No podía ser más oportuna la encíclica Fratelli tutti –largamente comentada en este número de Humanitas– para nuestro país, falto como está de amistad social y de aprecio por la política. Francisco observa las fracturas de la amistad social en la desigualdad y en la inmigración –que definen las periferias sociales– en la doble figura del menesteroso y del forastero que se recoge en la exigencia del amor al prójimo del buen samaritano.

El concepto de amistad social, quizás lo más novedoso de la enseñanza de Francisco en esta encíclica, se superpone y trasciende el de solidaridad con el que solemos describir el trato cristiano hacia los más desaventajados. “Algo más que una serie de acciones benéficas”, la amistad considera al otro, “valioso, digno, grato y bello” y “nos mueve a buscar lo mejor para su vida”. El pobre y el extranjero reclaman ser tratados en el marco de una relación de fraternidad, es decir, de aprecio por lo que tienen y representan, no solo en la dignidad que les es propia en cuanto seres humanos, sino en aquello que son capaces de aportar en una relación de fraternidad. Francisco observa al pobre y al inmigrante como parte de una cultura y utiliza constantemente la noción de pueblo para describir la inserción históricamente determinada de cada cual. Carecerán de todo valor económico, pero ambos son portadores de un don que requiere ser acogido. Es más fácil verlo en el inmigrante que, aunque indigente, es portador de una diferencia cultural que atrae y enriquece, y que rápidamente se puede apreciar como un aporte, por lo menos para quienes tienen bien dispuesto su corazón. Pero también se puede ver entre los pobres, con su particular sentido de la solidaridad y de la piedad religiosa. El pobre y el inmigrante no necesitan solo ayuda (solidaridad), sino aprecio (amistad), dice Francisco, quien exhorta a todos a vencer la maledicencia, el trato desdeñoso y el prejuicio que malogran nuestra convivencia social. Incluso los que nada tienen son portadores de un don que reclama ser acogido.

El otro sayo que convendría ponernos es el de la caridad política, otro concepto novedoso que encierra lecciones originales y profundas. No habrá “camino eficaz hacia la fraternidad universal y la paz social” sin una “buena política”. Francisco tiene un diagnóstico claro acerca del fracaso contemporáneo de la política. Es el resultado de una dialéctica entre liberalismo y populismo que se refuerzan mutuamente. El neoliberalismo no se ha cansado de desacreditar la política y el papel que juega el esfuerzo deliberado y mancomunado para resolver problemas sociales. Peor aún, culpa constantemente al liberalismo de “someter la política a la economía” y de privarla, por ende, de toda eficacia y dignidad. Lo que se ha cosechado es populismo. Fratelli tutti es un mentís para quienes colocan a Francisco del lado del populismo; por el contrario, el Papa advierte claramente su demagogia e irresponsabilidad. 

El populismo tiende a cerrar la noción de pueblo sobre la nación y se convierte fácilmente en nacionalismo estrecho y hostil al amor universal, a la acogida del inmigrante y al derecho de los pueblos que habitan más allá de las fronteras. También el populismo es transferir fácil e inmediatamente dinero a los más pobres en búsqueda de adhesión y popularidad, y se olvida que su dignidad se asegura en un trabajo estable y bien constituido, y en servicios sociales de calidad que requieren inversiones pacientes que maduran en el largo plazo. El inmediatismo populista es también una forma de someter la política a la economía, y en este sentido simplemente la otra cara de la moneda del liberalismo. 

El Papa hace la distinción tomista entre acto elícito (la caridad que procede de la virtud) y acto imperado (la caridad que produce un bien común). La buena política es del segundo tipo, “caridad que impulsa a crear instituciones más sanas, regulaciones más justas, estructuras más solidarias”. La política no es buena política hasta que no sea eficaz en su capacidad de producir instituciones que ofrezcan posibilidades y seguridades a todos. Francisco lo dice hermosamente de esta manera: “si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad”. 

Amistad social y caridad política son exhortaciones que resuenan por su pertinencia para la convivencia de nuestro país y que refrescan nuestra mirada a la Doctrina Social de la Iglesia. No dejamos de lado el vigoroso final de la encíclica con su condena incondicional del uso de la fuerza en la resolución de los conflictos humanos, que incluye la guerra y la pena de muerte. El instrumento de la buena política solo puede dejar de ser el diálogo, la puerta de la violencia está definitivamente cerrada para los cristianos. La política está hecha de conflictos y luchas, ¿qué duda cabe?, pero nunca se debe llegar al punto de negar la humanidad del adversario y privarlo de su dignidad, y aún es un deber considerar la parte de la verdad que puede llevar consigo. 

El diálogo puede convertirse en encuentro, dice el Papa, en “el gusto de reconocer al otro”, cuyo modelo ha sido expresamente tomado del reconocimiento que se debe a los pueblos originarios en las sociedades poscoloniales. Las exigencias del encuentro son todavía más profundas que las del diálogo, puesto que implican la memoria y el perdón, la memoria que funda una comunidad de acciones comunes y el perdón que limpia los agravios que se puedan haber cometido. También en esto Fratelli tutti está escrita enteramente para nosotros.

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