La Primera Lectura nos propone la figura del rey David. David era gran hombre: venció al filisteo, tenía un alma noble, pues hasta dos veces pudo matar a Saúl y no lo hizo..., pero también era un pecador, y cometió pecados gordos: el del adulterio y el asesinato de Urías, marido de Betsabé, el del censo… Sin embargo, la Iglesia lo venera como santo porque si dejó transformar por el Señor, se dejó perdonar, se arrepintió, con esa capacidad nada fácil de reconocerse pecador: He pecado, dice. En concreto, la Primera Lectura se centra en la humillación de David: su hijo Absalón provoca una revolución contra él. En ese momento, David no piensa en su propio pellejo, sino en salvar al pueblo, el Templo, el Arca…, y huye: un gesto que parece cobarde, pero que es valiente. Lloraba, caminando con la cabeza cubierta y los pies descalzos.

Pero el gran David es humillado no solo con la derrota y la huida, sino también con el insulto. Durante la fuga, un hombre, Simeí, lo insulta diciéndole que el Señor había hecho caer sobre él toda la sangre de la casa de Saúl –“cuyo trono has usurpado”– y ha puesto el reino en manos de su hijo Absalón: “has caído en desgracia–afirmaba–, porque eres un asesino”. David lo deja hacer a pesar de que los suyos quieren defenderlo: “Dejadlo que me maldiga, porque se lo ha mandado el Señor. Quizá el Señor se fije en mi humillación y me pague con bendiciones estas maldiciones de hoy”.

“David subió la cuesta del huerto de los Olivos”, sigue diciendo la Lectura. Esto es una  profecía sobre Jesús que sube al Calvario para dar la vida: insultado, abandonado. La referencia es precisamente a la humildad de Jesús. A veces, pensamos que la humildad es ir tranquilos, ir quizá con la cabeza baja mirando el suelo…, pero también los cerdos caminan con la cabeza baja: eso no es humildad. Eso es esa humildad falsa, prêt-à-porter, que no salva ni protege el corazón. Es bueno que pensemos: no hay verdadera humildad sin humillación, y si no eres capaz de tolerar, de cargar sobre los hombros una humillación, entonces no eres humilde: parece, pero no lo eres.

David cariga sobre sus hombros sus propios pecados. David es santo; Jesús, con la santidad de Dios, es santo. David es pecador, Jesús se hace pecado, pero con nuestros pecados. Pero los dos, humilllados. Siempre está la tentación de luchar contra el que nos calumnia, contra el que nos humilla, el que nos hace pasar vergüenza, como este Simeí. Y David dice: “No”. El Señor dice: “No”. Ese no es el camino. La senda es la de Jesús, profetizada por David: llevar las humillaciones. “Quizá el Señor se fije en mi humillación y me pague con bendiciones estas maldiciones de hoy”: llevar las humillaciones con esperanza.

Pero la humildad no es justificarse enseguida ante la ofensa, intentando parecer bueno: si no sabes vivir una humillación, no eres humilde. Esa es la regla de oro. Pidamos al Señor la gracia de la humildad, pero con humillaciones. Había una monja que decía: “Yo soy humilde, sí, pero humillada jamás”. ¡No, no! No hay humildad sin humillación. Pidamos esta gracia. Y también, si alguno es valiente, puede pedir –como nos enseña San Ignacio–  al Señor que le envíe humillaciones, para parecerse más al Señor.


 Fuente: Almudi.org

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