La moda, como «forma personal» de vestir, está llamada a contribuir de modo directísimo y eficaz en la creación de una auténtica cultura del pudor y de la distinción y, a través de ésta, en la promoción de una sociedad más «sensata»: más a medida del sentido del hombre y de su existencia.
El hombre de nuestro tiempo, con todos los valores y aciertos propios de su época, en ocasiones parece tener entumecida su capacidad de asombro por la sociedad de consumo. Y, puesto que la admiración suscita la pregunta y ésta la reflexión, ha de estar atento para no olvidar el sentido de la verdad y del bien, de la vida y de la muerte, de la conciencia y de la libertad, del amor y del dolor, del cuerpo y de la sexualidad, del trabajo y del descanso...
Esta necesidad, quizá, cobra particular importancia en aquellos gestos aparentemente triviales de la existencia cotidiana de los que –con no poca frecuencia– comprueba el olvido de su primigenia significación pero que, recuperados en su sentido humano originario, contribuyen positivamente a redescubrir y reconquistar el sentido auténticamente humano de la vida, el sentido más profundo encerrado en todas las dimensiones de su ser y de su existencia. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, el arreglo y el vestir.
En efecto, a lo largo del siglo que se acaba de cerrar, la moda –en el sentido más habitual del término– se ha visto sometida a las reglas del mercado, sujeta a intereses y manipulaciones de diverso tipo y, ciertamente, no menos influenciada por un fuerte cambio en la visión del hombre y del mundo. Y, en este proceso, ha sido progresivamente despojada de su espesor y de su sentido antropológico originario y constitutivo.
Redescubrir y recuperar ese significado antropológico exige «pensar» la moda. Y, a su vez, la reflexión sobre el tema pide, en primer lugar, alejarse de dos eventuales prejuicios: considerar la moda como argumento exclusiva o –en el mejor de los casos– prevalentemente femenino y como cuestión banal o frívola. Ciertamente el vestido no se cuenta entre los «grandes» temas de la antropología: la vida, el alma, la persona, la muerte, la libertad, y tantos otros. Sin embargo, se trata de una manifestación original y característica de la vida del hombre y de su cultura. Cabría decir, por tanto, que la moda es argumento plenamente humano y, por eso –en el lugar que le corresponde– puede ser objeto de interés y de atención por parte de la antropología. Es más, como expresión cultural singularísima de la vida humana, debe ser objeto de una consideración exquisitamente antropológica [1]. Esto significa que –pidiendo, al mismo tiempo, un tratamiento interdisciplinar– la moda exige una reflexión efectuada desde una perspectiva fundante y de totalidad: es decir, una consideración efectuada a la luz de la persona humana y de sus principios basilares. Nuestra reflexión se mueve en esta línea y quisiera contribuir a redescubrir, a re-conocer y realizar el significado humano más profundo encerrado en este gesto aparentemente trivial pero original y único en el universo de los seres. La perspectiva adoptada será, por eso, prevalentemente antropológica y ética.
La moda como lenguaje de la persona-cuerpo
La moda, el vestuario, el gesto de vestirse y arreglarse pertenecen al mundo humano en exclusiva. Y esta suerte de copyright, de patente humana de la moda se evidencia con suficiente claridad a la luz de la experiencia cotidiana: ¿quién no ha notado que los objetos no tienen vestuario, sino funda y que no se abrigan ni se acicalan como los humanos, sino que simplemente se tapan o se cubren? O ¿quién no ha esbozado una sonrisa ante la capa del perro o delante del coqueto sombrero de una tetera? Efectivamente, podría decirse que si hay «vestido» en el mundo de las cosas, es por simple analogía o como proyección del de las personas.
