La cultura destructiva con respecto a la tradición ha ocupado, en los últimos veinte años, el campo del presente, sin encontrar una oposición fuertemente empeñada; la cultura que debía haber mediado entre la novedad y la tradición, a menudo se ha refugiado en el estudio del pasado y en la especialización; como si lo que sucedía en el mundo de la política y de la sociedad, incluso de la misma valoración moral, no le incumbiese.

La «revolución» estudiantil cogió desprevenidos tanto a los intelectuales como a los políticos. Ha sido una «revelación», instantánea e imprevista, del estado de ánimo de los jóvenes; hay que tener el valor de admitirlo con claridad: nos hemos encontrado de pronto ante el fruto moral de los últimos años y no preveíamos que fuera así, ni en el bien ni en el mal. Por encima de valoraciones, a favor o en contra, ha prevalecido el estupor.

No se puede aislar, ni lo han aislado tampoco los estudiantes, el problema de las reivindicaciones universitarias de otra cuestión mucho más amplia. La juventud contesta los resultados morales de los últimos veinte años y desprecia a los intelectuales de la generación ya adulta, tanto más cuanto se esfuerzan en parecer jóvenes y en adecuarse al progreso de los tiempos. Todo esto es como decir: lo que los jóvenes advertimos, el malestar que queremos superar, no encuentra correspondencia en los modelos, aun en los más avanzados, que la generación de intelectuales que se formó alrededor de los años cuarenta quiere ofrecernos; y eso porque nos encontramos frente a una situación moral nueva, que ellos no preveían y que ahora no saben tampoco entender. Aun los más extremistas entre ellos pertenecen al sistema que contestamos.

Estoy hablando de un contraste de generaciones: se me puede objetar que el concepto de generación es equívoco y ambiguo. Lo sé; pero pienso que es necesario utilizarlo aquí, en cuanto que es el más cercano a la realidad, aunque no haya sido sometido a un análisis exhaustivo.

Estoy muy lejos, desde luego, de aprobar el «juvenilismo», como se verá más adelante. Pero queda aún en pie que la insatisfacción del joven para con el anciano es un hecho que hay que explicar; y por muchos aspectos negativos que tenga, por muchas manifestaciones desagradables a las que pueda haber dado origen, sin embargo, puede tener algunos factores buenos. Este análisis, que es al mismo tiempo una negación a la condena masiva como a la justificación indiscriminada, se hace necesario por una situación que se ha manifestado cargada de más peligros de los que aun las personas de «probada experiencia» pudieran imaginar (porque, por maduras y reflexivas que sean, siguen pensando que la rebeldía juvenil tiene la misma forma que la de ellos cuando eran jóvenes); sin embargo, esta situación permite mantener todavía un residuo de esperanza.

La contestación

Se dirige contra la sociedad del bienestar o tecnológica o tecnocrática u opulenta, como se la quiera llamar. Pero hay que comprender que por sociedad del bienestar se quiere indicar la que considera el bienestar como fin; esta precisión es indispensable, porque muchas veces se considera como tal aquella sociedad que, movida por la conciencia moral y religiosa de la unidad del género humano o, sencillamente, por el deseo de eliminar tiranteces revolucionarias (dos fines que pueden aunarse muy bien), quiere una mayor difusión del bienestar entre los menos favorecidos y subdesarrollados. Si la entendiésemos así, ¿cómo podríamos no aprobarla? La sociedad del bienestar no tendría otro fin que la eliminación definitiva de la esclavitud; sería entonces algo exigido por los valores morales tradicionales, aunque éstos, para conseguir su nueva actualización, deban sortear obstáculos distintos a los del pasado.

Es cierto, en cambio, que hace falta distinguir bien entre estos dos significados, ya que la sociedad actual, aunque diste mucho de haber triunfado, es la sociedad del bienestar en el primer sentido. Esta observación no es superflua, porque la falta de distinción ha hecho que la mayoría de los intelectuales católicos hayan estado muy poco sensibles a la novedad de la situación, y no se hayan dado cuenta exactamente del continuo decaimiento de los valores religiosos y morales, consagrados por la tradición, que hasta la experiencia más elemental pone ante sus ojos.

El objeto de la contestación es el sistema «occidental», de la posguerra en su «totalidad», tal y como se ha constituido, como alternativa al comunismo; pero dicha alternativa es tal que el mismo revisionismo ruso pretende insertarse en ella como uno de sus polos hegemónicos. En definitiva: los intelectuales de izquierda saludarán en general al nuevo «curso» ruso como un proceso de democratización; y han continuado así el juicio expresado por aquellos (entre nosotros, en primer lugar, Salvemini) que en 1917 habían recibido la obra de Kerenski, como la de quien pretendía colocar a Rusia en la órbita de las potencias democráticas, apoyando con ello la interpretación ideológica de la Primera Guerra Mundial como lucha de las democracias contra las potencias autoritarias. Entonces la misma historia se encargó de mofarse de semejante juicio; hoy el juicio exactamente simétrico es objeto de irrisión para los jóvenes.

