Resulta ser sumamente significativo el hecho que la Virgen María ha sido el “lugar” en el cual la Trinidad se ha manifestado por primera vez. Ella es el espacio de la primera intervención claramente trinitaria, espacio de la primera operación conjunta, en la plenitud de los tiempos, de las tres Personas divinas.

La orientación ya ampliamente compartida por la teología pos-conciliar es que una sana mariología (discurso de fe sobre la Madre del Señor), no puede prescindir de la decisiva relación con el misterio Fontal y central de la fe cristiana: la Trinidad Santa [1].

Como nos recuerda el Concilio Vaticano II en una de sus afirmaciones más decisivas para la mariología, “por su íntima participación en la historia de la salvación, María reúne y refleja en sí las máximas verdades de la fe” (Lumen Gentium, n. 65). La humilde joven de Nazareth es, por lo tanto, un lugar epifánico de esa suprema y primera verdad de fe que es la Trinidad [2] porque Dios la quiso introducir tan profundamente en la trama de los misterios salvíficos, que se ha vuelto imprescindible su presencia y el descubrimiento de su significado en el conjunto de la fe. Realmente la reflexión de la fe sobre ella “destaca el ‘nexus mysteriorum’, el entrelazado íntimo de los misterios en su mutua fontalidad así como en su unidad[3].

En razón de esa “íntima participación” María se vuelve “Imagen y Revelación de la Trinidad”, como lo afirmaba ya en 1640 el obispo Benedicto José de la Zerda [4] y un espacio de revelación del Dios que se da a conocer por lo que hace en ella y, por medio de ella, a favor de todo el género humano. A la vez, es también el mejor fruto del amor de las Tres Personas divinas que en ella logran revelar “el resplandor de la verdad de la criatura redimida”, el primer y mejor fruto de la economía trinitaria para devolver el hombre a la santidad de su origen.

En una afortunada síntesis el Concilio puso la base de esta dimensión hermenéutica que la persona de María ocupa con relación al todo de la fe, y su valor iconológico para toda la Iglesia cuando afirmó: “la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, está unida con un lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla como una imagen purísima de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser” (Sacrosanctum Concilium, n. 103). Como lugar Teo-andrico-eclesial de manifestación de Dios, del hombre y de la Iglesia, María se vuelve el punto de observación más oportuno y concreto que Dios nos ha regalado para permitirnos una comprensión viva y personal de quién es el Dios que nos salva y hacia dónde nos quiere llevar.

En lo que la Iglesia llama la “economía divina” Dios ha querido suscitar el ministerio de la mujer en un actuar que es sumamente importante como espacio del inteligibilidad del cómo Dios salva y transforma a la criatura. El “Dogma vivo” [5] que es María, es la síntesis más acabada, un “catecismo viviente” que nos introduce y acerca al Dios comunión de Personas que crea, salva y llama a la comunión trinitaria. Estamos frente a una “clave de toda la teología” [6] que es necesario volver a valorizar de manera fecunda para todo el quehacer teológico y la experiencia concreta del vivir cristiano; clave que aleja toda reducción de la Trinidad a un puro teorema teológico sin incidencia en la práctica, clave que permite el regreso de Dios de lo que Bruno Forte ha definido “el destierro de la Trinidad de la teoría y de la praxis de los cristianos” a la “patria de la Trinidad”, porque todo en ella es relativo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo [7].

El Papa Juan Pablo II en el programa preparatorio al gran Jubileo de la Encarnación no ha dejado de percibir y subrayar la presencia “transversal” [8] de María en la celebración de cada una de las tres Personas divinas, indicando el particular nexo de madre del Verbo y de mujer creyente (n. 43), de mujer que concibe por obra del Espíritu Santo y señal de esperanza (n. 48), de hija predilecta del Padre y de madre amorosa (n.54). El mismo inicio del significativo texto programático del Pontífice, resaltaba el contexto trinitario que une providencialmente a la “Mujer” con la acción de la Trinidad. Citando el pasaje de San Pablo en la carta a los Gálatas 4,4, donde por primera vez en los escritos neotestamentarios y por única vez en San Pablo se nombra a la “Mujer” en un claro contexto trinitario, el papa reconoce que “esta presentación paulina del misterio de la Encarnación, incluye la revelación del misterio de la Trinidad y de la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo” (n. 1).

Todo este intenso camino de preparación al año santo, año que tiene como objetivo principal “glorificar a la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia” (n. 55) ha culminado recientemente, por lo que a la Virgen santa se refiere, en el XX Congreso Mariológico-mariano internacional, celebrado en Roma del 15 al 24 de septiembre bajo el título: El Misterio de la Trinidad y María.

