El respeto mira. Es el don de la mirada, su forma de posarse sobre los demás y responder con el don de uno mismo al llamado silencioso que todo rostro dirige a la conciencia. El respeto es entonces la dimensión contemplativa de la caridad, cuando el hombre es contemplado en Dios.

En la Antigüedad, el tema predominante en la idea del respeto no es el respeto a la persona, sino el respeto del orden. El término latino respicere significa mirar hacia atrás. Uno se vuelve al pasar un personaje importante, del mismo modo como prestamos atención a los hechos importantes y a los valores capaces de inspirar la acción. La palabra observantia, observancia, considera la idea del respeto de las leyes (observare leges). Tanto respectus como observantia corresponden al término respeto. Evocan la actitud de atención y disposición a la obediencia efectiva, cuyo objeto es el poder constituido o la norma jurídica y el mandato jerárquico que de ella emana.

En la antigua lengua griego, los términos aidôs, aidesthai cumplen en cierto modo las mismas funciones, pero con interesantes matices. En realidad, la voz latina tiene como connotación los motivos de la disposición habitual a obedecer a la autoridad o la ley. El romano, positivo y conservador, obedece sin estado de ánimo, en calidad de amigo del orden. El griego, ciudadano más disciplinado y crítico, tiene una obediencia más dolorosa. Su idioma pone dos sentimientos en primer plano en el término aidôs, el temor y la vergüenza, a través de los cuales percibe la autoridad y la ley. La autoridad es aquello que puede provocarnos vergüenza si no le rendimos suficiente veneración. Obedecer es evitar tener que ruborizarse. Respetar a los ancianos es ponerse a cubierto de su reprobación. El griego nos permite discernir aquello que en el respeto no es sino temor y vergüenza de los demás.

La primera dimensión del respeto -y casi la única existente en la Antigüedad- es por lo tanto la aceptación teórica y práctica del orden y sus necesidades. Es un reconocimiento de los poderes y las leyes así como una disposición habitual a obedecerlos de buen grado, rindiendo incluso al poder cierto tributo de estimación, deferencia y honor.

El respeto humano

Siendo el respeto un valor para seres libres, la sociedad de los hombres respetuosos no podría limitarse a la agrupación de temperamentos autoritarios rodeados de un conjunto de naturalezas temerosas. Si el respeto es puramente miedo, no es respetable. Como escribe Malebranche [1], los espíritus animales surgen en el cerebro en presencia del poder y el animal social se acuesta en señal de sumisión. No es más que un instinto social, generalmente útil y a veces perjudicial. No se puede juzgar la falta de respeto sin discernimiento.

La falta de respeto no apareció en el mundo en el siglo XVIII. La siguiente es una cita de Tertuliano: “Muchas cosas merecen tomarse a broma y considerase humorísticamente por temor de darles importancia a combatirlas seriamente. Nada es más adecuado para la tontería que el ridículo y el derecho de reír pertenece con toda propiedad a la razón” [2].

Con la noción de respeto humano, que encontramos en la moral cristiana, estas perspectivas adquieren profundidad. El respeto humano, que sería preferible llamar respeto servil, es una carencia de libertad intelectual, moral y religiosa. Es una cobardía que impide al hombre vivir de acuerdo con su conciencia y lo somete al poder o a la opinión. En la medida que se restrinja un rechazo del respeto humano, será adecuado considerar la falta de respeto. En el fondo, siempre se trata de respetar sin respeto humano.

