Quarebam unde malum et non erat exitus
(San Agustín, Confesiones, 7, 5)


El sufrimiento es algo más que el dolor en el sentido común del término. El dolor da cuenta de la enfermedad de una parte del hombre, que amenaza su vida. El dolor advierte. En todo caso, su significado no se agota en la función de revelar la enfermedad. Una vez identificada la enfermedad, calmamos el dolor y nos preocupamos directamente de eliminarlo anulando sus causas; pero aun cuando lo consigamos, permanece en nosotros un sentido de amenaza: en nuestra conciencia, este forma parte de la verdad de nuestro ser. Así, en el dolor se revela al hombre no solo la enfermedad, sino también la condición de hecho de su ser.

En el dolor salen a la luz la enfermedad y la muerte, indicadas por la enfermedad. La amenaza de muerte provoca en el hombre una condición dolorosa que este no puede eliminar a menos que opte por eliminarse a sí mismo, es decir, por el suicidio. En realidad, el hombre mismo se produce el dolor; él mismo es este dolor. Ha despertado en él la Memoria, que no habla únicamente de los males anteriores y los momentos de felicidad perdidos, sino también —y es lo peor— prevé las aflicciones inminentes: esto ciertamente se repite, y además termina con la muerte. A este dolor lo llamo sufrimiento.

El sufrimiento es una condición dolorosa de la persona. En la persona adolorida surge la Memoria, que no permite al hombre limitarse a las acciones presentes y a una mera gestión política de las mismas. El sufrimiento pone en tela de juicio la razón calculadora del hombre; ni el sufrimiento ni la muerte son objeto de sus operaciones, exigiéndole una tarea enteramente distinta, un trabajo extraordinariamente difícil, consistente en luchar contra sí mismo y buscar la salvación del propio ser amenazado de muerte. La ausencia de dolor constituye una amenaza para la vida del hombre; con la ausencia de sufrimiento, en cambio, un peligro mortal amenaza al ser mismo del hombre.

Para vislumbrar el sentido del sufrimiento, es preciso ante todo saber leer el dolor, es decir no solo tener la suficiente inteligencia para poder efectivamente detectar las causas del dolor y saber eliminarlas, sino también la sabiduría necesaria para leer con todo el ser el otro sentido de la enfermedad, que es la muerte, aceptarlo y allí encontrarse consigo mismo. La lectura del texto escrito en el ser del hombre que es la enfermedad se transforma en una interrogante sobre el sentido de la vida, es decir, sobre la verdad del ser mismo de la persona humana. Únicamente aquel que tiene el valor de plantearse esta pregunta con todo su ser, siendo día tras día el mismo, sabe sufrir. Y solo aquel que sabe sufrir, sabe leer el dolor.

Cada dolor es dolor de todo el hombre. El dolor del oído o el dedo invade a toda la persona y es ella quien debe experimentarlo, y no el oído o el dedo. El dolor del oído me aflige a mí y no al oído. Me aflige a causa de mí mismo. En otras palabras, el dolor me abre un diálogo con mi cuerpo. En este diálogo me convierto en interrogante sobre la totalidad de mi ser.

Toda interrogante debe ser planteada por la persona indicada, dirigiéndose también a una persona indicada, para así obtener una respuesta satisfactoria. Hago la pregunta sobre el sentido del dolor de mi cuerpo al médico o a una persona con conocimientos sobre el cuerpo humano que pueda ayudarme. Juntos descubrimos la enfermedad y si es posible, la curamos entre ambos. En cambio, aquel que sufre plantea en soledad la interrogante sobre el sentido del sufrimiento. Todo aquel que sufre se pregunta “¿por qué?” a solas, ya que la conciencia del carácter inevitable de la muerte es propia únicamente de su ser. Nadie más está en condiciones de contestar su pregunta porque ningún ser humano responde al ser de otro hombre que ante la muerte se ha convertido en interrogante sobre sí mismo. ¿A quién se dirige entonces la interrogante específica en que el hombre se convierte ante la muerte, que el mismo no está en condiciones de responder porque en él todo es precisamente esta interrogante?

Ser semejante pregunta no significa aún saber sufrir. Únicamente aquel que se hace cargo de su propio ser sabe sufrir, es decir, aquel que cada vez sabe convertirse de mejor manera en interrogante acuciosa sobre la verdad de este ser. Esta capacidad permite efectivamente al hombre comenzar a pensar y existir de veras. Al convertirse en una gran interrogante, busca aquellas cosas que no dependen de él, sino de las cuales depende su salvación. Todos los demás pensamientos sobre el hombre constituyen un pasatiempo intelectual, o en el mejor de los casos un oficio útil.

Mientras más tiempo se ha sumergido el hombre en los momentos de felicidad provenientes de la posesión de determinadas cosas, en mayor medida han permanecido cerradas para él las puertas del diálogo consigo mismo. Por consiguiente, se ha encontrado fuera de sí, perdido en las distracciones, en el sentido pascaliano del término, donde no hay lugar para la interrogante sobre las cosas esenciales y por tanto tampoco para el pensamiento. Estas distracciones han sofocado en él la Memoria de la verdad de su ser. La ha concebido “idealmente” (Kierkegaard [1]), es decir, idealizando los momentos efímeros de posesión, permaneciendo detenido en ellos. De este modo ha buscado su realización en la propia debilidad idealizada. Su pensamiento, dirigido a interrogantes en las cuales ya existe una respuesta, solía ser útil, pero jamás tomó contacto con lo que es indispensable, unum necessarium. Las “legiones” de mentiras “idealizadas” de este modo destruyen el pensamiento del hombre, privándolo de la capacidad misma de plantear interrogantes sobre la verdad. La verdad, en realidad, es una. El pensamiento destruido no hace preguntas sobre la verdad, sino sobre el funcionamiento de las cosas.

