La última semana del año litúrgico la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el final, el fin del mundo y el fin de cada uno, y lo hace también el Evangelio de hoy (Lc 21,29.33) donde Lucas repite las palabras de Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Es así, todo acabará pero Él permanecerá y por eso es bueno pensar en el momento final, es decir en la muerte. Ninguno sabe exactamente cuando vendrá, es más, a menudo tendemos a postergar el pensamiento creyéndonos eternos, pero no es así. Todos tenemos esa debilidad de la vida, esa vulnerabilidad. Ayer medité sobre esto, con un buen artículo que sale en la Civiltà Cattolica, y dice que lo que nos une a todos es la vulnerabilidad: somos iguales en la vulnerabilidad. Todos somos vulnerables y en cierto momento esa vulnerabilidad nos lleva a la muerte. Por eso vamos al médico para ver cómo va mi vulnerabilidad física, y otros van al psicólogo para curarse de alguna vulnerabilidad psíquica.

La vulnerabilidad nos une y ninguna ilusión nos la puede quitar. En mi tierra había la moda de pagar por anticipado el funeral con la ilusión de ahorrar dinero a la familia. Cuando salió a la luz la estafa que hacían algunas empresas funerarias, la moda pasó. Cuántas veces nos estafa la ilusión, como la de ser eternos. La certeza de la muerte está escrita en la Biblia, en el Evangelio, pero el Señor nos la presenta siempre como un encuentro con Él y la acompaña de la palabra esperanza. El Señor nos dice que estemos preparados para el encuentro, porque la muerte es un encuentro: es Él quien viene a encontrarnos, es Él quien viene a tomarnos de la mano y llevarnos consigo. ¡No quisiera que esta sencilla prédica fuese un aviso fúnebre!  Es simplemente el Evangelio, es simplemente la vida, es simplemente decirse uno al otro: todos somos vulnerables y todos tenemos una puerta a la que un día llamará el Señor. 

Así pues, hay que prepararse bien para el momento en que suene el timbre, el momento en que el Señor llame a nuestra puerta: recemos unos por otros, para estar preparados y abrir con confianza la puerta al Señor que viene. De todas las cosas que hayamos recogido, que hayamos ahorrado, lícitamente buenas, no nos llevaremos nada... Bueno, sí, nos llevaremos el abrazo del Señor. Pensar en la propia muerte: ¿yo moriré cuándo? En el calendario no está fijado pero el Señor lo sabe. Y rezar al Señor: “Señor, prepárame el corazón para morir bien, para morir en paz, para morir con esperanza”. Esa es la palabra que siempre debe acompañar nuestra vida, la esperanza de vivir con el Señor aquí y luego vivir con el Señor en otra parte. Recemos los unos por los otros por esto.


Fuente: Almudi.org

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