La Pasión gloriosa se ha convertido en fuente de la cultura cristiana. Esta constatación no debe sorprendernos puesto que la religión da origen a la cultura y acompaña el devenir histórico en el curso de los milenios. Es necesaria para el nacimiento de una verdadera cultura y su ausencia hace imposible un desarrollo pleno.

Normalmente no se aborda la Pasión en el plano cultural; permite descubrir la riqueza del patrimonio espiritual y cultural de los pueblos que han entrado en contacto con el Evangelio en el curso de la historia. El conocimiento del pasado es ineluctable: se transforma en inspiración para el futuro. La memoria es la esperanza del futuro. El compromiso de los fieles de traducir su fe en múltiples expresiones de la cultura no debe limitarse a ser una experiencia del pasado, sino continuar hoy para seguir mañana. La riqueza de la fe -una fe expresada en la oración, vivida y celebrada- alimenta la inspiración cristiana para su interpretación y representación de la realidad de la vida moderna. Con respecto al pasado, los estilos de vida, las modas y las técnicas de expresión ciertamente han evolucionado, pro la inspiración sigue siendo la misma: la fe en Jesucristo, Hijo de Dios. “Por nosotros, los hombres, y nuestra salvación, descendió del cielo; por obra del Espíritu Santo, encarnó en la Virgen María y se hizo hombre. Crucificado por nuestro bien bajo el poder de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado. Resucitó al tercer día de acuerdo con las Escrituras y subió al cielo. Está sentado a la diestra del Padre”.

1. La palabra pasión proviene del vocablo latino passio. El verbo pati significa soportar, sufrir. Con este término, los cristianos indicaban los sufrimientos de Jesucristo, muerto en la Cruz en Jerusalén después de padecer numerosos ultrajes físicos y morales.

El uso de esta palabra pasión se ha mantenido en los idiomas de todos los pueblos que han acogido el bautismo. Aun cuando existen algunos matices diferenciadores, lo encontramos en todas las familias lingüísticas europeas: latina, anglosajona y eslava. Este hecho, sumamente significativo, revela la difusión del término y la necesidad de profundizar su significado de mejor manera.

El relato de la Pasión de Jesucristo es entregado por los cuatro Evangelistas. Junto a las referencias a la Pasión que se encuentran en otros pasajes del Evangelio, los pequeños fragmentos de la Pasión constituyen los textos fundamentales. Para comprender el sentido profundo de la realidad de la Pasión de Jesús, me parecen oportunas tres precisiones.

La primera se refiere a la forma en que Jesús enfrentó la muerte. Aun cuando tenía plena conciencia de que el dramático final de su vida terrenal era consecuencia del rechazo de su ministerio por los judíos, Jesús no atenuó la Misión que le encomendara el Padre de anunciar la presencia del Reino de Dios y dar testimonio de la misma. Con total obediencia filial, aceptó su cruel fin y lo incorporó en el Designio de salvación del Padre.

El valor de salvación universal del sacrificio de Jesús está subrayado en la Sagrada Escritura. Los autores de los textos sacros no se refieren a la Pasión únicamente como un hecho histórico real, sino también como a un acontecimiento de salvación vivido por el Hijo de Dios en la historia de la humanidad.

Por último, los relatos de la Pasión no constituyen la conclusión del Evangelio porque en ellos se encuentra posteriormente la narración sobre el sepulcro vacío y las apariciones del Crucificado resucitado a los apóstoles y discípulos. El misterio de la Pasión y Muerte de Jesús debe comprenderse siempre a la luz de la Resurrección.

Así, la humillación del Hijo del hombre es transfigurada por su glorificación: “y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un Nombre sobre todo nombre” (fil 2, 7-9). La Pasión es para la Resurrección, como nos recuerda la liturgia del Triduo pascual, que no constituye simplemente una preparación para la solemnidad de la Pascua, sino realmente, según indica San Agustín, el santísimo Triduo de Cristo crucificado, sepultado y resucitado. Comienza con la Misa vespertina In Caena Domini, que abre las celebraciones de la bienaventurada Pasión. Se llama Triduo pascual para que así sea aún más evidente que la Pascua de Cristo emana de su muerte y resurrección, es decir, de la novedad de vida que surge de la muerte redentora.