Únicamente el sufrimiento (¡no el dolor!), únicamente la “indigencia” de la parábola del hijo pródigo despierta en el hombre la Memoria de la verdad. Es la Memoria del Otro, al cual se dirige el ser del hombre, una gran interrogante. Fecisti nos ad Te, Domine, et inquietum est cor nostrum... escribe San Agustín al comienzo de sus Confesiones. No anticipemos, en todo caso, el curso de la reflexión.

La pérdida de lo que el hombre posee, pero no es, no produce aún en el mismo un dolor suficiente para hacerlo percatarse plenamente de su propia miseria y simultáneamente, como vemos, de su propia grandeza. Al perder una cosa o una persona que solo poseía, todavía no llega a ser capaz de preguntarse en forma definitiva sobre la verdad de su propio ser y ocuparse de la misma. De hecho, el hombre puede recuperar las cosas perdidas. El artesano presente en él, el homo faber, sabe reparar la máquina rota o sustituirla por una nueva. Simplemente reemplaza al hombre con el cual ha producido únicamente cosas por otro hombre. Puede parecer una burla, pero ni siquiera él se considera insustituible. Con frecuencia, se denomina “sentido común” a esta actitud y el pensamiento vinculado con la misma. Sería más adecuada la expresión “pensamiento artesanal”.

Job resistió en forma relativamente tranquila el dolor causado por la pérdida de todas sus posesiones. Reconociendo que Dios tenía derecho de dar y quitar todo cuanto había otorgado, se arrodilló ante Él y Lo bendijo (ver Job 1, 20-22). Job no confundía su propio ser con sus posesiones; pero en ese momento todavía no se preguntaba sobre sí mismo con todo el ser. Solo cuando la muerte lo miró de frente, a través del dolor del cuerpo, se destrozó su pensamiento artesanal. Comúnmente, nuestra conciencia suele ser golpeada ante todo por la muerte de las personas cercanas. La partida de un ser con el cual hemos creado un organismo de amor pone en tela de juicio no solo nuestra vida, sino también nuestro ser. “Estaban un día sus hijos y sus hijas (de Job) comiendo y bebiendo vino en la casa de su hermano primogénito; y llegó a Job un mensajero” (Job 1, 13) con una noticia que desde ese momento se llama noticia de Job. Factus sum mihi ipse magna quaestio: así definió San Agustín lo experimentado por él en un momento similar, en los años de juventud, al recibir la noticia de la muerte de un amigo. “El dolor oscureció” su corazón. Todo cuanto tenían hasta ese momento en común “ahora, en su ausencia, se convirtió en un terrible desgarro” [2]. Después de la conversación nocturna con Sócrates, que esperaba la ejecución de su sentencia de muerte, Platón vio el mundo con una perspectiva tan distinta que desde ese momento identificó la filosofía con la reflexión sobre la muerte y la preparación para la misma [3].

La conciencia de que “el último acto es sangriento, aun cuando todo el arte haya sido hermosísimo: un montón de tierra sobre la cabeza y el fin para siempre”4 es una conciencia de tal modo herida que el hombre no logrará sanarla con sus fuerzas. “No llores, ¡no sirve!”, dijo un amigo a Solón después de la muerte de su hijo. La respuesta fue: “Lloro precisamente por eso, ¡porque de nada sirve!”. Sin embargo, gracias a esta herida la conciencia del hombre llega a ser su autoconciencia. Precisamente en este momento, al tomar conciencia de la verdad del propio ser y ver ese ser y el mundo en las dimensiones justas, comienza a dialogar con el Otro que es Dios.

Job no consideraba la pérdida de las posesiones un daño irreparable contra su ser. En cambio, ante la amenaza de la muerte de perder su propio ser, fue tan grande y radical el daño por él percibido que le permitió al mismo tiempo experimentar su propia grandeza. Job tomó conciencia de su propia condición mortal y al mismo tiempo de ser un espíritu. Fue evidente para él que aun cuando existía en medio de las cosas, no debía ser tratado como una de ellas. Observando asombrado su propio ser, cuyo origen y destino eran desconocidos, Job descubrió su condición de ser soberano en el mundo, es decir, no dirigido al mundo, del cual se aleja, sino a Dios. Solo de Él puede provenir el don del ser y solo en Él puede tener fundamento su verdad5. Por consiguiente, ser libre y al mismo tiempo estar sujeto a la muerte es absurdo e injusto. Por ese motivo, ante la muerte, Job, sujeto soberano, se siente abandonado y traicionado por Dios. El mismo Cristo agonizante gritó: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34).

La muerte coloca a Job sobre el abismo de la nada (nihilum), donde su ser, amenazado de no ser, se revela único e irrepetible y al mismo tiempo da la impresión de ser una broma cruel. ¿No es quizás burlarse del hombre el hecho de darle todo el mundo y su propio ser y de pronto despojarlo enteramente sin piedad? ¡Es una injusticia! En esta dramática situación, Job se convierte en una pregunta que arroja a Dios como desafío, y la arroja con cierta razón: ¿Quién eres, Dios? ¿Eres Tú capaz de causar semejante daño al hombre? ¿Entonces Te he glorificado en vano? Solo aparentemente Job se pregunta sobre sí mismo. Su preocupación por el propio ser se transforma en pregunta sobre Dios, que solo a Dios puede hacerse. Luego solo es necesario esperar la respuesta.

