Dom Dysmas de Lassus

Biblioteca de Autores Cristianos

Madrid, 2022

334 págs.

Este libro fue escrito en francés por el prior de la Gran Cartuja (Du Cerf, 2020) y recién traducido al castellano (B.A.C., 2022), y se ha convertido en lectura de referencia para quienes se preocupan de comprender y prevenir las derivas sectarias que afectan a las comunidades religiosas, sobre todo a las nuevas comunidades e institutos religiosos que se fundaron en las últimas décadas, muchos de los cuales han caído en tales excesos. Nada mejor que la mirada de un monje experimentado que conoce bien los riesgos que amenazan a la vida de clausura y a comunidades religiosas de estricta observancia como la comunidad cartuja.

La vida religiosa está constituida por un poderoso impulso de generosidad y entrega que puede ser aprovechado y torcido por un líder inescrupuloso y una comunidad desatenta. Más aún, la vida religiosa se estabiliza en un conjunto de conductas y actitudes que resaltan las virtudes de la humildad y del servicio, de la obediencia y la mansedumbre, de la unidad de propósitos del grupo y de la comunión fraterna, que mal comprendidas pueden convertirse en pasto para la dominación y el control abusivo de la voluntad y la libertad personal. Por esta razón las derivas sectarias se producen con mayor frecuencia en la vida religiosa y como en ninguna otra parte el riesgo del abuso de poder se encuentra anidado en ella.

Dom Dysmas considera que la deriva sectaria consiste en llevar al extremo conductas que se cuentan entre las mejor apreciadas en la vida cristiana y que convierten la obediencia en sumisión, el servicio en servidumbre o la comunión fraterna en clausura sectaria. ¿Cómo sucede todo esto? ¿Cómo se puede advertir y prevenir? Las huellas de una deriva sectaria se pueden rastrear con una mirada atenta. Las fundaciones carismáticas han sido frecuentes en la Iglesia, pero el exceso de carisma se reconoce fácilmente porque el fundador se exceptúa él mismo de la regla que proclama. Es siempre fácil darse cuenta cuando el padre superior viaja más de la cuenta, preside la mesa con una comida especial o tiene dormitorio privado mientras los demás duermen en una habitación común y rara vez se somete a las disciplinas con que obliga a los demás. Demasiados fundadores redactaron una regla que ellos mismos no cumplían, lo que ha sido el signo característico del abuso de poder en todos los tiempos. Es el dilema de quién confiesa al confesor.

Un carisma demasiado intenso debe ser observado con atención, sobre todo en tiempos en que las instituciones y las reglas están de capa caída. Es una de las ventajas de la vida monástica: el abad debe someterse a una regla conocida por todos que no inventó él y que no puede modificar a su antojo.

Otra señal de deriva sectaria es el deterioro de la vida en común que se instala cuando la comunicación horizontal se prohíbe o desaconseja gravemente, por lo general extremando las reglas de silencio y discreción. Nada importante se dice entre los hermanos, todo debe ser comunicado al superior. Atención con las comunidades que se creen superiores al común de los fieles sea porque tienen una regla más rigurosa o una vida religiosa más intensa. Un marcador que parece nimio de este orgullo religioso fueron los institutos que no ordenaban a sus sacerdotes con el ordinario del lugar, sino con cardenales de la curia o el propio Papa. La vida religiosa requiere la separación del mundo, pero no el aislamiento. Se puede limitar el contacto con el exterior (por ejemplo, hoy en día el uso corriente de internet que limitaría gravemente la vida contemplativa) solo en la medida en que su objetivo sea proteger la vocación religiosa, pero otra cosa es prohibir todo contacto y sobre todo controlar lo que se diga hacia afuera. Resulta inadmisible hoy en día abrir el correo de los monjes, algo que fue moneda corriente en los monasterios del pasado. Disponer de libertad para seleccionar al confesor también es aconsejable.

