No toda persona agotada o con un ritmo de tensión intenso está estresada, y al mismo tiempo, no toda situación de estrés es negativa. La vida misma implica un dinamismo de conquista, de combate y de logro de metas según los propios ideales, y en esta línea, la vivencia de experiencias estresantes e intensas, si son de corto plazo y adecuadamente afrontadas, fortalece y prepara al sujeto para nuevas luchas.

«Cuando se observa una ceguera tan incomprensible respecto de la realidad del alma, como la que encontramos en la historia de la psicología naturalística del siglo XIX, cabe pensar que la causa de esa ceguera y de la incapacidad de llegar a lo profundo del alma no reside simplemente en determinados principios metafísicos, sino en una inconsciente angustia de encontrarse con Dios».

(Diagnóstico de Edith Stein para una «psicología sin alma», en El castillo del alma)

El estrés es un tema de sumo interés en la actualidad, tanto en la investigación científica como en el marco de la vida cotidiana. Ya en 1983 una revista de divulgación popular como Time consideraba el estrés como «la epidemia de los ochenta» y lo ubicaba como el mayor problema de salud en ese momento. La gran difusión que se le ha dado en las últimas décadas podría hacerlo aparecer como un asunto propio sólo del siglo XX y recién descubierto gracias a los avances de la ciencia moderna. Sin embargo, el hecho de que sea un tema de actualidad no significa que el estrés sea un fenómeno exclusivo de las últimas décadas; por el contrario, ya ha sido abordado y comentado desde siglos atrás.

Cary Cooper y Philip Dewe [1], quienes han realizado una interesante y bien lograda revisión del concepto «estrés» en los últimos años, sostienen que en realidad los actuales psicólogos realizan un «redescubrimiento» del estrés en lugar del pretendido «descubrimiento». Dichos autores nos recuerdan que el mismo término «estrés» había sido planteado ya desde el siglo XVII, cuando se hablaba de un cuadro de «fuerza, presión o tensión» afín a la histeria, a la neurastenia, al desgaste mental y a la tensión en el campo clínico de la psicología.

A pesar de que «estrés» es un término ampliamente utilizado, aún no se tiene una idea suficientemente clara y precisa sobre lo que el concepto abarca. En 1995, Sandín nos advierte sobre este problema:

«...llama la atención que después de medio siglo de profusa investigación del término estrés, aún siga siendo necesario delimitar el significado de dicho término en revistas especializadas. Y es que posiblemente no exista otro término en psicología sobre el que haya más ambigüedad y abuso. Es utilizado frecuentemente por psicólogos, médicos, psiquiatras, sociólogos... y por la gente en general, tanto en las conversaciones cotidianas como en la radio y televisión...» [2].

Esto lleva a una saturación en el uso del término, pues se utiliza indistintamente en el vocabulario del hombre moderno e incluso se cometen equívocos dentro del mismo ámbito académico. Como resultado, obtenemos un escepticismo por parte de unos y una explicación exagerada y omnipresente por parte de otros. Queda como tarea, entonces, caminar hacia una visión lo más completa posible de dicho fenómeno para buscar iluminar la realidad del ser humano contemporáneo en cuanto unidad biológica, psicológica y espiritual. El objetivo de este artículo es tomar en cuenta los principales hallazgos sobre este fenómeno para que su comprensión ayude a que el hombre moderno camine hacia una mayor integración como persona, de manera que ejerciendo con madurez el señorío de sus facultades y potencias, pueda realizarse plena y saludablemente. No ayuda, pues, ser negligente con un tema como el estrés y descalificarlo, así como tampoco, el calificar de estrés a cualquier situación cotidiana que exija de nosotros un poco más de entrega o sacrificio del que estamos acostumbrados.

Un camino adecuado para esta tarea de clarificar el significado del término estrés y poder tener una mayor comprensión de sus manifestaciones será realizar un recorrido histórico, remontándonos a los antecedentes y usos iniciales que éste tuvo dentro del campo médico y psicológico. A continuación se presenta una sucinta revisión de hitos que paulatinamente han contribuido a perfilar un concepto más integral y que, por ende, responda mejor a la realidad humana.

