En la conciencia nacional rusa Moscú y San Petersburgo son dos capitales de la nación, cuyo prestigio e importancia son iguales para todo el país. Las relaciones entre estas ciudades son complicadas y están marcadas por cierta rivalidad y competencia latentes. Las dos capitales se miran una a la otra como en un espejo, crítico y un poco celoso. 

La geografía histórica colocó a Rusia entre Europa y Asia. La nación rusa, que incluía los elementos tanto orientales como europeos, en el fondo nunca pertenecía completamente a ninguno de estos dos mundos, formando su propia civilización euroasiática. A lo largo ya de casi tres siglos esta ambigua nacionalidad ha tenido dos “caras”: la asiática, sonriente y abigarrada cara de Moscú, y el rostro pálido, de correctos rasgos europeos, rostro de San Petersburgo. Las dos ciudades son diferentes en todo: en su historia, arquitectura, costumbres. Pero hay algo en común que une a estas urbes: en la conciencia nacional rusa Moscú y San Petersburgo son dos capitales de la nación, cuyo prestigio e importancia son iguales para todo el país. Las relaciones entre estas ciudades son complicadas y están marcadas por cierta rivalidad y competencia latentes. Las dos capitales se miran una a la otra como en un espejo, crítico y un poco celoso. Cada aspecto de la vida cultural de Moscú, sea el teatro, arquitectura, universidad, cantidad de escritores o de las “revistas gruesas”, tiene su contraparte en San Petersburgo. Con el Teatro Bolshoi de Moscú compite su “rival” Mariinka. Moscú tiene Kremlin, pero en Petersburgo está el Ermitage; Moscú es famosa por su Galería del arte ruso Tretiakov y la iglesia de San Basilio, pero Petersburgo tiene el Museo Ruso y la Catedral de San Isaac; la plaza Roja y la Plaza Palaciega, el río Moskva y el río Neva, la calle Tverskaya y la avenida Nevsky; además de plazas, ríos y calles, son objetos de orgullo y de celosa comparación de los habitantes de cada capital. Hasta el lenguaje cotidiano de moscovitas y petersburguenses es diferente: el mismo tipo de pan, boleto de metro, entrada al edificio tienen en cada ciudad nombres distintos.

En la memoria oral rusa el nombre de Moscú siempre se acompañaba por pintorescos epítetos algo solemnes: “sagrada”, “ciudad de piedra blanca”, “capital de cúpulas doradas”. A Petersburgo le costó un poco afirmar su nombre en la lengua y conciencia rusas: tenía nombres de Petersburgo, Petrogrado, Leningrado, lo llamaban poéticamente “Venecia Nortina”, “Palmira del Norte”; se le devolvió su nombre oficial de San Petersburgo, pero al fin y al cabo varias generaciones de visitantes nativos de esta ciudad le dieron el cariñoso e íntimo nombre, Piter.

La diferencia principal entre las dos ciudades radica en su origen. Moscú se hizo la capital, incorporándose al cuerpo nacional lenta y orgánicamente. Petersburgo se construyó como capital, siendo su fundación inesperada, rápida, forzosa y voluntarista.

