Frente a nuevas formas de totalitarismo tecnocrático y postideológico, surge la tentación de un nihilismo que se funda en la indiferencia ante el valor de la vida humana. Corno lo adelantó Nietzsche y lo popularizó Fukuyarna, se nos propone actualmente la civilización del tedio. Hay que volver a dramatizar la existencia, señala el autor, y ello pasa por la solidaridad, por el triunfo sobre el principio de indiferencia. Sólo la experiencia del encuentro que asume al otro por ser quien es, por su valor en sí mismo y no por la circunstancia que le rodea, es capaz de crear y transmitir cultura. Es el sentido de la afirmación de Juan Pablo II de que "la vida humana merece siempre la pena vivirse". No sólo cuando es exitosa, productiva, cuando no tiene enfermedad o limitaciones que quisiéramos evitar. La vida humana tiene valor por sí misma.


Si observamos el debate académico, como también el debate a nivel de  la opinión  pública, y en  el seno de los organismos nacio­nales e internacionales, se puede concluir que los grandes desafíos culturales de este fin de siglo son fundamentalmente de carácter moral, de naturaleza ético-antropológica, es decir, se refieren a aspectos esenciales de la condición humana como tal. Algunos han llegado a plantear que está en juego nada menos que la sobrevivencia misma del ser humano en el planeta.

La agenda de los últimos años así lo muestra. El año 1994 fue proclamado por las Naciones Unidas como el Año Internacional de la Familia, al que adhirieron importantes instituciones, entre ellas la Iglesia Católica. Lo que está en juego es la sobrevivencia misma de la familia. En algunos países, la familia ha desapareci­do o está próxima a hacerlo, con todas las gravísimas consecuencias que ello tiene para la procreación, formación y desarrollo de las personas. También ese mismo año se celebró en El Cairo una importantísima Conferencia sobre Población y Desarrollo. Las preguntas que allí surgieron no son menos graves e inquie­tantes: ¿Hasta qué punto la tecnología y el poder político tienen derecho, tienen legitimidad para interferir  con algo tan sagrado y personal de la condición humana como es su reproducción?

Este año que terminó fue declarado por Naciones Unidas el Año de la Tolerancia, precisamente cuando se celebraban los 50 años del término de la Segunda Guerra Mundial.

En agosto se conmemoró el cincuentenario de uno de los hechos más brutales que ha marcado a fuego a toda la generación de postguerra: el lanzamiento, por primera vez en la historia, de una bomba atómica sobre una población indefensa. En la agenda de 1995 estuvo también la IV Conferencia Internacional sobre la Mujer, en la que se debatió acerca de su contribución a la vida social y cultural, de su discriminación, de sus derechos sexuales y, finalmente, de su supuesto derecho al aborto, tema de crucial importancia en nuestra época.

Si agregamos a esta nutrida agenda los temas del debate nacional, podemos concluir que estamos ante materias que trascienden ampliamente el ámbito político de la sociedad. Ya no es una cuestión de preferencias o simpatías ideológicas, sino que, por encima de éstas, lo que está en juego es la condición humana mis­ma. Hasta se plantea incluso a la discusión la pregunta ¿Qué es la condición humana? ¿Existe algo que podamos llamar naturaleza humana, que estemos obligados a respetar y a exigir de to­dos los poderes públicos su más irrestricto respeto? ¿O se trata de una formulación puramente convencional, de coyuntura, de consensos circunstanciales y, en consecuencia, la historia tendrá que ir imaginando otros criterios para juzgar y organizar la convivencia social?