En las reflexiones que siguen quisiéramos fundamentar y ampliar estas afirmaciones tan cargadas de hondo significado de tal manera que, mirando a la madre del Señor, podamos acercarnos al Dios Cristiano, y por medio de ella experimentar la nostalgia y motivar la belleza de un reencuentro “de la Patria Trinidad” en la teología y en la vida.

Revelación progresiva del misterio de la Trinidad y presencia de María.

Sin duda el acontecimiento revelador de la Trinidad es el Misterio Pascual donde los discípulos de Cristo han descubierto la iniciativa del Padre, la historia del Hijo vencedor de la muerte y la obra del Espíritu santo que da la vida.

“A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre del Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hechos 2,32). Este es el corazón del anuncio pascual que, en clave trinitaria, descubre el gesto victorioso de la cruz. “…Uno es el Dios Trinitario que actúa en la cruz y en la resurrección, una la historia trinitaria de Dios, uno el designio de salvación que se realiza en los dos momentos. En su misterio pascual Jesús nos ofrece la imagen perfecta de la vida trinitaria. La alteridad y la comunión de los Tres resplandecen en plenitud en los acontecimientos de la cruz y de la resurrección; la tragedia del pecado y el gozo de la reconciliación están allí presentes en la historia trinitaria de separación y de comunión por amor al mundo” [9].

La experiencia de la Pascua marca de manera tan profunda y decisiva la fe de los discípulos de Cristo que ellos no pueden no leer, a la luz de ese acontecimiento, toda la realidad histórica de Jesús de Nazareth. La memoria se vuelve “memoria pascual” [10]. Si la Pascua de Jesús encierra su “éxodo de este mundo al Padre”, esta misma Pascua debe aclarar el significado de su venida desde el Padre por la fuerza del Espíritu Santo. Los misterios de la infancia de Jesús corresponden, en clave trinitaria, a los misterios de la Pascua [11]. Los pastores de la Iglesia, testigos de la resurrección de Cristo como evento escatológico y trinitario (Hechos 2,32), ya están prefigurados en los pastores que en la noche de Navidad, mientras vigilan sus rebaños, se dicen unos a otros: “vayamos pues hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado” (Lc 2,15). Los fulgores de la Pascua iluminan hacia atrás la cuna de Belén y todos los acontecimientos de la infancia [12].

En esta mirada pascual hacia atrás, la primera comunidad cristiana descubre a María íntimamente unida a la obra de la Trinidad y a la Encarnación del Hijo (Lc 2,16), como memoria viva que guardaba en su corazón las primeras manifestaciones trinitarias y pascuales en la historia (Lc 2,19).

Desde el punto de vista cronológico es el Apóstol Pablo que nos ofrece el primer testimonio mariano del Nuevo testamento exactamente en un contexto trinitario y en el centro de la historia de la salvación [13]. “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha envido a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4, 4-6).

La importancia del texto paulino ha recuperado su valor como punto de partida obligatorio para el magisterio de la Iglesia y la reflexión mariológica actual, justamente porque revela que la “Mujer” no es un instrumento pasivo, sino una presencia providencial que en la “plenitud de los tiempos” se volvería el punto en el cual la Trinidad realizaría la obra de los siglos y, a la vez, se constituiría con su sola presencia en un espacio vivo de revelación trinitaria.

En la encíclica Redemptoris Mater el Papa Juan Pablo II parte explícitamente de Gal 4,4-6 para precisar el lugar de María en el plan de la salvación afirmando que: “son palabras que celebran de manera conjunta el amor del Padre, la misión de Hijo, el don del Espíritu Santo, la mujer de la cual nació el redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la plenitud de los tiempos” (n.1) [14].

En el pasaje en objeto, Dios el Padre, aparece como el “mandante” de donde brotan las dos misiones: la del Hijo (v.5) y la del Espíritu Santo (v.6). todo esto acontece en la “plenitud de los tiempos” o mejor dicho, la misión del Hijo permite que el tiempo llegue a su plena madurez, según la sugestiva afirmación de Eliot: “Entonces llegó un momento predeterminado …un momento en el tiempo, pero el tiempo se hizo mediante ese momento, pues sin el significado no hay tiempo, y ese momento del tiempo dio el significado” [15]. Exactamente a estas alturas del plano redentor es colocada María. Por medio de su ministerio maternal, el Hijo del Padre preexistente al mundo, es introducido por obra del Espíritu Santo en el linaje humano. Ella es la mujer que lo revista de nuestra carne y de nuestra sangre.

