¿Existe una civilización mundial? Los fenómenos parecen se contradictorios. Por una parte, observamos los hechos incuestionables de la globalización. En la base de esta globalización reside como hecho fundamental el trastorno experimentado por la civilización europea a raíz de la ciencia moderna, de Galileo, Descartes y Newton. Esta ciencia sustituye el antropomorfismo de la visión tradicional del mundo por un antropocentrismo radical. El hombre ya no se considera la cima de una pirámide de seres ni los seres no humanos se visualizan como semejantes en mayor o menor grado al hombre, con identidad precisa, una tendencia o un deseo, vivos o al menos existentes como él. Anteriormente la existencia se comprendía por anatomía con la vida. Vivere viventibus est esse, decía Aristóteles. La nueva ciencia, en cambio, reduce las cosas a la exterioridad, a su condición de objetos para el hombre. Es por eso que hablo de un antropocentrismo en reemplazo del antropomorfismo. Se renuncia a comprender el mundo renunciando a la interpretación teleológica de las cosas. Como señala Francis Bacon, dicha interpretación esterilis et tamquam virgo Deo consecrata quae nihil parit. Ahora ya no se necesitan vírgenes consagradas. Conocer una cosa ya no significa, como era para el hebreo y aún para Aristóteles, unirse con ella –intelligibile in actu et intellectus in actu sunt idem- sino fijarla como objeto desde el punto de vista de su eventual manipulación. Conocer algo -dice Thomas Hobbes- quiere decir to know what we can do with it when we have it (saber qué podemos hacer con ello cuando lo tenemos). La técnica moderna nos revela la esencia oculta de la ciencia moderna. Ambas son esencialmente universales, indiferentes ante las condiciones individuales o colectivas de las personas, los grupos, las culturas y las épocas, ya que hacen abstracción de todo cuanto está dotado para la simbiosis del hombre y sus convivientes y coexistentes. Ahora bien, al mismo tiempo, con el dualismo radical de la res cogitans y la res extensa, el hombre descubre que él también es parte tanto del mundo de los objetos como del dominio de la subjetividad. El cuerpo del hombre se percibe como mero objeto, es decir, como máquina; pero muy pronto también su alma, sus sentimientos e incluso su conciencia son sometidos a una objetivación naturalista. Al comienzo de la era moderna, el hombre no se permitía considerar las cosas como seres parecidos a él; al final, se considera parecido a las cosas, es decir, el hombre llega a ser para sí mismo un antropomorfismo. Siendo el antropomorfismo denunciado como ilegítimo, es también ilegítima la consideración humana del hombre y debe ceder su lugar a la visión científica. ¿Y quién es entonces el sujeto de esta ciencia? Si éste desaparece, la ciencia misma se convierte en un hecho natural, en una etapa en el largo camino de una evolución ciega y debe renunciar a su pretensión de verdad.

Hay un fenómeno incompatible con este dualismo del sujeto y el objeto: es la vida. La vida es interioridad y exterioridad al mismo tiempo, es fenómeno objetivo y tendencia vivida. Descartes comprendió esto muy bien cuando le escribió a la princesa Elisabeth señalando que para vivir se requiere dejar de pensar, porque la vida no es una “percepción clara y neta”. Santo Tomás de Aquino había dicho en cambio: Qui non intelligit non perfecte vivit sed habet dimidium vitae. La reducción idealista del mundo a su condición de objetividad con miras a una subjetividad trascendental desconoce el hecho de la vida tanto como la reducción naturalista de la subjetividad a un estado complejo en la evolución de la materia. Cada explicación de la subjetividad, de la interioridad mediante la exterioridad es una petitio principii en cuanto pretende ser una explicación verdadera. No hay verdad sin subjetividad. Ahora bien, por razones de efectividad, se admite desde hace mucho tiempo peticiones de principio. Y por estos motivos la ciencia y la técnica occidentales se han convertido en los hechos fundamentales de una civilización mundial que no podemos negar y cuyos elementos no necesito enumerar. La globalización de los mercados no es sino el último de dichos elementos. Y las guerras mundiales sólo son uno más de los factores. La guerra es también una forma de relación social y asimila inevitablemente las partes beligerantes. Y en definitiva se requiere poner fin a cada guerra mediante un armisticio, negociaciones y un tratado de paz, lo cual no es otra cosa que la mera coexistencia en el mismo planeta. Ahora, esta civilización mundial es inevitablemente una civilización multicultural, ya que la potencia espiritual que reside en la base de la misma es una potencia sin contenido substancial, sin orientación humana, sin moral, cuyo único valor es el incremento del poder humano para cualquier objetivo material, es decir, un poder abstracto. En esta civilización mundial hay una tendencia totalitaria, una tendencia a ocupar el lugar de las culturas tradicionales, a reemplazar los sistemas de fines por un sistema universal de medios en permanente búsqueda de fines, que sólo son medios de los medios. Es una sociedad donde la producción es más importante que el uso y el consumo, lo cual era un horror para la tradición occidental de inspiración platónica.