UNA BREVE MIRADA HISTÓRICA

Siglo XVII

El término «estrés»

Al final del siglo XVII se plantea el término «estrés» con un acento «técnico» debido a que el físico inglés Robert Hooke (1635-1703) lo utiliza por analogía con el uso de la misma palabra en el campo de la ingeniería. A través de su «ley de elasticidad» explica y proporciona el concepto de «carga» (load), postulando que cuando una presión es aplicada sobre una estructura, ésta produce un efecto de «estiramiento», generando un cambio de la forma; éste sería el resultado de la interacción entre la presión (o carga) y el estrés. El concepto de estrés es pues entendido aquí como la situación en la cual una exigencia externa actúa sobre un cuerpo y éste, análogamente a una máquina, se expone a un desgaste (wear and tear). Ante esta demanda, el cuerpo necesitaría «energía» proveniente del sistema nervioso para sobrellevar los desgastes. Por ello, los científicos relacionaron inicialmente el estrés con un «desgaste de la energía nerviosa». Esto cobra particular relevancia cuando en el siglo XVIII los médicos plantean que la tercera parte de las enfermedades se debían a orígenes nerviosos [3].

Vemos ya desde esta definición una sugerencia de que la persona puede pasar por situaciones que «sobrecargan» sus recursos físicos de tal manera que se dé una saturación que su sistema nervioso pueda no sobrellevar. Es evidente la impronta mecánica que por analogía ayuda a entender el plano más físico del impacto del estrés en cuanto fuerza desgastante. Dicho concepto, llevado rectamente a la realidad humana, ayuda a reflexionar sobre una recta exigencia personal que eduque para la entrega generosa en la medida de las propias capacidades y posibilidades según la realidad de cada uno.

Siglo XIX

El «desgaste nervioso»

Un hallazgo que avanza en esta línea se da hacia la llegada del siglo XIX, cuando el médico americano George Beard (1839-1883) describe un cuadro frecuente en sus pacientes como resultado de una «sobrecarga» de las demandas propias del nuevo siglo, y lo llama «neurastenia». Este estudioso fue quien en 1868 popularizó el término «neurastenia», aunque ya antes, en 1833, Van Dusen lo había utilizado en el Diccionario Médico Dunglison [4].

Si bien es cierto que la neurastenia no alude a un cuadro idéntico al del «estrés moderno», Beard hace el gran aporte de sugerir que las condiciones sociales y las exigencias de la creciente vida urbana moderna pueden suscitar un desequilibrio en la persona que podría culminar en una enfermedad mental. Esto, además, contribuyó a que los problemas psicológicos que entonces se calificaban como «nerviosos» perdieran el estigma que llevaban de enfermedad psiquiátrica. Estas nuevas ideas, además, dieron pie a que se plantearan nuevas y más humanas hipótesis de tratamiento que las aplicadas a las llamadas «enfermedades nerviosas». Esta novedosa perspectiva, al considerar la realidad social del individuo, exige educar a la persona en un sano y adecuado afrontamiento de las exigencias del medio.

Paralelamente, en Inglaterra se diagnosticó una enfermedad similar, descubierta por el escocés George Cheyne (1671-1743), quien la presentaba también como propiciada por la situación social existente en ese momento, pero que, en este caso, se circunscribía sólo a la parte de la población de nivel socioeconómico alto. Por contar con este diagnóstico, los médicos ingleses no comenzaron a usar el término «neurastenia» sino hasta 50 años después que Kugelmann (1992) [5] menciona que empezando en 1880, durante 40 años, el cuadro de neurastenia se consideró una enfermedad resultante de una sobrecarga del sistema nervioso que producía una serie de desórdenes, por lo que se le llamó también «debilidad de los nervios» Beard [6]. Otros nombres usados como sinónimos de esta enfermedad fueron «postración nerviosa», «agotamiento nervioso», «fatiga patológica» o «irritabilidad mórbida» [7].

Beard consideraba una amplia gama de síntomas físicos y mentales tales como una alta ansiedad, fatiga extrema, desesperación, fobias e insomnio; e incluso problemas de atención, migraña, indigestión e impotencia sexual [8].

Ensayos de explicación etiológica

La mentada neurastenia se ubicó dentro de las llamadas «enfermedades nerviosas» de esa época. Resulta interesante considerar las diversas explicaciones que se daban entonces para este tipo de enfermedades, ya que toman en cuenta variables que relacionan aspectos sociales y éticos con la enfermedad nerviosa.

En Inglaterra la llamada «english malady», identificada por Cheyne, afectaba principalmente a la élite intelectual de dicha sociedad y se atribuía a un exceso de comodidad y pereza y a una dificultad para afrontar el momento de aflicción que atravesaban como civilización moderna. Beard, por su parte, consideraba que la neurastenia era un desorden propio de la «cultura moderna» motivado por el intenso y agitado ritmo propio de la vida urbana americana, que producía consecuencias negativas a nivel psicológico en las personas como el desgaste y el desequilibrio emocional.