Al palpar sus llagas, que anuncian la muerte, y convertirse en una interrogante a la cual solo puede dar respuesta un absolutamente Otro, Job entra en diálogo con Dios. La esperanza del acercamiento de la muerte transforma su manera de mirar el mundo y su propio ser; lo hace salir del “país lejano” de la posesión, donde se extravió en medio de la multitud de “ideales”, llevándolo hacia sí mismo (ver Lc 15, 13 y 17). La visión de la propia muerte introduce al hombre en la experiencia religiosa, donde su autoconciencia “vuelve en sí” respecto a las cosas “cercanas” y “se entusiasma” con la realidad infinitamente lejana, con la cual descubre en sí mismo un lazo de sangre.

Job sabe que su vida ya no vuelve atrás, pero al mismo tiempo sabe también, precisamente por la experiencia de la muerte inminente, que todo cuanto consideraba su propiedad no le pertenece. Ni siquiera puede llamar “mío” a su propio ser en todo el sentido del término, porque Otro se lo ha dado por un tiempo determinado. ¿No encontrará tal vez este ser dado al hombre la salvación en este Otro que él llama Dios? ¿No es él mismo en realidad un fruto de Su amor? ¿Y no ocurre, de acuerdo con la lógica del amor, que el don siempre vuelve en otra forma, como nuevo don, a aquel que lo ha hecho? Y si es así, ¿no puede ser la muerte el acto de entregarse a Dios para que el hombre pueda volver a sí mismo en Él? En la grandeza de la pregunta en que Job se ha convertido, se refleja la grandeza no solo de su sufrimiento, sino también de su esperanza, es decir, sencillamente la grandeza de su persona. La grandeza del pensamiento del hombre se revela en la grandeza de la esperanza que nace de este pensamiento. Así, la verdadera infelicidad y la verdadera miseria del hombre provienen de la falta de memoria de la propia mortalidad y el hecho de no reconocerla.

La magna quaestio no se identifica con un razonamiento en particular, sino con el hecho de ser el hombre deseo de otra vida. La verdad y el sentido de este deseo se revelan a aquel que sabe sufrir, es decir, aquel cuya autoconciencia no busca “ayuda” en sí misma, sino en el Otro. Pensar significa por tanto buscar “ayuda” en el Otro, es decir, significa precisamente ser pregunta. En el sentido más profundo del término, el pensamiento nace del deseo de otra vida y se realiza en la esperanza que se expresa en la oración. Aquello por lo cual el hombre es interrogante en oración constituye el sentido de su existencia en el tiempo.

Los amigos de Job no comprenden al hombre sufriente. En realidad, ellos no se han convertido en la magna quaestio para la cual solo Dios puede ser respuesta. Por consiguiente, ellos todavía no piensan, solo razonan. Sin embargo, sus razonamientos de nada sirven a Job, porque Job ya ha comenzado a pensar. Es su ser quien necesita “ayuda”, pero ellos, que aún no experimentan la contingencia del propio ser y se sienten esencialmente autosuficientes, es decir, “sanos”, le dan consejos de artesanos sobre su forma de comportamiento. Él, en cambio, plantea interrogantes sobre su ser. Al no ser ellos oración de “ayuda”, no están en condiciones de hacerle ver en qué dirección conviene existir para poder vivir de la esperanza de salvación. Los amigos de Job no velan porque a nadie esperan. Tampoco esperan a Dios [6]. Precisamente por este motivo, no piensan. La vida ha sido desterrada de sus razonamientos; la oración es la vida del pensamiento.

Hegel señala que luchamos como podemos contra la naturaleza, que nos trata como objetos. Durante algún tiempo podemos salir adelante; pero en definitiva la naturaleza nos vence y la muerte hace de nosotros objetos absolutos. El triunfo de la naturaleza sobre nosotros es la cosa más terrible que puede sucedernos [7]. Nos despoja de la posibilidad de luchar por la libertad, es decir, por nuestra subjetividad. Por este motivo, la muerte es una injusticia radical; la muerte violenta al hombre como persona.

Job no acepta esta injusticia radical. La muerte no encaja con su libertad. Al penetrar, no obstante, a través de la muerte, una gran pregunta (magna quaestio) en la verdad de su propio ser, Job descubre en ella la epifanía del Otro, es decir, de Dios. La presencia de Dios para la libertad de Job y en la misma no depende de su cogito dialéctico. Por consiguiente, solo esa presencia puede liberarlo de los razonamientos estériles sobre el tema de la muerte y por tanto de ella misma.

El vínculo con la alteridad de Dios determina la condición de sujeto del hombre, es decir, un ser que existiendo en el mundo no pertenece al mismo (ver Jn 15, 19; 17, 16). La alteridad de Dios hace que Él sea el Uno que el hombre busca permanentemente. Aquel que piensa, es decir, aquel que existe en la libertad del ser pregunta, sale del carácter factual del mundo y del propio ser y se dirige a Dios, leyendo su trascendencia en las huellas que han permanecido en el hombre después de lo que llamaría el misterio de nuestro alejamiento de Dios in illo tempore. La fuerza de la libertad del hombre es su esperanza, puesto que únicamente ante la esperanza se abre un futuro distinto al tiempo. Cuando disminuye la esperanza, la angustia provocada por la amenaza de aniquilación nos incita a buscar el olvido de nuestro propio carácter accidental en sustitutos utópicos de la alteridad divina. De hecho, el hombre no está en condiciones de aceptar la aniquilación de su propio ser.