Los manuscritos antiguos rusos por primera vez mencionan el nombre de Moscú en 1147, describiendo que el príncipe Yuri Dolgoruki invitó al pueblito de Moscú al otro príncipe, Sviatoslav Olgovich, y “le dio un almuerzo fuerte…”. Desde aquel momento han pasado casi cuatro siglos de guerras intestinas entre los desintegrados principados rusos, de la invasión tártaro-mongólica, de rivalidades con Polonia y Lituania… Poco a poco Moscú, de un pueblito desconocido comienza a convertirse en la ciudad rusa económica y políticamente más importante, para llegar a encabezar la resistencia contra el yugo tártaro y consolidar a su alrededor el proceso de unificación del territorio nacional. En el siglo XV llegó a ser la verdadera y sagrada capital de Rusia Moscovita, símbolo de la integridad nacional y resurgimiento del espíritu, religiosidad y cultura rusas. En el siglo XVI se convierte en “Tercera Roma”, heredando las tradiciones cristiano-ortodoxas del Imperio Bizantino y consolidando el liderazgo político y espiritual de los gobernantes moscovitas. Es en Moscú, que llega a ser la primera capital de la Gran Rusia, donde el gobernante del país, Iván el Terrible, obtiene y sacraliza el nuevo título de la nueva potencia: el de Zar de Todas las Rusias. Era la ciudad donde se creaba la institucionalidad rusa, donde se encarnaba la idea del Estado Nacional y de la patria unificada. Era la ciudad que impulsaba el desarrollo cultural de la nación; la ciudad en la cual aparecían en el siglo XVII el primer teatro, las primeras bibliotecas, la primera universidad. Durante estos siglos se forma la apariencia arquitectónica de la ciudad que en sus rasgos principales se conserva hasta nuestros días. Al igual que todas las ciudades antiguas rusas, Moscú se construía como una fortaleza que dominaba sobre el lugar de confluencia de dos ríos y donde se encontraban la residencia del zar, palacios de la nobleza y armerías. Bajo los muros de la fortaleza -el Kremlin- se ubicaban circularmente las calles, jardines, mercados y casas de habitantes, dando a la ciudad la forma de varios círculos concéntricos, cada uno de los cuales se terminaba con otra fila de muros de protección. Los muros de los primeros krémlines se construían de madera y fueron quemados más de una vez por los múltiples invasores o frecuentes incendios, hasta el que en el siglo XV el príncipe Dimitrio Donskoy construyó el Kremlin de piedra blanca. No existía plan de construcción o planificación urbana alguna, y la ciudad crecía y se desarrollaba desordenada y espontáneamente, dando un aspecto pintoresco y abigarrado. El punto dominante de la capital siempre había sido el Kremlin, con sus innumerables iglesias y capillas, con palacios de estilos mezclados y multicolores, con blancos campanarios, cuya altura, por la norma establecida, no podía ser superada por ningún otro edificio de la ciudad. Y el edificio dominante del paisaje arquitectónico moscovita ha sido la iglesia, de todos los siglos y de todos los santos. A Moscú la leyenda la llamaba “ciudad de cuarenta mil iglesias”, y los visitantes extranjeros escribían en sus diarios que “en Moscú era imposible ver el horizonte, pues está completamente oculto por campanarios, cruces y cúpulas doradas de los templos”. El resto de los edificios y casas reflejaba la compleja y variada identidad nacional: los sobrios y casi severos monasterios del siglo XII se acompañaban por la alegre y multifacética arquitectura del “barroco moscovita” del siglo XVII; al lado del lujo bizantino de los palacios de la aristocracia, llenos de caprichosos desniveles, rejas y escaleras, se encontraban iglesias con sus multicolores torres y mosaicos asiáticos, o sencillas y cómodas casas del barrio Colonia alemana. Esta ciudad era la mejor expresión del carácter y espíritu nacional, y la gente amaba a su capital, llamándola “madre de las ciudades rusas”, “Santa Moscú”.

Todo cambió en el siglo XVIII, cuando Pedro el Grande empezó la modernización político-social de Rusia para superar el atraso económico y cultural del país. El zar-reformador era gran admirador de la Europa dinámica y moderna y repudiaba Asia, que era para él dormida e inmóvil. También odiaba a Moscú por ser la sede de sus adversarios políticos, el símbolo del pasado, del tradicionalismo, de la pereza asiática y del estancamiento. Rusia, que después de las reformas tendría que convertirse en una moderna y avanzada potencia europeizada, debería tener una capital nueva, antagónica a Moscú, bien organizada, “europea”. En oposición a la capital antigua, perdida en el medio de los bosques y alejada de las fronteras, la nueva ciudad tenía que ser el puerto militar y comercial, “la ventana” de Rusia que “miraría” hacia las principales potencias mundiales. A diferencia de la Moscú, encarnación de los rasgos femeninos en el carácter nacional ruso, Pedro construía el Petersburgo, símbolo de masculinidad, disciplina, orden.