Si quisiéramos agrupar todos estos desafíos bajo un denomina­dor común, yo diría que la cuestión fundamental reside en el uso de la tecnología y en la relación que se establece entre ésta y la cultura. Por una parte, estamos orgullosos de experimentar un adelanto tecnológico que, como nunca antes, alcanza no sólo el macrocosmos, la vida en el planeta y los recursos naturales, sino también a la propia biología humana. Este avance, sin embargo, tiene el riesgo de no reconocer ningún límite que no sean los pro­piamente tecnológicos, con el peligro consecuente de subordinar la antropología, la cultura y los valores de la sociedad a las nece­sidades funcionales de su propio desarrollo. Me parece que lo que se discute a fondo en todo el mundo, en las academias y en los foros intelectuales, es cómo hacer que la tecnología, aprecia­da en su misma naturaleza, reconozca los límites que surgen de la soberanía humana, del señorío del hombre sobre el mundo y sobre la técnica.

Si intentáramos reconstruir la historia de este problema entre la antropología y la tecnología, este verdadero "malestar de la cul­tura", podríamos señalar, a lo menos, tres hitos fundamentales.

La primera señal de alarma surgió con la tecnología bélica y la nueva escala que ella alcanzó con las armas nucleares. Como fe­cha simbólica se podría señalar la ya mencionada del 6 de agosto de 1945, en Hiroshima. La hipótesis de una guerra nuclear total, de escala mundial, ha aterrado a la humanidad durante décadas y, si bien es cierto que después de la caída del Muro de Berlín y la reestructuración geopolítica del mundo esa hipótesis se ha vuelto mucho más improbable, no es una posibilidad que se pueda descartar del todo. El arsenal nuclear existe y alcanza sobrada­mente para destruir a la humanidad entera.

Este fue el primer signo alarmante, y elocuente como ninguno, que contrariaba todas las expectativas que la cultura moderna se había hecho con anterioridad. Los filósofos de la Ilustración habían predicho que si sobrevenía alguna catástrofe social ello se debería a la persistencia de elementos irracionales en la cultura, entre los que señalaban los mitos, las creencias religiosas, las tra­diciones culturales nacionales y regionales. Sin embargo, la hi­pótesis de una guerra nuclear general, de la autodestrucción de la sociedad, se hace imaginable y viable a partir de la disponibi­lidad de los medios más racionales de que dispone el hombre, los medios tecnológicos. La Guerra del Golfo, televisada en directo a todos los países como si se tratara de un gran espectáculo, fue una señal elocuente para toda la opinión pública de cuál era la escala de la tecnología bélica disponible y de que la hipótesis la­tente de una guerra que involucre a la humanidad en su conjunto, no debía olvidarse.

Una segunda señal de alarma, vigente igual que la primera, provino de la ruptura de los equilibrios ecológicos por el uso de medios técnicos y por el estilo del desarrollo industrial. El aumento de los desperdicios, la contaminación del suelo, del aire y del agua, la falta de inversión suficiente en la  renovación de  los recursos naturales y la dilapidación irreversible de algunos de ellos son hechos que han impactado y acompañado el desarrollo de la conciencia social desde el inicio de los años setenta. Hace un par de años, en la Cumbre de Río de Janeiro, se habló precisamente de "salvar la Tierra" en riesgo de desaparecer o, al menos, debajar sustancialmente la calidad de vida que ofrece a sus habitantes, y no por efecto de restos irracionales en la cultura, sino por el uso de los medios más racionales a disposición del hombre. La tercera señal, tal vez la más novedosa en la historia de la humanidad, y la más alarmante por sus efectos futuros, que to­davía no se conocen, es la manipulación biotecnológica de la reproducción humana. Hoy día ya es posible hablar de una pro­ducción humana. No de una procreación o reproducción, como se hablaba antes, sino de una producción en el mismo sentido en que la palabra es usada por la industria para referirse a los bie­nes que fabrica. Es posible fecundar en probetas, criar embriones provenientes de células de donantes conocidos o desconocidos, e incluso de quienes están muertos. Existen bancos de espermios y de óvulos suficientes como para hacer de la reproducción huma­na una producción industrial.