Pasemos a los aspectos morales de la sociedad del bienestar entendida en el primer sentido. Para hacer el tema más sencillo quiero partir de algunas magníficas observaciones de Félix Balbo: «… cuando el fin de la sociedad no es el de la «vida buena», sino el del «bienestar», es decir, el de la mayor satisfacción posible de los gustos y de los apetitos –no importa si son los más elementales y necesarios, o refinados y eventuales–, la filosofía se hace verdaderamente superflua. Desde el momento en que los términos habituales con que los filósofos hablan de su trabajo o juzgan las filosofías, ya no son, en primer lugar, «verdadero» y «falso», sino «importante» e «insignificante», original y banal, herético y dogmático; sincero y retórico, progresista y reaccionario, etc., se puede decir que la confianza en el quehacer filosófico, en la filosofía como tal y no sólo en esta o en aquella filosofía está minada en sus mismas raíces» [1].

Si leemos estas palabras con atención deduciremos de ellas tres verdades esenciales:

1) Que cuando se hace del bienestar el fin de la sociedad, la filosofía en cuanto tal debe ser eliminada. Lo que queda es la ciencia, de la que, a lo más, la filosofía estudiará la metodología.

De aquí renacen con nueva vida todos y los peores recursos de finales del siglo XIX: el mito de la Ciencia y de la Evolución. Porque la Ciencia o, para ser más exactos, la ciencia moderna puede estudiar al hombre sólo en cuanto animal de especie y grado superior. Esta es su limitación, no su culpa; pero cuando la filosofía abdica en favor de la ciencia y se hace su esclava, la diferencia cualitativa entre hombre y animal se pierde.

Por causa de la elevación de la ciencia a modelo absoluto de conocimiento desaparece la interioridad (la pérdida del pudor no es más que un aspecto sensible de esto; ¿qué lugar puede reservarse aún al pudor si la ciencia lo objetiva todo?), y la absolutización del cientifismo debe marcar también el fin definitivo de toda religión (teología de la «muerte de Dios», etc.). De esta reducción del hombre a animal [2] se espera que, cuando las necesidades materiales del hombre se hayan satisfecho plenamente, desaparezcan todos los instintos agresivos: esta es la utopía típica de la sociedad del bienestar.

2) Se ha difundido muchísimo que la mala fe se ha extendido ampliamente, sobre todo entre los intelectuales. Pero no se ha resaltado suficientemente la conexión entre esto y el desarrollo de la sociedad del bienestar. En efecto: una sociedad que elimine los juicios emitidos en base a los términos de verdadero y falso admite el derecho a mentir, a la mala fe; cosas que se considerarán lícitas si llevan a quienes lo practican a un resultado positivo. Juicio que, en definitiva, es sólo una variante de la célebre frase de Nietzsche sobre la historia de la moral, como historia de la justificación de los delitos que han tenido un éxito favorable.

3) La oposición a la sociedad del bienestar no se puede llevar a partir de una postura reaccionaria, por la sencilla razón de que la oposición entre «progresista» y «reaccionario» forma parte de su lenguaje. «Reaccionario» es el que se opone al progresista, convencido, en el fondo, de que ya ha perdido la batalla.

Criticar de verdad la sociedad del bienestar es rebasar la oposición entre progresista y reaccionario.

Hay que añadir dos consideraciones concernientes a la relación entre marxismo y sociedad del bienestar y al carácter de novedad y de antitradición de la segunda. La filosofía, que está implícita en la sociedad del bienestar, es el desarrollo radical de aquel momento del marxismo cuando se presenta como «relativismo absoluto» (consecuencia del materialismo histórico); desarrollo tan riguroso que llega a la eliminación del otro momento, por el que se presenta como pensamiento dialéctico y como doctrina sobre la revolución. En pocas palabras, la sociedad del bienestar marca la victoria del positivismo y sociologismo sobre el marxismo; de un positivismo que se ha quitado los aspectos románticos propios de sus formas decimonónicas.

Pero con esto la sociedad del bienestar ha conseguido un nivel de impiedad más elevado que el marxismo. Porque el marxismo, aun siendo rigurosamente ateo, aun negando toda revelación y todo elemento sobrenatural, es, en su versión comunista, una religión en la que el Futuro sustituye lo Eterno, a la Totalidad, al Absoluto y a la Ciudad de Dios.