Pascal llamaría sustitutos de la alteridad divina a las diversiones que aturden momentáneamente al hombre. El sufrimiento del hombre no puede curarse con métodos técnicos. Ninguna diversión o píldora responderán al hecho de ser el hombre magna quaestio, porque ninguna diversión o píldora pueden sustituir para el hombre la alteridad de Dios. La verdad de la vida llega al hombre a través de la muerte. A través de la muerte, como a través de una especie de fisura en el mundo que nos rodea, entra en nuestra vida una luz extraordinaria que disipa el agradable pero peligroso crepúsculo en el cual caemos en la idolatría hacia nosotros mismos, el propio cuerpo, las propias creaciones. La idolatría no nos permite preguntar sobre nosotros mismos, es decir, pensar de veras. Esta luz extraordinaria permite ver que no somos los que creíamos ser. La muerte, al golpear nuestra autoconciencia, la despierta de tal manera que nos damos cuenta de que no somos cosas; las cosas no desean ser de otro modo. Habiendo despertado, la conciencia no se contenta con interpretación hipotética (doxa) alguna de su vida, creada por la razón separada de la magna quaestio. Ciertamente, no conseguimos decir qué es la verdad que de este modo nos llega; pero al existir a la luz de la misma, vemos de mejor manera lo que es mentira y mal, de modo que ya no podemos oponernos a estos sin entrar en conflicto con nosotros mismos. Esta verdad despierta nuestra libertad. Esta verdad nos despierta a nosotros.

El árbol de la gran filosofía brota de la pregunta colocada en el sepulcro del hombre, acerca del sentido de la vida, es decir, acerca de la alteridad. La gran filosofía, mejor dicho esa gran pregunta, trasciende lo que la razón puede pensar. La gran filosofía no piensa tanto en el mundo, es decir, aquello que se encuentra en torno al hombre y puede ser objeto de su conciencia intencional, sino más bien en aquello que surge de este tipo de conciencia. La gran filosofía piensa sobre todo en aquello que no pertenece al mundo, si bien está de alguna manera presente ahí. En estas condiciones, en la pregunta sobre la alteridad se manifiesta la preocupación sustancial por el futuro del hombre. Si la filosofía evita la tumba, se reduce a sí misma inevitablemente a una de las diversiones intelectuales, cuya debilidad no ofrece al hombre un punto de apoyo que permita a su intelecto oponerse a lo falso y a su voluntad oponerse al mal. Una razón descuidada, al no ver lo que es, vuelve impotente al hombre, lo despoja de la capacidad de juzgar el mundo y lo entrega a las opiniones predominantes del momento. En otras palabras, los razonamientos descuidados constituyen una injusticia radical para el hombre.

Por consiguiente, la filosofía que no nace del sufrimiento no ve el mundo como realidad orientada hacia la trascendencia, anulando la libertad y la responsabilidad de la persona humana. Semejante filosofía puede ser cualquier cosa, menos amistad con la sabiduría (filo-sofia).

El amigo de la sabiduría responde con todo su ser a la Promesa cuya presencia siente en el corazón. La filosofía se desarrolla en el diálogo de la esperanza con la Promesa. Filosofar por tanto significa permitir a la esperanza y a la promesa ordenar los deseos y los pensamientos, es decir, la existencia humana.

Si no existe Dios, con el cual el hombre está “sintonizado” (Heidegger), la amistad con la sabiduría es una ilusión, en Job hay un tremendo error y se justifica la hipocresía de sus amigos.

Si el hombre viviera infinitamente en el tiempo, su existencia, como es ahora, constituiría una secuencia banal y aburrida de actos orientados hacia un lugar inexistente. En ausencia de la alteridad, que da sentido a la vida, existiría como los inmortales struldbrug, cuyo desgraciado destino tanto asombró a Gulliver [8]. La conciencia de que ya nada nuevo ocurría en su vida les había provocado una enfermedad incurable. Al no contar con un punto de apoyo fuera de aquel que se encuentra en el tiempo, no pueden preguntar con sensatez para qué viven, ya que todo aquello en lo cual podría encontrarse un sentido carece de este en sí mismo. Aburridos por la infinitud del tiempo libre, que no puede organizarse con ayuda de objetivos efímeros, quisieran tal vez suicidarse, pero ni siquiera esto pueden hacer. La falta de verdad ha apagado el espíritu de los struldbrug. En el vacío, la llama no arde.

En el ser pregunta sobre la verdad y el sentido de la vida, sale a la luz la existencia espiritual del hombre. Indudablemente, corresponde a la gracia introducir al hombre en el espacio espiritual de la existencia; pero lo prepara a percibir y acoger esta gracia el dolor especial que es el sufrimiento provocado por el carácter inevitable de la muerte. Los struldbrug nada saben de la gracia, porque no sufren. Pasan el tiempo asignándose tareas efímeras y simulando descubrir en sí mismos la fuente de la verdad y el sentido del ser y la vida. Sin embargo, ninguna de estas tareas abarca la totalidad de la vida. Únicamente la muerte, al abrir la perspectiva de la alteridad, cuya luz revela la verdad del ser, permite vislumbrar algo que abarca la totalidad de la vida y comprenderla desde el nacimiento hasta los confines que el corazón del hombre le asigna en la proximidad de Dios. En esta perspectiva, la afiliación del hombre a Dios y la necesidad de poner su confianza en Él adquieren un carácter inevitable evidente. Al depositar su confianza en Dios-Amor, el hombre se convierte en amor, que lo libera hasta de su propia vida. En esto consiste su soberanía.

El hombre que evita el dolor y el sufrimiento no entra en diálogo con su propio cuerpo, consigo mismo, y por este motivo tampoco con los demás, entre ellos este Otro que es Dios. Cae en una voluble negligencia que monologa y en la pereza. Escucha poco y habla mucho, porque cada concepto puede en cierto modo vincularse con otros conceptos. La verdad se revela solamente a quienes saben callar. Por este motivo, la expresa en mayor medida la plenitud del silencio del hombre con los oídos bien abiertos que las palabras en que domina únicamente la estridencia de sus pensamientos [9]. En la esperanza trabajamos por la verdad, pero en el silencio la esperamos.