En 1703, en la costa del mar Báltico, en un lugar húmedo, frío y pantanoso, el zar Pedro ordenó construir la ciudad que recibiría el nombre de su fundador, Petersburgo. Los mejores ingenieros y arquitectos fueron invitados a participar en esta gran construcción. Miles y miles de campesinos, llevados a estos pantanos deshabitados, morían del trabajo insoportable, de hambre y de enfermedades. La rapidez de la construcción y un sinnúmero de víctimas llenaban de horror y odio la obra favorita de Pedro. La primera y no querida esposa del zar, Eudocia Lopujiná, recluida por su marido forzosamente en un monasterio, maldijo a San Petersburgo, diciendo que “no existiría esta ciudad, y su lugar será devastado”. A partir de esta leyenda, la nueva capital se convierte en un lugar mítico, en la “ciudad fantasma” que dio tantas imágenes y motivos al arte plástico, musical y literario ruso.

Pronto en el medio de los pantanos despoblados, bajo los golpes de vientos bálticos que frecuentemente llevaban consigo fuertes inundaciones, aparece una increíble ciudad, cuya hermosura desafiaba la belleza de Venecia o la de París. La armonía de sus avenidas anchas y rectas, la combinación de barroco y rococó de sus palacios perfectos por sus proporciones, los colores acuarelas y pasteles de las suaves líneas de sus edificios le otorgaban a la fisonomía arquitectónica de San Petersburgo una perfecta integridad, insólita hasta ahora en Rusia. Aquí las líneas horizontales de calles y malecones dominaban sobre las verticales, pero eran las verticales -cúpulas de los templos y las “agujas” doradas de fortalezas y del Almirantazgo- que le daban a la apariencia de la ciudad la perfección y el carácter incomparable con ninguna otra capital del mundo.

Otro rasgo dominante era, por supuesto, el agua. Los interminables espacios acuáticos del Neva, las lentas vueltas del Fontanka y la sobriedad de los canales llenaban a Petersburgo con encanto, esplendor y cierta melancolía. Gracias a estos espacios acuáticos San Petersburgo obtenía una musicalidad muy especial, expresada en los suspiros de las olas del Neva o en el ruido de sus frecuentes lluvias. “Petersburgo… tiene su alma”, escribía el pintor e historiador del arte A. Benois, “y el alma se puede expresar y comunicar realmente con otras almas sólo mediante la música…”. Pero esta misma agua era la que durante las inundaciones amenazaba la existencia de esta ciudad y hacía su belleza tan frágil y fantasmagórica que parecía hacer realidad las predicciones de la zarina encarcelada…

La contradicción entre la armonía musical de Petersburgo y la rigidez de las líneas de sus avenidas, entre los blancos mármoles de las columnas palaciegas y la oscuridad de lluviosos días otoñales, entre la majestuosidad de los monumentos arquitectónicos y la fragilidad de la belleza de la ciudad, provocaba en el alma rusa una rara combinación de odio y amor, de admiración y tristeza, de angustia y dolor. “A Petersburgo no se le puede querer, pero siento que no podría vivir en ninguna otra ciudad de Rusia”, confesaba A. Herzen, famoso pensador ruso. Precisamente esta contradicción despertaba la inspiración y creatividad en las mejores fuerzas artísticas del país. La ciudad de Pedro no ha sido un simple paisaje, sino que el protagonista de muchísimas obras literarias. Conocemos el ridículo y burocrático Petersburgo de Gogol, el majestuoso y amenazador de Pushkin, el brillante y antipatriótico Petersburgo de Tolstoi, trágico y nervioso de Dostoievski, fantasmagórico e inquietante de Beliy…

“Y ante la capital menor palideció la vieja Moscú, como la viuda coronada ante la zarina nueva…” -así describía Pushkin la obra de Pedro el Grande. San Petersburgo apareció ante Europa como la brillante capital del Imperio Ruso que reemplazó a la antigua Moscovia. Moscú se va al segundo plano y por mucho tiempo pierde su importancia y significado anteriores. Sólo en 1812, durante la invasión de Napoleón a Rusia, los ciudadanos del país “se acordaron” de su antigua capital. La trágica decisión de dejarla a los franceses y el enorme incendio que destruyó Moscú casi completamente alimentaron el espíritu patriótico de los rusos y favorecieron la victoria sobre las tropas napoleónicas.

