Los manuales de historia de la teología tienden a presentar el desarrollo de las controversias del siglo IV y del Concilio de Nicea como una historia sin matices, en blanco y negro, con ciertos visos legendarios. Volviendo a las fuentes contemporáneas, el autor presenta las posturas en juego, los hechos que lo precedieron y la discusión que ahí se desarrolló. Nicea fue un hito central en la historia de la Iglesia, pues nos permitió afirmar no solo la divinidad del Hijo, sino también el mismo rostro del Padre que Jesús había revelado a sus discípulos.

Humanitas 2025, CXI, págs. 370 - 385 

Los manuales de historia de la teología tienden a simplificar mucho las cosas y a presentar el desarrollo de las controversias del siglo IV y del Concilio de Nicea (325) como una historia sin matices, en blanco y negro, con ciertos visos legendarios. Los estudios históricos, en cambio, ofrecen una versión más rica, compleja y que, a la vez, es más plausible y comprensible. Por ello, es necesario ceñirse a los documentos contemporáneos para acercarse a hechos tan significativos que, por múltiples razones, la historiografía ha deformado desde el mismo siglo IV.

Desde el inicio, el cristianismo comprendió que la unidad doctrinal –en los puntos centrales– era un requisito para la unidad de la Iglesia. Incluso un autor tan partidario de lo que hoy llamaríamos pluralismo teológico, como Orígenes, afirma: “No conviene que una iglesia tenga diferencia de doctrina con otra iglesia” [1].

Por ello, una discrepancia doctrinal, sobre puntos esenciales, provocaba una controversia y requería de una solución.La crisis teológica que enfrentó el Concilio de Nicea no surgió ex abrupto. El desarrollo del cristianismo y la paz de Constantino (año 313) situaron a la Iglesia en un contexto que permitía un mayor intercambio entre las diferentes regiones y tradiciones eclesiales del que había sido posible hasta el siglo III. En esta nueva situación, las diferencias entre las distintas tradiciones teológicas eclesiales comenzaron a tornarse problemáticas y difíciles de sobrellevar.

Para situar la controversia teológica que enfrentó Nicea, conocida como la “crisis arriana”, es necesario retroceder al siglo III. La teología cristiana había realizado grandes avances en la ciudad de Alejandría, donde la cumbre de este desarrollo está ligada al nombre de Orígenes. Sin embargo, la teología de Orígenes no solo se cultivó en Alejandría, sino también en Cesarea de Palestina, ciudad en la que el maestro cristiano vivió sus últimos veinte años. Así, la teología trinitaria de Orígenes fue cultivada en la capital de Egipto por los obispos de Alejandría, Dionisio (†264) y Alejandro (†328); mientras que Gregorio el Taumaturgo (†270), Luciano de Antioquía (†312) y Eusebio de Cesarea (†339) la desarrollaron en Palestina y Siria. Como la tradición teológica de Orígenes no era solo un conjunto de enseñanzas, sino también un método que favorecía la lectura de las Escrituras y el ejercicio de la razón; resulta natural que esta tradición se haya diversificado. A inicios del siglo IV –simplificando las cosas– Alejandro, obispo de Alejandría, representaba una versión de este legado, mientras Eusebio de Cesarea, representaba otra.

La teología cristiana profesaba el monoteísmo bíblico y, a la vez, afirmaba la divinidad del Hijo de Dios. Ya desde fines del siglo II, se buscó compatibilizar estos dos elementos centrales de la fe, que parecían estar en tensión. Algunos objetaban: “Los que afirman que Cristo es Dios creen en dos dioses”. Por ello, los pensadores cristianos hicieron esfuerzos para comprender y explicar que la fe en la divinidad de Cristo no contradecía el monoteísmo bíblico. En este contexto, surgieron las diferentes explicaciones teológicas que se enfrentaron en las vísperas del Concilio de Nicea. Esta dificultad teológica debía explicar la relación entre el Padre y el Hijo o, de manera más específica, explicar el origen del Hijo de Dios.

Tres posturas sobre el origen del Hijo de Dios.

