Diego del Pozo 

Toda culpa es un misterio. Antología mística y religiosa de Gabriela Mistral 

La Pollera Ediciones

175 págs. 

Santiago, 2020 

Tras ir y venir por las páginas de este libro, y leer y releer el excelente prólogo del editor, es inevitable experimentar la certeza de que ahora conozco mejor a Gabriela Mistral. Descubrir aspectos de la prehistoria de su fe, o las insistencias sobre lo sagrado y los mandatos de Cristo, su mirada convencida sobre la riqueza del ecumenismo y al mismo tiempo lo central de la libertad, funcionan como un eje transversal de las luchas y acciones concretas por las que es mundialmente reconocida.

Diego del Pozo y La Pollera Ediciones han realizado un finísimo trabajo de búsqueda, recolección y disposición de valiosos ejemplos de la escritura mística y religiosa de Gabriela Mistral. Es realmente fascinante. La distribución cronológica de la prosa de la primera parte, y luego la selección de poesía, conforman un conjunto que exige tiempo y concentración, sobre todo para poder ir realizando los cruces intertextuales e interculturales necesarios: tal discurso fue en plena Segunda Guerra Mundial, tal encuentro fue bajo el mandato de tal presidente; tal poesía, escrita en una página suelta, sin año, ¿en qué circunstancia habrá surgido?

Querría detenerme en dos de los aspectos que más me conmovieron, sobre todo por el momento eclesial y social que tuvo como marco mi lectura. El primero es su tratamiento del pueblo, o Pueblo, con mayúscula, como se lee en los textos del Papa Francisco. Se hace tan claro cómo su realidad de franciscana permea su manifestación de valores y dialoga, con casi cien años de diferencia, con pasajes concretos de la encíclica Fratelli tutti, por ejemplo. El “pueblo maravilloso” es “el único suelo que la mantendría inmensa [a la fe]” (p. 38), pero aun así “nuestro cristianismo no ha sabido ser leal con los humildes” (p. 39), señala en su texto de 1922 titulado “El sentido religioso de la vida”. Continúa insistiendo que “la fe en Cristo fue, en la plebe romana, y sigue siéndolo para el pueblo hoy, una doctrina de igualdad entre los humanos, es decir, una norma de vida colectiva, una política (ennoblezcamos alguna vez la palabra machacada)” (p. 39), para concluir diciendo que “con nosotros o sin nosotros, el pueblo hará sus reformas” (p. 42). Siete años después, en un artículo sobre Juan Enrique Lagarrigue publicado originalmente en El Mercurio, vuelve a describir a las bases del cristianismo chileno: “un pueblo instintivo, por el lado hispánico terciado de pasión; por el indio, de una emotividad melancólica y también sexual, el cual busca de tarde en tarde captar doctrina, pero en una aurícula caliente de corazón, que le golpee con su pulso fuerte la boca bebedora” (p. 56), descripción que se complementa con una máxima planteada al inicio del maravilloso texto “Mi experiencia con la Biblia”, de 1938, publicado en la Revista de la Sociedad Hebraica en Buenos Aires: “El chileno es racionalmente religioso; en su materialidad de hombre no entra lo visionario ni lo turba mesianismo alguno; se nos trenza con el cantar a lo humano, el cantar a lo divino” (p. 77). Hay una constante con respecto a la sencillez de la fe, no en términos de simplificación, pero sí en términos de absolutos, recordando en varias de sus reflexiones que tanto el mensaje de Cristo como su vida no se afirman en bajadas intelectuales: “Son enemigos del Cristianismo los que quieren / volverlo complejo, los que enturbian la / transparencia y le arrebatan sencillez porque su / eterno encanto es ese. / Toda la Religión debería ser esto: humildad ante la / ley que no conocemos sino por lanzazos de dolor y / espiritualización de la vida” (p. 126) cierran su poema inédito “Dios” desde donde se extrajo la frase que da el título al libro.