Por otro lado, el médico británico Clifford Allbutt (1836-1925) sostenía en el Contemporary Review que el sistema nervioso no se debilita ni se agota por el esfuerzo, ya que por naturaleza es activo. Allbutt estaba en contra de la opinión popular de que el siglo XIX estaba marcado por el estrés y los deseos insatisfechos; y más bien planteaba que en una época en la que las autoridades civiles se han debilitado, las personas se ven en la necesidad de una mayor autoexigencia moral y de un mayor autocontrol. No obstante, por el hecho de carecer tanto de la suficiente fortaleza interior como de un adecuado y maduro uso de su libertad para afrontar esta situación, se enmascaraban en quejas somáticas como las que son propias de la neurastenia [9]. Este planteamiento resulta interesante considerando que se aproxima a la realidad humana de una manera integral y toma en cuenta la necesidad de una «fortaleza» a nivel moral para poder responder también a nivel psicológico. En cuanto a la visión del desgaste nervioso y la incidencia perjudicial de éste en el organismo propiciando otras enfermedades, Allbutt era mucho más optimista que sus contemporáneos, pues consideraba que sus repercusiones en realidad no eran tan dramáticas. Para demostrarlo, aludía al hecho de que los efectos de la neurastenia no tenían consecuencias fatales en los pacientes que sufrían enfermedades cardiovasculares [10].

Estas explicaciones del estrés guardan similitud con las que se elaboraron después, en el sentido de que tomaban en cuenta las variables sociales de la cultura moderna identificando situaciones universalmente estresantes. Además, sugieren un cuestionamiento acerca de si toda situación estresante enferma o si –como veremos más adelante– sólo un tipo de estrés resulta perjudicial para la salud física o mental de la persona.

Terapias propuestas

Otra área sugerente para la investigación es la de las propuestas de tratamiento que en esta época se aplicaban para las llamadas enfermedades nerviosas. Beard solía recomendar un tratamiento con electricidad, ya que él mismo era electro-terapeuta y confiaba en los efectos benéficos de esta práctica. Sin embargo, la terapia que más éxito tuvo fue la famosa rest cure (cura de descanso), creada por el médico americano Silas Weir Mitchell (1829-1914). Éste es considerado un precursor de la aplicación de la psicología a la medicina, especialmente a las enfermedades nerviosas. En su conocida obra Fat and Blood (1877) recomienda una terapia que consiste en sacar al paciente de su ambiente acostumbrado y aislarlo pidiéndole que descanse en cama, que siga una dieta balanceada, que haga ejercicio, que escriba una autobiografía y que reciba una terapia de masajes [11]. Este tipo de terapia tuvo mucho éxito y posteriormente se le agregaron medidas como visitas a lugares naturales, estadías cortas en sanatorios mentales y finalmente alguna forma de psicoterapia.

Es así que vemos cómo hasta finales del siglo XIX, la terapia sobre lo que décadas después se definirá como «estrés», atiende a una visión integral de la persona donde el aspecto cognitivo, el descanso, el ejercicio físico y la reformulación de hábitos (fundamentalmente dieta y sueño) adquieren un rol importante [12]. Como una medida terapéutica, ayudaría a recuperar un «estilo de vida» que permita restaurar y asimilar las experiencias vividas para que la persona pueda afrontar nuevamente los desafíos que se le presentan.

En este siglo empieza el esfuerzo de la psicología por aparecer como ciencia y surge el funcionalismo con William James (1842-1910) y su interés en lo práctico, alentando así la capacidad de adaptación del ser humano. En su perspectiva pragmática propone el concepto de fatiga como signo de «falla» en el ajuste exitoso del individuo a la vida moderna. Esto último sería lo propio del ideal de vida de una sociedad industrialmente productiva como meta de realización.

Siglo XX

Medicina psicosomática

Las primeras décadas del siglo XX también son testigo del acento en el concepto de estrés como enfermedad suscitada por una causa psicológica o «conflicto interno»; con ello se populariza lo que se llamará «medicina psicosomática», término que alude a una relación de la psique con la enfermedad física. Lamentablemente, el campo fue aprovechado por el movimiento psicoanalítico que a inicios de 1920 empieza a producir «pseudo teorías» explicativas, basadas en conflictos inconscientes y en una visión determinista de un hombre que, manejado por sus pulsiones e instintos, lucha por sobrevivir entre su Superyó y su ello, siendo, la conciencia, presa de inevitables traumas y fijaciones [13]. Esto haría recaer un gran desprestigio sobre la medicina psicosomática por un largo período.