Cuando estalló la controversia, Arrio, uno de sus protagonistas, escribió una carta al obispo de Nicomedia, para informarlo acerca del conflicto. Este texto es el documento más antiguo que se conserva de esta controversia y contiene información de primera mano acerca de su contenido teológico:

El obispo [Alejandro] nos despoja, nos persigue muy severamente y usa cualquier medio contra nosotros, incluso hasta habernos expulsado de la ciudad como hombres sin Dios, porque no estamos de acuerdo con él, que dice en público: ‘Siempre Dios, siempre Hijo; simultáneamente Padre, simultáneamente Hijo. El Hijo coexiste con Dios de manera ingénita, generado sin cesar, brote ingénito. Ni en el pensamiento, ni por un cierto instante, Dios precede al Hijo. Siempre Dios, siempre Hijo. El Hijo procede de Dios mismo’. Por consiguiente, Eusebio, tu hermano que está en Cesarea, Teódoto de Laodicea, Paulino de Tiro, Atanasio de Anazarbo, Gregorio de Berito, Aecio de Lidia y todos los [obispos] orientales que dicen: ‘Dios existe sin principio, antes que el Hijo’, se habrían vuelto anatema, con la excepción de Filogonio de Antioquía, Helánico de Trípoli y Macario de Jerusalén, hombres herejes, carentes de instrucción, pues al Hijo unos lo llaman ‘eructo’, otros ‘emisión’, y otros ‘coingénito’.[2]

Según este documento contemporáneo a los hechos, el conflicto comenzó cuando Arrio reaccionó contra la teología que su obispo exponía en público. La carta describe tres diferentes teologías que buscaban explicar el origen del Hijo de Dios: la teología de Alejandro, la tradición a la que Arrio pertenecía y algunos aspectos de la enseñanza de Filogonio de Antioquía y otros dos obispos. Con la ayuda de otros documentos antiguos, es posible describir el contenido y los antecedentes de estas tres posturas.

La primera de estas teologías se puede reconstruir con cierta precisión gracias a la larga carta de Alejandro. [3] Ella afirma la estricta coeternidad del Hijo y el Padre: de ningún modo, ni en el pensamiento, ni por un cierto instante, Dios Padre precede al Hijo. Se trata de la teología origeniana de la generación eterna del Hijo, que comprende el origen del Hijo no como un evento primordial, sino un proceso eterno, fuera del tiempo. Por ello Alejandro afirma que el Hijo es generado sin cesar por Dios Padre. Esta doctrina había sido expuesta por Orígenes en los primeros libros de su Comentario a Juan y en su tratado Sobre los principios.

La segunda postura teológica, la que suscribe Arrio, está descrita con una sola frase: “Dios existe sin principio, antes que el Hijo”. Resulta evidente el diametral contraste entre la doctrina de Alejandro y la de la tradición a la que pertenece Arrio. La primera declara la estricta coeternidad del Hijo y el Padre, mientras la segunda afirma que el Padre, por ser ingénito, de algún modo es anterior al Hijo que es generado.

Es necesario subrayar que Arrio no se presenta a sí mismo como un pensador original, perseguido por su obispo a causa de sus innovaciones teológicas. Por el contrario, Arrio presenta esta doctrina como el patrimonio común de un importante grupo de obispos, encabezados por Eusebio de Cesarea, uno de los obispos más prestigiosos de Oriente. De hecho, la doctrina que declara que el Padre es anterior al Hijo se encuentra expresada de manera explícita en la Demostración evangélica, un libro escrito por Eusebio de Cesarea unos años antes del conflicto entre Alejandro y Arrio. La carta, además, contiene una seria advertencia: Alejandro declaró hereje a Arrio y, en consecuencia, condenó la teología de Eusebio de Cesarea y de un importante grupo de obispos, incluido el de Nicomedia. El problema más serio no era la disputa en Alejandría, sino el conflicto que se producía cuando Alejandro declaraba herética la enseñanza impulsada por Eusebio. No se trataba de dos obispos cualquiera. Alejandría era la capital de Egipto y Cesarea la capital de la provincia romana de Palestina. Además, ambas ciudades eran dos importantes centros culturales cristianos.