La interpretación trinitaria de la pascua se extiende en el Evangelio de Lucas a todo el acontecimiento histórico de Jesús a partir de la anunciación a María (Lc 1, 26-38). También en la anunciación la iniciativa es del Padre: “Al sexto mes fue enviado por Dios el Angel Gabriel…” (Lc 1,26). Es sabido que en el Nuevo testamento la palabra Dios, en la casi totalidad de los casos, designa al Padre.

Se trata del Altísimo (Lc 1,32.35), o sea, del Señor trascendente, pero a la vez de un Dios que desde siempre ama a María de un amor único y que por eso se acerca a ella como salvador. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28) [16]. En la anunciación el acontecimiento se refiere al Hijo, por el cual se cumple la obra divina: “vas a concebir en el seno y vas a dar a luz a un hijo (…). El será grande y será llamado hijo del Altísimo (…) hijo de Dios” (Lc 1,31-32.35). Se expresa aquí, in crescendo, la condición divina de Jesús. El mensaje del Angel es doble: el primero se limita a anunciar el Mesías davídico con función de rey escatológico (Lc 1,30-33), el segundo anuncia al Hijo de Dios en sentido verdadero y propio” [17]. En la anunciación también está presente el Espíritu Santo. Cumbre de toda la narración lucana es el v.35: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Aquí no se trata del espíritu de profecía prometido a Juan Bautista, sino del Espíritu de vida que resucitará a Jesús de entre los muertos (Rom 1,4; I Cor. 15,45). El Espíritu es la fuerza divina que realiza lo que es humanamente imposible: la concepción virginal del hijo de Dios. El paralelismo con la nube que cubre la tienda de la reunión, como signo tangible de la presencia de Yawhé (Ex 40,34-35), identifica a María con el nuevo tabernáculo de la gloria del Señor.

“Lucas deja transparentar en las palabras del Angel el misterio trinitario y otorga así a ese acontecimiento ese centro teológico al que hace referencia toda la historia de la salvación y también la profesión de la fe” [18]. La anunciación revela a la Trinidad de manera tal que entre María y la Trinidad se establece una relación profunda y providencial en el plan salvífico que el Concilio no deja de subrayar: “redimida de manera eminente en previsión de los méritos de su hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, se le confiere la inmensa dignidad de madre de Dios, y por lo tanto es la hija predilecta del Padre y el templo del Espíritu santo” (Lumen Gentium n. 53).

El exégeta Salvador Muñoz otorga particular importancia a la doble nota redaccional “María guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 19.51b). La frase del evangelio significa: conservar el recuerdo de una revelación en espera de su cumplimiento. La función de María como testigo superviviente de la infancia de Jesús fue conservar para la posteridad el recuerdo de lo sucedido, en espera de la plena realización de lo entonces intuido. Esta plena realización que tuvo lugar en la Pascua, ilumina todas las revelaciones anteriores, es homogénea con ellas, como ha podido comprobar María. El evangelista viene a decir que la fe actual de la Iglesia había sido presentada por María desde los primeros pasos de Jesús sobre la tierra. Se comprende que barruntara concretamente la Trinidad quien -como María- tiene con cada una de las Tres Divinas Personas relación singular y única [19].

Sorprendente es también el hilo trinitario que es posible descubrir en el cuarto evangelio. Los tres pasaje donde implícita o explícitamente se trata de la Madre de Jesús, Juan la considera sucesivamente en relación con el Padre: la madre del hijo único venido del Padre (Jn 1,13); en relación a Cristo: la madre de Jesús, la esposa de las bodas mesiánicas (Jn 2, 1-11), en relación con el Espíritu Santo: la madre del discípulo y el don del Espíritu Santo (Jn 19,25-27). “Todo esto nos autoriza a más bien nos obliga -escribe el Padre Ignacio De la Potterie- a decir que estos tres pasajes están articulados según una estructura trinitaria” [20].

Finalmente no es tampoco ajeno a esta dimensión trinitaria el hecho que la Virgen sea expresamente mencionada en uno de los sumarios que describen la vida de la Iglesia naciente: Hechos, 1,14: “Todos (los once, y 13) perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la madre de Jesús, y con los hermanos de éste”. Presente como protagonista en los comienzos de la vida terrena de Jesús, el hijo enviado por el Padre para darnos el Espíritu de adopción, María no está menos presente en medio de la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la cual va a descender el Espíritu. (Cf. Hechos 2,1-4). La nueva presencia del Verbo que ahora se prolonga en el pueblo nuevo nacido en Pentecostés por la “fuerza de lo alto” es un evento trinitario destinado a crear la Iglesia, pueblo reunido en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo. Son numerosas las analogías entre la Anunciación y Pentecostés que dejan entrever la ejemplaridad y la pertenencia de María a la comunidad de los creyentes como figura de la que precedes y acompaña esta nueva creación de la Trinidad.