La rivalidad entre la capital antigua y la capital nueva se percibió por la conciencia nacional casi de inmediato. A lo largo de casi dos siglos el majestuoso y sombrío Petersburgo no gozaba de la simpatía de los ciudadanos del Imperio Ruso. Ellos se acostumbraban lentamente a que este insólito capricho del zar reemplazara a la antigua, rica y sagrada capital de Moscú. Especialmente eran los moscovitas los que sentían un gran descontento por el cambio tan brusco del estatus y situación política de su ciudad.

Desde el principio, Petersburgo era una ciudad imperial, sede de los emperadores rusos, de sus cortes y guardias, era signo de la incorporación de Rusia a la historia europea y mundial. Para la gente rusa, era el símbolo de oficialismo y formalidad, la ciudad de damas de honor, burocracia y militares, la ciudad “no rusa”, sino más bien extranjera y cosmopolita. Toda la gente joven, más talentosa y ambiciosa de Moscú se iba a Petersburgo a hacer carrera, a servir y actuar. San Petersburgo se hizo la ciudad de éxito y de avance, mientras que Moscú permanecía en su pereza, su bondad y su despreocupación. Petersburgo era energía y actividad; Moscú, el reposo y aburrimiento. Mientras que Petersburgo era la esencia de cosmopolitismo, de imitación de costumbres y modas europeas, Moscú provinciana concentraba todo lo nacional, lo antiguo y tan querido por cualquier corazón ruso. “En Moscú gobierna un silencio sepulcral” -escribía en 1842 A. Herzen-, “la gente no hace nada sistemáticamente, sólo vive y descansa antes de trabajar… en Petersburgo se escucha el eterno ruido de vanidad de vanidades, y todo el mundo está ocupado hasta tal medida que prácticamente no vive”. Moscú era toda autóctona, original y pintoresca. La antigua capital se parecía a la “continuación gigantesca de una rica aldea rusa” que, llena de recuerdos históricos, crecía y sufría junto con todo el país. En cambio, San Petersburgo, arrancado de pantanos, era una ciudad sin pasado, no tenía “vínculos de corazón” con la historia de Rusia, ni raíces nacionales.

En Petersburgo, cuyo nombre sonaba tan “alemán” para el oído ruso, como decía A. Herzen, se podía pasar varios años “sin darse cuenta a qué religión pertenece esta ciudad”. Aquí vivían temporal o permanentemente arquitectos franceses e italianos, ingenieros ingleses y alemanes, científicos daneses y holandeses, y el espíritu moderno europeo dominaba sobre la religiosidad tradicional. Durante el reinado de Alejandro I la presencia católica y protestante en la alta sociedad petersburguense fue tan fuerte, que la mitad de las damas de honor se hicieron católicas, y en las líneas de las catedrales ortodoxas de San Petersburgo apareció algo de los sobrios rasgos de iglesias protestante. En cambio, Moscú conservaba la espiritualidad nacional rusa, y “la voz de cobre de la iglesia ortodoxa” se oía fuerte y solemnemente, como en otros tiempos.

En el siglo XX Petersburgo era una ciudad brillante e incómoda para vivir: dinámica, agotadora, fría y cruel con sus ciudadanos, era una encarnación del concepto abstracto de una capital. Aquí todo era recto y rectangular, sin espacio entre los edificios, y los patios que nunca alcanzaban a ver la luz, húmedos y oscuros, solían llamarse “pozos”. En Moscú todo era curvo y redondo, antiguo, pero hermoso y acogedor. Aquí gobernaba la familiaridad patriarcal; cada casa estaba separada una de la otra, los patios eran anchos, llenos de luz, árboles y flores. En las calles de Moscú se olía a mermelada y pasteles, en Petersburgo a uniformes recién limpiados.