El respeto solidario

Encuentro en Santo Tomás de Aquino una interesante serie de ideas. El comienza considerando la petición de respeto del orden, emitida por el espíritu conservador. Sin embargo, la define tan acertadamente que el respeto, valor de conservación, se transforma prácticamente en valor de progreso. En primer lugar, según él, el respeto virtuoso no es incondicional. El respeto de un poder (observantia) es una virtud unida a la justicia [3]. El respeto sólo es virtuoso si es justo y únicamente lo es en relación con las decisiones morales y legales de un poder legítimo. Santo Tomás no va más allá de lo que admitirá todo buen jurista de la Antigüedad. En segundo lugar, sin embargo, él llega a una concepción original, que casi podríamos considerar “personalista”, del respeto de la autoridad. No habla de respeto de la ley como tal, refiriéndose escasamente al respeto de la misma como expresión de poder del superior. Con finura, habla más bien del respeto de la persona del superior revestido del poder legítimo. Se respeta al superior respetando su ley. Lo respetamos porque es superior, pero en su condición de persona. En el respeto a la autoridad, el motivo es la autoridad y el objeto es la persona investida de la misma. Un hombre libre y respetuoso no tiene la religión de la autoridad. El respeto es una de las formas de la solidaridad social, mediante la cual debemos vincularnos cordialmente con las personas a cargo del bien común. Así, el respeto de la autoridad puede dejar de visualizarse ante todo en una dialéctica de oposición a la libertad irrespetuosa. Es la solidaridad lo que limita la libertad, del mismo modo como debe limitar la autoridad. El despotismo del jefe orgulloso y brutal destruye este respeto solidario y lo reemplaza por el servilismo del respeto humano, dejando únicamente lugar para el atropello, la huida o la rebelión.

Los hombres y las leyes

El respeto solidario armoniza con la máxima de acuerdo con la cual la libertad no consiste en obedecer a los hombres sino a las leyes. En realidad, es independiente de la naturaleza del régimen político. Si la Constitución es democrática, el poder humano supremo reside en el pueblo como cuerpo y la concepción del respeto solidario significa que en primer lugar respetamos al pueblo, luego su autoridad y por último únicamente la ley en cuanto ha sido planteada por el poder del pueblo. Por lo demás, uno se respeta a sí mismo como miembro del soberano y como persona revestida de la dignidad cívica.

La piedad filial

¿Por qué debemos respetar a nuestros padres? ¿Por qué nos conmueve la imagen del pius Aeneas huyendo del incendio de Troya con Anquises, su viejo padre, en brazos? ¿Es un instinto, una costumbre, un recuerdo? ¿No es más bien un deber profundo bebido en esa fragua del espíritu llamada conciencia, donde todo material de pensamiento apenas llega se funde mediante la prueba verdad? Me parece que el respeto de los padres es una experiencia metafísica. Tal vez no me entienda con ellos o los considere educadores de poco valor. Con todo, siguen siendo mis padres. Su vida puede ser indiferente para mí. Su muerte me remueve profundamente. Son mi origen próximo. Me orientan hacia el origen radical. En este sentido, constituyen una imagen del Primer Principio de todas las cosas. La mirada de mi padre es la de un ser a través del cual he llegado al ser. La relación con cada uno de los padres no es puramente utilitaria o afectiva. Hay algo en ella que está más allá de la historia psicológica. La particularidad de la relación con el padre o la madre es ontológica, es una relación con un ser como tal. Ti to on. ¿Qué es el ser? Existe el océano del ser, existe el abismo del Ser. El respeto -se dice- es un límite. Sí, del mismo modo como uno no se detiene al borde del mar únicamente por la imposibilidad de avanzar, sino porque de pronto se ha convertido en el símbolo sublime de lo Infinito.

Respeto, religión y sociedad

En el cristianismo, el respeto a los padres se basa en el respeto a Dios, que puede llamarse religión en el sentido estricto en el cual nos referimos a un “hombre religioso”. Desde este punto de vista, la religión es la virtud en la cual echan raíces todas las demás formas de respeto. Durkheim veía en la sociedad misma la realidad que trasciende al individuo y es objeto de la religión; pero al concebir en definitiva la sociedad como una especie de Uno y Todo inmanente en relación con sus miembros, como un alma en un cuerpo, reducía el sentimiento religioso a la conciencia social únicamente, elevando esta última a una especie de religiosidad. La idea que nos formamos de lo Absoluto no es siempre la misma, pero el respeto básico siempre se detiene en la frontera del misterio primordial, y todo respeto que no se reduzca al miedo enfrenta al poder respetado como manifestación de la primera Potencia, como quiera se la represente. Tal vez esto también es válido para el individualismo exacerbado. Descansa en la idea de acuerdo con la cual el individuo es Único o sería puramente una ola, pero agitada por el flujo de la Naturaleza infinita. El hombre es siempre religioso por naturaleza, pero existen religiones seculares y aún no hemos terminado de hacer su recuento.