Con el cambio de un paradigma fisiológico a uno con un acento más psicológico, el cuadro de neurastenia varió de un diagnóstico somático a un diagnóstico psicológico y pasó a formar parte del nuevo lenguaje de la neurosis. Posteriormente, muchos lo retomarán de manera aislada y le darán el nuevo nombre de «fatiga crónica» [14].

Mantener la homeostasis

Fue probablemente el neurólogo Walter Cannon, en 1932 [15], el primer investigador moderno que aplicó el concepto de estrés –en este sentido– a las personas, interesado principalmente en los efectos que el frío, la pérdida de oxígeno y otros factores ambientales (considerados estresores) producen en el organismo. Cannon partió de la hipótesis de que toda vida humana requiere mantener un equilibrio interior al cual llamaría «homeostasis» y en caso de cambios intensos se da un proceso de reacomodación a través del sistema endocrino y vegetativo.

Las investigaciones de Cannon lo llevaron a la conclusión de que a pesar de que un organismo pueda resistir un bajo nivel de estresores o un estresor inicial, cuando éstos son prolongados o de carácter intenso pueden provocar un quiebre en los sistemas biológicos. Dicha formulación es una valiosa intuición para los efectos dañinos del estrés crónico sobre la salud que actualmente se confirman gracias a los estudios sobre el sistema endocrino e inmunológico.

El enfoque de Cannon, además, define el estrés como un conjunto de estímulos del medio ambiente que alteran el funcionamiento del organismo. Al ubicar el estrés fuera de la persona, se hace necesario identificar, definir y entender cuáles son las situaciones estresantes, determinando así cómo y hasta qué punto los procesos fisiológicos afectan al ser humano en diferentes aspectos [16].

De acuerdo a la teoría de Cannon serían los hechos y situaciones los que generan el estrés: si una situación considerada como estímulo provoca alteración emocional, agotamiento psicológico, debilitamiento físico o deterioro, entonces se califica dicha situación va pareciera concebir al ser humano como incapaz de enfrentar desafíos que exijan un sano quiebre de paradigmas, de esfuerzo la donación. A pesar de ello, el enfoque del estrés basado en el situaciones universales estresantes que sirven como puntos de como estresante o «estresora». Una crítica planteada a esta postura es la de Weinman (1987), quien afirma que si se entiende el estrés de esa manera, las soluciones terapéuticas tendrían que orientarse al control de todas las situaciones que se presenten a la persona durante su vida cotidiana [17]. Esto es, a todas luces, imposible y va contra la esencia misma del dinamismo de la vida. Tal perspectio de vivir experiencias de crecimiento a través del sacrificio y estímulo resulta de valor porque permite identificar una serie de referencia objetivos para comparar las distintas reacciones que presentan las diversas personas en diversos contextos sociales. Es por ello que la teoría de Cannon ha tenido una gran influencia en la psicopatología durante las dos últimas décadas. Esta perspectiva, sin excluir la importancia de la evaluación subjetiva que hace la persona ante la situación, brinda información relevante para profundizar en mayores investigaciones sobre el estrés [18].

Hans Selye y la sistematización del estudio del estrés

Tomando los avances de Cannon, Hans Selye descubrió que en sus pacientes (1936) se presentaban ciertas constantes biológicas independientemente del tipo de enfermedad que sufrieran. A partir de dicha observación fue desarrollando una definición de estrés basada no ya en el estímulo (como la de Cannon), sino en la respuesta que dan las personas durante situaciones estresantes [19]. Por el desarrollo sistemático que realizó desde entonces, Selye es considerado por muchos como el «padre del concepto moderno de estrés», pues marcó un hito insoslayable en el desarrollo de dicha noción [20].

De acuerdo a Selye, el agente desencadenante del estrés es siempre algún elemento que atenta contra la homeostasis del organismo. El estrés sería la respuesta no específica del organismo ante cualquier situación demandante, ya sea que se trate de un efecto mental o somático [21]. En un inicio, Selye consideraba que la respuesta de estrés era un mecanismo inherente a la situación: cada vez que se diera una demanda al organismo, se produciría una respuesta defensiva con el fin de proteger y propiciar la adaptación; él no encontraba diferencias en las respuestas dadas frente a estímulos agradables o desagradables [22].