Si tomamos estos tres hitos en conjunto, la cuestión fundamental parece ser si acaso el ser humano puede preservar su dignidad como algo intangible e inamovible o estará sometido en el futuro a la manipulación de quienes controlen la tecnología. Esta pregunta nos sitúa en el umbral de una cuestión que ha atravesado el siglo entero: el fenómeno del totalitarismo. Conocimos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial experiencias brutales de totalitarismo, que en los períodos de postguerra tuvieron repercusiones secundarias. Sin embargo, esas formas de totalitarismo, conocidas y estudiadas en detalle, no partían de la base que el ser humano careciese de una dignidad anterior y superior al Estado y a los sistemas de organización social. Más bien pre­tendían justificarse como una situación de emergencia o como un momento revolucionario indispensable para asegurar un destino mejor. Se proponían como una suerte de costo social inevitable para mejorar la convivencia. Ahora, en cambio, cuando han caí­do las ideologías, se quiere justificar el totalitarismo desde el horizonte de la tecnología. Tenemos el totalitarismo que la tecnología permite. Ella comienza a controlar todos los rincones y todos los resortes de la convivencia humana.

jean tinguely

La revelación de que la tecnología es el verdadero monarca de la sociedad de fin de siglo ha ido de la mano de un creciente nihilis­mo, que se expande en los más variados ámbitos de la cultura. No se trata del nihilismo de Nietzsche ni de los filósofos. Ese ni­ hilismo tenía todavía la  forma  de  una  propuesta  ideológica, de una propuesta de cambio contra la decadencia cultural, el carácter de un intento de refundación social. Nietzsche hablaba de volver a los orígenes de la tragedia, de recuperar la fuente de la cultura. Otros, del estilo vanguardista de quienes conducían el cambio cultural. Había una cierta expectativa mesiánica en esas formas de nihilismo, incluso en las anarquistas. El nihilismo actual, en cambio, es de otro tipo. No es ideológico. No pretende retornar al origen o a las fuentes. Más bien se funda en lo que podría llamarse un principio de indiferencia frente al valor de la vida humana. Es decir, no se acepta la vida humana como un don; como algo dado por la naturaleza o por el Creador, como algo recibido de otros, de los padres, de los antepasados, de un pue­ blo, de una cultura y que, como una herencia, tiene un valor por sí misma. No se acepta que la vida humana sea un patrimonio que se puede administrar pero no disponer a voluntad, puesto que en él están involucradas la dignidad de las personas que lo constituyeron y que a su vez lo recibieron de las generaciones que los precedieron. En lugar de esta visión que da a la vida un valor por sí misma, el principio de indiferencia del que hablamos considera la vida como una materia prima disponible para ser transformada por la acción tecnológica, como ocurre con todos los objetos que se fabrican en la industria, y a la que se le puede "agregar valor", para usar el lenguaje de la economía moderna. Este principio de indiferencia se manifiesta en muchos planos. En el intelectual, a través de las tendencias —que en un primer momento fueron epistemológicas— que declaran imposible dife­renciar entre sujeto y objeto, sino circunstancialmente, como punto de vista y, a la vez, ceguera de un observador limitado. No ha­bría un carácter de sujeto propio de algunos seres o entes, sino que una mera visión que, como tal, revela más del observador que del ente observado. Posteriormente, con el desarrollo de las teorías de sistemas, este principio que permaneció original­mente en el plano epistemológico, se extiende a la idea de la autorregulación de los sistemas. Comienza a imponerse la idea de que la razón humana no es capaz de establecer normas absolutas, de ser una razón normativa, afirmándose que lo que está a su alcance es ser una razón autorregulativa que busca equilibrios, que busca contrabalancear los desequilibrios con nuevas propues­tas de equilibrio.

Estas tendencias, en conjunto, comienzan a imponer en la vida intelectual un progresivo desconocimiento u olvido del carácter personal del ser humano y de su misma razón. El hombre pasa a ser un objeto de observación, una especie que tiene la capacídad, a diferencia de otros, no sólo de observar sino de autobservarse, pero que sigue siendo nada más que una especie entre tantas.