Por el contrario, la sociedad del bienestar es la única en la historia del mundo que no tiene su origen en una religión, sino que surge esencialmente contra una religión, aunque paradójicamente esta religión es la marxista (pero que posteriormente la crítica se extiende a cualquier forma de religión). No casualmente el punto de vista de su intelección se resume en las dos siguientes afirmaciones: aceptación de la muerte de Dios y posición crítica con respecto al marxismo, en cuanto que todavía, a su modo, es religioso. De esta novedad deriva su antitradicionalismo; su perspectiva histórica es, sustancialmente, la siguiente: en la historia hay una pausa definitiva representada por la Segunda Guerra Mundial; no se ha derrotado sólo al fascismo y al nazismo, sino a toda la vieja tradición europea; fascismo y nazismo se deben interpretar como fenómenos consecuentes del miedo al progreso histórico o, como se suele decir hoy, de la trascendencia, en su significado intramundano. Como consecuencia de tal juicio, que se refiere a la tradición, es siempre, cualquiera que sea su conocimiento, un «reaccionario» o un «fascista» (términos que inadecuadamente se identifican).

Más aún, la sociedad del bienestar es intrínsecamente totalitaria en el sentido de que la cultura está completamente subordinada a la política. Tomo la cita de un reciente escrito de Umberto Segre: «En estas condiciones, el pacto Estado-grandes empresas asume como única regla la eficacia y el crecimiento productivo. Todo se le deberá sacrificar. Galbraith tiene la honradez de declararlo: la tecnología es siempre buena; el incremento económico es siempre bueno; las grandes administraciones tienen como norma interna el incremento indeterminado; el consumo de los bienes que producen constituye el máximo de la felicidad; y nada debe interferir en la confrontación que adapta tecnología e incremento económico y aumento del consumo. Una sociedad configurada de esta manera no admite autonomías de superestructuras culturales, religiosas y políticas… La cultura es, por definición, mercancía de consumo, o, cuando se busca y aprecia científicamente, es a su vez instrumento para un ulterior incremento de eficiencia y producción» (Galbraith) [3]. Alguien podrá indicar que tal sociedad respeta las formas democráticas; pero tal argumentación es muy débil, ya que no hay poder que no las respete cuando dispone de instrumentos eficaces de control y de opresión real.

Puede parecer que con esto me he alejado del tema de las agitaciones estudiantiles. Sin embargo, me parece haberme colocado en las condiciones mínimas para comprenderlas.

De lo dicho resultan claras dos consecuencias:

1) Que la inquietud y la intolerancia de los estudiantes y su desconfianza hacia los mayores serían por sí mismos fenómenos positivos; expresión de la rebelión de la naturaleza humana contra el proceso, a la vez de desacralización y deshumanización, característico de las dos sociedades ateas: la marxista y la opulenta, la primera de las cuales tiene como fin, junto al del desarrollo económico, influir en la segunda; no quieren pertenecer a este sistema en calidad de instrumentos, cosa que sucedería necesariamente, ya que la sociedad del bienestar no conoce otra cosa que los instrumentos; y al querer afirmar su humanidad hacen bien. El fallo está en que se desvían –como veremos– hacia el extremismo.

2) Que los estudiantes se han dado cuenta, a través de su trabajo, del nexo entre las condiciones de la escuela y el sistema social que se indica. Leo como ejemplo en un folleto suyo que las investigaciones de las facultades humanistas no sirven «más que para aumentar el prestigio de quien las desempeña y los institutos de investigación de las facultades de ciencias se han convertido en la práctica en una prestación de la industria que financia y controla la investigación»; y que la Universidad es una estructura feudal, cuyo blasón es «la investigación». Dejando aparte la evidente exageración juvenil, debemos reconocer que se ha perfilado una línea tendencial. Porque una vez que el criterio de lo verdadero, como criterio vivido, se ponga aparte y se sustituya por los de lo original, lo importante, lo nuevo, lo sincero, lo auténtico, lo herético, lo progresivo, etc., es inevitable que lo único que cuenta es la afirmación de sí. Por lo tanto, en el caso de la escuela –en la que se refleja el clima moral de la sociedad, aun encontrando resistencias que a la larga se vencerán– lo que vale es el prestigio del docente; y una investigación con la sola finalidad de su aumento no resultará, por esmerada que sea, más que como preciosa y académica. De manera que no sirve para nada, dice el mismo opúsculo: con lo que los jóvenes tienen razón al indicar que no les ilumina sobre las posibilidades que deberán elegir en la realidad. Es muy fácil deducir de esta primera característica todos los defectos esenciales en la escuela universitaria de la sociedad del bienestar; en las escuelas humanistas dominarán un extrínseco filologismo o un hermetismo; en las científicas, un tecnicismo al servicio de los grandes feudos industriales; en torno al profesor, un pequeño grupo de futuros vasallos y los otros, los excluidos. He leído, aunque me cuesta creerlo, que en una facultad se han hecho para una asignatura seiscientos exámenes en dos días; por lo tanto, el encuentro entre el profesor y la mayor parte de los alumnos ha durado cinco minutos, en los que el profesor hacía el papel de juez y el estudiante, más que de examinando, de acusado.