El carácter social de los habitantes de las dos capitales también era distinto. En San Petersburgo vivía la aristocracia advenediza; en Moscú residía la nobleza patrimonial, cálida, bondadosa y hospitalaria. Si las figuras más características de la sociedad petersburguense eran un burócrata o un oficial, en Moscú lo eran el gran señor y el negociante. En San Petersburgo dominaban buen gusto, amabilidad y lengua francesa; Moscú se caracterizaba por informalidad y modales poco perfectos. San Petersburgo trataba de estar cada vez más cerca de la sutileza y de la civilización europea; en Moscú el prestigio social de un comerciante se expresaba en tener “un caballo gordo y una esposa gorda”. Como bromeaban los intelectuales rusos del siglo pasado, “había que viajar a Moscú para encontrarse con una dama joven y noble sin peinado de moda”.

La literatura rusa contraponía el carácter generoso de Moscú al “arribismo” en calculador petersburguense. En la capital antigua la gente se dedicaba a disfrutar la vida; en la nueva, a servir. En “La Guerra y la Paz” de León Tolstoi las personas más naturales, más desinteresadas a la sociedad moscovita. Los personajes de carácter sin escrúpulos ni valores, calculadores y aprovechadores, son amantes del Petersburgo y tratan a los “provincianos de Moscú” con desprecio. “El moscovita”, observaba Herzen, “en el fondo de su alma no tiene ningún objetivo, en la mayoría de los casos está contento consigo mismo. En Petersburgo los objetivos son viles, el petersburguense no está contento, trabaja. Al moscovita le gustan cruces y ceremonias; al petersburguense, puestos y dinero; al moscovita le gustan vínculos aristocráticos; al petersburguense, vínculos con las personas de cargos importantes. En Moscú creen que cada extranjero es una gran persona, en Petersburgo piensan que cada gran persona es un extranjero”.

El hogar de una familia petersburguense era una casa arrendada, llena de cosas accesorias y fáciles para dejar. Los petersburguenses vivían más en público, les gustaba la calle, el paseo, el teatro y el café. Ellos preferían comer fuera de su casa, en múltiples restaurantes y cafeterías. Para el moscovita el sueño de toda la vida era su casa propia, con retratos y muebles patrimoniales. A los habitantes de Moscú les gustaba comer en su círculo privado, entre los suyos. En la casa moscovita lo más importante era no su comodidad o lujo interior, sino que su sótano, lleno de mermeladas, salazones, frutas conservadas, vodkas especiales y otros agasajos caseros. Si el objetivo principal de la casa de un petersburguense consistía en estar cerca de todo, el de un moscovita en ofrecer a sus visitas un almuerzo abundante. A fines del siglo XIX Moscú permanecía ajena a las intrigas de la corte, al carácter administrativo, burocrático y oficial de San Petersburgo. Aquí no había esa clase de funcionarios que necesariamente acompaña a cualquier actividad del mecanismo estatal. Aquí no se concentraban los buscadores de fortuna o de carrera brillante, sino que se daban cita muchos profesionales ilustrados de clase media o baja, producto de la enorme influencia cultural de la Universidad de Moscú. Por eso la sociedad moscovita era menos silenciosa y más abierta y liberal que la petersburguense. Aquí se pronunciaban críticas y opiniones que en San Petersburgo podían costar el exilio a Siberia o a la guerra del Cáucaso. En Moscú la gente soñaba y escribía, criticaba y planificaba reformas. Pero era San Petersburgo donde estos sueños podrían hacerse realidad, donde la crítica social, aspiraciones artísticas y pensamiento revolucionario se realizaban en una acción concreta, sea una obra de arte o un levantamiento popular. Aquí, en las orillas del Neva, la trayectoria del arte plástico y literario ruso culmina en el asombroso auge cultural en el umbral entre dos siglos, expresándose en el “Siglo de Plata” en la literatura, en los grupos impresionistas y simbolistas en la plástica, en las temporadas de Diáguilev en música, ballet, teatro y decoración. A principios del siglo XX San Petersburgo, que para el país era el símbolo del poder del zarismo oscurantista, lógicamente se convierte en la “cuna de la Revolución rusa”. Después de la revolución de Octubre, en 1918, la capital de Rusia se traslada nuevamente de Petersburgo a Moscú. Los roles de las dos capitales cambian. Leningrado, como empezó a llamarse la ciudad de Pedro después de la muerte de Lenin en 1924, se convierte gradualmente en una ciudad provinciana. El ruido del aparato estatal, oficialismo, energía se trasladan a la antigua capital de Moscú. Por el contrario, la libertad de pensamiento, la independencia, y posteriormente la disidencia literaria y política se concentran en Leningrado. A lo largo de todo el período soviético, esta ciudad seguía siendo el condensado de cultura, de buen gusto y de esta tan difícilmente determinable concepto de “intelligentzia”.