Pero ¿qué es esta forma que sólo descubrimos en el mundo humano y por qué nos vestimos? La condición humana (su naturaleza) impone al hombre unas determinadas exigencias y finalidades. Algunas de ellas no requieren el ejercicio de la voluntad para su cumplimiento pues se cumplen espontánea y necesariamente. Otras –la mayoría–, en cambio, sí. Y, en consecuencia, su realización no está sujeta a una determinada «forma»: el hombre realiza esas finalidades según modos ideados por él mismo. Por ejemplo, la necesidad natural de alimentarse da origen a una infinidad de formas o de hábitos alimenticios. Lo mismo ocurre con la exigencia derivada de la protección y del abrigo de la que proceden las diversas formas de vivienda y los variados oficios y artes relacionados con la arquitectura y la construcción. Surge así la cultura.
Y en este ámbito de la singular articulación entre lo natural y lo cultural, propia y característica del universo humano, también se inscribe la moda. En efecto, el hombre se viste determinado por unas exigencias basilares constitutivas. Pero lo hace, no determinado por una forma concreta, sino creando una infinidad de formas posibles modeladas por su capacidad de ingenio, de creatividad, por su sentido práctico, estético, económico, etc. En definitiva, la moda responde a unas exigencias «naturales» y constituye su expresión o forma «cultural» [2].
Reduciendo la cuestión a lo esencial, cabría decir que la moda responde a una triple exigencia y constituye, como decíamos antes, su expresión cultural. En primer lugar, responde a la necesidad de protección y abrigo, de modo análogo a la vivienda. En segundo término, el vestido nace como expresión –no la única– de la persona corpórea, de forma que es lenguaje que «dice» la persona y –como todo lenguaje– la «dice» a los demás. Básicamente la moda manifiesta lo que la persona es en su sustrato último (su condición personal corpóreo-sexuada) y en su singularidad («esta» persona concreta), lo que la persona hace (la función que cumple, el oficio o la profesión que desempeña en la sociedad, etc. y que, de ordinario, se expresa a través de formas establecidas y convencionales como los uniformes) y lo que la persona siente (afectos, sentimientos, estados de ánimo, actitudes, etc.). Por último, la moda responde –como veremos en los siguientes apartados– a la exigencia de custodiar la intimidad personal-corpórea. Con otras palabras, el hombre se viste para resguardar frente a los demás la «propiedad» de su ser-corpóreo, protegiéndolo y conservándolo como lenguaje de su donación exclusiva, total y para siempre a otra persona en el amor.
A este punto, sin embargo, la cuestión de la forma o modo de vestir que el hombre crea, instado por esta triple exigencia, pone una nueva pregunta: ¿cualquier moda va bien? La moda, como todo lo que en la vida humana pertenece al ámbito de la indeterminación de una forma concreta, suscita este problema-desafío. En esta esfera, cabría enunciarlo en términos de «adecuación», de «autenticidad» o de «verdad» del vestir, pues se trata fundamentalmente de lograr una expresión adecuada, auténtica, verdadera, de la identidad personal- corpórea «circunstanciada» del sujeto que la viste, en el mayor respeto de su intimidad. De lo contrario, el vestido traiciona su misma condición de lenguaje y de custodia porque «dice» la persona como intimidad de modo ambiguo, equívoco o falso.
El desafío de lograr una moda que refleje al sujeto con verdad, por tanto, conduce necesariamente el discurso a la cuestión clave y fundante: ¿quién es este sujeto que la moda ha de expresar y al que se ha de adecuar en su función expresiva? En definitiva, ¿quién es este sujeto que se presenta como clave, canon y medida de este lenguaje humano que es la moda?
Claves antropológicas
Como es evidente, no se trata de exponer aquí un compendio de antropología, sino de individuar las claves basilares de un discurso sobre la persona ordenado a iluminar el problema -desafío que la moda comporta. De ahí que partamos de una experiencia humana particularmente elocuente y que acompaña el despertar de la autoconciencia humana ya desde sus albores: la experiencia de la vergüenza o del pudor del cuerpo [3]. En efecto, y aunque es sabido que el pudor –en todas sus formas– no goza de buena prensa en nuestro tiempo [4], esta experiencia humana basilar posee un espesor antropológico riquísimo y prácticamente desconocido. De ahí que sea importante «hacerle justicia» y dejarlo «hablar».