El sistema endocrino

Selye consideraba que esta respuesta de estrés era estereotipada e implicaba una activación del eje hipotálamo-hipofísico-suprarrenal y del sistema nervioso autónomo.

Tal proceso recibió el nombre de «Síndrome General de Adaptación» (SGA) y fue descrito como un proceso de tres etapas diferenciadas [23]:

a. Alarma: Se presenta en toda persona cuando el organismo percibe un agente que identifica como nocivo. En esta etapa de alarma se da una respuesta inicial de adaptación presentando diferentes síntomas y movilizando defensas para responder a la posible amenaza.

b. Resistencia: La anterior fase no puede mantenerse por mucho tiempo y da lugar a la etapa de resistencia, en la cual el organismo busca adaptarse al agente nocivo –también denominado estresor– y desaparecen los síntomas iniciales.

c. Agotamiento: Si el estresor continúa de manera crónica, finalmente el organismo ingresa en la etapa de agotamiento donde reaparecen los síntomas y se produce una ruptura de los procesos de recuperación, siendo incluso posible que el proceso culmine con la muerte.

Luego de una mayor evolución de su teoría, en 1974 Selye hizo una distinción entre estrés positivo y negativo. Llamó «eustrés» al estrés que se asocia a sentimientos positivos y procesos fisiológicos de protección y denominó «distrés» al estrés que se relaciona con sentimientos negativos y funciones destructivas para el organismo [24].

Posteriormente, amplió el concepto al afirmar que el estresor no era exclusivamente de naturaleza física, sino que también podía ser de naturaleza psicológica, como ocurre en el caso de emociones tales como el temor, la alegría, el odio, etc. Incluso consideró el factor psicológico como el más frecuente activador de respuestas ante situaciones estresantes, aunque dejando claro que no puede ser considerado como el único factor [25].

El modelo del estrés, entendido como respuesta, ha recibido diversas críticas. Entre las principales, se cuestiona si las reacciones de las personas ante el estrés son en realidad tan uniformes como Selye plantea [26]. Resulta importante agregar que al realizar estudios comparativos de respuesta ante situaciones consideradas «universalmente estresantes» se encuentra que no todas las personas se estresan y, por el contrario, algunas se fortalecen, lo cual luego dará pie a que la actual psicología positiva proponga el «fortalecimiento del yo» como fundamento terapéutico.

También se le critica a Selye el que considere la respuesta como automática y el que afirme que la persona se encuentra bajo estrés sólo cuando se presenta la fase de adaptación general, dejando minimizado el aspecto psicológico [27].

No obstante estas críticas, los trabajos de Selye abrieron un nuevo e importante campo de investigación en la medicina y aportaron argumentos para postular que un estímulo psicológico puede provocar una respuesta fisiológica; al mismo tiempo, ofrecieron un marco teórico que posibilitó las investigaciones sobre el estrés en las ciencias de la salud.

Un desarrollo posterior sobre la concepción del estrés, que además significó valiosos aportes en el ámbito de la biología, es el del especialista en neuroendocrinología Bruce McEwen (1999), quien propone una formulación del estrés como «carga alostática». Aprovechando el concepto de «alostasis» (Sterling and Eyer, 1988), que significa «mantener la estabilidad a través del cambio», este investigador plantea que el desgaste propio del estrés es parte de la naturaleza humana y que las situaciones estresantes, a corto plazo, incluso tienen una función protectiva, ya que nos habilitan para luchar frente a las amenazas, dificultades y obstáculos. El problema se presenta cuando los estresores son crónicos y dificultan la recuperación del organismo. La «carga alostática» se referirá entonces al wear and tear [= desgaste] que el cuerpo experimenta durante repetidos ciclos y que no permiten la «conexión» y «desconexión» de las respuestas necesarias. Uno de los efectos más dañinos es la supresión del factor protectivo que tiene el sistema inmunológico en el organismo contra las enfermedades [28].

Un proceso dinámico

Harold G. Wolff entre los años 1940 y 1950 [29], aportó un elemento importante al enfocar el estrés como un proceso dinámico en el cual el organismo interactúa con el estímulo, implicando una adaptación a las demandas que se dan y ofreciendo la ventaja de apuntar a una definición mucho más integral y completa que las propuestas anteriormente presentadas.