Esta es también la visión implícita en el individualismo de la sociedad de consumo, donde el individuo antes que como persona que ha recibido la vida de otro, aparece como un consumidor. Lo propio de su individualidad es la capacidad de observar dife­rentes productos, servicios o comportamientos y preferir unos a otros. En el fondo, en cada vida humana, individualmente consi­derada, no se juega ningún destino.

Contrariamente a lo que pensaba Nietzsche en su propuesta de nihilismo, estamos viviendo un proceso progresivo de desdramatización de la existencia, una concepción de lo humano como objeto entre los objetos, sin que nadie pueda alegar a su favor la dignidad de ser único e irrepetible. Habrá algunos obje­tos que son más importantes que otros, pero en principio, todos son substituibles. Esta es, precisamente, la premisa sobre la que descansa la tecnología. El hombre es un ser contingente. Pero esta debilidad humana que en toda la antropología clásica había sido considerada como la fuente de su fortaleza, justamente por el carácter dramático de cada quien enfrentado a su desti­no, aparece ahora como capacidad de sustitución, de funcionalización de la vida social en su conjunto.

Un ejemplo emblemático de esta distorsión antropológica es el caso de la discusión sobre el aborto y su legalización, puesto que se funda en la siguiente duda: que el embrión sea verdaderamen­te humano desde el inicio de su existencia. Algunos sostienen que el embrión sobreviene humano con posterioridad a su existencia y hablan incluso de preembrión. Con ello concluyen que si se aborta un embrión en sus  primeras semanas de existencia (un preembrión) aborta un ser vivo pero no un ser humano. Esta duda radical significa introducir un principio de arbitrarie­dad en la valoración de lo humano, y por eso me parece que el ejemplo es tan emblemático. Alguien tiene que decidir cuándo se es humano. Nadie sería humano desde siempre, desde el inicio de su gestación, sino cuando alguien decide. ¿Y quién es ese al­guien que decide cuándo somos humanos? ¿En qué momento de la existencia pasamos a tener valor humano?

Pregunto: ¿Se puede imaginar hipotéticamente una forma mayor de totalitarismo? El totalitarismo que hasta ahora habíamos co­nocido, suspende ilegítimamente los derechos humanos o su ejercicio para un grupo determinado de personas que, no obstante, son consideradas humanas. Sin embargo, ahora, con la justificación jurídica del aborto, hay alguien que se arroga la potestad de decidir cuándo se es humano. Algunos discuten cuál es el núme­ro exacto de semanas después del cual se puede afirmar que el embrión deviene humano. ¿No es más lógico para cualquier naturaleza racional afirmar que no se deviene humano, sino que el carácter humano está en el mismo origen?

Este nihilismo trae necesariamente como consecuencia, en razón de la duda sobre el valor de lo humano, un inocultable relativismo moral. Si la sociedad quiere fundar en la opinión de otros, por ilustrados que sean o aunque sean mayoría, cuál es el valor de lo humano y cuáles son sus características propias, con mucho ma­yor razón debe hacer lo mismo en relación con los fines de lo humano y, por tanto, con los medios proporcionados a esos fines. Frecuentemente en la sociedad moderna ya ni siquiera es posible diferenciar entre fines y medios. Lo que es medio para alguien es fin para otro y lo que es fin para éste es medio para aquél. Perdiéndose la referencia al valor de la vida humana como valor absoluto, como un fin en sí mismo, ya no hay criterio tampoco para discernir entre fines y medios. En sustitución, se tien­de a aceptar como legítimo aquello que es técnicamente factible.

Un ejemplo dramático de esta tendencia es lo que ocurre en el plano de la manipulación de la fertilidad. A pesar de la incipien­te legislación y de las numerosas comisiones de ética creadas al respecto, que se esfuerzan por definir limitaciones y resguardos, se ha impuesto la idea de que aquello que es técnicamente facti­ble debe ser experimentado, aun cuando se señale que se hace sólo para fines científicos y confinado al ámbito del laboratorio. Aceptado el principio, es sólo una cuestión de tiempo o de cir­cunstancias propicias para que éste se generalice a todo el conjunto. A nadie se le puede escapar que es relativamente fácil que las restricciones se hagan cada vez menos fuertes, las excepcio­nes más habituales, hasta que termine generalizándose una ver­dadera industria de embriones a partir de la manipulación tec­nológica de la fertilidad. La idea del "homúnculo", del hombre fabricado en probeta, prevista por Goethe en su Fausto, ya no es una fantasía literaria, sino que ha entrado a la etapa de su factibilidad técnica y ha pasado a ser un elemento importante de la cultura actual.