A ninguno de los líderes soviéticos, empezando por Stalin y terminando por Brezhnev, le gustaba Leningrado. Las purgas de Stalin liquidaban a los adversarios políticos físicamente, las represalias culturales de Kruschev y de Brezhnev encarcelaban a los poetas y los dejaban sin derecho a publicar. El comité del partido comunista de Leningrado fue mucho más ortodoxo y conservador que el de Moscú, y los burócratas leningradenses consciente y consecuentemente trataban de borrar de la memoria colectiva soviética los nombres de escritores como Zoschenko y Ajmátova, del bailarín Barishnikov, del músico Rostropovich, o del poetea Brodsky… A pesar de todo, Leningrado no se rendía y a través de todas las épocas y regímenes políticos, mantenía su altísima concentración de espiritualidad humana y su increíble atmósfera cultural. aquí vivía cierta clase de gente que lograba no someterse a ningún tipo de totalitarismo, por más fuerte que fuera. Utilizando las palabras de Jorge Edwards, “la superestructura del poder” no podía excluir o acabar definitivamente” con los poetas y los intelectuales, seres por esencia intransigentes e incómodos” para el régimen. En su turno, los leningradenses no querían a Moscú, con esta típica aversión de los intelectuales al oficialismo.

Curiosamente, los destinos históricos de las dos capitales se repitieron en la historia. En 1812 Napoleón dirigió sus tropas no contra San Petersburgo, sino contra Moscú, porque era Moscú el corazón de Rusia, su alma y su historia. En 1941 uno de los objetivos principales de Hitler era acabar con Leningrado, el símbolo de todo lo soviético, el santuario de la revolución. En 1812 era Moscú la que llevó todo el peso de la guerra nacional. En 1941-1943 era Leningrado, cuyo bloqueo y 2 millones de muertos se hicieron símbolo de la tragedia de la invasión y de sacrificio de la resistencia.

La actualidad hizo regresar los nombres históricos a las calles de Moscú. La ciudad de Lenin volvió a llamarse la ciudad de Pedro, Petersburgo. Y las diferencias, celos y competencias entre las dos capitales continúan.

El ballet de Moscú tiene brillo, pero el de San Petersburgo el encanto y un “verdadero academismo”. Al rojo y dorado de la plaza Roja y a los suntuosos interiores del teatro Bolshoi de Moscú los desafían el celeste y plateado de la plaza Palaciega, del decoro del teatro Mariinka y de los palacios de Catalina la Grande de San Petersburgo. Si dos teatros intercambian giras artísticas, para los medios de comunicación esto no es solamente un evento cultural notable; es un duelo, es “la batalla entre ballena y elefante”. Un rasgo distintivo de los grupos rock nacionales no es solamente la profundidad de los textos o innovaciones musicales, sino que el lugar de procedencia de cada grupo, Moscú O “Piter”. Los petersburguenses siguen siendo el ejemplo del tacto y buenos modales, y los turistas que visitan Moscú encuentran que la multitud moscovita es grosera y empujona. Los petersburguenses viajan a Moscú por razones concretas, para hacer trámites o compras, pero los moscovitas visitan “Piter” en busca del “descanso para el alma”, recorrer museos o simplemente pasear por los malecones y puentes del Neva en la época de místicas y románticas noches blancas.

