobre el tema, que sólo pretende ofrecer breves flashes para profundizar posteriormente. En ese sentido, el texto es una invitación a los especialistas a concretar los temas aquí presentados solo en grandes líneas.
[1] La presente conferencia (cfr. nota 1) fue pronunciada el año 2003 por el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger –luego Papa Benedicto XVI– al cumplirse los diez años de la encíclica Veritatis splendor de Juan Pablo II.

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