En general, cuando se usa el criterio de factibilidad técnica como verdadero principio de legitimidad de las acciones, la ética pasa a ser un mero discurso de justificación de lo ya realizado, un discurso de "los hechos consumados", tal como lo comprobamos diariamente en la discusión de numerosos problemas actuales.

Un discurso que, por esta misma razón, es cuestionado como poco creíble, poco realista, poco serio incluso, por gran parte de la población y, muy especialmente, por los jóvenes, puesto que ven que tales discursos moralistas no hacen más que justificar mu­chas veces decisiones ya tomadas no en base a argumentos éti­cos, sino con argumentos de factibilidad técnica. Personal­mente creo que gran parte del descrédito de las generaciones adultas en relación a los jóvenes radica, precisamente, en esta falsa noción de la ética como justificación a posteriori de decisiones que en verdad son económicas, políticas o simplemente técnicas. Si se piensa ahora en términos globales, no sólo en el plano del laboratorio, no es difícil comprender por qué este princi­pio de indiferencia que se ha arraigado en la sociedad tecno­lógica lleva a que ésta se vea relativamente indefensa frente a ciertos males sociales de nuestra época, especialmente, frente a la corrupción, no sólo de la droga y de su comercialización, sino también del tráfico de influencias. Es un espectáculo que ofrecen hoy día prácticamente todas las sociedades occidentales que, usando la misma mentalidad técnica, tratan de mantener dentro de ámbitos manejables, que no dañen al conjunto de la sociedad. Pero nadie es tan ciego como para no darse cuenta de que en nuestra sociedad la corrupción no sólo existe, sino que ha ido adquiriendo carta de ciudadanía.

El problema es que los beneficios son tan  altos en relación  a los costos, que muchos se sienten tentados a negar la inmora­ lidad intrínseca de estos actos y a encontrarle justificación con criterios de costo-beneficio. Mientras hay algunos, cada vez me­ nos, dispuestos a decir que los actos corruptos son intrínseca­ mente malos y, por lo tanto, no se justifican en ningún caso, hay muchos otros que tienden a justificarlo por los beneficios indi­rectos que pueden derivarse sobre ciertos sectores de la población. Comienza a ser común que se emplee cada vez menos el procedi­miento tradicional de la ética de juzgar acerca de la moralidad intrínseca del acto mismo. Ahora se desplaza el juicio hacia las consecuencias de los actos, sean éstas positivas o negativas. Con ello, el relativismo moral se manifiesta progresivamente como un cómplice directo de la violencia y de la degradación moral, arrastrando a muchos grupos y personas. Cuando se observan los efectos de la violencia ejercida por grupos antisociales que viven lucrando en torno a la corrupción de la sociedad, nunca debe olvidarse, me parece, la corrupción mayor, que es la corrupción intelectual, que no ve lo que no quiere ver o lo que no le conviene ver, ocultando también con ello las tendencias nihilistas que están en la base de la cultura actual.

El problema de la corrupción pública no es esencialmente distinto del descrito en el ámbito de la fertilidad humana o del aborto. Es distinto en cuanto a su escala, pero no en cuanto a su concep­to. De lo que se trata es de la insuficiencia de una moralidad que se contenta con justificar los hechos consumados y la manipulación tecnológica sobre las personas como una realidad de hecho, frente a la cual resulta difícil sino imposible proclamar un código ético. La ética se vuelve entonces, como suele decirse frecuentemente en estos días, un ideal al que muchos aspiran. Se realizan incluso encuestas para mostrar que los valores morales no han desapare­cido de la conciencia y todos aspiran a ellos, pero que se contra­ponen, sin embargo, a los crudos hechos de la factibilidad técni­ca y del dominio de la tecnología.