Al mirarse a sí misma y al mirar a los demás, en y a través de su corporeidad sexuada, la persona (varón y mujer) descubre que tanto su mirada como la de los otros no siempre es capaz de percibir al sujeto que se expresa a través del cuerpo, sino que su mirada puede detenerse sólo en el cuerpo y en sus valores sexuales. El sujeto advierte así que la visión no siempre es conforme a los valores sexuales y a la persona y, por eso, se expresa como mirada de «deseo» o de «interés». Entonces, al experimentar esa deformidad en sí misma o en los demás, la persona «siente» pudor. Así, el pudor del cuerpo surge como reacción que sigue a una percepción que no es adecuada a la persona y a sus valores sexuales, y que la ultraja de su intimidad corpóreo-sexuada. Al mirar, la persona también se da cuenta que el propio cuerpo-sexuado y el de los demás no siempre expresa a la persona en su totalidad con transparencia, sino que puede transformarse en un lenguaje ambiguo que la deforma o la oculta, por-que la expresa como puro cuerpo-sexuado y no como persona corpóreo-sexuada. También entonces, al ser consciente de esta situación relativa al propio cuerpo o al de los demás, la persona experimenta el pudor. En definitiva, el pudor, que se manifiesta de este modo, constituye una reacción relativa a la deformidad de la visión del cuerpo y a la ambigüedad expresiva del mismo [5].
Pero vamos al significado antropológico encerrado en la experiencia apenas descrita, que es lo más interesante y clave para nuestro discurso. Cabría decir, por una parte, que esta experiencia manifiesta una reacción innata a preservar y custodiar la propia intimidad personal corpóreo-sexuada y la de los demás, frente a aquello que se percibe como amenaza o violación de esa intimidad [6]. Pero, por otra, el pudor va más allá: revela a la persona, la manifiesta y, en ese sentido, constituye un reflejo de lo que ella misma es [7]. En efecto, contemporáneamente, la vergüenza desvela con gran intensidad y hondura, la persona a la persona. Y lo hace poniéndola al descubierto en todo el realismo de su «misterio» (de su sentido y de su valor-dignidad) y de su «miseria» (de su condición histórica caracterizada por la división y la falta de armonía en sus diversas facultades y potencias) [8].
Decimos que el pudor corre el velo del «misterio» del sujeto personal porque en esta experiencia el hombre se advierte como totalidad unificada, es decir, como unidad corpóreo-espiritual, como ser que es su propio cuerpo y que es más que su cuerpo; como sujeto capaz de autoposesión y autodeterminación, frente al cual nadie puede arrogarse el derecho de propiedad, a menos que él mismo consienta donándose libremente por amor; como sujeto dotado de un sentido y de un valor suprautilitario, esto es, como sujeto que siempre exige ser afirmado por sí mismo (como un fin y un bien «en sí») y nunca como objeto (como medio y bien «para mí», es decir, como instrumento de uso o de placer) [9]. Pero, además, decimos que el pudor pone al descubierto la «miseria» del sujeto personal porque, en esta experiencia, el hombre –al tiempo que intuye su grandeza– [10] advierte también el desorden que acompaña su actual condición y que dificulta notablemente la captación y realización de su sentido y de su dignidad personal.