No insisto más en los aspectos de una situación que es ya conocida por todos. Lo que me interesaba era achacar los defectos a la naturaleza de un sistema que, aunque no esté perfectamente actuado y al que todavía es posible resistir, sin embargo, está también en proceso de realización. Al final de la guerra, y ante la amenaza comunista, se presentaban dos cambios posibles: un despertar religioso o la sociedad del bienestar. No es éste el momento de explicar por qué se ha elegido el segundo. En cierta manera era difícil que esto no sucediera sin la aparición de grandes personalidades religiosas [4]; pero el movimiento se hubiese podido al menos contrastar y contener si los intelectuales hubiesen tomado conciencia de lo que la sustitución del ideal del «bienestar» por el de la vida buena comporta; y si no hubiesen –en gran parte– traicionado su tarea, a través de la búsqueda de una general «desmitificación», entendida en realidad como crítica de toda «autoridad» de los valores, que acompaña como justificación cultural el proceso de abolición de lo sacro, que es esencial en la sociedad opulenta. De donde al propagarse en las mentes, sin encontrar gran resistencia, el renovado sansimonismo en el que se debe reconocer la ideología que unifica a católicos y laicos en la sociedad del bienestar (Saint-Simon es el verdadero inventor de la mentalidad tecnocrática) con las inmensas devastaciones que ha producido; también en los católicos, porque, a mi modo de ver, el nuevo modernismo católico debe necesariamente encontrar en su proceso el «nuevo cristianismo» sansimonismo y ser absorbido por él, hasta repetir el proceso de Saint-Simon a Comte, disolviendo el cristianismo en una vaga religión de la humanidad; ese «nuevo cristianismo» con respecto al que se debería hoy reemprender la crítica decisiva que le hizo Rosmini, en un ensayo casi desconocido [5].

El extremismo

Debemos recurrir a la consideración de tal devastación si queremos explicar el realísimo y positivo malestar que ha tomado forma en la juventud; y es tal que cambia el optimismo inicial en el pesimismo más amargo.

Ha aparecido bajo una forma de intransigencia y de, aunque inconsciente, extrema radicalización de los males del orden existente, un extremismo que es el puro pasivo (idealmente), producto de la sociedad del bienestar. No vale indicar que es un extremismo compartido por poquísimos; porque la minoría que lo ha aceptado ha conseguido imponerse en varias de las mayores universidades.

¿Por qué puro producto? Porque acepta inconsideradamente el estado de escoria fragmentaria de los principios ideales que están en los comienzos del proceso que ha conducido al sistema actual; sistema que quisiera rebatir.

Consideremos su premisa: el mito juvenil. Los jóvenes siempre tendrían razón porque expresan el sentido de la historia en movimiento, y la tarea de los intelectuales es la de interpretarlos; esto nace de la izquierda hegeliana y está en conexión con todos sus temas filosóficos. No sé si la autoridad de Santo Tomás goza aún de cierto crédito entre los jóvenes católicos. Suponiendo que cuente aún algo, se puede observar cómo piensa de otra manera muy distinta: para él la edad de la sabiduría metafísica era normalmente la senectus entre los cincuenta y los sesenta años [6]. Es desconcertante observar cómo el tema «de los jóvenes», inicialmente filosófico, acompaña el proceso que llevará a la negación de la metafísica y de la teología. La curiosa indicación de Santo Tomás no está escrita casualmente.

Es verdad que se apela a dos maestros: Mao y Marcuse. Pero veamos también esto.

Del maoísmo poco se sabe con certeza; hay un solo dato curiosísimo: que el marxismo en China está vitalizado por un fuerte espíritu nacionalista. En la teoría y en la práctica de la revolución, los chinos han buscado el instrumento de liberación de humillaciones sin nombre, que duraban desde que se interrumpió el gran plan del padre Matteo Ricci. Su marxismo es por lo demás elástico y totalmente subordinado a la liberación nacional. Se trata de liberarse de la sujeción también con relación a Rusia; cuando en Rusia aún la ortodoxia se elaboró la ideología de las «cien flores»; cuando Rusia se encaminó por la vía del amado revisionismo, entonces se proclamó la intransigencia doctrinal que domina hoy. Las fórmulas maoístas también pueden estar conformes con el marxismo auténtico, pero se da el hecho de que paradójicamente no se han encontrado por la vía clásica, sino por la nacional. No se puede, en fin, ser maoísta sin ser de nacionalidad china. Se puede pensar que los jóvenes llenan el espíritu religioso que a su modo, informaba el marxismoleninismo original. Sin embargo, hoy el marxismo puede conservar este aspecto sólo en los países subdesarrollados; y buscar las condiciones de subdesarrollo no es posible; es algo tan absurdo como buscar imponer la ignorancia. ¿Se puede pensar tal vez en un acuerdo entre estudiantes y trabajadores para restablecerla?