Posteriormente, se desarrollaron teorías sobre el estrés que se basaban en la interacción. Lazarus es el principal representante de esta perspectiva. Él desarrolla el aspecto cognitivo y las evaluaciones adaptativas o desadaptativas que se pueden hacer sobre la realidad [30]. Desde esta visión, el estrés se originaría a partir de las relaciones particulares entre la persona y su entorno, por lo que se acentúan los factores psicológicos que median entre los estímulos (estresores) y las respuestas de estrés.

Actualmente una de las más reconocidas definiciones de «estrés» es justamente la de este autor, quien lo define como una «...relación entre la persona y el ambiente, el cual es cognitivamente evaluado como significativo y que excede a sus recursos...» [31]. En un inicio, Lazarus [32] planteó el concepto de evaluación centrándose básicamente en el estrés psicológico, donde podía distinguir tres estados (amenaza, daño-pérdida y desafío). Sin embargo, enriqueció su teoría desarrollando la noción de evaluación en relación a la emoción, permitiendo discriminar la variedad de emociones individuales que se presentan en una situación y que también afectan el proceso subjetivamente evaluativo o interpretativo. Con la investigación de Lazarus de los usuales patrones que propician el estrés se confirma que el subjetivismo y la distorsión de la evaluación de las situaciones son elementos que requieren de corrección para un adecuado y adaptativo afrontamiento del estrés. Esto resulta sumamente valioso para reafirmar la importancia de la interpretación que hace la persona de los hechos y la necesidad de educar en criterios y patrones cognitivos que conduzcan a una aproximación lógica, realista y objetiva a la realidad.

Un modelo sintético

El psicólogo Seldon Cohen (1997), quien ha realizado durante 25 años investigaciones sobre la relación entre estrés y salud, plantea un modelo que incluye los tres acentos en el desarrollo del concepto de estrés hasta la actualidad:

1. Experiencia de demandas del ambiente, estresores o eventos de vida.

2. Percepción subjetiva de sentirse estresado.

3. Activación de condiciones físicas y fisiológicas.

De los modelos propuestos, éste resulta muy sugerente, pues dicho autor considera cada aproximación como un estadio propio del proceso a través del cual las demandas del ambiente son traducidas en cambios psicológicos y biológicos que ponen a la persona en riesgo de enfermarse. Cohen prefiere llamar «estrés» a toda la aproximación en conjunto del proceso [33].

El sistema inmunológico

Finalmente, muchos investigadores consideran que el sistema inmunológico podría ser el principal mediador en la relación «estrés-enfermedad». En un estudio meta-analítico, Segerstrom y Miller [34] (2004) reportaron que en los últimos 30 años se han realizado más de 300 estudios sobre estrés y el sistema inmunológico en humanos, y que los resultados han demostrado que los desafíos psicológicos son capaces de modificar muchas características de dicho sistema. Es probable que el estrés psicosocial agote la protección inmune local contra la invasión de virus o colonias de bacterias [35].

Con el desarrollo de la psiconeuroinmunología, estas hipótesis están siendo reevaluadas para obtener nuevas luces sobre los mecanismos implicados en cuadros como el estrés. La psiconeuroinmunología es la ciencia básica que examina los vínculos estructurales y funcionales entre la conducta, los nervios, el sistema endocrino y el sistema inmunológico. Es una ciencia clínica que está estudiando las relaciones entre los estados de humor y el sistema de defensas del cuerpo, así como el impacto del aspecto psicológico en los cambios que se dan en el sistema inmunológico y los efectos que esto produce en la salud.

Segerstrom y Miller (2004) explicarán que es importante diferenciar el sistema inmunológico innato del adquirido, en vistas a entender mejor la relación entre estresores psicosociales y dicho sistema inmune. Las células que participan en los mecanismos innatos tienen diferentes propósitos y pueden atacar diferentes patógenos en un período corto de tiempo. Tienen una respuesta generalizada llamada «inflamación» y coordinan los complejos procesos de reconocer y destruir de todas las células del sistema inmunológico. Se comunican entre sí por medio de la segregación de unas moléculas llamadas citoquinas.

Las citoquinas son proteínas solubles sintetizadas y segregadas por células inmunes y son vitales para la regulación normal de la inmunidad en la persona. Estas proteínas actúan como mensajeros químicos entre las células inmunes y pueden tener efectos de amplio espectro: activan células inmunes, las dirigen para que proliferen y se trasladen a las áreas de infección o daño. Además, hacen que estas células se diferencien en clases. Un adecuado funcionamiento del sistema inmunológico reduce tremendamente la posibilidad de que se presente una infección o, en todo caso, la minimiza en cuanto a su duración e intensidad. En cambio, las fallas en el sistema inmunológico, que disminuyen la resistencia, se reflejan en importantes fuentes de enfermedad e incluso de muerte prematura [36]. Es así, pues, que las citoquinas son un camino de investigación prometedor para explicar las relaciones entre el estrés, el cambio inmunológico y la enfermedad [37].