Uno de los símbolos más elocuentes de la pasión es la Cruz. A la luz de la Resurrección, se transforma en la señal de la victoria del Señor sobre la muerte y el pecado. La Cruz se encuentra tanto en las iglesias, casas y lugares públicos donde se reúnen los cristianos como en las encrucijadas de los pueblos y ciudades. Se usa alrededor del cuello. La cruz es parte de la vida del hombre y es el camino específico del cristiano: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame” (Lc 9, 23-24).

2. Las primeras comunidades cristianas experimentaron desde sus orígenes la urgencia de vivir de acuerdo con la lógica pascual. El misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, celebrado en la Eucaristía dominical y especialmente en el curso del Triduo pascual, encuentra en el martirio y luego en el monacato dos formas de aplicación especialmente elocuentes.

La participación en la Pasión de Cristo revista diversas formas en el curso de los siglos. La relación entre el martirio y Cristo crucificado es demasiado manifiesta como para que se necesario insistir en ella.

El mártir, que da su vida de una sola vez, es sucedido por el monje, que sacrifica diariamente la suya. Los Padres no vacilan en calificar a los monjes de mártires en tiempos de paz (Hilario de Arles, Vida de San Honorato 57,3): la mortificación cotidiana se equipara con el martirio (San Atanasio, Vida de San Antonio 46; San Jerónimo, Ep. 108, 31). Los ascetas son llamados “discípulos de la cruz” por cuanto “llevan en su cuerpo la pasión de Cristo” (San Basilio, Ep. 223, 2).

La mortificación, mediante la cual la vida del monje se asemeja a la del Crucificado, conduce a una muerte mística, a un martirio que “no se diferencia del martirio físico” (Eutiquio de Constantinopla, De Pasch, et Euchar. 5).

Las reformas monásticas de los siglos X y XI acentúan la orientación hacia el carácter humano de Cristo y su pasión. Después de asimilarse con el martirio y la mortificación de los ascetas, la mística de la Pasión encuentra una nueva formulación en la “contemplación de la pasión del Señor”. El monje ruega a Jesús “herir con las flechas abrasadas por su amor” al alma que lo busca, deseando unirse espiritualmente con Él en la cruz, en compañía de la Virgen (Jean de Fécamp, Meditaciones 7-8). San Anselmo de Cantórbery manifiesta una atracción compasiva: mira la herida del costado para sentir el alma “traspasada por el dolor más agudo”; desearía cargar la cruz sobre los hombros para sentir “el peso de la inmensa caridad”.

San Bernardo contribuye con elementos nuevos a la mística de la Pasión: enseña que en la caridad el alma alcanza la unión íntima y personal con el Verbo encarnado mediante la meditación y la imitación del Crucificado. La escuela de la caridad (schola caritatis) es también escuela de Cristo (schola Christi). El Amor crucificado penetra en el alma, la quema y la consume hasta hacerla morir para sí misma: este martirio interior conduce a la unión mística entre Cristo y el alma que busca a Dios. Para Guillaume de Saint-Thierry, la pasión, “los oprobios, los esputos, las bofetadas, la muerte en la cruz” expresan el lenguaje de la caridad. Jesús nos hace comprender en qué consiste el amor cuando da su vida por nosotros, amándonos hasta el final. La meditación de la Pasión equivale a una comunión espiritual, puesto que la Eucaristía llama a la “memoria passionis” y la unión íntima con Cristo (Ep. Ad frates de Monte Dei 115).

En el siglo XII, la cristiandad percibe que Jesús nació pobre, vivió pobre y murió pobre y desnudo en la cruz. De este modo reanuda un vínculo con la tradición patrística, que siempre vio una estrecha relación entre la “séquela crucis” y la práctica de la pobreza. Robert d’Arbrissel y San Norberto subrayan el hecho de que Cristo se preparó para la muerte dejando todo lo que tenía en la tierra: su bolsa en manos del traidor, su Iglesia a Pedro, su cuerpo a los discípulos en el Sacramento, los discípulos a Dios, sus vestiduras a los soldados, su cuerpo mortal a quienes lo ponen en la cruz. Su último bien, su madre, lo entrega a los hombres.