Si en el siglo XIX era Moscú la que cuidaba y guardaba las tradiciones nacionales y religiosas rusas, hoy día es San Petersburgo el que encarna lo más profundo del alma y cultura del país. No es solamente el regreso de la religiosidad ortodoxa, que actualmente vive un verdadero renacimiento. Se trata de la encarnación de lo sagrado que tiene la nación: la atmósfera misma de la ciudad de Pedro es una concentración de la espiritualidad del pueblo ruso, de sus criterios éticos y de la profunda convicción de que “es la belleza que salvará al mundo”. En Moscú, donde con tanta fastuosidad se reconstruyen las monumentales catedrales ortodoxas y con tanta majestuosidad se celebran las ceremonias religiosas oficiales, estos intentos de restablecer la tradición espiritual rusa conllevan algo superficial, aparente y artificial, y se perciben más bien como una expresión del oficialismo postcomunista actual que el verdadero regreso a la milenaria cultura del país. En Moscú la religiosidad está de moda, y las más antiguas de las raíces está de moda, y las más antiguas de las raíces de la identidad nacional peligran convertirse en lo transitorio y lo profano.

Nadie puede negar que en Moscú está acumulada una cantidad impresionante de escritores, actores, cantantes y cineastas mundialmente reconocidos. En ninguna otra ciudad de Rusia se publican tantas revistas artísticas y científicas, hay tantas bibliotecas, teatros y universidades. Es una ciudad de gran cultura, pero Moscú nunca podía alcanzar el grado de “intelilligentzia” que tiene la ciudad de Pedro. La espiritualidad de la cultura moscovita es distinta a la de Petersburgo, y sus bases morales también son diferentes. A pesar del Teatro Bolshoi, la Universidad Lomonosov, el museo Pushkin, no son los teatros, universidades o museos los que determinan hoy día los valores morales que predominan en el clima general de Moscú. Aquí los mejores talentos del país y los centros culturales más importantes cada día más se someten a la poderosa ideología de enriquecimiento a cualquier costo. Actualmente Moscú es la ciudad de “nuevos rusos”, ricos, agresivos y sin escrúpulos. Petersburgo sigue siendo la ciudad de elite intelectual desinteresada y consciente de su responsabilidad por la desgracias de su patria. Representan dos modelos culturales diferentes, y nada puede ser más antagónico que la clase de “nuevos rusos” e “intelligentzia”.

A las diferencias tradicionales entre lo asiático y lo europeo, entre los intelectuales y la burocracia se agregó una diferencia más mundana entre el hambriento y el satisfecho. En Moscú se queda el 90% de toda la inversión extranjera que llega a Rusia, pero a Petersburgo no le alcanza el dinero. Moscú está creciendo y embelleciendo, y Petersburgo se envejece y contempla tristemente el deterioro de su belleza. Moscú es rica, hermosa y próspera, pero su belleza es egoísta y despreocupada. Es la capital de ganadores y exitosos. Petersburgo está compartiendo el destino de pobre provincia rusa que trata de sobrevivir y salir adelante sin dinero, sin inversiones, contando con recursos y fuerzas propias. La prosperidad brillante de Moscú actual se hace más notoria en comparación con la orgullosa austeridad de Petersburgo.

Ahora es Moscú donde la gente busca éxito social o comercial, gana dinero, hace negocios. Los moscovitas siempre están ocupados, siempre corren y nunca tienen tiempo. Ahora es Moscú donde se concentra todo lo más enérgico, dinámico, joven, emprendedor del país. En Moscú viven los nouveaux riches, vanidosos y presuntuosos; en Petersburgo, los idealistas, músicos y filósofos. Moscú está construyendo el nuevo capitalismo, Petersburgo guarda valores eternos. Claro que en San Petersburgo también hay “nuevos rusos”, autos de lujo y grandes comidas en antiguos palacios aristocráticos. Pero aquí este modo de vivir y de ganar dinero se percibe más como inmoral y atípico. Como dijo uno de los mejores escritores actuales, Daniíl Granin, en San Petersburgo “la ecología moral es más sana”.

La historia va a mostrar si el conflicto actual entre el “nuevo ruso” y el intelectual va a convertirse en el conflicto entre los modelos culturales opuestos. Pero una ciudad ya no es posible sin la otra, como la misma Rusia sería imposible sin una de ellas. Son competidoras, pero no antagonistas. Son dos expresiones de la ambigua identidad nacional. Son las dos cabezas del águila bicéfala, cuyo cuerpo las une, alimenta y enriquece. Y el alegre, redondo, asiático rostro de Moscú y la clásica, rigurosa, europea cara de San Petersburgo le dan a la fisonomía general del país una integridad armónica y hermosa.


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