CONCLUSIÓN

Hasta aquí, vemos que continúan las posibilidades de investigación técnica y científica que podrán ir perfilando mejor la comprensión del fenómeno del estrés. Sin embargo, si tomamos este recorrido breve en su conjunto, vemos cómo desde hace siglos se plantean intuiciones valiosas para la comprensión del estrés en la perspectiva de la relación mente-cuerpo y basadas no sólo en técnicas, sino, sobre todo, en la experiencia clínica. Algo que resulta de particular relevancia es que la comprensión también integra aportes de las áreas social, ética y física, lo cual más de una vez se puede perder con la tendencia a la «especialización» en el conocimiento. Estos aportes iniciales no sólo siguen vigentes, sino que, cuando se toma en cuenta la psicología desde el siglo XVII, se enriquece el concepto de estrés con una carga de humanismo. Esto alienta a revisar otros conceptos y teorías en perspectiva histórica. La riqueza científica de la psicología contemporánea necesita tomar en cuenta siempre las intuiciones y hallazgos anteriores a la época de la valoración científica y estadística para lograr un cuadro integral que realmente ayude al ser humano.

El problema del estrés abarca elementos físicos y psicológicos y afecta la dimensión espiritual de la persona, presentando como característica principal la percepción subjetiva de la propia falta de capacidad para responder al desafío que se le presenta. Luego de lo descrito, es claro que a nivel físico genera una serie de síntomas propios del desgaste y puede suscitar la aparición de cualquier vulnerabilidad genética en la persona como un cuadro temprano de diabetes, hipertensión, asma, migrañas, artritis, obesidad y conductas compensatorias como consumo de cafeína, chocolate, cigarro y alcohol entre otros [38].

En el área psicológica, además de la ansiedad mencionada, propicia cuadros de pánico y puede colaborar para detonar cualquier cuadro psiquiátrico que ya exista en la persona por predisposición genética.

Asimismo, en el área espiritual puede tener una influencia negativa al contribuir a la desesperanza y volver más difícil el propio combate espiritual contra los vicios o el cultivo de la vida interior. Definitivamente, nada determina absolutamente al ser humano; pero como unidad que es, sí es necesario considerar cómo resulta influenciado por factores diversos.

A la luz de lo expuesto, es importante considerar también que no toda persona agotada o con un ritmo de tensión intenso está estresada, y al mismo tiempo, no toda situación de estrés es negativa. La vida misma implica un dinamismo de conquista, de combate y de logro de metas según los propios ideales, y en esta línea, la vivencia de experiencias estresantes e intensas, si son de corto plazo y adecuadamente afrontadas, fortalece y prepara al sujeto para nuevas luchas. El aporte sobre los estresores crónicos y el efecto negativo en la salud nos ayuda a evitar situaciones de negligencia propia, ya sea a nivel de consentir hábitos de pensamiento distorsionados, estilos de vida caóticos o incluso metas que encajen con un criterio exclusivo de «productividad» y que conlleven un estilo de vida deshumanizante. El fin es servir al hombre en todo su ser integral y en ese sentido, fortalecerlo y prepararlo mejor para la fascinante aventura de vivir.