Una de las características de la civilización científica es el hecho de ser una civilización hipotética. La ciencia moderna es una ciencia hipotética en dos sentidos. En primer lugar, sólo formula hipótesis válidas mientras no se pruebe lo contrario. Sus modelos, por estar dotados de ciertas características, son preferibles a otros modelos. La Inquisición era en cierto modo más moderna que Galileo cuando le exigía admitir que su teoría era una hipótesis. Un físico moderno habría respondido: “Eso y nada más, evidentemente”. En segundo lugar, la ciencia es hipotética en cuanto sus proposiciones no formulan conocimientos esenciales, sino relaciones de tipo “Si x, entonces y”. En el fondo, ya no alude a la relación ontológica de causa y efecto, sino a funciones. Y esto se aplica igualmente a las ciencias sociales, que consideran relaciones funcionales, es decir, transforman los contenidos de la vida en hipótesis sustituibles por alternativas equivalentes, o sea, funcionalmente equivalentes. La vida resulta ser hipotética, experimental, sobre todo sin nada definitivo, sobre todo sin verdades absolutas, sin convicciones puestas a disposición de un discurso infinito, sin relaciones personales definitivas. El divorcio, el aborto y la eutanasia son elementos derivados de semejante forma de vida. Los votos religiosos perpetuos son un elemento extraño en una civilización como ésta. La oposición a poner en esa forma cada elemento substancial a disposición de una vita beata se estigmatiza rotulándola con la palabra “fundamentalismo”. No quiero analizar ahora el fenómeno del fundamentalismo. Cada hombre y cada mujer que no sea un canalla es el fundamentalista de algo. Y la patrona de la oposición “fundamentalista” al totalitarismo de una razón funcionalista sigue siendo para siempre Antígona, que rehúsa poner a disposición de un discurso fundamentalista la obligación tradicional de enterrar al hermano. Antígona no hace política. La política es el terreno del funcionalismo, del condicionamiento, y es siempre la corrupción del fundamentalismo si éste adquiere en sí mismo un carácter político. Una Antígona política sería terrorista. Ahora bien, el fundamentalismo de Antígona se expresa en estas palabras: “Estoy presente no para coodiar, sino para coamar”. Así, ella no mata, pero se deja matar. Desde el punto de vista de la moral funcionalista, es decir, utilitaria y consecuencialista, adoptada por lo demás por muchos teólogos católicos, las personas como Antígona o los mártires cristianos son fanáticos fundamentalistas. Los mártires no tenían interés en el porvenir del cristianismo, sino únicamente en la salvación de sus almas; pero precisamente gracias a ellos el cristianismo tenía un porvenir.

Acabo de decir que la civilización mundial es una civilización sin contenido ni fines. No obstante, sugiere un contenido: el hedonismo individualista. El único fin reconocido por ella es la satisfacción de las preferencias individuales. Al no disponer de criterios para evaluar estas preferencias, cada evaluación no es sino la expresión del hecho que los intereses de unos prevalecen sobre los de otros. Éste era precisamente el punto de vista de Karl Marx. Para Marx, la idea de la justicia social no es sino un velo ideológico sobre el hecho de la opresión. Para él, la única posibilidad de establecer armonía entre intereses antagónicos es la eliminación de parte de los mismos en beneficio del resto, la homogeneización de las preferencias y el desarrollo de la sociedad de la abundancia, donde ya no es necesaria la justicia distributiva porque todos pueden contar con cuanto deseen. Evidentemente, la promiscuidad sexual es parte integrante de ese sistema. Y se entiende asimismo que toda identidad histórica, cultural nacional y religiosa debe desaparecer con el fin de hacer posible esta homogeneidad de intereses. Los individuos que conservan preferencias no homogeneizadas son declarados enfermos y en cuanto tales son objetos de la ciencia, mientras las identidades históricas desaparecen ante la mirada de la ciencia.