Verdad y ethos de la moda
Una vez individuadas las claves antropológicas basilares estamos en condiciones de retomar el discurso de la moda. A la luz de estas premisas podrían hacerse dos consideraciones. La primera: en cuanto lenguaje que expresa la persona, la verdad de la moda está precisamente en la adecuación de la ropa a la verdad del sujeto personal, tal como se ha revelado en la experiencia del pudor del cuerpo. Es decir, como un sujeto que, en su identidad unitaria corpó-reo-espiritual, es único y está dotado de un significado y de un valor (dignidad) que trascienden infinitamente el sentido y el valor de las cosas. Con otras palabras, que la persona es un bien singularísmo –y, por tanto, un don– que siempre pide ser reconocida y tratada con respeto, con veneración, con amor. Sin olvidar, además, que, en la condición presente, la persona no siempre es capaz de mirar con transparencia y de expresarse a través del cuerpo sin ambigüedad. La segunda: la verdad de la persona y del vestir fundan un ethos de la moda. Es decir, un deber-ser que no es extrínseco ni viene impuesto desde fuera –esto sería «moralismo», no ethos–, sino que constituye la expresión ética de la misma verdad del hombre y del lenguaje del vestir.
Así, el ethos de la moda se inscribe en la lógica de la persona –bien y don en sí misma– y conlleva la exigencia de expresar con fidelidad a ese sujeto –de acuerdo a su sentido y valor más profundos– y de suscitar el reconocimiento, la acogida y la reacción adecuadas a su verdad: es decir, a su condición y dignidad donales. El ethos de la moda, por tanto, se coloca en las antípodas de una lógica utilitarista o hedonista que, al vestir, exhibe a la persona-cuerpo como objeto de placer o de compraventa, desvirtuando, velando o falsificando su verdad, y –como decíamos– se coloca en la línea de la lógica del don.
En un esfuerzo de apretada síntesis, este ethos de la moda podría resumirse en dos corolarios. El primero, de formulación positiva, expresa la exigencia de un vestido que contribuya a poner en primer plano el sentido y el valor donal de la persona-cuerpo y, por eso, que contribuya a integrar el cuerpo-sexuado en la unidad de la persona. Así, la moda debe contribuir a crear respuestas «adecuadas» a la totalidad unificada que es la persona y a su valor, por parte de sí misma y de los demás: reacciones y actitudes de reconocimiento, de respeto y veneración, de afirmación en el amor, de sana atracción, de simpatía, de agrado, etc. El segundo corolario, de formulación negativa expresa la exigencia de un vestido que evite –de modo directo o indirecto, pues basta una sugerencia– poner en primer plano la dimensión corpóreo-sexuada porque ésta, desligada de la unidad del sujeto, encubre el valor de la persona y siempre resulta «cosificada», degradada: es decir, despojada de su sentido y de su valor personal. Así también, la moda debe evitar crear respuestas «inadecuadas» al valor de la persona, vista en su totalidad compleja pero unitaria de sujeto: miradas, actitudes, gestos, palabras, acciones en que se la rebaja a objeto de deseo, de placer o de interés. En dos palabras, estos corolarios expresan la exigencia –radicada en la verdad de la persona y del vestir– de una «moda personal» y no de una «moda del cuerpo».
Ethos de la moda y virtud del pudor
Como la propia experiencia y la de los demás indican, vestir según el orden del ethos de la moda no es fácil. Y no lo es porque este deber-ser no se identifica sin más con un modo de vestir fijo y preestablecido, con una medida de ancho y de largo predeterminada, con un específico modelo o tipo de prenda. No: el ethos de la moda se traduce en una «forma» que cada uno –y con ayuda de los demás– ha de determinar de acuerdo al dato basilar de la verdad y dignidad personales y conforme a las propias circunstancias de edad, de condición, de trabajo, de situación etc.
Ahora bien, en el arduo desafío de determinar la forma adecuada –humana, personal– de vestir, de elegir un determinado modelo, de decidir comprar una prenda u otra, juega un papel clave el hábito del pudor [11]. Éste, como toda virtud, aparece –en su más profunda unidad– con un triple aspecto constitutivo: una dimensión cognoscitiva, una afectiva y una operativa [12]. Esto es, el pudor comporta un cierto conocimiento, una inclinación y una disposición a manifestarse en una acción exterior. En efecto, el pudor, considerado no ya como experiencia sino como virtud, comprende la «posesión» estable de aquello que podríamos llamar el «sentido» de la persona y de su valor: es decir, la intuición de la altísima condición y dignidad de la persona humana. Por eso, el pudor constituye un auténtico «patrimonio» que consiste en la posesión habitual de aquella revelación primigenia de la persona a la persona, que –como hemos visto– se desvela en la experiencia de la vergüenza. Así, en esta primera dimensión, el pudor supone una forma de conocimiento por con naturalidad, relativo al sujeto y a su valor, poseído a modo de hábito.