La tercera enseñanza cristiana transmitida por la carta es la que, por comodidad, llamamos la enseñanza de Filogonio de Antioquía. Arrio se refiere a esta doctrina de manera muy despectiva y polémica. Sin embargo, es posible reconocer el contenido de esta corriente teológica. Las expresiones que se usan para describir esta enseñanza indican una realidad interna que sale hacia afuera. El término ‘eructo’ proviene del Salmo 44,2: “Mi corazón ha arrojado –eructado– una palabra buena”. La palabra ‘emisión’ también indica algo interior que sale hacia afuera. Estos elementos muestran que la teología de Filogonio estaba en continuidad con la tradición de Antioquía, en especial, la del obispo Teófilo de Antioquía. Teófilo explicaba el origen del Hijo de Dios del siguiente modo: desde siempre, Dios estaba solo y en su corazón reposaba su palabra interna. Sin embargo, cuando Dios libremente decidió crear el mundo, pronunció su Palabra, es decir, generó a su Hijo por medio del cual creó todas las cosas. Teófilo, en su libro A Autólico, distingue dos etapas en la existencia del Hijo: la palabra interna que desde siempre reposaba en el corazón de Dios y la generación de la Palabra como Hijo, antes del inicio del tiempo, para asistir a Dios en la obra de la creación y gobierno del mundo.

En síntesis, la carta de Arrio al obispo de Nicomedia contiene tres respuestas distintas a la pregunta sobre el origen del Hijo de Dios, respuestas que intentaban explicar cómo se podía afirmar la divinidad del Hijo de Dios sin negar el monoteísmo o negar que el Hijo fuera una persona distinta a Dios Padre. La respuesta de Alejandro afirma que el Hijo es plenamente divino y estrictamente coeterno con el Padre, pero que no son dos dioses porque el Hijo, que es generado, recibe su ser y su divinidad del Padre, el único Dios ingénito. La respuesta de Filogonio niega que el Padre y el Hijo sean dos dioses, porque el único Dios, que desde siempre tenía su palabra interna en su corazón, pronunció-generó su Palabra divina –su Hijo– cuando decidió crear el mundo. Finalmente, Eusebio y Arrio afirman que Dios existía solo desde toda la eternidad y, cuando decidió crear el mundo, generó a su Hijo divino, que antes de ser generado no existía.

Eusebio y Arrio rechazaban la tradición representada por Teófilo, pues, según ellos, concebir el origen del Hijo como la exteriorización de la palabra interna, que estaba ‘en Dios’, implicaría negar la inmutabilidad y la simplicidad de Dios. Asimismo, Eusebio y Arrio se oponían a la teología de Alejandro porque aseguraban que la estricta coeternidad del Hijo y el Padre negaba la auténtica generación del Hijo. Pues, en una generación, siempre el padre debe ser anterior al hijo.

Hechos que precedieron el Concilio

Tras haber presentado los parámetros teológicos en juego, corresponde ahora exponer los hechos históricos que precedieron la celebración del Concilio.

Cuando la Demostración evangélica de Eusebio de Cesarea, que afirmaba que “Dios existe sin principio, antes que el Hijo”, comenzó a circular y a ejercer influencia teológica en Egipto, Alejandro, que rechazaba esta teología, comenzó a declarar públicamente que esta enseñanza era herética. Esta campaña de teología trinitaria fue desarrollada por el obispo en torno al año 322. En este contexto, Arrio reaccionó contra la predicación pública de su obispo y defendió una versión radical de la teología de Eusebio. Como consecuencia de esta reacción, Alejandro condenó a Arrio y a los que estaban de su lado. Varios obispos comprendieron que la condena del presbítero tenía un significado más amplio: excluir de la Iglesia la tradición teológica encabezada por Eusebio de Cesarea. Por ello, muchos clérigos intervinieron por medio de sus escritos. Alejandro se queja de que los de Arrio: “con hipocresía y engaño, rondan por las ciudades con el propósito de dar y recibir cartas para desviar a algunos” [4]. Y, a su vez, el mismo Alejandro envía cartas a muchos obispos. Con razón, este proceso ha sido caracterizado como una “guerra de cartas”.