Del honor al respeto

En una sociedad nobiliaria, el sentido del honor está vinculado con la conciencia de formar parte de la aristocracia y todos pagan cierto tributo de respeto a la aristocracia dirigente. Con todo, al igual que en la Antigüedad, la idea de libertad ha sido interiorizada, pasando de la política a la moral y a la antropología, tal como ocurrió con la idea de nobleza durante los siglos de la Edad Media y el Antiguo Régimen. La nobleza del hombre libre, del guerrero, del hijo de buena raza, etc., se prestaba para una reinterpretación espiritual en una cultura especialmente acostumbrada a practicar la exégesis alegórica del Antiguo Testamento. Así se desprendía la noción de una nobleza más ontológica, espiritual y moral que aristocrática y política, nobleza del ser espiritual dotada de libre arbitrio, nobleza de la criatura hija de Dios por naturaleza y por su bautismo, nobleza del miles Christi comprometido en las luchas internas del combate espiritual, etc. Así como el hombre noble merecía el respeto social, la nobleza moral y espiritual merecía el respeto moral y espiritual; pero esta nobleza del corazón y del espíritu era una característica de todos los hombres en cuanto tales. Así, el respeto se democratizaba en la medida que se espiritualizaba.

Respeto y democracia

La democratización política y social reforzó o prolongó el paso del honor al respeto. Iba siendo paulatinamente perceptible la ley de democratización que rige la historia de los pueblos en desarrollo. Todo hombre, el convertirse o tender a convertirse en ciudadano, es decir, en cosoberano temporal, llegaba a ser el objeto primordial del respeto de la autoridad. La democratización política, cuyo efecto consiste en atribuir el poder soberano a la asamblea del pueblo y conferir a todo miembro de la sociedad la autoridad propia del ciudadano, tendría por respuesta lógica una democratización del respeto, actitud de deferencia hacia la autoridad. De este modo se produciría una disminución del grado de respeto a los diversos poderes públicos, concebidos en lo sucesivo como subordinados a un poder soberano colectivo del cual formarían parte todos los ciudadanos.

Esta disminución del respeto no es ilegítima en democracia, pero suele ser excesiva. Aristóteles afirma con razón que la sociedad existe por naturaleza y por consiguiente también la autoridad, sin la cual no hay posibilidad alguna de sociedad. Por consiguiente, Rousseau no se equivoca por su parte al decir que una sociedad humana compuesta de seres libres no se concibe sin un pacto social de equidad, asegurando a cada miembro el respeto de su libertad y los derechos objetivos de la persona humana. En la medida que la sociedad es libre y justa, lo que existe por naturaleza también debe existir por libertad. Por este motivo, la autoridad pública tiene indudablemente derecho a un respeto de tipo particular, complejo y sutil, siendo el poder a la vez natural y consentido, superior y controlado, independiente y dependiente del ciudadano. Hay aquí toda una sabiduría práctica que precisar y profundizar, necesaria para una democracia madura, alejada de los simplismos pasionales del autoritarismo y la rebelión.

“¡Ya no hay respeto!”

En la era democrática resuena el lamento “ya no hay respeto”. Podemos responder diciendo que un debilitamiento de las viejas formas de respeto en la sociedad democrática no significa una caída del respeto en general. Ya no se respetan los poderes políticos no democráticos y todas las relaciones sociales están teñidas de esta nueva vinculación con el poder civil.

Sin embargo, desde otro punto de vista, existe demasiado respeto en democracia. El poder democrático, abucheado tan pronto como deja de hacer lo que desearían las personas o los oradores, es prodigiosamente respetado expresa una opinión mayoritaria, por discutible que sea. Se confunde el respeto moral de la persona que tiene una opinión absurda con el respeto intelectual de una tesis absurda.

Yo sé muy bien que la opinión responde que no existen opiniones absurdas y todo puede ver verdadero si se encuentra quien lo apoye. Así, la opinión se convierte en verdad, la democracia en popuopapismo y el ciudadano en veleta. En cuanto a la libertad sin razón y a la razón sin idea de la verdad, son un pez en la arena. El respeto democrático incluye así la capacidad de faltar al respeto ante la tiranía intelectual de las mayorías o minorías. Dupont es ciudadano y eso debe ser suficiente para él. No puede pretender ser papa.

