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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

A partir del episodio de la lapidación de Esteban, aparece una figura que, junto a Pedro, es la más presente e incisiva de los Hechos de los Apóstoles: la de «un joven llamado Saulo» (Hch 7,58). Se le describe al principio como alguien que aprueba la muerte de Esteban y quiere destruir a la Iglesia (cf. Hch 8,3); pero luego se convertirá en el instrumento elegido por Dios para anunciar el Evangelio a las gentes (cf. Hch 9,15; 22,21; 26,17).

Con el permiso del sumo sacerdote, Saulo persigue a los cristianos y los captura. Vosotros, que venís de algunos pueblos que han sido perseguidos por las dictaduras entendéis muy bien lo que significa perseguir a la gente y capturarla. Y lo hace pensando en servir a la ley del Señor. Lucas dice que Saulo “respiraba” «amenazas y muertes contra los discípulos del Señor» (Hch 9,1): en él hay un aliento que huele a muerte, no a vida.

El joven Saulo es retratado como un intransigente, es decir, uno que manifiesta intolerancia con los que piensan diferente a él, absolutiza su propia identidad política o religiosa y reduce al otro a un enemigo potencial contra quien combatir. Un ideólogo. En Saulo la religión se había transformado en ideología: ideología religiosa, ideología social, ideología política. Sólo después de ser transformado por Cristo enseñará que la verdadera batalla «no es contra la carne y la sangre, sino contra [...] los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal» (Ef 6,12). Enseñará que no debemos luchar contra las personas, sino contra el mal que inspira sus acciones.

La condición de rabia ―porque Saulo estaba rabioso― y de conflicto de Saulo invita a que cada uno se pregunte: ¿Cómo vivo mi vida de fe? ¿Salgo al encuentro de los demás o estoy en contra de ellos? ¿Pertenezco a la Iglesia universal (buenos y malos, todos) o tengo una ideología selectiva? ¿Adoro a Dios o adoro las fórmulas dogmáticas? ¿Cómo es mi vida religiosa?¿La fe en Dios que profeso me hace amigable u hostil a los que son diferentes a mí?

Lucas nos dice que, mientras Saulo se dedica intensamente a erradicar la comunidad cristiana, el Señor sigue sus huellas para llegar a su corazón y convertirlo a sí. Es el método del Señor: llegar al corazón. El Resucitado toma la iniciativa y se manifiesta en Saulo en el camino de Damasco, acontecimiento que se narra tres veces en el libro de los Hechos (cf. Hch 9,3-19; 22,3-21; 26,4-23). A través del binomio de «luz» y «voz», característico de las teofanías, el Resucitado se le aparece a Saulo y le pide cuentas de su furia fratricida: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? “(Hch 9,4). Aquí el Resucitado manifiesta su ser una sola cosa con los que creen en Él: ¡atacar a un miembro de la Iglesia es atacar al mismo Cristo! También los que son ideólogos porque quieren el “purismo” ―entre comillas― de la Iglesia, atacan a Cristo.

La voz de Jesús dice a Saulo: «Levántate, entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer» (Hch 9,6). Sin embargo, cuando se levanta, Saulo no ve nada, se ha vuelto ciego, y de hombre fuerte, autoritario e independiente se vuelve débil, necesitado y dependiente de los demás porque no ve. La luz de Cristo lo ha deslumbrado y cegado: «Así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo» (Benedicto XVI, Audiencia general, 3 de septiembre de 2008).

De este “cuerpo a cuerpo” entre Saulo y el Resucitado, comienza una transformación que muestra la “pascua personal” de Saulo, su paso de la muerte a la vida: lo que una vez fue gloria se convierte en “basura” que hay que rechazar para adquirir la verdadera ganancia que es Cristo y la vida en él (cf. Flp 3,7-8).

Pablo recibe el bautismo. El bautismo marca así para Saulo, como para cada uno de nosotros, el comienzo de una nueva vida, y se acompaña de una nueva mirada hacia Dios, hacia sí mismo y hacia los demás, que de enemigos se convierten en hermanos en Cristo.

Pidamos al Padre que nos haga experimentar, como a Saulo, el impacto con su amor que sólo puede hacer de un corazón de piedra un corazón de carne (cf. Ez 11,15), capaz de acoger en sí «los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5).


Fuente: Vaticano

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