En septiembre del 324, después de vencer a Licinio, Constantino se enteró del conflicto teológico que dividía a la Iglesia. Por ello, desde su residencia en Nicomedia envió al obispo Osio de Córdoba en misión de paz a la capital de Egipto. El emperador entregó a su enviado una carta en que reprochaba la conducta de Alejandro y Arrio que, a sus ojos, por una “discusión de minucias terminológicas”, estaban provocando una severa división en la Iglesia. [5] Reprender en pie de igualdad a un obispo y a un presbítero era más humillante para el obispo. Sin embargo, cuando Osio llegó a Alejandría no mantuvo la equidistancia de la carta de Constantino, sino que se puso completamente del lado de Alejandro. Entonces, la condena de Arrio fue ratificada en presencia de Osio.

H111 Fernandez 04Es razonable pensar que Alejandro le explicó a Osio que el problema más grave no era Arrio, sino los obispos encabezados por Eusebio de Cesarea que profesaban la misma teología. De hecho, el obispo de Córdoba, de regreso a la corte imperial, pasó por Antioquía y convocó un sínodo a inicios del 325, que fue presidido por Osio y Eustacio, el nuevo obispo de Antioquía. Esta asamblea de más de 50 obispos condenó a Eusebio de Cesarea y a otros obispos por compartir las opiniones de Arrio. Esta condena debió de resultar absolutamente inesperada e inaceptable para el respetado obispo de Cesarea. En estas circunstancias Eusebio debió de apelar a un sínodo más amplio, según la práctica impulsada por Constantino en el derecho civil y aplicada a la crisis donatista. Osio, que tenía experiencia en este tipo de procesos, no pudo sino acceder a revisar la sentencia en un sínodo sucesivo que debía reunirse en Ancira.

El emperador había enviado a Osio en una misión de paz. Desde esta perspectiva, los resultados de la embajada habían sido un fracaso: en lugar de lograr la reconciliación, el obispo de Córdoba había apoyado la condena de Arrio y había promovido la condena de uno de los obispos más respetados de Oriente, Eusebio de Cesarea. Ante estos resultados, Constantino, trasladó la sede del próximo sínodo desde Ancira a Nicea, amplió el alcance de la asamblea y la apoyó con recursos imperiales: concedió a los obispos el permiso para utilizar el cursus publicus, es decir, las vías romanas con toda su infraestructura. El emperador trasladó la sede del concilio porque él deseaba participar personalmente. ¿Cuál era, entonces, el propósito original del Concilio de Nicea? Si estas interpretaciones están bien encaminadas, el objetivo teológico del Concilio de Nicea era escuchar la apelación de Eusebio de Cesarea y determinar si él y un grupo significativo de obispos sostenían o no las mismas doctrinas que Arrio.

El Concilio debía abordar varios asuntos disciplinares y litúrgicos, como cuestiones sobre la jurisdicción territorial de los obispos o la unificación de la fecha de la Pascua. Su propósito teológico, en cambio, era determinar si la teología representada por Eusebio de Cesarea era legítima o debía ser declarada herética. En otras palabras, la asamblea debía juzgar si se debía o no mantener la condena de Eusebio que había sido pronunciada en Antioquía un par de meses antes.

Discusión teológica del Concilio

Estamos muy mal informados acerca del desarrollo del sínodo. Si alguna vez existieron actas de Nicea, estas no se conservan. Las principales fuentes para reconstruir el desarrollo de las discusiones sinodales son la carta de Eusebio de Cesarea a su iglesia [6], un fragmento de una obra de Eustacio de Antioquía [7] y un par de capítulos de una obra de Atanasio de Alejandría, escrita casi treinta años después [8]. Sobre la base de estas fuentes, es posible proponer un relato hipotético –no puede ser de otro modo– de la discusión teológica del Concilio.

