En la Inmaculada Concepción el hombre tiene una «memoria» de su perfección recuperada y se compendia el anhelo de su búsqueda de Dios, hasta el punto de ser un acontecimiento cuyo significado ya no es sólo personal de María, sino «espacio» de la recuperada disponibilidad del hombre a Dios.

En las raíces del hombre salvado

«Salve, primer milagro de Cristo». Con estas palabras del Akathistos [1], antiguo himno litúrgico de la iglesia bizantina del siglo V, que fue y queda como el modelo de muchas composiciones himnográficas antiguas y modernas, la Iglesia ha siempre asociado el dogma de la Inmaculada Concepción. En realidad el misterio de la santidad radical de María resulta incomprensible si no se relaciona con la acción redentora del mismo Cristo, de la cual la preservación de la Madre del contagio de toda culpa original fue la primera acción , el primer y más espléndido fruto. El primer milagro de Cristo.

El Concilio Vaticano II, con acentos de asombro y conmoción, recuerda ese primado que la Virgen tiene en el misterio pascual de Cristo al referirse a Ella como «el fruto más espléndido de la redención, que la Iglesia admira y ensalza» [2]. La actitud contemplativa y celebrativa que la Iglesia ha desarrollado frente a este espectáculo de gracia y de amor que significa la «llena de gracia» (Lc 1,28), constituyó el clima en el que la comunidad creyente fue paulatinamente penetrando en el significado más hondo de esta primicia salvífica que fue la redención de la madre y, por ende, de la propia. Con actitud de silenciosa escucha, la Iglesia, en una ininterrumpida tradición, fue gustando esas primeras notas que tejieron la ouverture de la inmensa sinfonía del amor trinitario hacia la creación.

Como en toda sinfonía la ouverture es anuncio de un tema que se desarrolla en innumerables variaciones, pero que emerge como un sutil hilo rojo en todo el lenguaje musical. De igual forma podríamos pensar en la Inmaculada Concepción como el tema inicial, claro, solemne, sobriamente anticipado, pero cuyo lenguaje hace familiar el posterior desarrollo que el artista divino quiso comunicar con respecto a su voluntad de su auto donación en la creación del hombre y de su redención por medio del misterio pascual de Cristo.

María, como ha afirmado Luigi Giussani, fue «la primera vibración de las cuerdas de ese instrumento musical que es la realidad de Dios». Por esto ayuda a nuestra conciencia y libertad a abrirse de par en par cada día frente a la objetividad de la presencia de Cristo y de su acción en la historia.

El llamado insistente que la Iglesia hace a la figura de María y que este precioso aniversario de los 150 años de la proclamación del dogma nos vuelve a proponer, posee un fuerte valor de método para vivir la experiencia cristiana y la misma comprensión del hombre salvado en Cristo y reunido en su Iglesia. En estos tiempos de honda herejía antropológica, la mirada sobre la criatura «radicalmente agraciada», socorre a nuestra comprensión del hombre afectada por el imperialismo de la subjetividad [3], para reafirmar la primacía de la trascendencia, el absoluto venir-ante (prae venire) de Dios por encima de toda autosuficiencia. En el primer milagro de Cristo, se desvela como en una síntesis acabada y existencialmente verificada, toda «la cultura de la gracia», toda la mirada de Dios sobre la criatura y toda la fuerza del misterio pascual, por el cual esa misma criatura creada «para ser santa e inmaculada en su presencia por el amor» (Ef 1, 4), es reconducida a su proyecto inicial por la «gracia del Amado, en quien tenemos, por medio de su sangre, la redención y el perdón de los delitos» (Ef 1, 6-7). El dogma de la Inmaculada Concepción no es de ninguna forma una doctrina periférica en el conjunto de la fe, sino realiza ese nexus misteriorum, que ayuda a encontrar la clave de comprensión de una auténtica antropología sobrenatural, que es la necesidad más urgente para el anuncio cristiano en este umbral del tercer milenio.

Fue sustancialmente esto lo que el beato Pío IX ya quiso poner en evidencia cuando el 8 de diciembre de 1854 definió la inmaculada Concepción de la Virgen María: «la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios todopoderoso, en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, ha sido revelada por Dios y por lo tanto se debe creer de manera firme e inviolable por todos los fieles» [4].