Un capítulo medular se dedica al delicado tema de la obediencia. En la tradición monástica y sobre todo benedictina, la obediencia juega un rol central, incluso por encima de los votos de pobreza y castidad (que antiguamente ni siquiera se pronunciaban): era la obediencia la que distinguía al monje. Además, la regla benedictina configura la vida monástica más que en la comunidad fraternal, como hacen los agustinos, en la estabilidad domiciliaria y en la sujeción a la voluntad del abad que ocupa derechamente el lugar de Dios. ¿Obedecer a Dios significa obedecer al abad? Varias precisiones son necesarias para entender esto adecuadamente. Obedecer al abad es necesario bajo el entendido de que no se obedece a una persona, sino a quien manda, puesto que el abad puede cambiar, una vez el superior es este y otra vez será otro y el deber de obediencia es el mismo. Por otra parte, el abad no puede mandar algo que esté fuera de la Regla que lo constituye como tal, lo que muestra que la obediencia se debe al superior solo en la medida en que se atenga a la Regla. La obediencia consiste en someter la voluntad, mas no necesariamente el juicio ni la inteligencia. Se puede obedecer sin estar de acuerdo con lo que se manda. El famoso tercer grado de la obediencia de San Ignacio que obliga a someter el juicio debe entenderse bajo el límite de la verdad. En materias controversiales se puede aceptar que el juicio del superior más que el propio sea el correcto, pero tratándose de cosas evidentes o necesariamente verdaderas prevalece el dictamen de la propia conciencia. Ningún superior puede pretender que creamos que la tierra es plana. Por último, se debe recordar que aquello que importa no es el contenido del mandato (barrer el claustro cuando es innecesario hacerlo), sino el acto de sumisión (hacerlo a pesar de que es ostensiblemente inútil): lo que agrada a Dios es la humildad del monje.

Dom Dysmas admite que las fórmulas de la obediencia ciega o del perinde ac cadaver –obedecer como si uno fuera un cuerpo muerto, es decir, sin inteligencia ni voluntad– que han sido utilizadas por doquier en la vida religiosa se prestan a demasiados malentendidos y distorsiones como para que se usen con provecho hoy en día. Una conciencia aguda de los límites de la obediencia se hace indispensable para evitar derivas sectarias. Lo mismo debe decirse de los límites de la humildad y de la renuncia de sí que nunca puede alcanzar el estado aberrante de la humillación, es decir, la anulación y el desprecio del yo. La fórmula de aplastar el yo para que Dios ocupe su lugar de modo que no sea yo, sino Dios quien vive en mí según la célebre expresión paulina, puede prestarse a equivocaciones y riesgos fatales. Una vez que se ha desestabilizado gravemente la autoestima se puede manipular fácilmente a cualquiera. Todo sin contar con este grave fallo teológico: Dios me ama a mí en cuanto creatura única y singular. Si Dios requiere que yo me desvanezca completamente para amarme, entonces solo se ama a sí mismo a través mío.

Otro capítulo de este libro extraordinario está dedicado al abuso espiritual cuyo modelo son los cuatro votos que se solicitaron a Juan de Chantal (15721641) antes de encontrarse con Francisco de Salles. Los cuatro votos fueron los siguientes: que obedecería en todo a su confesor, que no lo cambiaría nunca, que guardaría secreto de lo que le decía y que no hablaría jamás con otro confesor sobre lo dicho. Todo estaba preparado para el abuso espiritual. Dom Dysmas define el abuso espiritual de esta manera: “se trata de un abuso de confianza que se aprovecha de la disponibilidad de la persona para forzar la entrada en su interioridad más profunda y, poco a poco, apoderarse de su conciencia, utilizando los resortes de la vida espiritual” (p. 217). La definición de Gaudium et spes n. 16 sobre la conciencia como el núcleo más sagrado del ser humano donde habita la ley de Dios resulta preciosa para este efecto. Nadie tiene autoridad sobre la conciencia de otro y forzar la propia conciencia, al punto de obligarlo a reconocer lo malo como que fuera bueno y lo falso como verdadero, es atentar directamente contra Dios. Los abusos espirituales y sexuales (a los que se refiere de modo particular al final del libro) tienen siempre esta misma estructura: aprovechan la generosidad y la confianza de las personas, penetran el foro interno y buscan controlar no solamente la voluntad, sino la conciencia y la interioridad de cada cual, y utilizan recursos espirituales para hacerlo, incluso el nombre de Dios que se pronuncia como nunca en vano.

También Dom Dysmas advierte sobre un sistema de abuso, es decir, sobre las condiciones institucionales que muchas veces lo hacen posible, el silencio de los hermanos que pasan de largo ante el sufrimiento ostensible de uno de los suyos, la incredulidad cuando algo es develado, el secreto cuando la falta del superior se vuelve evidente, pero su denuncia amenaza el prestigio y la reputación de la comunidad. Dom Dysmas asegura que todo puede ser advertido y prevenido, pero primero se requiere reconocer que la vida religiosa contiene riesgos y derivas que le son propias.

Eduardo Valenzuela C.

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