Pasemos al otro maestro: Marcuse. Con respecto a su pensamiento se debe observar que ha entendido muy bien desde hace varios años [7] la relación entre filosofía y revolución en Marx. Recientemente ha indicado la necesidad que tiene el marxismo de ceder con respecto a la sociedad tecnológica [8].

• Ha hecho en su libro El hombre unidimensional, una crítica rigurosa de la sociedad tecnológica que, sin embargo, es la simple verificación de las previsiones de los escritores tradicionalistas y reaccionarios, por ejemplo, Guénon.

• Por otra parte, para él es un axioma que las negaciones metafísicas y teológicas pronunciadas por Feuerbach y Marx no se pueden poner nunca más en discusión. Por tanto, el camino de salida al que se ve obligado es una vaga utopía sobre la rehabilitación de los instintos y sobre la conciliación entre la razón y el sentido. Dicho de otra manera más elegante, está destinada a no diferenciarse gran cosa, cuando se popularice, de las teorías de Reich sobre la revolución sexual. Por lo tanto, una revolución antipuritana es lo que él sabe proponer: un verdadero hierro de leño, por una razón histórica intrínseca, que la política de los puritanos fue el primer modelo de la acción revolucionaria y que el motivo puritano es esencial a toda postura revolucionaria seria; se pueden encontrar fácilmente ejemplos en la historia. Marcuse puede ser definido como el filósofo de la descomposición de la revolución. Pasando del maestro Mao al maestro Marcuse (autores que, por lo demás, no se pueden conciliar), los revolucionarios del movimiento estudiantil llegan a la contradicción pura.

No se puede negar que el pensamiento de Marcuse tiene un interés real, pero exactamente por los motivos contrarios a aquellos por los que hoy se le invoca.

• Sirve para mostrar el nihilismo –apenas literalmente enmascarado por la continuidad de los motivos schillerianos sobre la libertad y sobre el juego– al que debe llegar un pensamiento que, por un lado, acepte las negaciones de Feuerbach y de Marx, y, por el otro, implique rigurosamente en la crítica las afirmaciones del marxismo y las del pensamiento que sostiene la sociedad tecnológica.

• Sirve también para iluminar cómo el pensamiento revolucionario saca su fuerza siempre de la apropiación de los temas de la crítica contra-revolucionaria; ya Saint-Simon y Marx lo habían hecho; Marcuse lo vuelve a hacer un siglo después con distintas condiciones sociales. Pero esto sirve también para mostrar cómo la crítica del pensamiento revolucionario no se puede mover a partir de un punto de vista reaccionario (de vuelta al pasado), cuando se presenta como solidaria con tal posición, su reabsorción por parte del pensamiento revolucionario es inevitable.

• Además es también verdad que si se quiere unificar a Marx, Freud y Heidegger –los tres ídolos de la generación de los ancianos–, no parece que exista otra forma que la que Marcuse ha propuesto. En esto también se manifiesta la estrecha dependencia de los nuevos rebeldes con sus padres.

Se ha dicho que los extremistas redescubren inconscientemente el fascismo de los orígenes, en su momento inicial negativo y anárquico. Es una observación que merece tenerse en cuenta. De hecho, no hay un solo tema del extremismo estudiantil que no sea un reencuentro de los motivos del primer fascismo. El «yo quiero» indeterminado; el derecho de poder que tiene la juventud en cuanto que representa la vida; el momento dialéctico buscado en la juventud y en la generación más que en la clase; la pretensión de ir más allá, en posición revolucionaria, que la burguesía y el comunismo; la idea de una revolución que salga de los estudiantes; la negación y la actividad (recordemos que el fascismo se presentó inicialmente como antipartido); el antiintelectualismo como aversión a la cultura del libro; el mito de lo nuevo a toda costa.

Sin embargo, no es necesario ir más allá en las analogías; el fascismo original tenía aún un contenido en la idea de nación; después de la negación de toda autoridad de los valores no queda más que la pura y total negatividad, la voluntad de una indeterminada aproximación a la «nada». El reciente «movimiento estudiantil» ha disociado los dos momentos del fascismo original: el anárquico y el nacionalístico. Ha permanecido el anarquismo de tipo fascista, distinto del puro anarquismo, porque éste se caracteriza por un aprecio y una voluntad dirigida a lo imposible, que le confiere, ante los ojos de los oponentes, un cierto encanto moral. Mientras que el anarquismo fascista es voluntad de poder, y en cuanto tal asume una dirección totalitaria. Las señales de la mentalidad totalitaria. Los rasgos de la mentalidad totalitaria –incluso en el sentido de un totalitarismo de la destrucción– están bien claras en el nuevo extremismo. Consideremos algunos de los temas sobre los que más ha insistido.