NOTAS 

[1] Ver C. Cooper y P. Dewe, Stress. A brief history, Blackwell, Oxford 2004.
[2] B. Sandín, «El estrés», en, A. Belloch, B. Sandín, y F. Ramos (eds.), Manual de psicopatología, McGraw-Hill, Madrid 1995, p. 4.
[3] Ver C. Cooper y P. Dewe, ob. cit.
[4] Ver M. Gijswijt-Hofstra, «Introduction: Cultures of Neurasthenia from Beard to the First World War», en, Clio Medica/The Welcome Series in the History of Medicine, Rodopi, New York 2001, pp. 1-30.
[5] Ver Robert Kugelmann, Stress: The Nature and History of Engineered Grief, Praeger, Westport 1992, pp. 86-88.
[6] Ver lug. cit.
[7] Ver James Mark Baldwin, Dictionary of Philosophy and Psychology, The Macmillan Company, New York 1901.
[8] Ver M. Gijswijt-Hofstra, ob. cit., p. 2.
[9] Ver Robert Kugelmann, ob. cit., pp. 86-88.
[10] Ver M. Gijswijt-Hofstra, ob. cit., pp. 1-30.
[11] Ver J. M. S. Pearse, «Silas Weir Mitchell and the ‘rest cure’», en, Journal of Neurology, Neurosurgery and Psychiatry, 2004; 75; 381.
[12] Ver B. Mc Ewen, The end of the stress as we know it, Dana Press, Washington 2002, pp. 135-145.
[13] Ver A. Troch, El stress y la personalidad: Introducción a la psicología profunda de Sigmund Freud y Alfred Adler, Herder, Barcelona 1982.
[14] Ver M. Gijswijt-Hofstra, ob. cit., pp. 1-30.
[15] Ver S. E. Hobfoll, «Conservation of Resources. A New Attempt at Conceptualizing Stress», en, American Psychologist, nº 44, Washington 1989, pp. 513-524.
[16] Ver J. Weinman, An Outline of Psychology as Applied to Medicine, Bristol, Londres 1987.
[17] Ver S. Folkman, M. Chesney, L. McKusick, G. Ironson, D. Johnson y T. Coates, «Translating coping theory into an intervention», en, J. Eckenrode (ed.), The Social Context of Coping, Plenum, New York 1991, pp. 239-260.
[18] Ver S. E. Hobfoll, ob. cit., pp. 513-524.
[19] Ver H. Selye, «The Stress Concept: Past, Present, and Future», en, C. L. Cooper (ed.), Stress Research. Issues for the Eighties, Wiley, New York 1983, pp. 1-20.
[20] Ver S. Breznitz y L. Goldberger, «Stress Research at a Crossroads», en, L. Goldberger y S. Breznitz (eds.), Handbook of Stress. Theoretical and Clinical Aspects, Free Press, New York 1993, pp. 4-6.
[21] Ver B. Sandín, ob. cit., pp. 3-52.
[22] Ver H. Selye, ob. cit., pp. 1-20.
[23] Ver R. S. Lazarus y S. Folkman, Estrés y procesos cognitivos, Martínez Roca, Barcelona 1986.
[24] Ver R. S. Lazarus, «From Psychological Stress to the Emotions: A History of Changing Outlooks», en, Annual Review of Psychology, nº 44, 1993, pp. 1-21.
[25] Ver H. Selye, ob. cit., pp. 1-20.
[26] Ver R. S. Lazarus, From Psychological Stress to the Emotions, ob. cit., pp. 1-21.
[27] Ver S. E. Hobfoll, ob. cit., pp. 513-524.
[28] Ver B. Mc Ewen, ob. cit., pp. 135-145.
[29] Ver R. S. Lazarus y S. Folkman, Estrés y procesos cognitivos, ob. cit.
[30] Ver R. S. Lazarus y S. Folkman, «If it Changes it Must be a Process: Study of Emotion and Coping During Three Stages of a College Examination», en, Journal of Personality and Social Psychology, nº 48, pp. 150-170.
[31] Ver S. Folkman, M. Chesney, L. McKusick, G. Ironson, D. Johnson y T. Coates, ob. cit., pp. 239-260.
[32] Ver R. S. Lazarus, Emotion and Adaptation, Oxford University Press, New York 1991.
[33] Ver S. Cohen, C. Kessler and L. Gordon, Measuring Stress: A guide for health and social scientists, Oxford University Press, New York 1997.
[34] Ver S. Segerstrom y G. Miller, «Psychological stress and the Human Immune System: A Meta-Analytic Study of 30 Years of Inquiry», en, Psychological Bulletin, vol. 130, nº 4, pp. 601-630.
[35] Ver P. Drummond y B. Hewson-Bower, «Increased Psychosocial stress and decreased mucosal immunity in children with recurrent upper respiratory tract infections», en, Journal of Psychosomatic Research, vol. 43, nº 3, 1997, pp. 271-278.
[36] Ver M. J. Forlenza y A. Baum, «Psychoneuroimmunology», en, T. Boll, R. Frank, A. Baum y J. Wallander, Handbook of Clinical Health Psychology, American Psychological Asociation, Washington 2004, pp. 81-114.
[37] Ver S. Segerstrom y G. Miller, ob. cit., pp. 601-630.
[38] Ver B. Mc Ewen, ob. cit., pp. 55-95.

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