Esa definición fue el término de un larguísimo proceso histórico que involucró, aunque de diferentes maneras, a toda la Iglesia católica. A ella no se habría podido llegar sin la convergencia de tres fuerzas: el pueblo cristiano con su «sensus fidei» (sentido de fe), los teólogos con la solución de los nudos doctrinales y el magisterio eclesial con su rol moderador que sólo se pronuncia en manera definitiva con Pío IX, en 1854. Para comprender el lento y secular proceso que ha llevado a la definición dogmática es necesario situarse en el contexto de la fe eclesial, la cual madura y crece en la comprensión de la realidad revelada bajo el influjo del Espíritu Santo y por medio del ejercicio de los diferentes carismas [5]. Del Espíritu Santo deriva pues el sensus fidei, descrito por la Sagrada Escritura como «sentido de Cristo» (1 Cor 2,16) o como «unción, crisma» que permite discernir la verdad de la mentira y enseña todo desde el interior (1 Jn 2,20 –21.27), o también como «ojos de la mente» para un más profundo conocimiento del plan de Dios (Ef 1,17-18; Col 1,9; Rom 12, 2; Fil 1,9-10). Esa comprensión plena del dogma es la que quisiéramos ahora profundizar sin olvidar el horizonte cultural y espiritual que está como trasfondo de todo ese proceso y que ahora puede ayudarnos a encontrar nuevas respuestas para el hombre de nuestro tiempo.

La Inmaculada Concepción: clave para una antropología actual

Es ya clásica la observación que el historiador de la mariología George Söll ha hecho afirmando que los cuatro dogmas marianos pueden dividirse claramente en dos grupos, partiendo tanto de su contenido como de su proceso evolutivo. La fe de la Iglesia en la Maternidad Divina y en la Virginidad de María va unida indisolublemente con la fe en Cristo y con su formulación histórico-dogmática. Los llamados «nuevos dogmas» marianos (Inmaculada Concepción y Asunción), se basan ciertamente en la dignidad y en el significado de la Virgen Madre de Dios, pero conocen un progresivo cambio de horizonte, el de la antropología teológica, es decir, el paso a las cuestiones sobre el estado original, la donación de la gracia, el desarrollo de la vida cristiana y el destino final del hombre [6].

El clima en que maduró la definición dogmática es el mismo que producirá –exactamente diez años más tarde (el 8 diciembre de 1864)– la promulgación del Syllabus, condenando los errores del espíritu moderno [7]. Es la época en la que quizás como nunca se sintió tan fuerte la confrontación entre la fe cristiana y el proyecto de emancipación que nació con la Ilustración y que nos ayuda a comprender cómo –precisamente en la edad moderna, después de varios siglos de controversias y clarificaciones progresivas– se llegó a la definición de la Inmaculada Concepción.

El «espíritu moderno» constituye, aunque sea remotamente, el trasfondo polémico de la definición de Pío IX. En contra de la idea del hombre como árbitro absoluto de su propio destino y artífice único del propio progreso, resuena alta y pura la afirmación de la absoluta primacía de la iniciativa de Dios en la historia de la redención, que se manifiesta de manera singular en la historia de la Virgen Madre del Señor. Exactamente cuando se iba imponiendo una visión del hombre, que es sustancialmente la que ha heredado y amplificado la cultura dominante hoy en día, en la cual Dios queda limitado a una «hipótesis inútil», el dogma de la Inmaculada Concepción fue el poderoso grito a favor de la relación radical que la criatura mantiene con su creador y de la necesidad de su gracia y de su misericordia. La Inmaculada Concepción lejos de ser una excepción a la necesidad y gratuidad del amor trinitario y del misterio pascual de Jesucristo, es su exaltación, más aún es «un capítulo de la doctrina misma de la redención y su contenido constituye la manera más perfecta y radical de redención» [8], como lo tuvo que precisar el pensamiento teológico precisamente para salir de los más sustanciales reparos que fueron opuestos a esta doctrina.