Eusebio de Cesarea llegó a Nicea en calidad de convicto, o mejor, de condenado apelante o recurrente. El clérigo convicto debía, entonces, profesar su fe y defender la legitimidad de ella. El instrumento para realizar este proceso era, naturalmente, la exposición de una fórmula de fe, es decir, un credo. El obispo de Cesarea, entonces, presentó una fórmula de fe ante los demás obispos y el emperador, que participó activamente en las discusiones. La asamblea, entonces, estaba dividida en dos polos. El primero era liderado por obispos que buscaban confirmar la condena de Eusebio y sus aliados. Las figuras principales de este grupo eran Osio, Eustacio, Alejandro y Marcelo. El segundo polo estaba formado por Eusebio de Cesarea y otros obispos que sostenían opiniones doctrinales similares. Su objetivo era demostrar que su teología era tradicional y apostólica, y es posible que desearan poner de manifiesto la ilegitimidad de las enseñanzas de sus oponentes. Así, el debate se centró en la tradición doctrinal representada por Eusebio de Cesarea, y no en Arrio como individuo. De hecho, todo indica que Arrio ni siquiera estuvo presente en el Concilio.

La fórmula que Eusebio presentó a la asamblea es la siguiente:

Creemos en un solo Dios, Padre, todopoderoso, el hacedor de todo lo visible y lo invisible. Y en un solo Señor, Jesucristo, el Logos de Dios, Dios de Dios, luz de luz, vida de vida, Hijo unigénito, ‘primogénito de toda creación’ (Col 1,15), generado del Padre antes de todos los siglos, por medio del cual llegaron a ser todas las cosas (Jn 1,3). El cual, por nuestra salvación, se encarnó y convivió entre los hombres, padeció, resucitó al tercer día, subió al Padre y vendrá nuevamente, en gloria, a juzgar a vivos y muertos. Y creemos también en un solo Espíritu Santo. [9]

El texto no entra en cuestiones doctrinales específicas, sino que reproduce las expresiones de la fe tradicional. Afirma que el Hijo de Dios es “Dios de Dios”. Respecto del tema específico del ‘momento’ del origen del Hijo de Dios, afirma que es “generado del Padre antes de todos los siglos”, una fórmula tradicional que declara que el Hijo es anterior a la creación, pero no se pronuncia acerca de la estricta coeternidad o de la posterioridad del Hijo respecto del Padre: el credo excluye una posterioridad temporal, pero ni afirma ni rechaza otro tipo de posterioridad anterior a los tiempos.

La carta de Eusebio afirma:

Una vez presentada la fe de parte nuestra, no se ofreció a nadie espacio para objeciones, sino que, primero, nuestro mismo emperador, amado por Dios, atestiguó que ella contenía lo más recto. Confesó que él mismo pensaba así, y ordenó a todos aprobarla, firmar estas doctrinas y estar en armonía con ellas, una vez que fuera insertado un único término, el homooúsios. [10]

La redacción es artificiosa; la carta suena como si el credo hubiese sido recibido de manera muy positiva, pero la exigencia de la inserción del término homooúsios, es decir, consustancial demuestra que el credo no fue aceptado tal como fue presentado. A la luz de otras fuentes, es razonable suponer que la asamblea juzgó que el credo no contenía ningún error doctrinal, pero que, a la vez, era totalmente insuficiente para exonerar a Eusebio de su condena, porque su texto no rechazaba de manera explícita los puntos centrales de la ‘doctrina arriana’.

Lo que se buscaba era una fórmula de fe que pudiera certificar la ortodoxia de los obispos que la firmaban. La fórmula de Eusebio, tal como la presentó, no permitía dirimir la legitimidad de la fe de los obispos. No es fácil saber quién propuso la inserción del ‘consustancial’, es probable que algunos obispos de la asamblea –Alejandro, Ossio o Eustacio– lo exigieron y el emperador, con arte política, propuso usar el texto presentado por Eusebio con la inserción del ‘consustancial’.

H111 Fernandez 03

Restos de una antigua basílica en Nicea.