A partir de este cuadro —que algunos podría parecerles pesimista pero que se funda en los hechos que estamos viviendo en este final de siglo— se deriva una responsabilidad fundamental y primera para el rol de la educación en relación a la cultura y, en particular, para la Educación Superior. Especialmente en este año, hemos escuchado muy importantes y luminosos análisis acerca de la calidad educacional en todos los niveles del sistema, primario, secundario y uni­ versitario. Pero, como ustedes mismos lo habrán comprobado, la mayor parte de los indicadores de calidad no se refieren a estos problemas de que estamos hablando. Se refieren a que haya más computadores disponibles, más comodidades en las salas, más libros en las bibliotecas, más profesores con más años de preparación, más semanas de dedicación. ¿Cuándo se habla de la calidad de la educación en relación a la antropología implícita en ella, a la transmi­sión de los valores culturales, especialmente, de este valor de la vida y de la persona humana que es anterior a cualquier criterio de factibilidad técnica?

Me atrevo a plantearles a ustedes estas preguntas  porque sé que tienen un compromiso muy particular con la tecnología, por la historia y el carácter de esta Universidad. Los hombres de técni­ca, los que trabajan con ella, son los primeros responsables de entender exactamente qué es la técnica y cuáles son sus límites, hasta dónde puede llegar la técnica en el progreso humano y qué significa subordinar el destino de la cultura al progreso económico inmediato derivado del uso de la tecnología. La Educación Superior está obligada a plantearse como tarea no sólo dominar, controlar y producir nuevas tecnologías, sino a pensar en un horizonte universal, donde todas las preguntas  tienen cabida, no sólo las que seleccionamos porque nos conviene o porque ideológicamente nos interesan, sino que todas las preguntas, especial­mente, las relativas al destino del ser humano. Sólo individuos cons­cientes de su fundamento antropológico, de su realidad de sujetos, pueden defenderse de la manipulación cultural y tecnológica.

La clave para ello es no permitir la manipulación de la concien­cia. Felizmente, a pesar de todos los estudios, no se ha encontra­do hasta ahora una tecnología segura  para  manipular  y someter  la conciencia. No obstante los inmensos recursos que se invierten en publicidad y persuasión para llevar a las personas a compor­tarse de un modo y no de otro, hay en la conciencia humana un fondo de libertad que hasta el momento es indomable. Ese es el mayor tesoro con que cada académico se encuentra en la sala de clases. El respeto a la verdad y la denuncia de la mentira, especial­mente de la mentira que es media-verdad, sólo puede realizarse a partir del análisis crítico y riguroso que hacemos en la universidad. La sociedad en su conjunto, no sólo los académicos y los estudiantes, tiene el derecho de cultivar y profundizar su conciencia en busca de la verdad del hombre y del conjunto de la naturaleza. La sociedad tiene derecho a que la universidad sea fiel a su misión, que no acepte las cuestiones de hecho o los hechos consumados sin inte­rrogarse por su fundamento. En definitiva todo el orden institucional depende no sólo de la costumbre, de lo habitual, de lo que se estila o de lo que está de moda, sino de la búsqueda del fundamento.

En el ámbito antropológico, esto sólo puede hacerse desde la aceptación de la naturaleza humana como una naturaleza donada: una naturaleza recibida de otro y no autoconstruida o autoinventada, que es necesario, por tanto, respetar. El dato antropológico más elemental es que nadie nos consulta si queremos o no existir. Nadie nos da la posibilidad de autodiseñarnos antes de nacer. Todos los que estamos aquí existimos porque al­guien nos donó la existencia, sin que nosotros tuviésemos parte en ello. Este hecho, que para algunos puede aparecer como sínto­ma de dependencia es, en el fondo, el mayor soporte de nuestra libertad. La vida no depende de la invención propia o de otro, sino de esta misteriosa unión de un hombre y una mujer que finalmente concluye en nuestra existencia.