Además de esta dimensión cognoscitiva, el hábito del pudor supone también la inclinación y la efectiva disposición a expresar, en el plano del obrar, una acción externa conforme al «sentido» de la persona y de su dignidad; «sentido» que –como hemos dicho– el sujeto virtuoso posee como patrimonio inalienable. Por consiguiente, y como es propio de toda virtud, el pudor comporta la inclinación y la disposición a obrar de modo connatural, firme y estable. Así, cuando hay auténtico pudor, el «sentido» de la persona y de su dignidad inclinan y disponen efectivamente al sujeto a elegir y utilizar lo adecuado y conforme a su condición, dignidad y circunstancias, de modo habitual, con espontánea naturalidad, con cierta facilidad y agrado. Una persona de veras pudorosa, por tanto, habitualmente, con gran convicción, gusto y naturalidad, elegirá cortes, materiales, accesorios, etc. «a medida humana» porque esa «medida» –el «sentido» de la persona–le es connatural y está presente en ella con el dinamismo propio de una auténtica y efectiva disposición.
La virtud del pudor, según se advierte, es clave en la moda y tiene un papel irreemplazable en la ponderación, elección y en la decisión –entre muchas formas posibles– de una forma auténticamente humana y personal de vestir. Por eso, el deber-ser de la moda fundamentalmente se juega en la actuación de este «patrimonio» de lo personal y de su altísima dignidad, que es el pudor. Sin él difícilmente la persona «da en el clavo»; con él, en cambio, encuentra la «justa» medida de la moda. Por eso, el pudor es canon y clave humana de la moda. Y una moda humana es aquella que lleva el sello inconfundible de la «distinción» como nota expresiva del misterio de la persona y de su dignidad.
De aquí se desprende, como es evidente, la importancia de custodiar en las personas el despertar de la revelación primigenia de su misterio y de su dignidad, que es el pudor; de secundarlo, de custodiarlo como una joya, de defenderlo como un tesoro, de modelarlo y configurarlo como virtud, hasta hacer de él una «fuerza real y moral» del sujeto [13].
Conclusión: hacia una cultura del pudor y de la distinción
Al concluir esta reflexión resulta descontado decir que la moda no es patrimonio exclusivamente femenino, ni mucho menos una cuestión frívola o banal. La moda, siguiendo el decir español, «tiene mucha tela que cortar...». La «tela», en efecto, es su sentido humano más profundo y el desafío diario que la acompaña, y en el que la persona se juega cotidianamente algo grande: la fiel expresión y realización de su propia verdad y la justa acogida-respuesta por parte de los demás. Como hemos visto, este desafío se encuentra –en buena medida– en manos de ese cuantioso «patrimonio» de humanidad y de dignidad, que es la virtud del pudor.
Pero la cuestión de la moda trasciende la esfera de lo individual y supone un desafío también para la entera sociedad. Efectivamente, de la fiel expresión de la verdad de sus miembros –es decir, de una expresión personal– depende una respuesta justa, adecuada, con densidad humana: reconocimiento, respeto, delicadeza y tantas otras actitudes que constituyen el reflejo de la percepción del sentido y del valor del sujeto personal. Y de esto depende, en última instancia, el tono y el estilo humano de la entera sociedad. De ahí que la moda, como «forma personal» de vestir, está llamada a contribuir de modo directísimo y eficaz en la creación de una auténtica cultura del pudor y de la distinción y, a través de ésta, en la promoción de una sociedad más «sensata»: más a medida del sentido del hombre y de su existencia.