Junto al respeto humano de tipo conservador, dispuesto a todo tipo de reverencias ante los poderes, existe el respeto humano de tipo progresista, incapaz de oponerse a los procesos de corrupción que constituyen la patología propia de los regímenes democráticos.

El respeto en la democracia moderada

Los ciudadanos de las democracias son impulsados a rechazar cualquier forma de autoridad no democrática en toda comunidad. Si fueran escuchados, la democracia llegaría a ser con pleno derecho el régimen de las familias, las iglesias, las escuelas, las empresas, etc.; pero de este modo desaparecería la libertad de propiedad, iniciativa y empresa, por ejemplo, si todo fundador de una empresa debiera encontrarse por pleno derecho desposeído de su autoridad por la asamblea general de sus asalariados. Si todo debiera democratizarse en sentido estricto, todo sería público. No existiría lo privado y estaríamos en pleno totalitarismo.

Por este motivo, es justo y necesario que las comunidades (sociales, económicas, educativas, culturales o religiosas) del seno de la comunidad política puedan no constituirse democráticamente. En ellas hay un deber implícito de justicia y respeto hacia sus miembros. Si no viven esta justicia interior, existirá una gran tentación de introducirla mediante el mecanismo político del control democrático. Con esta universalización injustificada del principio democrático, el espíritu democrático adquiriría un carácter totalitario pasando a ser lo opuesto de sí mismo.

De este modo, las instituciones económicas, sociales o culturales no democráticas, pero supuestamente equitativas, se ubican en el marco de una sociedad política democrática. Por consiguiente, es deseable que puedan funcionar asegurando a sus miembros, acostumbrados a ser cosoberanos en el orden político, cierta “unidad de conciencia social”. Con todo, el desarrollo de costumbres democráticas mediante consulta, representación, diálogo o colegios, no deberá incidir en aquello que en las comunidades sociales, económicas o culturales pueda o deba tener un carácter no democrático en sus instituciones si se desea al mismo tiempo procurar el bien común en particular de esas comunidades y preservar el espíritu general de la democracia.

Por lo tanto, el respeto democrático no es un bloque homogéneo o una exigencia universal e incondicional de soberanía. Ese democratismo tiene el riesgo de ser puramente lo contrario del autoritarismo. Son los viejos sujetos impregnándose del humor de los déspotas y creyéndose como ellos con derecho a todo. Hay diversos tipos de autoridades y reglas en una sociedad democrática, algunas de carácter público y otras privadas, y el respeto debe modularse en cada circunstancia en función de los requerimientos de la razón y la justicia. El respeto democrático auténtico es un todo complejo y articulado, un organismo diferenciado y sutil, con tensiones fecundas.

Kant y el respeto

La obra de Kant contribuyó a la difusión de la idea de respeto de la persona humana [4]. Sin embargo, inicialmente el sentimiento kantiano de respeto (Achtung) no está dirigido principalmente hacia los demás, sino hacia la ley. Es la ley moral que contemplamos en nosotros mismo, como un hecho puro que nos llena de admiración, nos exalta y nos humilla al mismo tiempo. El respeto kantiano es inseparable de la idea de obligación moral (Nothigung) impuesta por la ley moral al individuo, sujeto de la ley. Aun cuando este respeto sea puramente moral, es un sentimiento que conserva una conexión esencial con la idea de legislación y poder legislativo.