El ejemplo de las escuelas de Mao opuesto al de las escuelas soviéticas. Es decir, la educación debe venir de abajo en cuanto que los estudiantes conectan directamente con la voluntad del nuevo estado incorporado en una persona. En resumidas cuentas, el culto a la personalidad. Por lo menos Rusia, aboliendo el culto de la personalidad, intentaba liberarse de los aspectos que mezclaban comunismo estalinista y nazismo.

La soberanía pertenece a la asamblea de los estudiantes, por lo que todo profesor deberá someterse periódicamente a un examen ante el comité de estudiantes para controlar su grado de adecuación ideológica y cultural. Dejemos aparte el examen cultural, ya que los estudiantes no podrán hacerlo más que bajo los juicios de otro profesor más grato por su ideología. ¿De qué forma se desarrollará? Tal vez un test puede estar representado por un artículo que tuve ocasión de leer en una revista de la «nueva izquierda», en la que la figura de don Milani servía de ocasión para dirigir las más vulgares ofensas e injurias a la memoria de Pío XII.

Un ejemplo, pues, puede ser éste. El profesor deberá desarrollar el tema: demostrar cómo Pío XII ha sido para el antiguo catolicismo lo que Juliano el Apóstata fue para el paganismo; o como ha sido un pontífice nazista; el resultado de la investigación ya está prefijado; y el profesor deberá esforzarse por documentar las tesis preestablecidas por razones políticas. De una manera más clara, esta escuela debería llamarse de la falsificación de la cultura.

Se dirá que a tales términos llegan muy pocos; sin embargo, es el resultado consecuente de la negación absoluta que tiene el fin predeterminado de alcanzar la negación de la cultura.

El extremismo no representa la intransigencia y la consecuencia de la reacción contra la transformación feudal de la universidad. Contraria es la posición de aquellos que no logran concebir la universidad más que como feudo; y que quieren sustituir el blasón «investigación» por otro, el de la subordinación de la cultura a la política. Proponen el viejo tema, que los comunistas no osan sostener, de la partidariedad de la filosofía y de la cultura en general. En el interior de una sociedad que esperamos conserve su función de garantizar la libertad, queremos implantar un modelo de «estado totalitario de la universidad». Las declaraciones ultrademocráticas cuentan poco; ¿hay necesidad de recordar que todo totalitarismo incipiente habla siempre de absolutas reivindicaciones democráticas?

Que los extremistas se consideran a sí mismos como los más radicales e integrales antifascistas es cierto. Pero hay antifascismos y antifascismos; y el suyo es el que resulta de la negación del momento nacionalista y tradicionalista del fascismo; han operado, esta es su originalidad, una disociación, por lo que del fascismo sólo mantienen el momento anárquico.

Por otra parte, no se debe ser demasiado severo con los extremistas, porque esto nos llevaría a ignorar las equivocaciones de los anteriores. Son ellos los que no han sabido dar a las nuevas generaciones un sereno juicio histórico sobre el fascismo. Y consecuentemente lo que los jóvenes, que no lo han vivido y de lo que han oído hablar como un fenómeno delincuente o poco menos, han descubierto es el peor de los aspectos, creyendo llevar el antifascismo hasta el grado extremo. Sólo la historiografía, la auténtica y no la partidaria, puede inmunizar de ciertos males; en el fondo del contraste de las generaciones existe una carencia historiográfica. ¿Cómo explicarla? Por complejas que sean las razones, ya se ha indicado la esencial; es un interés de la sociedad del bienestar mantener la interpretación apocalíptico-demonológica del fascismo, y observemos cómo es a partir de ella cuando encuentra explicación la forma de las revueltas estudiantiles. ¿De qué otro modo tal interpretación puede repercutir en los jóvenes sino en un estado de espera milenarista (el progreso científico no destruye el arquetipo milenarista) de lo absolutamente nuevo y en la consiguiente actitud destructiva con respecto a toda tradición? La sociedad del bienestar vence así a la revolución constriñéndola a la forma del negativismo puro.

Aquí se impondría, a mi modo de ver, una reflexión muy importante. Dado que el fenómeno de la revolución estudiantil es mundial (aunque, naturalmente, se debe distinguir cuidadosamente entre los movimientos que se dan en la llamada sociedad occidental y los de los países comunistas, respecto a los cuales el razonamiento sería muy diferente), y dado el carácter filosófico, sobre el que he insistido bastante, de la historia contemporánea, sería posible preguntarse si la forma que ha tomado no revela el fin de una esencia: la de la revolución como sustitución de la política por la religión de la liberación del hombre. Este punto esencial ha tenido su última expresión en el marxismo, que realizándose históricamente ha dado lugar a su opuesto, la sociedad del bienestar: que no es posible sobrepasar por el camino de la revolución, sino sólo por el de la restauración de la dimensión religiosa y de la autoridad moral de los valores.