El struldbrug que es el homo faber moderno separa la vida de la muerte, pero en la medida en que procura no pensar en la muerte, tampoco piensa en la vida. Sus ideas, conceptos y actos tienen carácter dia-bólico (del griego dia-ballein, dividir) [10]; no son ordenados por la presencia del Otro, porque no apuntan hacia Él. Las ideas y actos diabólicos son verdades a medias que, a diferencia de las verdades completas, que siempre hablan del hombre como un ser que encuentra su propia identidad en el Otro, provocan el caos. El orden y la paz solamente nacen de verdades completas, es decir, verdades que abarcan también el sentido de aquello a lo cual se refieren y que llamaría verdades sim-bólicas (la palabra griega sym-ballein significa unir).

La razón separada de la verdad completa de los seres aniquila la naturaleza “simbólica” del hombre. La razón dia-bólica, incapaz de acoger el don de la verdad, imita el Pensamiento creador de Dios. La voluntad, separada mediante la razón dia-bólica del don del bien, que exige un amor sin condiciones, degenera en una reacción casual a estímulos casuales; se convierte en capricho. Ambas, razón y voluntad, se identifican con el cogito, en el cual la ontología, al carecer de la pregunta dirigida únicamente a Dios, anula la ética. El hombre de la razón “dia-bólica” y la voluntad “dia-bólica” hará todo cuanto piensa y piensa todo cuanto desea, porque los pensamientos y acontecimientos dia-bólicos representan para él la verdad y el bien. A raíz de la confusión del pensamiento con la voluntad, no le corresponderá a la libertad decidir sobre las libres opciones del hombre, sino a las llamadas libres opciones decidir sobre su libertad. Los eslóganes del struldbrug moderno, cogito ergo non patior y patior ergo non cogito, anulan su libertad por cuanto eliminan la muerte de su memoria.

Al mirarse despreocupadamente la muerte y el sufrimiento, se termina mirando despreocupadamente la vida misma. El placer se impone a la razón y la voluntad debilitadas, es decir, a la irreflexión y la pereza, como objetivo último y criterio supremo de las opciones realizadas lejos del Otro, “del cual somos la estirpe” (ver Act 17, 28). El totalitarismo del placer impone su propio orden a todas las respuestas efímeras a las preguntas efímeras, separadas del hecho de ser el hombre magna quaestio.

El placer vincula al hombre con el cuerpo, pero de modo totalmente distinto que el dolor y el sufrimiento. El placer se produce en el cuerpo, pero no concentra la atención del hombre en este, sino en sí mismo, por lo cual no es epifanía de la verdad del ser humano. El dolor y el sufrimiento, en cambio, revelan el peligro que amenaza al hombre y le indican los otros que pueden venir en su ayuda y el Otro que puede salvarlo. El placer dice buscar en el cuerpo propio y de los demás instrumentos útiles para sí mismo. El dolor y el sufrimiento abren al hombre a la communio personarum. El placer la aniquila. Al entregarse a este, el hombre no entra en diálogo con el cuerpo y no hace preguntas sobre su sentido, por cuanto no se dialoga con los instrumentos. Los instrumentos tan solo se usan. No me interesa saber qué es el martillo del cual hago uso. Para mí es importante únicamente si funciona eficazmente cuando procuro poner con el mismo un clavo en la pared.

A pesar de las apariencias, el hombre que solo se preocupa del placer descuida el cuerpo. Lo acepta en cuanto funciona adecuadamente para el placer. El último acto adecuado de funcionamiento del cuerpo solo puede ser la “muerte placentera”, llamada eutanasia.

La derrota del hombre moderno, que evita la tumba y por este motivo se encierra en ella para siempre, comienza comúnmente con los sucesos del Fausto de Goethe.

Fausto teme al tiempo porque para él es solo un tiempo de disgregación. Fausto teme al dolor, el sufrimiento y la muerte, porque no sabe qué hacer con ellos al interior de semejante tiempo. Al no aceptar, por falta de fe, el anuncio de las campanas de Pascua, Fausto se condena a ser una magna quaestio abortada. Fausto no tiene el valor de Job para existir como pregunta-llamada arrojada a Dios.

Fausto, un Job derrotado, se preocupa de detener el bello instante del tiempo que se reduce, hermoso no por la verdad, sino por el placer. Estas tentativas terminan en la fuga al país de los sueños de una juventud eterna y placentera. Con todo, Fausto no logra dominar los bellos momentos. Por este motivo, también busca ayuda en el Otro, pero se dirige a alguien totalmente distinto al Otro con el cual dialoga Job. Entra en un diálogo fatal con la fuerza que “siempre niega”, pone su confianza en Mefistófeles. Suscribe con su propia sangre un pacto con él para la muerte y la vida. Conduce su antropología a una anestesia que lo aleja del propio cuerpo y por eso mismo también de su propio ser. Por cuanto no sabe sufrir, da a sí mismo y a los demás un tratamiento de cosas que pueden sustituirse por otras cosas. Sustituye el don de la verdad por la técnica de unión de los elementos in vitro, elaborada por el cogito de Wagner, el científico, y sustituye el don del amor por la técnica de seducción. Goethe llama homunculus al producto de la irreflexión y la pereza de Fausto, sumamente eficaces desde el punto de vista técnico.

Aquel que pone su confianza en los instantes los cuenta escrupulosamente para no perderlos; desea disponer de ellos cada vez en mayor medida, por lo cual siempre le faltan. Al final, ante la muerte, evidentemente carece de la realidad por cuanto carece de sí mismo.