Kant desarrollaba el respeto de la ley en forma de respeto de la humanidad. En todo caso, para él no se trata de respetar en primer lugar lo que en términos comunes llamaríamos la humanidad real o -en su lenguaje- la humanidad empírica, con sus libertades, derechos, etc. Para Kant, el respeto de la humanidad real no es sino una consecuencia. La humanidad que debe respetarse no es para él en primer lugar el conjunto de personas humanas concretas, sino más bien el fondo misterioso e inalcanzable de todo espíritu individual. Trasformando la expresión de San Agustín, podríamos hacer decir a Kant: Humanitas intimior intimo meo, Humanidad más íntima para mí mismo que yo mismo. Así, para Kant lo inmediatamente respetable no es la libertad personal y relativa del individuo concreto, sino una Libertad noumenal absoluta, principio de la ley moral y fin último de la acción moral, una Libertad absoluta e incognoscible mediante la razón teórica, una Libertad que nadie puede saber si es o no personal. En suma, en Kant observamos una tendencia a la autodivinización de la humanidad, entendida “en su más alta determinación” [5]. Para Kant, al igual que para Santo Tomás, el respeto fundamental es un sentimiento religioso, pero dirigido hacia un Absoluto que es o tiende a ser el equivalente secularizado del respeto de Dios.

Dos humanismos para una cultura

Me parece que en el tema del respeto nos encontramos en el punto preciso de fricción entre las dos principales corrientes espirituales de nuestra cultura, el humanismo cristiano y el humanismo antropocéntrico. Están ligadas por la misma inspiración humanista, por el mismo deseo de cultivar, liberar y salvar la naturaleza humana, por la misma aspiración a la divinización y a la libertad infinita; pero ambas corrientes son inevitablemente divergentes.

Para los humanistas antropocéntricos, Dios es la humanidad y el hombre se diviniza a sí mismo tomando conciencia de su ser o procurando crearse. Los cristianos verán en esta concepción la forma indudablemente más noble, pero también más esencial del orgullo. Entre tanto, una vez disociado de todo panteísmo, el tema del respeto del hombre-Dios no deja de encontrar profundas resonancias en quienes creen que Dios se hace hombre en Jesucristo. De ahí surge en nuestra cultura la mezcla de dos formas de respeto de la persona humana; por una parte, el respeto de la Persona humana, es decir, la Humanidad, entendida como una especie de principio divino inmanente en la humanidad misma; por otra parte, el respeto cristiano de las personas humanas en razón de su dignidad de criaturas y del hecho de asumir Dios la naturaleza humana en la encarnación. Así, en nuestra cultura, el respeto del hombre es una noción ambigua. Probablemente, la noción de derecho humano participa también de esta ambigüedad. Ciertamente, si el hombre no es Dios, no podemos atribuirle el tipo de respeto propiamente debido sólo al Primer Principio; pero es lícito preguntarse si es posible respetar por mucho tiempo al hombre cuando únicamente lo respetamos a él.

Cristianismo y respeto

El espíritu de las luces tiñe la noción de respeto considerando la libertad humana un absoluto intocable y una ley para toda libertad. El espíritu cristiano matiza esta misma noción presentando la idea de la persona humana, con la cual existe la obligación de ser justo. Sin embargo, la noción de respeto no parece ser central en el cristianismo [6], porque la noción de ley tampoco es central en el mismo.

Existe, por ejemplo, un ley que prohíbe matar: “No matarás” [7]. Su objeto es delimitado, preciso, prohíbe todo homicidio de un inocente. ¿Pero cuál sería el mandamiento positivo correspondiente a la prohibición? Sería indudablemente “Vivifica” o “Da la vida”. ¿Qué vida debe dar? ¿A quién debo darla? Pensamos aquí en las palabras de Cristo: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante” [8]. Así, existe una clara asimetría entre el campo indefinidamente abierto del don de uno mismo y la enumeración exhaustiva de un conjunto de categorías de actos impuestos o prohibidos. Si quisiéramos multiplicar los preceptos, correríamos siempre el riesgo de atentar contra la liberad de la generosidad esencial propia del don de uno mismo. Empleando los términos de Bergson [9] no se trata de presión, sino de llamado.

La relación con el mal está regida fundamentalmente por la prohibición, pero la relación con el bien no está fundamentalmente regida por la obligación. Y si la obligación fuera sustituida por la presión moral o el chantaje afectivo, caeríamos más allá de la libertad jurídica inherente en la obligación. Al ser predominante el punto de vista del amor, el respeto de la prohibición es puramente una subestructura subyacente que da solidez al conjunto, pero en la cual deja de estar en juego lo esencial de la vida interior, moral y espiritual. La relación con el bien es libre, absolutamente libre, constituye un llamado al amor infinito y universal, que abre un horizonte de generosidad pura, de gracia y gratuidad [10].