Por otra parte, también otra esencia ha llegado a una crisis definitiva: la idea de Utopía. Utopía y revolución se distinguen de modo radical. La primera es el sueño de un mundo del que se han eliminado los conflictos; la segunda, por el contrario, tiene un carácter realista, y quiere llegar a la sociedad de los libres y de los iguales por medio de la máxima agudización de los conflictos. El mundo occidental ha pretendido demostrar que el contenido de la utopía, que en el fondo no es más que la garantía del bienestar para todos, es realizable (en parte ya se ha realizado, valga como «modelo» los países escandinavos). Pero con esto ha quitado a la utopía el contenido sin satisfacer la profunda necesidad que la genera: «El profundo sentimiento del ser humano de encontrarse lanzado en la existencia sin una verdadera necesidad» (J. Servier). Privada de su contenido, la utopía se ha unido con una revolución puramente subversiva y destructora. De aquí la extrema importancia ideal de la presente agitación universitaria; como relámpago que ha alumbrado por un momento, porque pronto vuelve a entrar en las categorías habituales [8], de la situación moral prevaleciente [10].

Sin embargo, prácticamente por su ausencia de contenido se presta a ser instrumentalizada. ¿Por quién?

La instrumentalización política

Los extremistas quieren ir más allá del aburguesado partido comunista y rechazan el ser instrumentalizados. Su eslogan es: «contra todos los partidos, contra el sistema». ¿Cómo, pues, ha sucedido que la actitud de los comunistas, para los que mantener el monopolio de la causa revolucionaria es esencial y a los que no se les puede acusar de ternura para con los herejes, ha sido sustancialmente benévola? Evidentemente, porque los han considerado recuperables. Esto confirma el diagnóstico que se ha hecho antes. Para el comunista, los absolutamente irrecuperables son los anarquistas puros; los fascistas son recuperables después de un viaje que puede ser largo o brevísimo.

Si el movimiento hubiese sido solamente de naturaleza maoísta, no hay duda de que habría venido la condena. Si esto no se ha dado, ha sido por la participación de los católicos de izquierda. El término es ciertamente vago: pero en él incluyo a aquellos católicos que unen el desacuerdo de la Democracia Cristiana con las posiciones ideales neomodernistas. De lo que se ha dicho resulta ya bastante claro cómo la contradicción ha sido aceptada por los extremistas, pero además ha sido erigida en principio: quien más se contradice, más razón tiene. Ahora bien, sobre el terreno de la contradicción no hay duda que los católicos de izquierda merecen el gran premio. Porque, por una parte, querrían dar un carácter religioso a la revolución, pero tal carácter religioso está ligado en el comunismo al ateísmo; por otra, quieren separar el comunismo del ateísmo. Pero ¿cómo pueden hacerlo si no es a través de la separación entre materialismo histórico y materialismo dialéctico, es decir, a través de aquello que es la premisa teórica del revisionismo comunista y de su inserción en la sociedad del bienestar? Llevan más de veinte años en esta contradicción, que en realidad es insuperable; así que han optado por olvidarla, sin renunciar a dar «testimonio». Por lo tanto, están con un pie en la revolución más feroz y con el otro en el comunismo de rito soviético. Situación óptima para servir de mediadores en la recuperación.

No hay necesidad de insistir demasiado sobre la necesidad en la que el movimiento está prisionero; como para los primeros fascistas, no hay otra posibilidad política para los rebeldes, excepto la de unirse con una de las fuerzas del sistema, pero no ya en calidad de guías, sino de instrumentos. En la unidad de las izquierdas tendrán la función de guardias de asalto. Dejar a otros las tareas subversivas, apoyar, presentarse sucesivamente como principio del orden, lograr el control, son entre tanto las mejores ocasiones para el partido comunista.

Conclusión

En esta mirada a la relación de las generaciones, la situación se presenta incierta; no se deben subestimar los peligros, que son bastante graves, pero tampoco descuidar las posibilidades positivas. La diferencia que separa la minoría extremista del resto de los estudiantes no está en la necesidad, admitida universalmente, de la contestación. Sino en el hecho de que, si para los estudiantes más serios la contestación es un problema, para los extremistas, en cambio, es una solución. ¿Desde qué punto de vista se ha mirado? ¿Por qué la mayoría ha aceptado tan frecuentemente (aunque no en todas partes) o sufrido las posturas de pocos activistas? La razón es simple: no había soluciones de recambio; por esto, en la práctica, no se ha hecho sentir demasiado. Esto ha dependido de un hecho que es necesario escribir con todas las letras: la cultura destructiva con respecto a la tradición ha ocupado, en los últimos veinte años, el campo del presente, sin encontrar una oposición fuertemente empeñada; la cultura que debía haber mediado entre la novedad y la tradición, a menudo se ha refugiado en el estudio del pasado y en la especialización; como si lo que sucedía en el mundo de la política y de la sociedad, incluso de la misma valoración moral, no le incumbiese.

