Queridos hermanos y hermanas

Estoy muy agradecido por este encuentro que hemos tenido la gracia de vivir. Nos hemos ayudado a redescubrir nuestra presencia como cristianos en Oriente Medio, como hermanos. Y será tanto más profética cuanto más manifieste a Jesús, el Príncipe de la paz (cf. Is 9,5). Él no empuña la espada, sino que le pide a los suyos que la metan de nuevo en la vaina (cf. Jn 18,11). También nuestro modo de ser iglesia se ve tentado por la lógica del mundo, lógica de poder y de ganancia, lógica apresurada y de conveniencia. Y está nuestro pecado, la incoherencia entre la fe y la vida, que oscurece el testimonio. Sentimos una vez más que debemos convertirnos al Evangelio, garantía de auténtica libertad, y hacerlo con urgencia ahora, en la noche del Oriente Medio en agonía. Como en la noche angustiosa de Getsemaní, no será la huida (cf. Mt 26,56) o la espada (cf. Mt 26,52) lo que anticipe el radiante amanecer de la Pascua, sino el don de sí a imitación del Señor.

La buena noticia de Jesús, crucificado y resucitado por amor, que nos llegó desde las tierras de Oriente Medio, ha conquistado el corazón del hombre a lo largo de los siglos porque no está ligada a los poderes del mundo, sino a la fuerza inerme de la Cruz. El Evangelio nos obliga a una conversión diaria a los planes de Dios, a que encontremos solo en él seguridad y consuelo, para anunciarlo a todos y a pesar de todo. La fe de las personas sencillas, tan profundamente arraigada en Oriente Medio, es la fuente en la que debemos saciarnos y purificarnos, como sucede cuando volvemos a los orígenes, yendo como peregrinos a Jerusalén, a Tierra Santa o a los santuarios de Egipto, Jordania, Líbano, Siria, Turquía y de otros lugares sagrados de esa región.

Alentándonos mutuamente, hemos dialogado fraternalmente. Ha sido un signo de que el encuentro y la unidad hay que buscarlos siempre, sin temer las diferencias. Así también la paz: hay que cultivarla también en las áridas tierras de las contraposiciones, porque hoy, a pesar de todo, no hay alternativa posible a la paz. La paz no vendrá gracias a las treguas sostenidas por muros y pruebas de fuerza, sino por la voluntad real de escuchar y dialogar. Nosotros nos comprometemos a caminar, orar y trabajar, e imploramos que el arte del encuentro prevalezca sobre las estrategias de confrontación, que la ostentación de los amenazantes signos de poder deje paso al poder de los signos de esperanza: hombres de buena voluntad y de diferentes credos que no tienen miedo de hablarse, de aceptar las razones de los demás y de cuidarse unos a otros. Solo así, cuidando que a nadie le falte pan y trabajo, dignidad y esperanza, los gritos de guerra se transformarán en cantos de paz.

Para ello es esencial que quien tiene el poder se ponga decidida y sin más dilaciones al servicio verdadero de la paz y no al de los propios intereses. ¡Basta del beneficio de unos pocos a costa de la piel de muchos! ¡Basta de las ocupaciones de las tierras que desgarran a los pueblos! ¡Basta con el prevalecer de las verdades parciales a costa de las esperanzas de la gente! ¡Basta de usar a Oriente Medio para obtener beneficios ajenos a Oriente Medio!

La guerra es la plaga que trágicamente asalta esta amada región. Quien lo sufre es sobre todo la gente pobre. Pensemos en la martirizada Siria, especialmente en la provincia de Deraa, donde se han reanudado intensos combates que han provocado un gran número de personas desplazadas, expuestas a terribles sufrimientos. La guerra es hija del poder y la pobreza. Se vence renunciando a la lógica de la supremacía y erradicando la miseria. Muchos conflictos han sido fomentados también por formas de fundamentalismo y fanatismo que, disfrazados de pretextos religiosos, han blasfemado en realidad el nombre de Dios, que es paz, y han perseguido al hermano que desde siempre ha vivido al lado. Pero la violencia se alimenta siempre de las armas. No se puede levantar la voz para hablar de paz mientras a escondidas se siguen desenfrenadas carreras de rearme. Es una gravísima responsabilidad que pesa sobre la conciencia de las naciones, especialmente de las más poderosas. No olvidemos el siglo pasado, no dejemos de lado las lecciones de Hiroshima y Nagasaki, no convirtamos las tierras de Oriente, donde apareció el Verbo de paz, en oscuras extensiones de silencio. Basta de contraposiciones obstinadas, basta de la sed de ganancia, que no se detiene ante nadie con tal de acaparar depósitos de gas y combustible, sin ningún cuidado por la casa común y sin ningún escrúpulo en que el mercado de la energía dicte la ley de la convivencia entre los pueblos.

Que para abrir caminos de paz, se vuelva la mirada en cambio hacia quien suplica poder vivir fraternalmente con los demás. Que se proteja la presencia de todos no solo de los que son mayoría. Que se abra también de par en par en Oriente Medio el camino del derecho a una común ciudadanía, camino para un futuro renovado. También los cristianos son y ha de ser ciudadanos a título pleno, con los mismos derechos.

Profundamente angustiados, pero nunca privados de esperanza, volvemos la mirada a Jerusalén, ciudad para todos los pueblos, ciudad única y sagrada para los cristianos, judíos y musulmanes de todo el mundo, cuya identidad y vocación ha de ser preservada más allá de las distintas disputas y tensiones, y cuyo status quo exige que sea respetado de acuerdo con lo deliberado por la Comunidad internacional y repetidamente formulado por las comunidades cristianas de Tierra Santa. Solo una solución negociada entre israelíes y palestinos, firmemente deseada y favorecida por la Comunidad de naciones, podrá conducir a una paz estable y duradera, y asegurar la coexistencia de dos Estados para dos pueblos.

La esperanza tiene el rostro de los niños. En Oriente Medio, durante años, un número aterrador de niños llora a causa de muertes violentas en sus familias y ve amenazada su tierra natal, a menudo con la única posibilidad de tener que huir. Esta es la muerte de la esperanza. Son demasiados los niños que han pasado la mayor parte de sus vidas viendo con sus ojos escombros en lugar de escuelas, oyendo el sordo estruendo de las bombas en lugar del bullicio festivo de los juegos. Que la humanidad – os ruego – escuche el grito de los niños, cuya boca proclama la gloria de Dios (cf. Sal 8,3). Solo secando sus lágrimas el mundo encontrará la dignidad.

Pensando en los niños —¡No nos olvidemos de los niños!—, dentro de poco lanzaremos al aire, junto con algunas palomas, nuestro deseo de paz. Que el anhelo de paz se eleve más alto que cualquier nube oscura. Que nuestros corazones se mantengan unidos y vueltos al cielo, esperando que, como en los tiempos del diluvio, regrese el tierno brote de la esperanza (cf. Gn 8,11). Y que Oriente Medio no sea más un arco de guerra tensado entre los continentes, sino un arca de paz acogedora para los pueblos y los credos. Amado Oriente Medio, que desaparezcan de ti las tinieblas de la guerra, del poder, de la violencia, de los fanatismos, de los beneficios injustos, de la explotación, de la pobreza, de la desigualdad y de la falta de reconocimiento de los derechos. «Que la paz descienda sobre ti» (Sal 122,8) —repitamos juntos: «Que la paz descienda sobre ti»—, en ti la justicia, sobre ti descienda la bendición de Dios. Amén.


Fuente: El Vaticano

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