Pocos hombres tuvieron una experiencia tan intensa y prolongada de la pasión como el Pobrecito de Asís. San Francisco es la imagen de Cristo sufriente, “clavado en la cruz en cuerpo y espíritu”. El beso al leproso, imagen de Jesús cubierto de llagas, transforma “toda amargura en dulzura”. La aspiración al martirio desarrolla en el santo el deseo ardiente de morir con Cristo en la cruz; la estigmatización transcribe en su carne que su libro es el Crucificado en el cual desea “transformarse mediante su amor desbordante” (San Buenaventura, Legenda maior 9,2). Santa Clara repite que su único deseo es permanecer en la cruz con el Cristo pobre, “cuyo abrazo produce una felicidad sin fin” (Carta a Inés de Bohemia 1). Los primeros compañeros de Francisco están convencidos de que únicamente quien se despoje de todas las cosas del mundo y “suba a la cruz con Cristo” (cf. Dante, Paraíso XI, 70) puede esperar la unión mística con el Verbo encarnado. San Antonio de Padua quiere recorrer el camino de la cruz hasta el final “con los pies del amor”.

En el siglo XIV, Santa Angela de Foligno revive el drama de la Pasión y describe sus escenas con impresionante realismo: “Todo eso lo he padecido por ti”. Se encuentra el mismo realismo en las visiones de Brígida de Suecia, sobre todo la que tuvo en Jerusalén, en la iglesia de la Pasión. Catalina de Siena emplea tres “escaleras” famosas: la primera hasta los “pies traspasados”, la segunda hasta el “costado abierto” y la tercera hasta “la boca, donde la hiel puso su amargura”. El alma entonces descansa en la cruz, “feliz y dolorosa” (El Diálogo 49-79).

La Vita Jesu Christi, de Ludolfo de Sajonia, sigue sencillamente al Evangelio y los comentarios de los Padres y los autores monásticos.

La Devotio moderna está orientada hacia la meditación e imitación de la vida y Pasión del Señor. Thomas Kempis propone una serie de meditaciones y oraciones sobre la vida y la pasión de Cristo (Opera, ed. M.J. Pohl, t. 5, Friburgo, 1905).

En sus Ejercicios espirituales, San Ignacio de Loyola dedica una semana a la meditación en la Pasión. Únicamente después de haberse alistado resueltamente bajo el Estandarte de Cristo y enrolado en el séquito de Cristo, se le propone a la persona que hace un retiro la meditación de la Pasión. Como Cristo, el discípulo pasará de la pasión a la gloria de la resurrección.

Para San Juan de la Cruz, la imitación del Crucificado en su obediencia a la voluntad del Padre es indispensable para quien desee alcanzar la perfección. La cruz, entendida para quien desee alcanzar la perfección. La cruz, entendida como compromiso permanente con el sufrimiento, es la “puerta estrecha”, la única que da acceso a la Sabiduría divina.

No olvidamos las otras manifestaciones cotidianas, que dan testimonio del gran influjo del misterio Pascual en los fieles y en su vida espiritual, familiar y social.
La importancia atribuida a las celebraciones del Triduo pascual, centro y culminación del año litúrgico, ya se manifiesta claramente en la exigencia de los cristianos del siglo III de prolongar la celebración del misterio pascual durante cincuenta días. Más tarde la Iglesia instituye una preparación adecuada para la fiesta de Pascua, la Cuaresma, con todas sus etapas de desarrollo, transformación y reorganización, hasta el aggiornamento del Concilio Vaticano II.

Quisiera recordar algunas expresiones tradicionales de esos tiempos vigorosos para ilustrar una vez más la influencia de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor en la vida de los cristianos y la Iglesia. Me apoyaré en el trinomio de la oración, el ayuno y la limosna, indicando por el mismo Jesús (Cf. Mt 6,1-18).