De un examen desapasionado de la situación se deriva esta enseñanza: si la nueva generación ha sido sensible a argumentos, sustancialmente infantiles, se debe a la falta de una cultura verdaderamente seria y adecuada, apta para guiarlos en sus elecciones. Ciertamente se debe admitir que el crear dicha cultura no es fácil, dada la enorme complejidad del mundo contemporáneo; y que no se trata de un trabajo ordinario, ni tampoco de una voluntad empeñada. Todo el trabajo posible y el máximo interés de la voluntad no son suficientes para encontrar ideas que resuelvan la cuestión; sin embargo, es verdad también lo contrario: que sin este interés y atención tales ideas no pueden jamás hacerse presentes; los intelectuales deben tomar conciencia de que la «revolución estudiantil» no ha sido un episodio de carnaval, sino un signo providencial para concienciarles de su responsabilidad; y si la oposición debe ser férrea con respecto a las imposiciones y a las propuestas que no dependen más que de la tentación totalitaria, sin embargo, debe ser distinta la actitud con respecto a la genuina, aunque confusa, incomodidad moral.


NOTAS 

[1] Balbo, Opere. Ed. Boringhieri, Turín, 1963, pp. 364 y 366.
[2] Esta afirmación se debe entender al pie de la letra. Max Scheler ha ilustrado decisivamente la tesis tradicional de la distinción cualitativa entre hombre y animal, demostrando que no es el resultado de la observación empírica, sino una consecuencia de la idea de Dios y de la doctrina que muestra al hombre a Su imagen. Por esto la primera tesis, o presupuesto inicial del pensamiento evolucionista, pragmatista, etc., es la destrucción del carácter cualitativo de esta diferencia, para sustituirla por una simple diferencia de grado: el hombre es un animal que se sirve de signos (el lenguaje), etc. (cfr. L’homme et l’historie, pp. 29 y ss.). Este punto es de capital importancia para entender el mundo contemporáneo. Puesto que la sociedad del bienestar se caracteriza por el fin de conservar e incrementar la animalidad del hombre, tiene un nexo sustancial con la cultura positiva y evolucionista; irreligiosa por esencia, puede tolerar la religión, pero sólo en cuanto que trata de conformarse a través de compromisos a tales concepciones; de lo contrario, la rechaza y la apaga lentamente, sin necesidad de recurrir a persecuciones directas.
[3] En la revista «Ideologie», 1968, p. 29.
[4] En su reciente libro Cordula, Urs von Balthasar ha escrito que, para soportar el esfuerzo sobrehumano que la situación de hoy le impone, la Iglesia necesitaría no sólo teólogos, sino santos «como figuras que desempeñen la función de faros». Y es curioso observar que el mismo pensamiento había sido ya formulado, poco después del final de la segunda guerra, por Benedetto Croce, que, por muy laico que fuese, había sentido profundamente el carácter religioso de una crisis que se ha acentuado más aún: «Pero he vuelto a uno de mis pensamientos que, a fuerza de repetirlo, corre el riesgo de convertirse en una fijación. Al pensamiento que la crisis presente en el mundo sea la crisis de una religión que restaurar, reavivar o reformar, y que para socorrerla no son suficientes los políticos y los guerreros, sino que son necesarios los genios religiosos y apostólicos, de los que nosotros, sin ver su presencia, no por ello no anhelamos la necesidad en nuestros corazones, como una tardía invocación».
[5] I Sansimoniani, escrito alrededor de 1830, publicado en 1840, y ahora reeditado, junto con otros ensayos fundamentales para darnos a comprender la formación del pensamiento de Rosmini, en el opúsculo Storia dell’empietà (Sodalitas, Domodosola, 1957).
[6] En el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo: IV Sent., dist. 40.
[7] Cfr. Marcuse, Razón y revolución, 1941.
[8] En Marcuse, El marxismo soviético, 1963.
[9] Inicialmente nacía de las contraposiciones habituales de fascismo y antifascismo; por lo que el objeto de contestación era la sociedad que se ha formado después del final de la guerra, a la que ninguno podrá calificar de «fascistas». Pero el extremismo, precisamente por su carácter de fascismo invertido y el consiguiente cambio de esta inversión con el antifascismo más radical, la ha hecho entrar ahí.
[10] Y ha mostrado la inadecuación a la realidad de la cultura que hoy prevalece. Idealmente ha confirmado las tesis sostenidas por la tradición del pensamiento católico (citemos entre los contemporáneos a Gilson, Maritain, Journet y Urs v. Balthasar) sobre el pensamiento utópico y revolucionario, sobre cuya disolución dan testimonio; al mismo tiempo que ha demostrado la inadecuación de la crítica tradicionalista y reaccionaria al presente, porque tiene el destino de ser captado por el pensamiento revolucinario o de arruinarse en el modernismo.

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