Francjs Picabw Voilá la mme 

Esta tarea educativa de la universidad, de respeto a la verdad, a la condición humana, de análisis crítico, metódico y sistemático sobre la totalidad de los factores de la vida humana sin excluir ninguno, debe proyectarse no sólo a nivel de la subcultura uni­versitaria, sino a nivel de la cultura humana en su conjunto. El Papa actual, en la Encíclica Centesimus Annus, escrita en 1991 con ocasión del centenario de la Rerurn Novarum, acuñó un término que me parece muy iluminador para entender la situación en que estarnos. Dice en esa encíclica que es necesario trabajar a favor de una verdadera "ecología humana". En esta época, en este fin de siglo, en que nos preocuparnos corno nunca antes en la historia de difundir una conciencia ecológica en relación a la naturaleza, a los bosques, a la biodiversidad, a los recursos no renovables y a la protección de los renovables, pareciera, sin em­bargo, que no hacernos lo propio con la vida humana. Por eso es necesario que este planteamiento ecológico, que se da en el hori­zonte de la naturaleza, se extienda a la sociedad, para compren­ der que debernos pensar en términos también globales, que incluyan la totalidad de los factores presentes en el fenómeno humano. Más todavía cuando la cultura y los medios técnicos ac­tuales permiten una intercomunicación cada vez mayor y más expedita entre todos los países de la Tierra.

¿Qué significa ecología? Significa reconocer en el entorno natu­ral y social la morada humana. La palabra ecología, como se sabe, viene del griego oikos, que significa morada. Y no se puede hablar de morada sosteniendo como fundamento de ella el principio de indiferencia. Nadie quiere habitar con otro, cohabitar o convivir a partir de un principio de indiferencia. Precisamente, la cohabitación y la convivencia surgen a partir de una experiencia de en cuentro, de una apertura al otro, de un reconocimiento del valor que tiene la vida compartida con otro. La moralidad propia de esta "morada" es, por lo tanto, lo que está en la antípoda de la indiferencia. Dicho de un modo positivo, es un principio de solidaridad. No es posible establecer una morada, y por lo tanto una visión ecológica, sin la solidaridad de todo lo que existe, de todos los entes vivos que están presentes en nuestro entorno.

colombaindiana

Esta expériencia de encuentro, propia de una conciencia ecológica, necesita de una memoria que la haga presente y eso es la cultura.

¿Qué otra cosa puede ser la cultura sino aquella memoria viva del encuentro que rompió la indiferencia y que invitó al otro a compartir el trabajo, la vida, el destino de una sociedad? La cul­tura es memoria histórica. Por eso no basta una visión de la moralidad que se contenta con decir, como tantas veces se escucha hoy, que hay que respetar las reglas del juego, las que se basan en una situación de hecho o en un consenso circunstancial. Es mu­cho más que respetar las reglas del juego. Es compartir la mora­da común. Naturalmente, hay también reglas del juego dentro de la morada. Pero su fundamento no es la existencia de tales reglas sino la experiencia de encuentro con la libertad de otro y el deseo de compartir la responsabilidad por su vida.

Desde este punto de vista, el gran esfuerzo que se exige a la cul­tura en este final de siglo es motivar al hombre, recordarle y repro­ponerle, una y otra vez, la necesidad de asumir una responsabilidad compartida sobre el destino propio y el del otro. Eso es lo que constituye propiamente la morada. No basta con respetar las reglas y que cada uno juegue para su lado, por decirlo así, sino que es preciso compartir la responsabilidad por el destino del otro, por la libertad del otro, que es lo que hace posible la convivencia. Esto implica, en la sociedad trivializada del espectáculo, volver a dramatizar la vida, sacarla de su tedio, de la desdramatización introducida por el principio de indiferencia y por el nihilismo.