 

Sin embargo, los encargados de la asamblea redactaron una nueva fórmula que consistía en el Credo de Nicea acompañado de un canon dogmático:

Creemos en un único Dios Padre todopoderoso, hacedor de todo lo visible y lo invisible. Y en un único Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, generado del Padre como Unigénito, es decir, de la sustancia del Padre. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado no hecho, homooúsios con el Padre, por medio del cual llegaron a ser todas las cosas, las que están en el cielo y las que están en la tierra. El que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó, se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos y vendrá a juzgar a vivos y muertos. Y en el Espíritu Santo. A quienes dicen: “Hubo cuando no existía”, o: “No existía antes de haber sido generado”, o que “llegó a ser de la nada” o de otra subsistencia o sustancia, que afirman que el Hijo de Dios es mutable o alterable, a estos la Iglesia católica y apostólica los anatematiza. [11]

Por razones de espacio, no es posible comentar cada una de estas afirmaciones, sino abordar las cuestiones centrales. Entonces, ¿cuál era el propósito teológico del ‘consustancial’, el término clave del Credo Niceno? Como se ha dicho, las fuentes antiguas no transmiten el contenido de las discusiones teológicas del Concilio. Sin embargo, una comparación entre las posturas teológicas y la afirmación central del Credo Niceno –a saber, que el Hijo es homooúsios con el Padre– permite realizar una reflexión teórica sobre el significado del término clave.

Para identificar el sentido original del término ‘consustancial’, es necesario retomar las enseñanzas trinitarias estudiadas anteriormente y distinguir entre las doctrinas originales de cada autor, sus posibles implicaciones y sus distorsiones polémicas. Eusebio y Arrio afirmaban la posterioridad atemporal del Hijo; ellos no negaban la divinidad de Cristo, de hecho, ambos profesaban explícitamente la plena divinidad del Hijo. Sin embargo, Alejandro y Eustacio podían argumentar: si Eusebio afirma que Dios existía antes que su Hijo, entonces niega necesariamente la divinidad del Hijo de Dios. ¿Era legítima esta deducción? Desde un punto de vista teórico, la respuesta depende de las premisas teológicas subyacentes.

Por el contrario, Eusebio también podía cuestionar las posiciones teológicas de sus oponentes: si Alejandro afirma que el Padre y el Hijo son estrictamente coeternos, entonces él postula la existencia de dos seres ingénitos, es decir, dos dioses. Y el mismo Eusebio podía decirle a Eustacio: si tú afirmas que el Logos estaba eternamente en Dios y que, en una segunda etapa, el Padre lo engendró como Hijo, entonces niegas la inmutabilidad divina y supones que el Hijo es una ‘parte’ de Dios. ¿Eran legítimas estas deducciones? Una vez más, la respuesta depende del marco teológico subyacente. Es importante tener en cuenta que, en este concilio, se estaban clarificando los principios teológicos.

La historiografía posterior a menudo confundió las doctrinas originalmente afirmadas por los autores con sus posibles consecuencias o distorsiones retóricas. Por ejemplo, las fuentes antiguas describen a Arrio acusando a Alejandro de identificar al Padre y al Hijo como dos aspectos de una sola persona y, a la inversa, a Alejandro acusando a Arrio de enseñar que el Hijo era una criatura como cualquier otra. Sin embargo, nadie en Nicea apoyó estas tendencias radicales.

Las tres posturas mencionadas en la carta de Arrio estaban presentes en el Concilio de Nicea: Alejandro representaba la teología de la generación eterna; Eusebio de Cesarea defendía la prioridad atemporal del Padre respecto del Hijo; y, probablemente, Eustacio de Antioquía sostenía una versión de la teología del Logos en dos etapas. Estas tres soluciones teológicas representaban distintos intentos de resolver la tensión entre la unidad de Dios y la divinidad del Hijo. Es importante señalar que ninguna de ellas buscaba negar la divinidad del Hijo. El debate en Nicea no fue una confrontación entre quienes profesaban y quienes rechazaban la divinidad del Hijo: un examen cuidadoso de las fuentes contemporáneas muestra que el verdadero punto de discrepancia entre los obispos era la disyuntiva entre la prioridad atemporal del Padre respecto del Hijo, afirmada por Eusebio, y la estricta coeternidad de ambos, defendida por Alejandro y Eustacio.