En este punto no puedo dejar de recordar las férreas palabras de Tácito: id quod corrumpit et corrumpitur saeculum dicitur. El tiempo, que a causa de la no presencia en él del Otro se ha convertido en saeculum común, despoja enteramente al hombre, hasta de sí mismo. El saeculum es el tiempo de las verdades a medias “dia-bólicas”, el tiempo que nada indica más allá de sí mismo. El hombre secularizado, es decir, el hombre que vive en el tiempo de las verdades a medias, no tiene el futuro ante sí. Lo rige la convicción según la cual si no puede evitar el dolor y el sufrimiento, es un hombre carente de valor, es decir, nadie, desde el momento que no “le ha ido bien” (patior ergo non cogito). La sociedad secularizada, a la cual yo llamaría multitudo ac turba homunculorum, está regida por la imagen del hombre eternamente joven que existe fuera del tiempo en los avisos publicitarios, donde únicamente se disfruta del placer. La “mística del éxito y el placer” vivida por el prometeísmo faustiano de la sociedad secularizada se identifica con la “mística de la derrota”, que la paraliza. Suele adquirir la forma vacía, por ser puramente horizontal, de la filantropía de Fausto.

Una sociedad cerrada en el saeculum pierde la memoria del pasado y la memoria del futuro. Viviendo el instante y regida por la necesidad presente de poseer tal o cual cosa, se aparta de la tradición de ser el hombre magna quaestio, de la tradición de la fe, la esperanza y el amor, es decir, de la tradición de la libertad. Semejante sociedad no sabe de dónde viene ni adónde va. Por lo tanto, no crea cultura, puesto que no sabe cultivar la tierra en la cual las semillas de los valores depositadas podrían crecer en favor de la futura realización. La palabra cultura, participio futuro del vocablo latino colo (cultivo), indica el futuro para el cual el hombre debe cultivar la tierra del propio ser, es decir, trabajar. Por consiguiente, nada tiene de extraño que no corresponda crear la cultura al homo faber, sino al homo patiens. La cultura exige el valor y la paciencia de Job.

Una sociedad secularizada crea una civilización infantil, basada en la posesión de la cosas y del hombre mismo como una de ellas [11]. Habiendo convertido el deseo en una especie de “pre-juicio” o “pre-comprensión” de todo, la sociedad secularizada ahora quiere tenerlo todo. No vacila ni siquiera en imponer a Dios sus propias construcciones, más que darle testimonio de las mismas, cuando tiene necesidad de Él.

Una de las señales de embrutecimiento de la sociedad actual es la desaparición en los hombres de la capacidad de gobernar y ser gobernados, mientras aumenta la capacidad de administrar y someterse a los administradores. Se administran las cosas, pero no las personas. Lo que hoy se llama política tiene muy poco en común con el arte de gobernar y mucho más, en cambio, con la administración, en la cual se combinan el monólogo de los jefes por una parte y el monólogo de los sirvientes por otra. Ninguno de ellos sabe que todo acto humano se realiza en la gracia. El sufrimiento y la muerte exigen la gracia del milagro. Si la sociedad secularizada no sabe lo que es la libertad, es porque no conoce el Don.

Job es libre porque ha interrogado a Dios sobre algo más que su propia vida. Job ha interrogado a Dios sobre el milagro exigido por la soberanía del hombre. Habiéndose encontrado ante la muerte, Job vislumbró que o bien el sentido de su ser se encuentra en la Verdad, que es milagro, o bien su ser como tal no tiene sentido. Procedió como correspondía al hombre: al preguntar a Dios sobre el milagro, al mismo tiempo Lo interrogaba sobre la Verdad de Su ser Dios. Si a alguien escandalizó, solo eran sirvientes, hombres incapaces de existir en diálogo con Dios. Ciertamente no escandalizó a Dios. Y la libertad de Dios —esto es lo extraordinario— descendió a la libertad de Job que Lo invocaba. Dios, respondiendo a su ser magna quaestio, reveló a Job la sabiduría del Amor que crea.

Dios no desciende sobre los amigos de Job porque ellos, por no saber todavía nada sobre la muerte y el sufrimiento del hombre, nada saben de Dios. En vez de desafiarLo, procuran defenderLo con sus propios razonamientos, como si Él no fuese capaz de defenderse por sí mismo. Defendiendo a Dios, acusan al pobre Job de haber pecado. Fascinados con sus propios pensamientos, no se preocupan ni de la verdad de Dios ni de la verdad de Job. Ofenden a Dios, que es Amor, y a Job, que es un hombre justo, lo llenan de sacro furor. Su pensamiento trata tanto a Dios como a Job como si fuesen objetos que pertenecen a su mundo. Semejante pensamiento es de carácter ateo.

Dios no desciende sobre los amigos de Job porque ellos, por no constituir todavía una comunión, no son com-patientes con Job. La com-passio personarum únicamente tiene lugar en la communio personarum. La verdad de la communio se revela in com-passione. Una de las señales de que vivimos en una sociedad secularizada es el hecho de que no se habla de la obligación primordial y el derecho primordial de la persona humana de existir en diálogo compassionis. Se hace en cambio mucho ruido en torno a las supuestas afirmaciones de individuos separados uno de otro por su irreflexión en forma de monólogo. En el tiempo secularizado ya no se lucha con la muerte; su victoria ha sido tácitamente reconocida, por lo cual en esta época han desaparecido tanto el Otro como los otros.

Todos los derechos y obligaciones del hombre nacen del diálogo de su libertad con la libertad de Dios, del diálogo de la esperanza con la Promesa y de la fe con la salvación. Todos los derechos y obligaciones de la persona humana son del amor. Su verdad se manifiesta en el hombre sufriente. La epifanía de la verdad y la justicia sale a la luz en el hombre oprimido y no en el que oprime. El hombre torturado y no el torturador ve quién es el hombre y cuáles son sus derechos y obligaciones. Job, homo patiens, es en el sentido más profundo del término el primer combatiente en defensa de los derechos humanos. Lucha por ellos con Dios y lo hace eficazmente, porque Dios mismo lucha por ellos con Job, a primera vista, como si estuviese en contra de su condición de ser humano.

