El Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar nos hace revivir la emoción de aquel momento en que el Señor hace suya la profecía de Isaías, leyéndola solemnemente en medio de su gente. La sinagoga de Nazaret estaba llena de parientes, vecinos, conocidos, amigos... y no tan amigos. Y todos tenían los ojos fijos en Él. La Iglesia tiene siempre los ojos fijos en Jesús, el Ungido que el Espíritu envía para ungir al pueblo de Dios.

Los Evangelios nos presentan a menudo esa imagen del Señor en medio de la gente, rodeado y apretado por la gente que le lleva enfermos, le pide que expulse espíritus malignos, escucha sus enseñanzas y camina con Él. «Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27-28). El Señor nunca pierde ese contacto directo con la gente, siempre mantiene la gracia de la cercanía, con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio de la multitud. Lo vemos en su vida pública, y fue así desde el principio: el esplendor del Niño atrajo dócilmente a pastores, reyes y sobre todo a soñadores como Simeón y Ana. Fue así también en la Cruz: su Corazón atrae a todos hacia sí (cfr. Jn 12,32): Verónicas, cireneos, ladrones, centuriones...

No es despreciativo el término “muchedumbre”. Quizá al oído de alguno, muchedumbre podría sonar como una masa anónima, indiferenciada... Pero en el Evangelio vemos que cuando interacciona con el Señor –que se pone como un pastor en el rebaño– la muchedumbre se transforma. En el ánimo de la gente se despierta el deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, adquiere forma el discernimiento. Me gustaría reflexionar con vosotros acerca de estas tres gracias que caracterizan la relación entre Jesús y la muchedumbre.

La gracia del seguimiento

Dice Lucas que la muchedumbre «le buscaba» (Lc 4,42) y «le seguía» (Lc 14,25), le “apretujaba”, le “rodeaba” (cfr. Lc 8,42-45) y «venían muchos a escucharlo» (Lc 5,15). Ese seguir de la gente va más allá de cualquier cálculo, es un seguir sin condiciones, lleno de cariño. Contrasta con la mezquindad de los discípulos cuya actitud hacia la gente roza la crueldad cuando sugieren al Señor que los despida, para que se busquen algo de comer. Ahí –creo yo– empezó el clericalismo: en ese quererse asegurar el alimento y la comodidad desinteresándose de la gente. El Señor aplastó esa tentación. «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37), fue la respuesta de Jesús: “¡haceos cargo de la gente!”.

La gracia de la admiración

La segunda gracia que recibe la muchedumbre cuando sigue a Jesús es la de una admiración llena de alegría. La gente se maravillaba de Jesús (cfr. Lc 11,14), de sus milagros, y sobre todo de su Persona. A la gente le gustaba mucho saludarlo por la calle, hacerse bendecir por Él y bendecirlo, como aquella mujer que, en medio del gentío, bendijo a su Madre. Y el Señor, por su parte, estaba admirado por la fe de la gente, se alegraba y no perdía ocasión para hacerlo notar.

La gracia del discernimiento

La tercera gracia que recibe la gente es la del discernimiento. «La gente supo [adónde se dirigía Jesús] y le siguieron» (Lc 9,11). «Estaban asombradas de sus enseñanzas: pues les enseñaba come quien tiene autoridad» (Mt 7,28-29; cfr. Lc 5,26). Cristo, la Palabra de Dios venida en la carne, suscita en la gente ese carisma del discernimiento; no un discernimiento de especialistas en “cuestiones disputadas”. Cuando los fariseos y los doctores de la ley discutían con Él, lo que la gente reconocía era la autoridad de Jesús: la fuerza de su doctrina capaz de entrar en los corazones y que los espíritus malignos le obedecían; y que además, por un momento, dejase sin palabras a los que proponían diálogos insidiosos: la gente gozaba con eso. Sabía distinguir y gozaba.

Profundicemos un poco en esta visión evangélica de la muchedumbre. Lucas indica cuatro grandes grupos que son destinatarios preferentes de la unción del Señor: los pobres, los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. Los nombra en general, pero luego vemos con alegría que, en el curso de la vida del Señor, esos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios. Igual que la unción con aceite se aplica en una parte y su acción benéfica se expande a todo el cuerpo, así el Señor, retomando la profecía de Isaías, nombra diversas “muchedumbres” a las que el Espíritu lo envía, siguiendo la dinámica de la que podemos llamar una “preferencia inclusiva”: la gracia y el carisma que se da a una persona o a un grupo concreto redunda, como toda acción del Espíritu, en beneficio de todos.