JeanTinguelyproyecto 

Como ya lo había adelantado Nietzsche y ahora popularizó el libro de Francis Fukuyama, la cultura que se nos propone actual­ mente es la civilización del tedio, del aburrimiento. Todo lo que se espera, tanto de la universidad como de los medios de comunicación, es sacar a las personas del aburrimiento. Pero no basta entretenerlos por un momento para dejarlos caer después en un tedio más hondo. Hay que volver a dramatizar la existencia y ello pasa por la solidaridad, por el triunfo sobre el principio de indiferencia. Sólo la experiencia del encuentro que asume la responsabilidad exigida por la libertad del otro, por ser él quién es, por el valor que tiene en sí mismo y no por la circunstancia que le rodea, es capaz de crear y transmitir cultura. En este mismo sentido, me parece muy luminosa la afirmación del Papa actual de que "la vida humana merece siempre la pena vivirse". No sólo cuando es exitosa, productiva, cuando no tiene enfermedad o limitaciones que quisiéramos evitar. La vida humana tiene un valor por sí misma, más allá de  los condicionamientos técnicos o científicos.

Cada sociedad aspira a vivir en paz y justicia, lo que significa superar los problemas de marginación de su población e integrarla en una experiencia de encuentro. En nuestro país se ha enfatizado mucho el combate contra la pobreza. Pero en el mundo moderno cada sociedad, también las desarrolladas, tiene sus pobres, y me parece que el criterio común de pobreza, tanto del mundo desarrollado como del subdesarrollado, es que son pobres o margina­dos aquellos que no tienen la productividad necesaria para agre­gar valor a su comportamiento. En el caso extremo, los no nacidos, los ancianos, los discapacitados, aquellos con los que se puede experimentar como con los embriones, los enfermos terminales, los drogadictos. Es decir, el conjunto de personas que por diversas razones no se les puede aplicar el criterio de productivi­dad y de agregación de valor como el rasgo fundamental para definir el valor de su propia existencia. En consecuencia, la solidaridad social tiene que medirse no sólo en términos de la distri­ bución equitativa del ingreso, sino de la aceptación del valor de la vida de este conjunto de marginados, que no es menos numeroso en los países ricos que en las naciones pobres.

Concluyo señalando que el problema antropológico fundamen­tal de la sociedad, el gran desafío que nos presenta la tecnología es la aceptación del valor de la vida humana, su respeto y promoción. Sin la tecnología y sin el uso de herramientas técnicas, no hay desarrollo, no hay crecimiento. Sobre ello no existe alter­nativa. Nadie puede pretender que la tecnología detenga el desarrollo y el despliegue de las potencialidades humanas. El problema no es éste, sino que el desarrollo tecnológico no oculte la finalidad de la vida humana como un bien anterior y superior a la técnica y a cualquier forma de organización de la vida social.

La universidad, por su responsabilidad ante la verdad, ante su conciencia racional, no puede omitir estos temas. No puede decir que son temas para después o para otros, que lo urgente y lo primero es resolver el problema técnico. La universidad definirá su contribución a la sociedad en la medida que sea capaz de equili­brar con igual pasión el estudio y la experimentación técnica, el desarrollo de las disciplinas científico-naturales, con el desarro­llo de las disciplinas humanas, especialmente, aquellas que to­can el fundamento de la vida y del valor de la persona.


Sobre el autor

Nació en Santiago en 1948. Obtuvo el título profesional de Sociólogo en 1971 en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre 1976 y 1979 realizó estudios de posgrado en Alemania Federal, obteniendo el grado de Doctor en Sociología de la Universidad de Erlangen-Nürnberg. Además de ser Profesor Titular de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, se ha desempeñado en dos ocasiones como director del Instituto de Sociología de la misma universidad. En 1990 es designado prorrector de dicha Casa de Estudios, cargo que desempeña hasta marzo de 1995, cuando es nombrado decano de su Facultad de Ciencias Sociales. En 1994 fue nombrado miembro de la recién creada Academia Pontificia de Ciencias Sociales. Es miembro del Comité Editorial de la revista Humanitas desde su fundación.


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