***

No propongo aquí un culto del sufrimiento y la muerte. Solo quiero decir que existe un misterioso vínculo entre el sufrimiento y la “segunda felicidad del hombre, su beatitudo. Job la comparte con Dios, cuando Él, respondiéndole, se convirtió en magna quaestio dirigida al hombre sufriente. Sobre este misterioso vínculo y este misterioso diálogo, Cristo habló en la montaña (ver Mt 5, 3-12).

Dada su naturaleza, el homo patiens es homo com-patiens. Nada tiene entonces de extraño que, en la medida en que es incapaz de sufrir, Job se sienta culpable de la desgracia ajena. Su sufrimiento indica a los demás el camino que conduce a la salvación. Con su oración ciertamente consiguió que Dios salvara a sus amigos, incapaces de poner en Él su confianza. La oración de Margarita libera de las manos de Mefistófeles a Fausto, que le había causado un daño radical en su ser el amor para él. A través del sufrimiento y la oración de Sonia, en Crimen y castigo de Dostoievski, la luz penetra en la oscuridad del espíritu de Raskolnikov. Elifaz, Bildad y Sofar experimentan la Alteridad de Dios en Job, Fausto en Margarita, Raskolnikov en Sonia.

La sociedad vuelve a la vida gracias a los seres capaces de sufrir y orar. Si un Abraham luchase hoy con Dios en defensa de la sociedad secularizada, ciertamente buscaría justos como Margarita y Sonia. La salvación de la sociedad de los totalitarismos, sobre todo el totalitarismo del placer que la embrutece, se producirá a través de hombres capaces de sufrir; solo ellos saben qué es la gracia y qué es el futuro, sin el cual la sociedad es débil y está condenada a la autodestrucción. Ante el desafío de la libertad del hombre sufriente, Dios le responde en la Persona en la cual y por la cual ha creado todo cuanto existe. Así, Él pregunta a Job: “¿Dónde estabas al fundar yo la tierra?” (Job 38, 4). Job no encuentra una respuesta en sí mismo para esta pregunta y se convierte en una nueva magna quaestio mediante la cual continúa el diálogo del hombre con Dios. El acto de la creación en el cual Dios introduce a Job se revela aún más plenamente. En el Verbo, que era “al principio” y por medio del cual “todas las cosas fueron hechas” (Jn 1, 1-3), se cumple también el acto redentor de la nueva creación. En la Persona de Jesús, Dios entra en diálogo com-passionis con el hombre. Lo mira, con su dolor, sufrimiento y muerte, a través de la Pasión de su Hijo en la cruz. No es fácil comprender la necesidad de la cruz de Jesucristo; pero mientras menos se comprende, en mayor medida se deja de percibir la verdad del hombre. Para entender al hombre, es preciso mirarlo con los ojos de Dios mismo.

Cuando Jesús anunció a sus discípulos que debía sufrir y le darían muerte, Pedro, movido por las mejores intenciones, lo amonestó: “No quiera Dios, Señor, que esto suceda”. En respuesta, escuchó palabras duras: “Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 22-23). Aquel que no piensa conforme a Dios tampoco comprende al hombre, ya que este es divino. Norwid señaló que el hombre, “no comprendido en el mundo”, es “más inteligible en el cielo” [12]. “Jesús agonizará hasta el fin del mundo: no debemos dormir durante este tiempo” [13]. Si queremos comprendernos debidamente a nosotros mismos, debemos estar con Él. La historia es o bien el relato de la entrada del hombre a la gloria de Dios (ver Lc 24, 26) o una recopilación de historietas narradas por idiotas. Por consiguiente, si la filosofía realmente ha de ser amistad con la sabiduría, filo-sofia, debe ser sobre todo amiga de la gloria de Dios, de su Amor, filo-agapia.

En el monasterio de los padres cistercienses de Hauterive, en Suiza, se encuentra un bajorrelieve que representa a la Santísima Trinidad en forma de Piedad: el Padre sostiene por debajo al Hijo muerto. Entre sus cabezas aparece la Paloma del Espíritu Santo, pero mira hacia otro lugar, en la distancia, a punto de emprender el vuelo.

El hombre está “sintonizado” con Dios, pero Dios está aún más “sintonizado” con el hombre. La libertad del hombre, despertada por su contingencia, y la libertad de Dios, golpeada por esta contingencia, se encuentran en el Dios-Hombre. A través del Verbo Divino, vestido por la contingencia humana, sujeta a la muerte y al sufrimiento, el hombre entra en el misterio del diálogo trinitario del Amor; la participación en el diálogo eterno del Padre con el Hijo salva su soberanía personal. Únicamente aquí, en la Trinidad, la muerte del hombre se revela no como injusticia radical, sino como necesidad de una entrega total del hombre al Padre. Por consiguiente, si nos preguntamos por qué los hombres sufren tanto y por qué la cruz de Cristo, en vez de ahorrar al hombre el sufrimiento, lo obliga a un co-sufrimiento junto a Él en la propia cruz, la pregunta está mal planteada. Quaerebam unde malum et non erat exitus, escribió San Agustín. Cristo no preguntó de ese modo. Ante la pregunta “Rabbí, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”, contestó: “Ni pecó este ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 2-3). Al enterarse de la muerte de Lázaro, dijo: “Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios” (Jn 11, 4).