El respeto en el amor

El respeto de la prohibición se presupone en el amor y en ese sentido está incluido en el mismo. ¿Podemos pretender amar a una persona y perjudicarla, mentirle, etc.? Sin embargo, el respeto intrínseco en un amor predominante no es tanto un respeto de la prohibición como de la persona cuyo bien objetivo protege la prohibición. Así como en un nivel más alto el respeto de la ley se convertía en respeto de la persona y las asambleas revestidas de poder legislativo, aquí el respeto de la ley se convierte en respeto de las personas cuyos derechos la ley reconoce o establece. Cuando el respeto de la ley prohibitiva ha pasado a segundo plano, continúa apareciendo en primer plano a través de su metamorfosis, que es el respeto de la persona.

El respeto teme, teme herir. Ve la vulnerabilidad del amigo, del amado. Es un misterio del hombre en su profundidad, vinculado con su capacidad de sufrir. El respeto no se contenta con temer. Teme no compadecerse. También procura comprender en los demás lo que los hace sufrir.

El respeto se asemeja en parte al temor y en parte al amor. El amor aleja el miedo, pero siempre alberga cierto temor [11]. Si tememos cometer una falta por temor a la reacción de la víctima o la autoridad, el miedo es servil. Si tememos cometer una falta por amor a quienes podríamos perjudicar, ese temor (si está libre de la enfermedad del escrúpulo) es una modalidad del amor y es libre. Ese temor es razonable, porque mientras el hombre reside aquí abajo y esté dotado de una libertad flexible, existe la posibilidad de desconfiar de uno mismo y temer herir a las personas amadas.

Así, los teólogos han elaborado la doctrina del temor filial de Dios. Si el amor a Dios alberga un temor de herirlo con nuestras faltas -dicen ellos- ese temor se llama temor filial de Dios. Apliquemos esta idea a nuestro tema. Si el amor a Dios sigue albergando un temor filial, es comprensible que en el amor al próji9mo exista un temor de herirlo con nuestras faltas. Este temor podría llamarse temor fraternal. Este temor fraternal es el respeto.

Si queremos separar completamente el respeto del orden, del temor, es preciso ver una forma de denominar la caridad. Ahí culmina el respeto, volviendo a sus orígenes etimológicos. El respeto mira. Es el don de la mirada, su forma de posarse sobre los demás y responder con el don de uno mismo al llamado silencioso que todo rostro dirige a la conciencia. El respeto es entonces la dimensión contemplativa de la caridad, cuando el hombre es contemplado en Dios.


NOTAS 

[1] Tratado de moral.
[2] Citado en B. Pascal, Provinciales, Undécima carta, Pléyade, p. 782.
[3] Suma teológica, lallae, Q. 102-103-104. Para él, el respeto implica algo más que la observantia propiamente tal; se trata al mismo tiempo de reconocer la autoridad, honrarla, obedecerla y estar ligado a la misma por la gratitud.
[4] Ver particularmente: Crítica de la razón práctica, 1º Parte, Libro Primero, Cap. III, “De los móviles de la razón pura práctica”.
[5] Op. cit., PUF, Quadrige, p. 93.
[6] Como la idea de virtud se encontraba en el pensamiento común o en la reflexión del mundo pagano antes de ubicarse en el pensamiento teológico.
[7] Libro del éxodo, cáp. 20, V. 13.
[8] Evangelio según San Juan, cap. 10 v. 10.
[9] Las dos fuentes de la moral y la religión. Cap. I y III, pássim.
[10] “Cada uno haga según se ha propuesto su corazón, no de mala gana ni obligado, que Dios ama al que da con alegría”. San Pablo, Segunda epístola a los Corintios, IX, 7.
[11] Los teólogos (por ejemplo, Santo Tomás, Suma Teológica, llallae, Q. 19, a.1) distinguen dos tipos de mal y por consiguiente dos tipos de temor: existe el mal de culpa y el mal de pena o si se prefiere, el mal de la falta y el mal del castigo. Del mismo modo, el miedo es doble. El miedo de la pena se llama temor servirl. El temor de la falta se llama temor filial.

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