El proyecto divino sobre el ser humano, realizado de manera eminente en la santa humanidad de Cristo, el Hombre nuevo, encuentra una sublime realización en María, la Mujer nueva: de hecho la Virgen, en el mismo inicio de su existencia –esto significa la Inmaculada Concepción– es transfigurada por la gracia (Lc 1,28). En Ella se ha realizado primeramente y de manera perfecta, el proceso de predestinación, elección, justificación, glorificación en Cristo (Rom 8, 29-30). La Virgen María es la criatura en la cual la libertad se armoniza con la obediencia, las aspiraciones del alma con los valores del cuerpo, la gratuidad de gracia divina con el compromiso humano. ¿No es acaso sobre estas dicotomías que ha trabajado, por el contrario, la hipótesis de la modernidad y los maestros de la sospecha, extendiendo su convicción de la «muerte de Dios» para que el hombre viva? Y lo mismo que en la antigua Iglesia la mariología (María Virgen y Madre) había estado al servicio del mantenimiento del «escándalo» cristológico original (verdadero Dios y verdadero hombre), así en la edad moderna se convierte en vehículo para afirmar la correspondencia en la antropología de la misma paradoja evangélica, mediante la conciliación de dimensiones que el pensamiento racionalista se ha encargado de hacer aparecer como irreconciliables. La presunción totalizante de la razón moderna, que es la gran interlocutora –aunque no se la mencione expresamente– de la definición dogmática de 1854, ha reducido el hombre a una sola dimensión, contribuyendo a la afirmación de ese «imperialismo de la subjetividad» que la Inmaculada Concepción rechaza, como la más radical herejía antropológica. El significado antropológico de la Inmaculada Concepción está cargado de enormes consecuencias para la evangelización, y especialmente en el contexto cultural en el que vivimos. Los dos puntos que voy a señalar a continuación son sólo dos aspectos que me han parecido especialmente significativos para una iluminación de la hora presente desde el dogma de la Inmaculada Concepción.

Cultura de la suficiencia versus cultura de la gracia

El momento de la historia en que vivimos se caracteriza, simultáneamente, por la disolución de la cultura que ha regido los ideales cristianos en Occidente en los dos últimos siglos y por la aparente incapacidad de esa cultura para mostrar un camino que restablezca la dignidad de lo humano. No es ajeno a este proceso el «fraude», el «doble juego» que ya denunciaba Romano Guardini, y que «ha consistido en negar, por una parte, la doctrina y el orden cristianos, mientras por otra se reivindicaba la paternidad de los resultados humano-culturales de ese orden» [9]. Principal característica de la cultura de la modernidad es lo que podría llamarse una «metafísica de la suficiencia» [10], es decir, la afirmación de que el hombre se basta a sí mismo para realizar su destino. El hombre niega, si no teóricamente, sí en la vida real, su carácter de criatura, se erige en único dueño y señor de su vida. Ya no espera de Dios su plenitud, ya no entiende lo que significa la gracia, ni cree en el milagro. Su ídolo es Prometeo, el mítico personaje que ha robado el fuego a los dioses. Partiendo de la razón como medida de todas las cosas, poco a poco viene a entender la moralidad como «explotación» de sus cualidades naturales en función del éxito, y la libertad como ausencia de vínculos con la misma realidad.

En esas versiones del cristianismo (o de lo que queda de él) no hay lugar para el pecado original, ni quizás propiamente hablando para el pecado sin más. Tampoco hay escatología. En realidad se censura el drama de la persona humana, y en consecuencia, se silencia todo lo que en el cristianismo hace referencia a la redención. De ahí se sigue, como consecuencia inevitable, un relativizar la necesidad que el hombre tiene de Cristo.

La cultura de la suficiencia no sabe qué hacer con Cristo y mucho menos con María. En esa cultura, el culto y la piedad marianos sólo pueden ser considerados como algo semi- mágico. Sin embargo, para el hecho cristiano, María Inmaculada significa la absoluta necesidad de la gracia, o sea de la constitutiva relacionalidad que la criatura tiene con su Creador. Este es el núcleo de lo que definimos como Gracia y que en nuestra reflexión religiosa, advertía ya el cardenal Ratzinger cuando en 1988 visitó Chile, «hemos cosificado quizás un poco más de la cuenta, considerando la Gracia simplemente como algo sobrenatural que llevamos en el alma: y como no advertimos gran cosa de ella o incluso nada, poco a poco se nos vuelve insignificante, una palabra vacía del extraño léxico cristiano, que no parece tener ya relación alguna con la realidad de nuestra vida diaria. Pero en realidad el concepto Gracia es relacional: no expresa tanto una propiedad del sujeto, sino más bien una relación del yo y del tú, de Dios y del hombre. «Llena de Gracia» podemos traducirlo de la siguiente manera: Llena eres del Espíritu santo. Estás en relación vital con Dios» [11].