Podemos concluir en este punto, que resulta ser sumamente significativo el hecho que la Virgen María ha sido el “lugar” en el cual la Trinidad se ha manifestado por primera vez. Ella es el espacio de la primera intervención claramente trinitaria, espacio de la primera operación conjunta, en la plenitud de los tiempos, de las tres Personas divinas: “María, pobre y acogedora, se convierte en el lugar en donde la historia trinitaria de Dios, el designio del Padre, el envío del Espíritu Santo y la misión de Hijo, viene a plantar sus tiendas, en la historia de los hombres” [21].


NOTAS 

[1] Sin querer resumir los estudios sobre el argumento, señalamos sólo algunos de los más importantes aportes: ALONSO J.M. –PIKAZA X., Trinidad, en Nuevo Diccionario de Mariología, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988, pág. 1892-1923; DE ALDAMA A., María en sus relaciones con la Trinidad, en Estudios Trinitarios 2 (1968) 81-90; ROVIRA G., Las relaciones de María con la Santísima Trinidad y su libertad, en Scripta theologica 19 (1987) 719-749; SCARAMUZZI D., “Totius Trinitatis nobile triclinum”: María e la Trinità, en Rivista di scienze religiose 1 (1987) 20 (1988) 771-779; AMATO A., María e la Trinità. Spiritualità ed esistenza cristiana. Ed. San Paolo, Cinisello Balsamo 2000.
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 234.
[3] RATZINGER J., Considerazioni sulla posizione della mariología e della devozione mariana nel complesso della fede e della teología, en RATZINGER J. – BALTHASAR H.U., María, Chiesa nascente, Roma 1981, 28.
[4] DE LA ZERDA J., María effigies, revelatioque Trinitatis, et attributorum Dei, Almería 1640.
[5] Cf. EVDOKIMOV P., La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 1980, 153 y 229.
[6] Cf. LAURENTIN R., María, clave del misterio cristiano, Ed. Paulinas, Madrid 1996, 7.
[7] FORTE B., Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, Ediciones Sígueme, Salamanca 1988, 16-17.
[8] Cf. JUAN PABLO II, Tertio Millennio Adveniente, n. 43.
[9] FORTE B., Trinidad como historia, pág. 43.
[10] Ib.
[11] Cf. BROWN R.E., La concezione verginale e la resurrezione corpórea di Gesù, Brescia 1977, 37 s.
[12] Cf. SERRA A., Biblia, en Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, pág. 324 y s.
[13] Cf. VANHOYE A., La Mère du Fils de Dieu selon Gal 4,4 en Marianum 40 (1978) 237-247. Para una amplia profundización de todos los aspectos exegéticos, patrísticos, litúrgicos y pastorales, indicamos: AA.VV., Theotokos, año I – 1993/2.
[14] El mismo texto de Pablo es utilizado como punto de partida para la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente n. 1 Cf a este propósito CASALE U., María nella lettera Apostolica Tertio Millennio Adveniente, en Theotokos IV 1996/2, 599-614.
[15] ELIOT T.S., VII Coros de “La Piedra”, en Poesie, Mondadori, 1971.
[16] es casi universal el reconocimiento que estas palabras del Angel trasmitidas por Lucas recuperan la promesa del profeta Sofonías 3,14 dirigida a la “Hija de Sión” y que anuncian la morada de Dios en su seno. Por medio de este saludo María es presentada como la personificación de la Hija de Sión, destinataria de la alegría mesiánica y, al mismo tiempo, como la morada, la tienda santa sobre la cual descansa la nube de la presencia de Dios, Cf. LYONNET S., Kaire, Kejaritomene, en Bíblica 20 (1939) 131-141; LAURENTIN R., Structure et théologie de Luc I-II, París 1957, 64-71; CIMOSA M., II senso del titolo Kejaritomene, en Theotokos IV, 1996/, 589-597.
[17] Cf. VALENTINI A., “Editoriale”, en Theotokos IV 1996, 288.
[18] RATZINGERJ., Et incarnatus est de Spiritu sancto ex María Virgine, en Theotokos II, 1995/2, 294.
[19] Cf. MUÑOZ IGLESIAS S., María y la Trinidad en Lucas 1-2 en AA.VV. Mariología fundamental, Salamanca 1995, 18-19.
[20] DE LA POTTERIE I., María y la santísima Trinidad en San Juan, en AA.VV., Mariología fundamental, Salamanca 1995, pág. 45.
[21] FORTE B., Trinidad como historia, pág. 46.

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