Los pobres (ptochoi) son los que están doblados, como los mendigos que se inclinan para pedir. Pero es pobre (ptochè) también la viuda, que unge con sus dedos las dos monedas que eran todo lo que tenía aquel día para vivir. La unción de aquella viuda al dar limosna pasa inadvertida a los ojos de todos, salvo a los de Jesús, que mira con bondad su pequeñez. Con ella el Señor puede cumplir con plenitud su misión de anunciar el Evangelio a los pobres. Paradójicamente, la buena noticia de que existen personas así, la escuchan los discípulos. Ella, la mujer generosa, ni siquiera se dio cuenta de que “iba a aparecer en el Evangelio” (o sea, que su gesto sería mencionado en el Evangelio): el alegre anuncio de que sus acciones “pesan” en el Reino y cuentan más que todas las riquezas del mundo, ella lo vive dentro de sí, como tantos santos y santas “de la puerta de al lado”.

Los ciegos son representados por uno de los rostros más simpáticos del Evangelio: el de Bartimeo (Mc 10,46-52), el mendigo ciego que recuperó la vista y, a partir de ese momento, solo tuvo ojos para seguir a Jesús por el camino. ¡La unción de la mirada! Nuestra mirada, a la que los ojos de Jesús pueden devolver ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo que diariamente nos roban las imágenes interesadas o banales con las que el mundo nos envuelve.

Para nombrar a los oprimidos (tethrausmenous), Lucas usa una expresión que contiene la palabra “trauma”. Esta es suficiente para evocar la parábola, quizá la preferida de Lucas, del Buen Samaritano que unge con aceite y venda las heridas (traumata: Lc 10,34) del hombre que había sido golpeado a muerte y yacía al borde del camino. ¡La unción de la carne herida de Cristo! En esa unción está el remedio para todos los traumas que dejan personas, familias y pueblos enteros fuera de juego, como excluidos y superfluos, al borde de la historia.

Los prisioneros son los prisioneros de guerra (aichmalotos), esos que eran conducidos a punta de lanza (aichmé). Jesús usará la expresión refiriéndose a la prisión y a la deportación de Jerusalén, su ciudad amada (Lc 21,24). Hoy las ciudades se aprisionan no tanto a punta de lanza, sino con los medios más sutiles de la colonización ideológica. Solo la unción de nuestra propia cultura, forjada por el trabajo y el arte de nuestros antepasados, puede liberar nuestras ciudades de esas nuevas esclavitudes.

Volviendo a nosotros, queridos hermanos sacerdotes, no debemos olvidar que nuestros modelos evangélicos son esa “gente”, esa muchedumbre con sus rostros concretos que la unción del Señor levanta y vivifica. Son los que completan y hacen real la unción del Espíritu en nosotros, que hemos sido ungidos para ungir. Hemos sido escogidos entre ellos y, sin temor, nos podemos identificar con esa gente sencilla. Cada uno tiene su historia. Un poco de memoria nos vendrá muy bien. Ellos son imagen de nuestra alma e imagen de la Iglesia. Cada uno encarna el corazón único de nuestro pueblo. Los sacerdotes somos el pobre, y querríamos tener el corazón de la viuda pobre cuando damos limosna y tocamos la mano del mendigo y lo miramos a los ojos. Los sacerdotes somos Bartimeo, y cada mañana nos levantamos a rezar pidiendo: «¡Señor, que vea!» (Lc 18,41). Los sacerdotes somos, en cualquier punto de nuestro pecado, el herido golpeado a muerte por los ladrones. Y queremos estar, nosotros los primeros, entre las manos compasivas del Buen Samaritano, para poder luego con las nuestras tener compasión de los demás.

Os confieso que cuando confirmo y ordeno me gusta extender bien el Crisma en la frente y en las manos de los que son ungidos. Ungiendo bien se experimenta que ahí se renueva la propia unción. Esto quiero deciros: ¡no somos distribuidores de aceite en botella! ¡Somos ungidos para ungir! Ungimos distribuyéndonos a nosotros mismos, distribuyendo nuestra vocación y nuestro corazón. Mientras ungimos somos nuevamente ungidos por la fe y el cariño de nuestro pueblo. Unjamos manchándonos las manos, tocando las heridas, los pecados, las angustias de la gente; unjamos perfumándonos las manos, tocando su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad sin reservas de su entrega que tantos describen como superstición.

El que aprende a ungir y a bendecir se cura de la mezquindad, del abuso y de la crueldad. Recemos hermanos queridísimos, metiéndonos con Jesús en medio de nuestra gente: es el lugar más bonito. Que el Padre renueve en nosotros la efusión de su Espíritu de santidad y haga que nos unamos para implorar su misericordia por el pueblo a nosotros confiado y por el mundo entero. Así la muchedumbre de las gentes, reunidas en Cristo, podrán convertirse en el único Pueblo fiel de Dios, que tendrá su plenitud en el Reino (cfr. Oración consacratoria de los Presbíteros).


Fuente: Almudi.org

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