Un segundo tópico que llamó mi atención fue su valoración del ecumenismo, por su actualidad y también porque es uno de los temas predilectos del Papa Francisco. Gabriela Mistral recibió la influencia de la enseñanza de la Biblia en la escuela primaria y a través de la madre de su padre, Isabel Villanueva, a quien “la pasión de leer textos bíblicos había dado a esa abuela profundidad en el vivir y un fervor de zarzas ardiendo en el arenal de una raza nueva” (p. 78), y así es como incorpora las semejanzas, pero sobre todo las diferencias, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Su acercamiento a la teología da luego paso a la denominada teosofía, llegando a ser profunda conocedora de corrientes del hinduismo y del budismo. Pero lo que se mantiene siempre es una búsqueda, un incansable interés por profundizar en figuras religiosas e intelectuales sin barreras, permitiéndose absorber y poseer las historias, luchas e ideas. Tal como señala Del Pozo

el profundo conocimiento de la vida de San Francisco y su poético acercamiento la inspiró a tal punto que llegó a ser parte de la Orden Franciscana (…) El voto de pobreza, su sensibilidad y el acercamiento hacia todos los seres vivos (…) son una conjunción también en la mirada mística de Mistral. El deísmo que reunió de todas las religiones que exploró y el profundo sentimiento de unidad con la humanidad completa se reconoce también en la actitud de San Francisco (p. 13).

Ese reconocimiento de la Divinidad, pero a la vez del otro y su diversidad, sale a relucir frecuentemente. En su “Discurso ante la Unión Panamericana” en Costa Rica, 1924, acaba enfatizando que “desde la secta cuáquera, hasta la Iglesia Católica, pasando por las otras, vuestro cristianismo penetra la vida de las masas y afronta la cuestión social, en vez de quedarse al margen de ella, con prescindencia cobarde” (p. 48) y que “la fe de nuestra América es la católica y la vuestra la protestante; pero ya hay signos de una aproximación de las iglesias, que se haría en bien del cristianismo total, para defender al mundo del materialismo oprobioso de este momento” (p. 49). Seis años después, en el artículo “Comunidad de esencia”, publicado en El Mercurio, declara que “la Iglesia Católica debería recordar más su comunidad de esencia con el protestantismo, y considerar que pierde infinitamente menos en el libre pensador que se evangeliza, que en el joven de sangre católica que entra en el ateísmo con un furor de gladiador” (p. 61), concluyendo que “algún día ese instante mío será una revelación para mis hermanos de fe, los católicos, cuando miren que la oleada materialista es tan grande que ya no tiene más hermanos próximos que esos, con quienes luchan por el amor de Jesús” (p. 63).

Yo soy una cristiana que hace 20 años conoció el apetito de unidad que trabajaba el alma del Cardenal Mercier (…) No creo que ese apostolado, el más trascendente que se pueda dar, el de la búsqueda de aproximaciones dentro de la familia cristiana, haya quedado vacante. La Iglesia no puede renunciar ni creo que haya renunciado nunca a la reconciliación de los pueblos cristianos, y menos hoy después de esta guerra apocalíptica (p. 106).

Sentenciaba en 1944, en una entrevista publicada en La Nueva Democracia, en Nueva York.

Si bien a medida que fue pasando el tiempo Mistral dejó de reconocerse como católica, hay algo franciscano que permaneció inmutable en su concepción de la trascendencia: la belleza en la creación. La contemplación parece haber sido el ancla que, paradojalmente, mantuvo su fe a flote:

De los caminos que llevan a Dios este he elegido, este del amor a su derramada hermosura.

Tú que estás rezando, mientras yo miro las nubes que pasan, entiéndeme: es el mismo nuestro tema.

Y tú que lo buscas en la gravedad del trabajo, mira, también, que como tú tengo la boca contraída, amarga y el corazón como ante la muerte y es solo una canción lo que estoy haciendo.

(“Un camino”, páginas sueltas, p. 138) 

Valentina Jensen


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