La doctrina cuestionada afirmaba, en palabras de Arrio, que “Dios existe sin principio antes que el Hijo” [12]. Esta enseñanza, apoyada por Eusebio de Cesarea, afirmaba que, desde siempre, Dios es uno solo; sin embargo, cuando decidió crear el mundo, este único Dios ingénito engendró a su Hijo para que fuera el mediador de la obra de la creación. Esta enseñanza implica que Dios no es eternamente trino –estrictamente hablando, dual–, sino que se volvió trino, antes de la creación, en función de su acción económica. Estos son los conceptos que Alejandro rechazaba de la teología de Arrio y Eusebio.

Entonces, a la luz de estos conceptos, es posible deducir el significado original de la expresión clave del Credo Niceno. La afirmación “el Hijo es consustancial con el Padre” implica que es impensable concebir a Dios anterior al Hijo y, por lo tanto, sin él. Eusebio, en la Demostración evangélica, había negado la estricta coeternidad del Hijo y el Padre, afirmando que, a diferencia del rayo y la luz, el Hijo no es ni connatural (σύμφυτος) ni constitutivo (συμπληρωτική) de Dios Padre. Por el contrario, profesar que el Hijo es ‘consustancial’ al Padre implica necesariamente que él es, a la vez, connatural y constitutivo del ser divino.

El Credo de Nicea, entonces, asegura que la existencia del Hijo no es una consecuencia de la libre decisión divina de crear el mundo. La fe cristiana –en contraste con importantes corrientes del pensamiento griego– afirmaba que la acción económica de Dios, es decir, la obra de la creación y de la salvación, depende de la libre decisión de Dios. Si Dios crea por naturaleza, entonces el mundo es tan necesario como Dios. ¡Sin embargo, Dios no crea por naturaleza, sino por amor! Este es el problema que estaba en juego en la controversia entre Alejandro y Eusebio. El Credo de Nicea, entonces, definió de manera solemne que la existencia del Hijo no depende de la libre economía de Dios, sino del propio ser de Dios.

En esta profesión de fe, no solo estaba en juego la identidad del Hijo, sino también la del propio Padre. Nicea profesa solemnemente que Dios no se volvió Padre del Hijo, sino que la paternidad y la filiación existen en Dios desde toda la eternidad. La paternidad de Dios no es un resultado de su acción creadora o salvadora, sino una propiedad de su identidad personal.

El Credo Niceno afirma el carácter correlativo de la identidad de las personas divinas. Dios es eternamente Padre, porque es en relación a su Hijo, igualmente eterno. La expresión clave de Nicea se alinea con la descripción de Alejandro del Padre y del Hijo como “dos seres mutuamente inseparables” [13]. Son dos, cuya identidad proviene de su mutua relación. No puede haber paternidad sino en relación con la filiación.

El desarrollo de estas ideas no fue obra del Concilio de Nicea, sino que fue articulado por teólogos posteriores, en particular los padres capadocios. Asimismo, el Concilio tampoco abordó directamente la identidad del Espíritu Santo, porque debía enfrentar los severos problemas propuestos por la controversia que había estallado en Alejandría. El Concilio de Nicea, sin embargo, fue un hito fundamental en la historia de la teología, porque expresó en el lenguaje del pensamiento griego el rostro de Dios Padre, el Abbá, que Jesús había revelado a sus discípulos. 


Notas

[1] Orígenes; Diálogo con Heráclides, 1.
[2] Fontes Nicaenae Synodi, 6.2-4. Los números de los documentos corresponden a Fernández, Samuel (ed.); Fontes Nicaenae Synodi. Las fuentes contemporáneas para el estudio del Concilio de Nicea. Sígueme, Salamanca, 2025.
[3] Fontes Nicaenae Synodi, 8.
[4] Fontes Nicaenae Synodi, 8.58.
[5] Cf. Fontes Nicaenae Synodi, 24.
[6] Cf. Fontes Nicaenae Synodi, 37.
[7] Cf. Fontes Nicaenae Synodi, 39.
[8] Cf. Atanasio de Alejandría; Sobre los decretos de Nicea, 19-30.
[9] Fontes Nicaenae Synodi, 37.4.
[10] Fontes Nicaenae Synodi, 37.7.
[11] Fontes Nicaenae Synodi, 32.
[12] Fontes Nicaenae Synodi, 6.3.
[13] Fontes Nicaenae Synodi, 8.15.

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