La oración, tanto personal como comunitaria, se intensifica en la Cuaresma. La Iglesia pide a cada cristiano confesarse y comulgar por lo menos una vez al año, generalmente en la Pascua. En otros tiempos se solía imponer una penitencia pública o una reconciliación visible entre los miembros de una comunidad. Esos hechos se preparaban cuidadosamente mediante celebraciones litúrgicas, intensos momentos de meditación y una adecuada predicación. Entre las numerosas oraciones nacidas de la contemplación del Misterio pascual, destaca la devoción tan difundida del Vía Crucis. Dom Marmión decía a sus monjes: “Estoy convencido de que fuera de los sacramentos y los actos litúrgicos no existe una práctica tan útil para las almas como el Vía Crucis practicado con devoción” (Cristo en sus misterios 14).

Los relatos de la Pasión se cantaban, ilustraban, dramatizaban y acompañaban con representaciones adecuadas en las iglesias o en torno a los lugares sagrados. El filósofo Étienne Gilson se conmovía con esos espectáculos en que “el artista perpetúa para nosotros el espectáculo carnal que Dios quiso ofrecer” (La Pasión). El estudio del desarrollo de la música y las representaciones dramáticas teatrales y artísticas se amplía con la vida de los santos, especialmente de los mártires incorporados más íntimamente a la Pasión de su Maestro.

En cuanto a la influencia en las costumbres, es elocuente la práctica del ayuno y los consejos sobre los alimentos que deben consumirse o evitarse durante la Cuaresma, sobre todo el viernes, día de la Pasión de Nuestro Señor. Conviene recordar la bendición de los alimentos del día de la Resurrección. En el día de Pascua subsiste el hábito de consumir en familia el cordero, símbolo del Cordero sacrificado por nosotros. Los cristianos llevan Ramos de palmera y olivo, bendecidos durante la procesión del domingo de ramos, a sus casas, al campo y a los lugares de trabajo. Posteriormente hubo una invitación permanente a la sobriedad en el comportamiento durante la Cuaresma, a no celebrar bodas demasiado fastuosas, por ejemplo. En conmemoración de la permanencia del Señor en el sepulcro, las campanas de las iglesias dejaban de repicar desde la noche del Jueves santo hasta la víspera de la Resurrección. Entre los ritos de la vigilia pascual que tuvieron un influjo en la cultura religiosa, podemos recordar, por ejemplo, la liturgia de la luz y especialmente la bendición del fuego nuevo, la preparación del cirio pascual y la proclamación del anuncio pascual: Exultet!

La invitación a practicar la limosna llevó a muchos hombres y mujeres a gastar cada vez más dinero a favor de los pobres. Diversas órdenes religiosas de hombres o mujeres prestan asistencia a los enfermos, alimentan a los hambrientos y ayudan a los menesterosos, porque en su rostro reconocen los rasgos divinos de Jesucristo sufriente y muriendo por nosotros: “cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Cabe señalar la voluntad de mantener viva la memoria de la Pasión Gloriosa de Cristo de numerosas cofradías, como ocurre en Sevilla o Sicilia. Tienen una gran actividad durante la Semana Santa y durante todo el año mantienen su compromiso a favor de la evangelización y la promoción humana, bajo la inspiración del mensaje de la Bienaventuranzas.

Sí, la Pasión gloriosa se ha convertido en fuente de la cultura cristiana. Esta constatación no debe sorprendernos puesto que la religión da origen a la cultura y acompaña el devenir histórico en el curso de los milenios. Es necesaria para el nacimiento de una verdadera cultura y su ausencia hace imposible un desarrollo pleno. Desde el punto de visto etimológico, culto y cultura tienen la misma raíz: provienen del verbo latino colo, que significa trabajar, cultivar, ejercer. La cultura impregnada de la Pasión es cristiana por estar inseparablemente unida al Servidor sufriente y glorificado, Jesucristo, nuestro Salvador.


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