El sufrimiento y la muerte llevan al hombre hacia el futuro, y solo en esta perspectiva es posible comprenderlos. Por lo tanto, no debemos inquietarnos por el hecho de que tantos seres humanos sufren, sino porque muchos no saben sufrir. En realidad, esto implica que muchos no entran en la gloria de Dios, que es nuestra casa. Estar sin casa significa ser infelices. Una casa digna del hombre solo puede ser edificada por quienes han llegado a ser magna quaestio.

Cuando Raskolnikov comprendió esta verdad, besó el pie a Sonia y dijo: “Me inclino ante todo el sufrimiento humano”. Andrés, hermano de Pedro, expresó esta verdad con palabras de oración: ave cruz, spes unica! Una noche, encontrándose ya deportado, Raskolnikov vio el amanecer de una “nueva vida” a través del sufrimiento de Sonia. Dostoievski termina su novela precisamente en ese punto. Dice que la “nueva vida” debería relatarse en forma totalmente distinta. Sobre la nueva creación, existe el canto (Ap 21) iniciado por Cristo en la cruz. “Por lo cual no desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día. (...) Pues las cosas visibles son temporales; las invisibles, eternas” (2 Cor 4, 16-18). Indudablemente es doloroso ser contingente, ¿pero no es de este modo como nuestra dolorosa contingencia nos lleva a la verdad de nuestro ser, verdad presente en Dios, que “permanece para siempre”? Solo en Él podemos ser nosotros mismos. Tal vez por este motivo, si bien Dios permitió a Satanás tocar todo cuando Job “poseía”, es decir, todo lo “visible”, no le permitió extender su mano sobre él. “Mira, todo cuanto tiene lo dejo en tu mano, pero a él no le toques” (Job 1, 12). Ciertamente, lo que el hombre es, es en Dios.

Nuestra vida nos pertenece y nuestro ser pertenece al Creador. Si es así, la vida es para el ser y no el ser para la vida. Cuando Job lo comprendió, dijo: “Cierto que proferí lo que no sabía, cosas difíciles para mí, que no conocía. (...) Solo de oídas te conocía; mas ahora te han visto mis ojos. Por todo me retracto y hago penitencia entre el polvo y la ceniza” (Job 42, 3-6). El silencio lleno de la presencia del Otro es la palabra del hombre. Semejante silencio interroga y ruega. El pensamiento que es producto del cálculo racionalista jamás pregunta de veras. Nada tiene de extraño que termine en el ateísmo, en el cual cayeron los amigos de Job, a pesar de las apariencias. Y nada tiene tampoco de extraño que la felicidad, este atributo de la divinidad, haya llegado a ser parte integrante únicamente del hombre del dolor. Solo él sabía pensar.


Notas

[1] Ver S. Kierkegaard, Esercizio del crisitianesimo, trad. it. C. Fabro, Roma, 1971.
[2] San Agustín, Confesiones, IV, 4.
[3] Platón, Fedón, 64 a.
[4] B. Pascal, Pensamientos, 227.
[5] El pensamiento cognitivo nace en el hombre —dijeron Platón y Aristóteles— al maravillarse de lo que es.
[6] Mientras Cristo se encuentra solo de rodillas ante Dios en el Huerto de los olivos y Le arroja su propio ser como se lanza la oración-pregunta que invita a la lucha, Sus discípulos duermen. En la agonía, Cristo no razona con el Padre, sino piensa en el sentido más profundo del término. Cuando Pascal dice que Cristo agonizará hasta el fin del mundo y entretanto no debemos dormir, está diciendo, entre otras cosas, también que hasta el fin del mundo será necesario pensar, es decir ser magna quaestio y acoger el don de la verdad del mismo modo como Cristo lo acoge en el Huerto. Vale la pena recordar que “Adán” encontró ayuda en “Eva” únicamente cuando, considerando el hecho de ser ella pensamiento y deseo dirigidos hacia Dios, dejó de tratarla como se tratan las cosas y los animales. 
[7] G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, vol. II, VI, 3.
[8] Ver S. Grygiel, Morire oggi, en L’Assistenza al Morente. Aspetti socio-culturali, medico- assistenziali e pastorali, Atti del congresso internazionale (Roma 15-18, III, 1992), Milán, 1994, pp. 21-31.
[9] Platón no dijo ni siquiera una palabra sobre las certezas básicas con que frotó los ojos de su alma en la memorable noche anterior a la muerte de Sócrates. En la famosa Carta VII, pide para ellas una sola palabra: silencio.
[10] Ver S. Grygiel, Milosc podpisala byt. Esaj o symbolu i micie (El amor firmó por el ser. Ensayo sobre símbolo y mito) en W kregu wiary i kultury, Varsovia, 1990, pp. 257-278.
[11] Pienso que cuando Juan Pablo II dice que los enfermos contribuyen a dar mayor profundidad a la vida espiritual de la Iglesia, está precisamente considerando la liberación de la sociedad de este tipo de infantilismo.
[12] C. K. Norwid, Dumanie (Meditación) I.
[13] B. PascaL, Pensamientos, 736 (El misterio de Jesús).

Sobre el autor

Filósofo, escritor y profesor del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y Familia. Ha servido como vicepresidente de dicho Instituto, asociado a la Pontifica Universidad Lateranense, en donde también ejerce la cátedra Juan Pablo II en Antropología Filosófica. Junto a su esposa Ludmila formaron parte de la juventud que convivió con Karol Wojtyla cuando era sacerdote en Cracovia. Fue alumno, amigo y estrecho colaborador del Papa Juan Pablo II, quien dirigió su tesis doctoral en la Universidad Católica de Lublin. Contribuyó a su formulación de la teología del cuerpo. En 1963 se integró en el comité editorial de la revista católica “Znak” (El Signo) y se convirtió en miembro de la asociación intelectual católica del mismo nombre, ejerciendo como editor de dicha publicación. Es autor, entre otros muchos, del libro Mi dulce y querida guía.


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