En la Inmaculada Concepción brilla la memoria del hombre creado para Dios, y que por ende descubre su significado en la pertenencia al totalmente Otro, y también del don de Cristo y de su Pascua, sin el cual este destino comprometido por el pecado, no sería posible de alcanzar. En su primer instante como criatura «agraciada por la sangre del Amado» (Ef 1,6) María realiza plenamente un proyecto alternativo al de la cultura de la autosuficiencia que lleva al deterioro de lo humano. Sin apenas palabras, con su existencia y su posición ante el Misterio, María proclama que la grandeza y la fecundidad de una vida consisten en la apertura de la libertad al designio de Dios. Que en esa apertura, por gracia de Dios, se realiza el milagro de que el hombre venga a ser «templo del Espíritu» e «hijo de Dios», cumpliendo aquel deseo impreso en el hombre desde el origen, que ya explotó «la antigua serpiente» (Ap 20,2) para inducirnos a la perdición: «Seréis como dioses» (Gen 3,4). En definitiva, que la realización de la existencia humana en plenitud no es fruto del esfuerzo «prometeico» del hombre, sino de la acogida y la obediencia al don de la gracia divina, en manera totalmente gratuita. «Llena eres de Gracia, significa también que María es un ser humano totalmente comunicado, que se ha abierto completamente, que se ha entregado audazmente y sin límites en las manos de Dios, sin temor por su propia suerte. Significa que María vive plenamente a partir de su relación con Dios y que se basa en ésta» [12]. Llena de Gracia significa que la Virgen de Nazareth realiza en sí misma la esencia de la condición humana así como Dios la quiso: ella es mujer orientada hacia lo alto y no encorvada bajo el peso del pecado; no se encuentra replegada sobre sí misma, sino abierta al amor de Dios, de los hombres, de la creación; no es una esclava marcada por el sello del enemigo del género humano, sino la Hija predilecta del Padre [13], que lleva desde el principio de su existencia «el sello de Dios en su frente» (Ap 9,4).

La antigua afirmación de «María vencedora de todas las herejías», encuentra en este caso su aplicación más actual al vencer en su Inmaculada Concepción, la herejía antropológica de nuestro tiempo: la separación entre Dios y el hombre, entre naturaleza y gracia, entre Causa Primera (Dios) y la causa segunda (el hombre libre). Esta separación es la raíz de la que brota y se alimenta la desintegración del hombre y el desmoronamiento de la trama social. La tentativa prometeica de forjar una cultura donde reinan la igualdad, la libertad y la fraternidad, pero sin tomar seriamente en cuenta el misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo redentor, es precisamente lo que la Inmaculada Concepción desmiente, al ofrecer un espacio humanísimo en el que el misterio pascual ya es un don acogido y aceptado desde el primer instante de existencia y que determina la belleza de su resplandor. Bellamente ha escrito Giussani: «María, Tú eres la primera casa de Dios en el mundo, el primer contexto, el primer ámbito, el primer lugar en el que todo lo que había era de Dios, del Dios que venía a vivir con nosotros. Todo lo que Tú eres, todo, es para Dios, es morada suya. No hay ninguna falsedad en ti: «Gratia Plena». El don de Dios, su elección te ha purificado por entero. Más aún, más que purificarte, te ha creado por entero: «Gratia Plena». Por eso eres bellísima, porque la belleza es el esplendor de la Verdad. ¡Bellísima!».

Hecho cristiano y utopías

La sustancial relativización del acontecimiento cristiano que sustenta la cultura dominante, lleva a otra consecuencia: el vaciamiento de su dimensión histórica y su transformación en una utopía más, sea ética, religiosa o filosófica. Es preciso tener en cuenta este dato cuando se trata de comprender el momento actual de la Iglesia en relación con el mundo y en qué medida la presencia de María desmiente esa reducción.

La palabra «acontecimiento» aplicada al hecho cristiano, es la categoría más apropiada para definir la sustancial novedad que el ingreso del Misterio en el tiempo produce en la historia. No se trata de una proyección más de los sueños de rescate que el hombre a través de sus innumerables construcciones ideológicas ha ido construyendo, sino, como lo diría el poeta inglés Tomas S. Eliot, «de un momento predeterminado, un momento del tiempo y en el tiempo... Pero el tiempo fue creado por medio de aquel momento: porque no hay tiempo si no hay un sentido, y fue aquel momento el que dio sentido a todo» [14]. Esta realidad no se podría haber expresado mejor que como lo hace el apóstol Pablo, cuando reconoce en la irrupción del Misterio en la carne (nacido de mujer) la misma «plenitud del tiempo» (Gal 4,4). Es muy significativo que la presencia de la «mujer» en ese primer texto neotestamentario que a ella hace referencia, sea asociada a la «plenitud del tiempo», a la realización de un proyecto que culmina en la posibilidad de que el hombre pueda decir de nuevo «¡Abbá, Padre!» y cuya prueba es exactamente ese grito en el Espíritu (Gal 4, 6-7) que la criatura vuelve a repetir. Es realmente una nueva creación. La visión cristiana habla de un «ya», aunque en tensión hacia su plena manifestación en el reino, y no de una mítica edad del oro que debe venir en un futuro más o menos remoto, una vez que se hayan dado ciertos cambios tecnológicos o políticos. El evento Cristo y su Pascua han introducido en el mundo una aceleración de la historia, por la cual esta es ya historia de Dios con el hombre. La humanidad de Cristo resucitado y sentado a la derecha del Padre, es ya primicia del hombre nuevo, «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18).