El escenario que he descrito es evidentemente una abstracción y una extrapolación. Esta extrapolación corresponde a una poderosa tendencia de la civilización científica y técnica a eliminar todo contenido que no se defina en los términos de la ciencia, pero está lejos de ser la realidad. Hasta ahora la realidad es el hecho de que la civilización mundial es una civilización multicultural. En sí misma, no es fuente de sentido. Debe alimentarse de fuentes provenientes de culturas específicas, de tradiciones premodernas. Es muy comprensible el hecho de que dondequiera la civilización mundial gana terreno, al mismo tiempo avanza el regionalismo. Los hombres se aferran a sus propias tradiciones porque éstas les otorgan algo más necesario que el pan de todos los días, que la civilización mundial no puede darles: una identidad. Por el contrario, la civilización tecnocientífica exige la disponibilidad total del individuo, beyond freedom and dígnity (más allá de la libertad y la dignidad), como era el título del famoso libro de Skinner. La idea de la dignidad del hombre es premodema y no puede reconstruirse en términos de la ciencia. No considera al hombre como objeto ni como subjetividad trascendental, sino, por así decir, como subjetividad objetividad, subjetividad que llega a ser fenómeno objetivo, como ser vivo, como persona. La idea de la dignidad humana se transmite en diversos contextos tradicionales y encuentra su representación fenoménica más convincente en culturas arcaicas. Un nómade ante su carpa es una representación más evidente de la dignidad que el astronauta apretado en el asiento de su proyectil. Con todo, no la idea de la dignidad, sino la operatividad de la misma mediante los derechos humanos es una conquista de la cultura occidental y surge en el momento en que esta civilización comienza a adquirir carácter universal como civilización científica.

Esto no debe asombramos. Debemos recordar en primer lugar el hecho de que la cultura europea es desde su origen una cultura de inspiración universalista tanto en la lógica aristotélica como en la idea grecorromana del derecho natural y en el mensaje del cristianismo. En los últimos años ha habido un encarnizado debate en tomo a la interrogante sobre el carácter específicamente europeo americano de los derechos humanos codificados y sobre si la proclamación de su universalidad es una forma de eurocentrismo e imperialismo occidental.

Ahora puedo resumir mi respuesta a esta interrogante. En aquellos lugares donde todavía existen sociedades arcaicas viviendo al margen de la civilización científica técnica, sería imperialismo puro y simple implantar nuestra idea de los derechos humanos destruyendo al mismo tiempo las estructuras que conservan sus propias formas de dignidad, aun cuando esta dignidad sea violada en muchos casos; pero una sociedad que ha ingresado a la civilización global, adoptando la técnica moderna, es decir, la técnica científica occidental, debe necesariamente introducir al mismo tiempo la codificación de los derechos humanos y es preciso exigirle que lo haga, ya que la ciencia objetivista y la técnica científica constituyen una amenaza singular e incomparable a la dignidad humana, a la condición de persona, aun cuando la idea de persona sea de origen europeo. La objetivación progresiva del hombre por la ciencia y por consiguiente por la técnica científica, permite instrumentalizar y manipular al hombre incluso en su estructura genética transgresión que supera todo tipo de humillación del hombre en la historia. En la civilización moderna y global las garantías tradicionales de respeto a la dignidad humana ya no son suficientes, puesto que son progresivamente destruidas por la ciencia. Son demasiado débiles para sobrevivir en medio del discurso utilitarista. Debemos recordar que los antisemitas nazistas de Alemania argumentaban en términos científicos, mientras aquellos que ocultaban a algunos perseguidos eran campesinos o religiosos y religiosas. La codificación de los derechos humanos corresponde con la amenaza a estos derechos por la civilización moderna. El occidente, que exportó la técnica científica, con sus ventajas y horrores, está obligado a insistir en que todo aquel que adquiera el veneno debe adquirir al mismo tiempo el antídoto.


[] Discurso pronunciado con ocasión del acto en que el autor fue recibido como Miembro Honorario de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.

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