Lo que tantos sueños utópicos, asociados a muchos «ismos» que de una u otra forma se han propuesto como mesianismos sin trascendencia y que trágicamente han revelado su inconsistencia a la hora de realizar una humanidad verdadera, lo realiza Cristo con su encarnación, muerte y resurrección, y lo dona al hombre que ha unido a su persona.

La cultura de la modernidad, constitutivamente utópica, al no poder ofrecer un verdadero modelo de realización humana, sólo puede prometerlo, a cambio de la docilidad del hombre. El cristianismo, en cambio, consiste en la certeza de que ha habido un momento «en el tiempo», que ha dado sentido a todo. Ese momento del tiempo es el acontecimiento de Cristo. Él es «el Verbo de la Vida», que han visto nuestros ojos y han tocado nuestras manos» (1 Jn 1,1-3), en Él «habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). En el Hijo de Dios, la historia ha sido redimida, porque Él se nos ha mostrado como la misericordia infinita que está en el origen de todo y que es la meta de todo. «Todo ha sido creado por Él y para Él» (Col 1,16). Aquí está todo el escándalo del cristianismo para la lógica de la razón autosuficiente. El hombre-Prometeo no puede admitir que en Cristo «se ha manifestado» definitivamente «la gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tit 2,11). Para el pensamiento moderno esto no puede ser un hecho, y por tanto Jesús no puede ser, en el mejor de los casos, sino un hombre religioso excepcional. Un modelo ético que, si ha de tener algún valor para el hombre de hoy, habría naturalmente que adaptar a las «exigencias» de nuestro tiempo. A su vez el Credo de la Iglesia sólo puede ser admitido reinterpretándolo, como hacían los idealistas, en el sentido de una proyección de la autoconciencia del hombre divinizado [15].

En el corazón mismo del acontecimiento cristiano que salva nuestras vidas está la mujer, María, la Inmaculada madre de Cristo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su hijo, nacido de mujer...» (Gal 4,4). Indisolublemente unida al misterio de la redención, Ella reúne y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe [16] y, principalmente en su Inmaculada Concepción, revela que el hombre nuevo, fruto de la Pascua de Cristo, es ya una realidad y no un sueño utópico que emergerá de una sólida ingeniería del pensamiento (gnosis) o de los cambios estructurales que podamos activar. No es casual que la primera referencia a María en los escritos de los Padres de la Iglesia la mencione como la «nueva Eva», la que junto al nuevo Adán que es Cristo, inauguran un mundo nuevo que vence la desobediencia y la desfiguración a la que se entregaron el primer Adán y la primera Eva [17].

En la Inmaculada Concepción el hombre tiene una «memoria» de su perfección recuperada y se compendia el anhelo de su búsqueda de Dios, hasta el punto de ser un acontecimiento cuyo significado ya no es sólo personal de María, sino «espacio» de la recuperada disponibilidad del hombre a Dios; un acontecimiento por cuyo medio Dios quita todo obstáculo que impide a la humanidad adherir a su vocación y la transforma en la esposa que responde al amor del esposo. Acontecimiento dentro del gran Acontecimiento de Cristo, la Inmaculada Concepción confirma la complacencia de Dios por la historia que por su benevolencia ha creado y en la cual se refleja su imagen eterna. La bondad inicial de la creación, conmoción estática de Dios ante su obra (Gen 1,31), es la misma que se vuelve a repetir en la creación de la humanidad plenamente redimida de la Virgen, como destino de la «complacencia» del Padre que ve el rostro del «Hijo de la complacencia» (Mc 1,11) nuevamente restablecido en el rostro de la criatura. El carácter de evento que el dogma mariano tiene en la economía de la salvación, reconcilia a la humanidad con su propia historia y dentro de esa historia le permite encontrar lo que la ennoblece. Exactamente como le canta el poeta Dante a la Virgen cuando en el canto XXXIII del paraíso le dice: «Tú eres la que de tal forma has ennoblecido la humana naturaleza que su hacedor no desdeñó de convertirse en hechura suya». La gracia vertida sobre María en la concepción inmaculada no es un don que se agota en su primera destinataria o en la Iglesia, sino que derrama sobre todo el género humano y sobre toda la creación como «vivo manantial de esperanza» (Dante), al que responderá también el eco de la liturgia definiéndola «Gloria Jerusalem, laetitia Israel, honorificentia populi nostri». (Gloria de Jerusalén, alegría de Israel, orgullo de nuestra raza).

La utopía es, al contrario del cristianismo, sustancialmente una fuga de la historia, porque al no encontrar nada en ella que permita sustentar una esperanza sólida y una fuente de compromiso con la realidad que mueva la libertad, vislumbra siempre para un futuro más o menos próximo y siempre en el horizonte de sus facultades, lo que el corazón indomablemente reclama. Las palabras de San Anselmo bien resumen esta gloria de la creación nueva en y por María, como método de Dios y signo cierto de esperanza: «Toda la naturaleza ha sido creada por Dios, y Dios ha nacido de María. Dios lo creó todo y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo de María; y de este modo rehízo todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada, una vez profanadas, no quiso rehacerlas sin María. Dios, por tanto, es padre de las cosas creadas y María es madre de las cosas recreadas» [18].


NOTAS 

[1] El himno Akathistos (literalmente significa «no sentados», porque la Iglesia ordena que sea cantado estando de pie, como se escucha el Evangelio, en signo de reverente obsequio a la Madre de Dios) consta de 24 estrofas divididas en 12 piezas cada una: una litúrgico-narrativa y la otra dogmática. El Akathistos es una composición verdaderamente inspirada, que contempla a la Virgen Madre en el proyecto histórico-salvífico de Dios desde la creación hasta el último cumplimiento, uniéndola de manera indisoluble a Cristo y a la Iglesia, como madre del Verbo y esposa inmaculada del Divino Esposo.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium, n. 103.
[3] Cf B. Forte, María, la mujer icono del Misterio, ed. Sígueme, Salamanca, 1993, p. 139.
[4] PIO IX , Bula dogmática Ineffabilis Deus , en Pii IX Pontificis Maximi Acta I, p. 616; DS 2803.
[5] Cf Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 8.
[6] G. Söll, Storia dei dogmi mariani, Roma 1981, 171.
[7] Cf DS 2901-2980.
[8] K. Rahner, La Inmaculada Concepción, en Escritos de Teología I, Madrid 1961, 235. Cf también S. De Fiores- A. Serra, Inmaculada, en Nuevo Diccionario de Mariología, 910-941.
[9] R. Guardini, El ocaso de la Edad Moderna, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1963, p. 140.
[10] La expresión es de H. De Lubac, cf Spirito e libertá, Milano, 1979, pp. 37- 40.
[11] J. Ratzinger, Tú eres la llena de Gracia. Elementos para una devoción mariana bíblica, en Comunión y Liberación, Santiago de Chile 1988, p. 21. 12 Ib., p. 21.
[13] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 53
[14] T. S. Eliot, Coros de «La Roca» VII, en Poesías reunidas, 1909-1962, pág. 181. Introducción y traducción de José María Valverde, Alianza Tres, Madrid, 1989.
[15] Sobre las sucesivas imágenes de Jesús en el pensamiento filosófico moderno, que se reducen básicamente a la reducción ética y a la reinterpretación idealista, con infinidad de variantes, cf. M. Borghesi, La figura de Cristo in Hegel, Roma, 1983; X. Tillette, La christologie idéaliste, Paris, 1986.
[16] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 65.
[17] Del paralelismo Eva-María nace una profunda diferencia en el comportamiento moral con resultados diametralmente opuestos. Eva desobediente con su incredulidad ata la muerte a todas las generaciones humanas; María obediente rompe con su fe el nudo de la muerte e inicia la trayectoria de la vida. Cf Justino, Diálogo con Trifón, 100; Ireneo, Adversus Haereses III, 22,4.
[18] San Anselmo, Oración 52, en Oraciones, PL 158, 955-956.

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